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UNA CANCIÓN NACIONAL CON SEMEJANZAS SOSPECHOSAS

Las partituras de la Canción Nacional Chilena, en la revista "Sucesos", año 1907.

En un artículo anterior hemos hablado ya de la estrecha relación que, en sus orígenes, tenía el Himno o Canción Nacional de Chile con la aparición del teatro republicano del país. También nos referimos a cómo ha mantenido parte de ese vínculo con el espectáculo y las artes escénicas, de alguna manera, albergando en instancias de recreación de masas como son los grandes eventos deportivos y las celebraciones patrias.

Sintetizando la historia de la Canción Nacional, esta parte con la letra de Bernardo de Vera y Pintado, en 1819; se agrega la música propia de Manuel Robles, en 1820; se cambia esta música por la de Ramón Carnicer, en 1828; finalmente, se modificó también la letra reemplazándola por la de Eusebio Lillo en 1847, de modo que quedó convertido en otro himno distinto al primero, pero del que conserva el coro antiguo como más evidente hilo conductor hasta su origen... Sin embargo, aún quedan puntos pendientes para abordar, algunos de más bien reciente relevancia y relacionados con su semejanza a otras conocidas composiciones del repertorio docto e histórico internacional.

Entrando en materia, uno de los aspectos más confusos y curiosos relativos a la Canción Nacional de Chile ha sido la semejanza entre ella y el Himno Nacional de Bolivia. No ha pasado inadvertido, al punto de generarse algunas discusiones pretendidamente “patrióticas” en cada ocasión en que el tema sale a flote. La instantaneidad de las comunicaciones de nuestra época ha facilitado las percepciones y comparaciones con las correspondientes reacciones de pasión popular y nacional, más aún si el debate suele surgir de manera espontánea tras entonarse los respectivos himnos en enfrentamientos deportivos, por ejemplo, o bien en actos de conmemoración patriótica relativos a hechos históricos que han distanciado a ambos vecinos.

Si bien el señalado parecido es de nivel musical entre ambas piezas, también hay cierta semejanza conceptual y poética con la letra del viejo coro chileno, en el caso del himno boliviano:

De la patria el alto nombre
en glorioso esplendor conservemos
y en sus aras de nuevo juremos
¡Morir antes que esclavos vivir!

La explicación parece hallarse en un hecho bastante concreto: la participación del músico Leopoldo Benedetto Vincenti en el origen de la canción del Alto Perú. 

Sucede que Bolivia se independizó de las Provincias Unidas del Río de la Plata el 6 de agosto de 1825, tomando efímeramente el nombre de República de Bolívar en honor al libertador venezolano. Sin embargo, la organización de las provincias fue bastante caótica, dificultando que la nueva República pudiese ocuparse de algunos símbolos patrios como su canción nacional. Solo después de varios años de vaivenes, en 1841, don José Ballivián se hizo cargo de la creación de la Canción Patriótica de Bolivia encargando la letra al jurista y poeta de Chuquisaca don José Ignacio Sanjinés, y la música al compositor Vincenti.

El músico italiano tenía estudios en el conservatorio de París y había estado residiendo en Chile, hasta donde llegó con una expedición marina francesa. Trabajó contratado en la banda del Ejército, por lo que conocía perfectamente la Canción Nacional chilena con la música de Carnicer que, de seguro, le tocó interpretar infinidad de veces. Más aún, Vincenti se  había quedado en Chile hasta poco antes de recibir el encargo de componer el nuevo himno, ya estando en Bolivia.

En conclusión, se puede presumir que Vincenti debió haberse inspirado en las pautas y compases del himno chileno, lo que explicaría el parecido.

El himno boliviano fue estrenado el 18 de noviembre de 1845, en el aniversario del triunfo sobre Perú en la Batalla de Ingaví. Se ejecutó con una gran orquesta enfrente del palacio de gobierno, recibiendo la ovación popular en el marco de grandes festejos que continuaron hasta muy tarde en la noche.

