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EL BLACK AND WHITE Y LAS FIESTAS DE LA CASA COLORADA

Interior del Black and White en sus buenos años. Se observa el escenario al fondo, con un piano. Imagen original de Pablo González, perteneciente a la colección del Museo Histórico Nacional.

El bar y boîte Black and White, otro símbolo de la época de oro en la bohemia santiaguina, abría sus puertas en la dirección de Merced 872 y después el 876, casi enfrente del Teatro Santiago. Su espacio ocupaba parte del frente de la famosa Casa Colorada, suntuosa ex mansión colonial del conde de la Conquista don Mateo de Toro y Zambrano, construida por el arquitecto portugués Joseph de la Vega hacia 1770-1780 y hoy convertida en museo. Daba hacia la calle por el ala oriente del mismo inmueble, declarado Monumento Histórico Nacional por decretos de 1960 y 1977.

El Black and White no era el único negocio de su tipo que usó tan elegante arquitectura solariega y de influencia barroco-colonial, sin embargo: allí estuvo también el Club de Ambulantes de Correos, creado por la mutual del mismo nombre con sus propios comedores y barras para el público al fondo del viejo caserón, mientras que el Bar Colonial de don José Romeo Cuello se hallaba en el ala oriente por el frente del mismo, en el número 856 de Merced. Hubo un reputado café y pastelería llamado La Gallina, además, vecino al Colonial, famoso por sus masas milhojas y sopaipillas pasadas. Y, en los altos existieron otros populares locales del período.

Hacia 1945, tras unas refacciones al conjunto, se abrió la entonces llamada Galería Colonial adentro de la misma casona, con una suerte de feria muy parecida a la que se han visto en edificios patrimoniales de ciudades coloniales como Arequipa o La Serena, por ejemplo. Todo un mercadillo tradicional se formó allí, en donde funcionaban también una imprenta, una agencia de empleos, una pajarería y lustrines, según recordaba Oreste Plath. El inmueble, propiedad de los socios Stabilini y Villanueva a la sazón, había sobrevivido también a un incendio declarado al anochecer del viernes 28 de febrero de 1947, cuyas llamas partieron en la cocina de la fuente de soda La Ideal de don Juan Jordal, en el segundo piso, destruyendo también parte de un restaurante de don Bruno Pintonelli y la joyería de don Victorino Quiroz en la vecindad, todos con seguros comprometidos.

Se decía entre algunos veteranos, además, que la clientela del caserón colonial se intercambiaba con otros boliches que estaban al frente, cruzando Merced, siendo este otro sector neurálgico del Santiago nocherniego revivido por libros de autores como Armando Méndez Carrasco y el propio Plath.

El Black and White ya reinaba allí, a la sazón: habría sido fundado en aquel zócalo de la llamada Casa Colonial por el año 1930, precisamente en donde había estado antes el café, pastelería y tea room Fancy, otra atracción para intelectuales y poetas de su tiempo. “Con esmerado servicio diurno y nocturno”, según prometía la publicidad, su propietario era el entonces joven ciudadano italiano oriundo de Génova, don Silvio Tonolli Testori, quien -al parecer- vivió un tiempo en Argentina y después al norte de Chile. Ya instalado en la capital chilena, habría estado encargado del Fancy y después capitaneó su famoso club allí instalado, tan cercano a la Plaza de Armas y que, en sus primeros tiempos, ofrecía de regalo una botella de gin Seager’s para quienes pidieran un cocktail con esta marca.

Desde aquellos inicios, el local se definía con el contagioso lema “El Rincón de la Bohemia Santiaguina”. Era lo que rezaban grandes letras sobre su pequeño escenario para los artistas de circuito, entre barricas vacías e iluminados por unas luces amarillentas de ampolletas colgantes después reemplazadas por mejor luminaria. Tenía allí un viejo piano vertical, una batería y dicen antiguos clientes que partió con un destartalado micrófono, además de un ventilador de escritorio para capear el calor en días de verano. Algo de esto puede confirmarse en las fotografías históricas que quedaron del boliche. Desde orquestas bailables hasta eximios folcloristas pasarían por ese rincón, en sus diferentes etapas de desarrollo.