En 1851, el gobierno de Manuel Isidoro Belzú formalizó por decreto a la Canción Patriótica como el definitivo himno nacional boliviano, ordenando distribuir las partituras y las letras, además de establecer el diseño de la actual bandera de Bolivia para completar así los necesarios símbolos patrios. Vincenti, en tanto, vivió en La Paz y en Sucre, contrajo matrimonio con una ciudadana boliviana y regresó después a Roma, en donde falleció a avanzada edad.

Quedará en el criterio de los musicólogos (más que de historiadores) verificar si aquel posible procedimiento fue una adopción o base legítima del ejercicio creativo. Si no resultaba raro este tipo de inspiraciones tan directas y explícitas en aquellos años, no se corresponden entonces con un “plagio” o usurpación, menos en el sentido culpable que se atribuye a los conceptos. Se recordará, además, que el tema de la originalidad en la música y las artes, en general, ha sido de debate y de nebulosas por siglos, así que aquí es imposible dejar cerrada una discusión al respecto.

Otro tema curioso que involucra aspectos de originalidad es el representado por unas partituras halladas en tiempos más cercanos a los nuestros, en las bodegas de la Biblioteca Nacional de Caracas, rotuladas “Canción Nacional (o Patriótica) N° 1 y N° 2”. Son las llamadas Canciones Patrióticas de Venezuela. Estos manuscritos provenían de la Escuela Superior de Música y datarían de un período comprendido entre 1827 y 1830, según se cree. Habían formado parte de los archivos personales del músico José Ángel de Montero, siendo vendidos y guardados poco más de un siglo después.

Izquierda: Manuel Robles, compositor del primer himno. Derecha: Bernardo de Vera y Pintado, escritor del primer himno.

Izquierda: Ramón Carnicer, compositor de la música actual del himno. Derecha: Eusebio Lillo, autor de la letra del actual himno (excepto por el coro).

Izquierda: portada de las partituras enviadas desde Londres a Santiago por Mariano Egaña, con la música compuesta por don Ramón Carnicer para el Himno o Canción Nacional de Chile. Derecha: don Andrés Bello, el ilustre venezolano-chileno quien, según la teoría expuesta por los investigadores Barreto y Silva de Caracas, influyó en el el Himno Nacional de Chile con partituras escritas por él hacia 1827-1830.

Algunos fragmentos de las partituras musicales de los himnos de Chile y Bolivia, mostrando tramos con ciertas similitudes entre sí.

El director de la biblioteca, Ignacio Barreto, y el compositor e investigador Diego Silva, recuperaron el material y probaron las partituras haciendo ensayos musicales de ambas obras, con la colaboración del tenor Andrés Algara para producir una versión audible. Notaron lo distinta que sonaba la “Canción Nacional N° 2” con la actual canción patria venezolana “Gloria al bravo pueblo”, hecha hacia 1810 y que estaría representada en la N° 1 de las que tenían en sus manos, o al menos relacionada con ella.

Sin embargo, mientras realizaban aquellos trabajos, fueron advertidos accidentalmente de la extraordinaria semejanza melódica y lírica de la N° 2 con el coro de la Canción Nacional de Chile. Decía la letra de aquella intrigante pieza venezolana:

Dulce Patria recibe los votos
con que América toda juró
que o la tumba será de los libres
o el asilo contra la opresión.

El primer “sospechoso” indicado como posible responsable del increíble parecido surge casi de manera connatural: don Andrés Bello, ya que mantuvo una estrecha relación en Londres con la legación chilena y también colaboró en ella, precisamente en los días en que el gobierno de Chile cambió la música del anterior himno patrio por la del maestro español Carnicer, otro residente de la capital inglesa en esos momentos.