Se entraba al Black and White por una puerta doble articulada y que, en las escasas horas o días cuando permaneciera cerrado el local, era antecedido por rejas plegables metálicas, similares a las de los ascensores antiguos. La política de los mozos -de humita negra y después de corbata y cotona- habría sido la de “servido y pagado”, desalentando la práctica malévola del perro muerto. Las mesas se veían dispersas y no era raro que los clientes las juntaran cuando eran más de cuatro. El negocio también servía como sucursal de ventas para la Cigarrería Valparaíso.

El clima interior era casi familiar. El propio dueño solía dejar botada la caja registradora para ir a conversar, en ocasiones, en las charlas y largas tertulias que hacían allí sus comensales, escritores, artistas y periodistas de aquellos buenos años. Asistió un tiempo al bar, también, la alegre y colorida comparsa de la Escuela de Bellas Artes, aunque en alguna época las salas podían verse más tendientes a la penumbra, convirtiéndolos en clientes pardos y grises como cualquiera de los otros allí presentes. En su mejor trecho de vida, además, el Black and White funcionaba casi las 24 horas del día, con sus mesas y su enorme barra siempre repletas de personas.

Uno de los primeros avisos de prensa del Black and White, en "La Nación" de noviembre de 1930.

 

Imágenes de los archivos fotográficos del Museo Histórico Nacional, con el acceso al establecimiento por calle Merced y una presentación folclórica dentro del mismo.

El Black and White hacia fines de los sesenta, con el famoso mesón de la barra y la cotizada chicha dulce en jarras. Imagen original de Pablo González, perteneciente a la colección del Museo Histórico Nacional.

Clientes reunidos en el interior del local. Imagen original de Pablo González, perteneciente a la colección del Museo Histórico Nacional.

Riñones al jerez con arroz, guatitas, lomo de cerdo, chuletas, tallarines, porotos, guisos de pollo y pescados fritos en la carta podían ir con la famosa chicha de Villa Alegre, vino, pisco sour con receta propia o por el exquisito cola de mono del boliche. Destacaban también sus abultados sándwiches: el más solicitado era el tártaro, según Plath. En unas pizarras junto a los comedores, además, hubo una época en que se leían anuncios relativos a las carreras hípicas, otra gran pasión de sus parroquianos más habituales. El escenario permaneció principalmente reservado para cuecas, tangos y tonadas; en días más doctos, hubo incluso ópera y música selecta.

Muchos escritores de temática social conocieron por entonces al Black and White y brindaron con sus piscos, borgoñas de frutillas, ponches de culén, ponches de piña (posibles ancestros del actual trago terremoto) o sus pichunchos. Entre otros, pasaron por allí Luis Cornejo, Nicomedes Guzmán, Alfredo Gómez Morel, Luis Rivano y el mismo Méndez Carrasco, quien mencionaría a aquel barrio de marras en las “Crónicas de Juan Firula”. Lo propio hace Juan Uribe Echevarría en “El púgil y San Pancracio”. Joaquín Edwards Bello y el poeta Eduardo Anguita fueron otros rostros reconocibles entre el público del local.

La gente de la crónica tampoco se ausentaba, habiendo estado en sus salas y alrededor de sus poncheras de tinto personajes como la distinguida periodista Lenka Franulic, quien solía ir acompañada por un par de caballeros en los años en que se hacía llamar Vanessa, causando sensación por su altura y distinguida estampa. De hecho, el Black and White se tornaría uno de los lugares favoritos de los periodistas entre los años cincuenta y la mitad de los setenta. Tanto habría sido así que, según la leyenda, a varios hombres de medios se les podía ubicar llamado por teléfono al local pues siempre andaban por él, como si se tratara de sus oficinas, de acuerdo a los testimonios de viejos tercios de la época.

Por aquellas razones, al Black and White se lo menciona frecuentemente en las memorias o los libros de muchos otros clientes ilustres, como el aventurero Raúl Morales Álvarez (quien dilapidó una fortuna ganada en la Lotería en esta clase de locales, justamente), Carlos Peters Barrera, Hernán Millas, Germán Marín, Tito Mundt, Juan Emilio Pacull, Enrique Lafourcade y hasta Pablo Neruda, según cierto mito. “Era el tiempo del cubilete y del dominó”, anotaría Plath refiriéndose a la boîte. Y en “Zaquizamí”, escribió Peters al respecto:

El “Black & White”, como siempre, olía a tabaco y encierro. Sobre el largo y alto mesón de madera del bar reposaban -como reliquias sagradas- un par de frascos de vidrio con oscuras cebollas escabechadas que flotaban en vinagre, además de un indolente gato negro que miraba con desinterés el ajetreo de los mozos.