Según la descrita teoría, Bello (quien tenía también conocimientos de música) habría intervenido en la creación del himno chileno en Londres, pudiendo ser él mismo el autor de la “Canción Nacional N° 2” desde antes de esa época, y de ahí la similitud de música y letra del coro. Otros adjudicaron la música a Juan Landaeta, autor oficial de “Gloria al bravo pueblo” junto al letrista Vicente Salias; o a su colega Lino Gallardo pero también con letra de Bello, ambos indicados como posibles autores del mismo himno venezolano atribuido a la dupla Landaeta y Salias.

Sin embargo, entre varios otros problemas que tiene la teoría buscando relacionar el origen de la actual canción patria chilena con una intervención de Bello, está el que la solicitud de componer la música fue encargada a Carnicer entre 1826 y 1827, antes que este músico español abandonara Gran Bretaña. Esto significa que, a la sazón, las partituras del nuevo himno ya debían estar en manos de Mariano Egaña, el representante chileno en Londres. De este modo, si las fechas reportadas por los investigadores venezolanos en relación al período 1827-1830 corresponden a las de aquellas partituras N°1 y N° 2 redescubiertas, las melodías serían contemporáneas entre sí y, muy probablemente, hasta más nuevas estas últimas.

Por cierto, la partitura de seis páginas enviada a Chile desde Londres e impresa en 1828, llevaba el largo título que explicaba con total claridad el origen de la misma: “Himno Patriótico de Chile. Música para canto y piano. Puesto en música por R. Carnicer y dedicado a su Exo. Dn. Mariano de Egaña, Ministro Plenipotenciario de la República en Londres”.

Si acaso hubo alguna influencia del intelectual de origen venezolano sobre la música de la Canción Nacional de Chile, es difícil que esta no haya tenido que pasar primero por la figura de Carnicer y no directamente sobre las autoridades chilenas. Tampoco se explicaría que, en caso de haber intervenido lo suficiente Bello en la melodía concebida por Carnicer, su nombre -que ya gozaba de gran respeto y reconocimiento- no tenga alguna figuración en las partituras, ni en la documentación que acompañó al envío.

Los antecedentes llevan a conjeturar, más bien, que Bello tenía todo disponible para conocer a tiempo las partituras de Carnicer incluso antes de ser enviadas a Chile: tanto el lugar geográfico, el momento cronológico y el acceso a la representación chilena en Londres (ciudad en la que residía desde 1810), en donde pasó alguna temporada realizando funciones, por lo demás. Acaso inspirado en su propia experiencia personal y en su visión profundamente americanista que se reflejaba también en la letra del himno de Vera y Pintado (que se conservaba para esta nueva música), bien pudo ser Bello quien quiso adoptar para sí los versos y compases, con la expectativa de convertirlos en un gran homenaje hispanoamericano, y no que el himno chileno se haya basado en alguna posible creación musical suya por sobre la de Carnicer.

Hay otros factores que permiten sostener holgadamente aquella impresión: uno es que, si la Canción N° 2 de Caracas pertenece a la misma época que la de Carnicer (lo que sigue sin servir para saber quién fue el primero, ni quién pudo basarse en el otro), está el hecho fundamental de que la melodía del español calza con la métrica de la letra del primer himno de 1819. Y si coincide exactamente con la letra del himno anterior es, pues, porque el encargo fue hacerlo con este requerimiento, ya que se conservaba aún la letra escrita por Vera y Pintado.

Empero, el quizá más importante argumento cronológico en desmedro de la misma suposición proviene de la letra misma: el coro “Dulce patria...” del Himno Patriótico o Canción Nacional de Chile. Este tampoco formó parte de la renovación musical del himno en 1827-1828, sino que proviene esa misma letra del primero de 1819, de Vera y Pintado, conservándose hasta nuestros días al ser incluido también en el definitivo himno cuando se le incorporó la letra de Lillo, de 1847. Solo ese coro no fue tocado, más precisamente. 