Uno de sus clientes jugadores de cacho fue el caricaturista Raúl Figueroa Silva, más conocido por su pseudónimo Chao, hijo de Pedro Pablo Figueroa, el autor del “Diccionario Biográfico de Chile” que tanto facilitó la labor periodística nacional. Apodado Guatón Chao por sus amigos del club, dice Plath que “era ostentoso cuando ganaba y cuando perdía se volvía rabioso y derramaba las copas”. Y si bien el mismo autor comenta que Teófilo Cid prefería almorzar en el vecino Club de Ambulantes de Correos, puede sospecharse que hubo una época en la que su imparable espíritu bohemio también dejó huella dentro del Black and White.

Por su parte, el profesor de música Agustín Cullell, el compositor Eduardo Maturana y el diplomático Carmelo Soria, solían reunirse en varios bares bohemios de esos años pero prefiriendo especialmente al Black and White. Así lo cuenta el primero de los nombrados en un homenaje publicado en la memoria del fallecido Maturana en el año 2003, en la “Revista Musical Chilena”:

También son los años de una enriquecedora bohemia. Por ella transitan intelectuales y artistas recorriendo los emblemáticos bares y cafés del Santiago nocturno. Acompaño a Eduardo en estos peregrinajes y el recuerdo me trae a la memoria las tertulias del Café Iris en Alameda con Estado, donde se reúne con uno de sus inseparables amigos, el grande y malogrado poeta Teófilo Cid, arrastrando siempre su orgullosa miseria dentro de un raído y manchado gabán. Al grupo se solían integrar otros conocidos personajes: Andrés Sabella, Manolo Segalá -un pintor catalán excéntrico, más tarde desaparecido en Brasil- junto a dos que con el tiempo se harían célebres: Alejandro Jodorowsky y un joven y tímido Jorge Edwards. Tales romerías se proyectaban igualmente a distintos lugares no menos simbólicos: El Negro Bueno, El Bosco, Café Sao Paulo y sobre todo el Bar Black and White al interior de la antigua Casa Colorada, en cuyo amplio recinto Eduardo, Carmelo Soria, mártir de la dictadura, y quien esto escribe, jugábamos interminables partidas de ajedrez hasta altas horas de la madrugada. Es también la época en que Eduardo destaca como impulsor de dos importantes proyectos: la creación, junto a Salvador Candiani de una nueva orquesta, por cierto de corta vida, la Sinfónica Santiago (1944), dirigida por este último, y la fundación de la Sociedad Tonus (1950), orientada a la divulgación de la música de vanguardia.

Amigo de aquellos personajes era un popular garzón llamado Samuel Fuentes, quien recordaba el nombre de todos sus clientes más antiguos al momento de recibirlos, saludarlos y atenderlos. Fue el mismo encargado de escribir en pizarras afuera cuál era el plato del día. Dentro del local, demás, estaba lleno de carteles y rayados en paredes o vidrios anunciando los platillos y tragos disponibles al público.

Algunos clientes antiguos agregaban que, seguramente para esquivar las restricciones de la Ley de Alcoholes, a veces le colocaban frente a los que solo pedían tragos, unos cubiertos y platos sucios simulando haber almorzado algo, práctica que todavía se usa en muchos negocios de Santiago para desafiar las puritanas e irreales exigencias de la misma clase de legislaciones.

Vista de la Casa Colorada hacia los años sesenta, hacia el poniente. Se distinguen el Bar Colonial y la pastelería La Gallina, además del acceso a la Galería Colonial y, más allá, le local que ocupaba el Black and White.

Acceso a la Galería Colonial en imagen de la revista "En Viaje", agosto de 1968, cuando la casona colonial estaba en peligro de ser demolida.

Acceso a la Galería Colonial y parte de los locales comerciales del zócalo de la Casa Colorada. Fuente imagen: Flickr Santiago Nostálgico de Pedro Encina.