Bello llega a establecerse en Chile recién en 1829, cuando aquella letra ya llevaba diez años siendo cantada. Había sido por un posterior consejo suyo que el gobierno decidió mantener ese antiguo coro en la nueva letra, además. De alguna manera, entonces, él conoció y participó también de la aprobación en 1847 de la letra del himno chileno que se canta en nuestros días. Como es sabido, en la misma época en que Bello redactaba el Código Civil, era tanta su influencia en el quehacer público chileno que prácticamente no había documento o texto oficial que no hubiese pasado por sus manos, recibiendo sus observaciones de redacción y adiciones.

Lo expuesto hasta este punto pugna con el principal argumento de que el coro en el himno chileno reflejaba la situación vivida en carne propia por Bello al ser un exiliado: “la tumba será de los libres o el asilo contra la opresión”. Representaba, en realidad, el contexto de lucha por la Independencia en que se halló Vera y Pintado, cuando lo escribió, en los años del gobierno de Bernardo O'Higgins.

En resumen, a pesar de lo que informó intensamente la prensa venezolana en 2010 e incluso algunos medios chilenos haciéndose eco de las mismas noticias, resulta muy discutible que Bello haya podido ser también un creador original del coro de la “Canción Patriótica N° 2” si esta datara del señalado período entre 1827 y 1830, considerando que tales líneas ya estaban en la Canción Nacional de Chile de 1819, escritas por Vera y Pintado, conservándose después del cambio con la letra de Lillo. Como las partituras N° 1 y N° 2 de Venezuela provendrían de aquel rango de años, no se puede establecer que fueron escritas para ser el primer himno de ese país, salvo que fuesen anteriores, de 1810 según ciertas interpretaciones.

Podría especularse, entonces, que serían propuestas posteriores de modificación del mismo himno, hechas llegar a Venezuela de alguna manera y si acaso son de Bello.

Siguiendo con la materia del parecido de los himnos con canciones populares o piezas líricas, debe observarse que los casos no están tan fuera de norma ni son muy extraños en la historia de la música universal. Así sucede que algunos musicólogos chilenos observaban un gran parecido, también, entre la Canción Nacional y un fragmento de la famosa obra “Lucrezia Borgia” de Gaetano Donizetti, en la primera aria, “Maffio Orsini, signora, son io”. El himno patrio de Uruguay también ha sido señalado por ciertas semejanzas con la célebre ópera.

Aunque se han deslizado suspicacias por el caso, las fechas otra vez no calzan con teorías de alguna “copia”: la ópera de Donizetti fue estrenada en La Scala de Milán recién en 1833. Fue escrita unos cinco o seis años después de compuesta la música de Carnicer para el himno chileno, de hecho. Por consiguiente, es mucho más probable que las semejanzas que algunos creen identificar, correspondiesen a alguna clase de inspiración común (si es que la hubo), pues también resultaría insensato y casi megalómano proponer que el compositor italiano se basó en el himno chileno para dicho trabajo.

Al respecto, hay una anécdota sabrosa que fue comentada a propósito del contenido de un libro de principios del siglo XX titulado "La Canción Nacional de Chile", de Aníbal Echeverría y Reyes y Agustín Canobbio G., por la revista "Sucesos" en 1907. Dice la relación que el maestro Eliodoro Ortiz de Zárate confesó una vez que, por el año 1888 y cuando estudiaba en el Conservatorio de Milán, estuvo de visita en la casa del cónsul de Chile don Brivio Sfforza, hasta donde habían acudido varias personas notables de Italia, presentes en la ciudad por causa de una gira del rey Humberto de Saboya. Terminada la cena y en horas de conversación, un conde italiano que había conocido antes la capital chilena dijo a los presentes, con cierta soberbia: "Y tan querida es Italia y todo lo italiano en Chile, que hasta el himno nacional chileno se canta con la música de Lucrecia Borgia". Sintiendo tocada su fibra patriótica, entonces, Ortiz de Zárate procedió a explicar con su aún poco dominio del italiano:

-¡Sorpresas de las cosas de la guerra, querido conde! Chile, ya independiente, pidió un himno a un artista extranjero, y este lo engañó mandándole robba italiana (elemento italiano); pero mucho peor habría sido el engaño si, para independizarse, hubiese pedido auxilio a la espada de un vecino, y este, en vez de darle independencia, le hubiese quitado una provincia!...

Parece que fue comprendida mi respuesta, porque las risitas se tornaron en francas carcajadas de aprobación a mi respuesta, que aplomaron un tanto al diplomático, quien evadió el paso tomándome y llevándome del brazo al piano.

Fuera del mito planteado por Ortiz de Zárate y su desajuste con las fechas, es oportuno comentar que, para algunos expertos, Carnicer estaba muy influido por la música selecta italiana y las óperas producidas en el mismo género. Por ahí puede provenir la misteriosa fuente inspiradora que hace tan parecido su trabajo de 1827 al posterior de Donizetti, basado a su vez en el de Víctor Hugo. Además, ciertos planteamientos proponen participación de Carnicer en la obra del maestro lombardo o una cercanía con ella, cuando iba a visitarlo en Londres, idea comentada por Joaquín Edwards Bello en “Recuerdos de un cuarto de siglo”. También se conocen partituras de Carnicer relacionadas con el drama de “Lucrezia Borgia” y fechadas hacia 1835.

Respecto de las inspiraciones comunes explicando las semejanzas de canciones famosas, hay un caso confirmado muy interesante revelado al mundo por el famoso periodista norteamericano Robert L. Ripley, autor de los célebres reportajes titulados “¡Aunque Ud. no lo crea!”: un rumor decía que la música del Himno Nacional de los Estados Unidos, escrito como poema en 1814, estaba basado en una antigua canción británica de coros de bares, que se cantaba como una forma de saber si el parroquiano estaba suficientemente ebrio ya o si podía seguir bebiendo, caso este último que se cumplía si la canción era recordada y cantada completa. Ripley investigó el asunto proponiendo que se trataba de un tema de la tradición urbana inglesa de fines del siglo XVIII llamado “To Anacreon in heaven” y casi con la misma melodía del himno de los Estados Unidos, lo que provocó algunas polémicas y críticas, en su momento.

Parecido es el caso de la famosa “Marseillaise” de Francia que, escrita hacia 1795, aportó la música adoptada en años posteriores como himno de varios partidos y movimientos adscritos a las internacionales socialistas.

Volviendo a Chile, hallamos otro caso curioso de simbología institucional: el Himno del Club Deportivo Universidad Católica, llamado popularmente “Cruzados caballeros” y basado en el muy anterior tema “Tramp!, Tramp!, Tramp! (The prisoner’s hope)”, del estadounidense George Frederick Root, en los años de la Guerra de Secesión. También hay neblinas sobre las razones por las que se escogió esta música como pie del himno y cuál sería la versión -de las varias que tuvo- que se eligió originalmente.

No hay duda, entonces, de que la exigencia de estricta originalidad y una moral de creatividad-exclusividad en la composición de himnos o canciones patrias o de corte institucional, parece corresponder más bien a un criterio riguroso de nuestra época, consecuencia de nuestra sociedad de la información. No parecía existir tanta escrupulosidad antaño, dicho de otro modo.

Por el bien de la ya suficientemente difícil convivencia hispanoamericana (que, en cierto caso, habría necesitado solo de un partido de fútbol para violar sus romanzas de hermandad continental, según la leyenda), quizá sea mejor resistir la tentación de acusaciones de “plagios” o “copias” aplicando escalas de criterios que no pertenecen a los años en que fueron escritos aquellos himnos. Además, debe recordarse que estas campañas se confrontan con la propia inspiración unitaria y fraterna reflejada en sus respectivas letras, concebidas en años de lucha por la libertad americana, vehemente deseo de todos los hombres cuya memoria hoy es complicada en controversias propias de los tiempos de lo instantáneo, lo cómodo y lo fácil.

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