El proyecto de traslado y reconstrucción de la Casa Colorada en lo que hoy es la Plaza Santa Teresa de Los Andes, enfrente de la Iglesia Santa Ana. Imágenes de los años sesenta publicadas en la revista "En Viaje" y el diario "Las Últimas Noticias".

La Casa Colorada hacia el año 2012, sede del Museo de Santiago. La entrada entre los locales del ala poniente más cercana en el encuadre son los que ocupaban el Black and White y otro famosos de la época.

La caída del club podría haber comenzado entre los sesenta y setenta, tomado ya por un público menos brillante y lucido que el de sus mejores años. Algunas leyendas negras sobre el barrio, además, señalan que Merced terminó sus días más cerca de los cabarets y los feos salones de pool mencionados por Méndez Carrasco, además de la presencia de homosexualidad muy marginal, prostitutas, copetineras, polvo de ángel y los infaltables sujetos de mala vida arrastrando roces con la justicia en los alrededores de todo el kilómetro chileno.

A todo esto, un proyecto propuesto ya en 1960 para la Casa Colorada, año de su primera declaratoria de Monumento Histórico, pretendía “trasladarla” (en realidad reconstruirla, con todo lo que fuera posible recuperar) hasta una nueva plaza contemplada en el Plano Regulador en la cuadra de calles Catedral con San Martín, actual sector de Plaza Santa Teresa de Los Andes justo enfrente de la Iglesia de Santa Ana. También se quería ensanchar calle Merced y se aspiraba incluso a tratar de dejarla como vía peatonal.

A pesar del avance de obras de la nueva plaza enfrente de aquel templo en 1968, el proyecto de reconstrucción nunca pudo concretarse. Afortunadamente, diríamos, pues significaba la irremediable destrucción del caserón original, aunque se quería disfrazar la operación mareando con tecnicismos arquitectónicos, historiográficos e ingenieriles todavía muy recurridos por el pensamiento mágico y siempre en órbita abstracta del academicismo (como fue el caso de la sede universitaria de Vicuña Mackenna 20, por ejemplo). Dificultades con las expropiaciones y críticas rotundas de los arquitectos con enfoques más patrimoniales pararon aquellos planes, cuando ya parecía inminente la demolición del conjunto colonial.

Coincidentemente, don Silvio Tonolli falleció en julio de 1969 según anota Plath, con poco más de 60 años. El negocio había quedado heredado a sus hijos y un yerno y se hicieron los mejores esfuerzos al respecto, pero el ocaso de la antigua noche santiaguina en los setenta se notaba ya en los señalados cambios ambientales del local y el mismo barrio.

Además, durante la discusión del proyecto de ley sobre Monumentos Nacionales a inicios de 1970, ya había comenzado a proponerse sacar a los bares del histórico caserón y su Galería Colonial. En la ocasión, el controvertido diputado socialista Mario Palestro peinó sus gruesos bigotes con un discurso sacando al baile el hecho de que muchos miembros de la Cámara también frecuentaban la cantina en esos años, según él:

La Casa Colorada se ha convertido en una especie de mercado persa en pequeño, de donde los amigos que van al “Black and White” -más de algún Diputado lo conoce- salen haciendo los correspondientes zigzagues antes de tomar la movilización para sus casas, si es que son capaces. Estas cosas hay que arreglarlas. Como se ha dicho, se pretende dejar las calles Compañía y Merced exclusivamente para peatones, para preservar esas reliquias ahí, justamente donde se estableció el primer Gobierno de Chile.

En medio de tanta vorágine y transformaciones consumadas o abortadas, el resistente Black and White había agotado sus última energías, cerrándose su destino con el proyecto de transformación y nuevo uso de la antigua edificación, salvada de la destrucción por la Municipalidad de Santiago que decidió expropiarla y darle usos más apropiados al valor cultural.

Una nueva declaratoria de Monumento Histórico Nacional llegaría en 1977, cuando la vieja bohemia de Santiago había caído ya en un estado soporífero y parte de la ex Galería Colonial acababa destruida en un incendio, obligando a hacer nuevos esfuerzos. Se inició así otra época para la Casa Colorada, con la gran restauración que se extendió hasta 1981 y que la dispuso desde ese año para ser la limpia e impecable sede cultural del Museo de Santiago. ♣

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