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LOS ESPACIOS DE TERTULIA, CLUBES Y CONVIVENCIA SOCIAL ENTRE LOS SIGLOS XVIII Y XX

 

Una tertulia de Santiago hacia 1840, en lámina publicada por Claudio Gay en su "Atlas de la historia física y política de Chile".

En sus “Recuerdos olvidados”, Augusto D’Halmar dedica un capítulo a la importancia que tuvieron antaño las tertulias como muy relevantes y constitutivas instancias de la vida social o de la recreación, tanto dentro como fuera de casa. Dice en el libro:

Falto de espectáculos o de recursos para acudir a ellos, Santiago de Nueva Extremadura se diseminaba, se dispersaba en múltiples pequeñas reuniones sociales, porque su vida misma era aún más sociable y familiar. Ninguna familia que se respetara, y se respetaban todas, dejaba de reservar la mejor habitación de la casa, a esa especie de sancta santórum, conocido hasta poco antes por estrado, pomposamente llamado sala o salón.

Tomadas de tradiciones europeas como los coloquios franceses (al igual que sucedía con tantas otras cosas en la sociedad chilena), las tertulias estuvieron entre los síntomas más sanos de los hogares, de la interacción con amigos y también del encuentro en establecimientos fuera de ese ambiente familiar. Sus antecedentes se rastrean en hábitos introducidos por gobernadores como Acuña Cabrera y  de Marín González de Poveda, pero cobran fuerzan en los albores de la Independencia, aproximadamente, en tiempos coloniales tardíos. En 1854, por ejemplo, Claudio Gay publica una lámina con la escena titulada “Una tertulia en Santiago, 1790”, en su famoso “Atlas de la historia física y política de Chile”, dejando a la vista la relación aristocrática y la antigüedad que mantenía esta tradición en el país.

Ya en el siglo XVIII, con la llegada de instrumentos barrocos y renacentistas europeos o de fabricación en el Virreinato de Perú, habían aparecido también las tertulias acompañadas de música o intermedios de baile. Eugenio Pereira Salas dice al respecto, en "Los orígenes del arte musical en Chile":

El clave, el psalterio y el pianoforte, dieron intensa vida a la tertulia, surgiendo entre la sociedad aristocrática, a imitación de Lima, el gusto por la charla y la buena música. Los centros más concurridos eran los siguientes: Los estrados de don Francisco García Huidobro, Marqués de Casa Real, cuya magnífica residencia, valorizada por una espléndida biblioteca, servia de punto de reunión a los intelectuales de 1770. Allí se tocaba música dieciochesca -tal vez Pergolesi, tan admirado en Lima, con seguridad las composiciones de su discípulo napolitano David Pérez- sabemos que en la tertulia se ejecutó el aria Los dolores de Dido de su ópera Didone Abandonata, compuesta en 1751 y otra pieza de canto Quejas amorosas del mismo Pérez con acompañamiento de dos violines, viola y contrabajo.

La casa de don Francisco Javier Errázuriz, era otro de los centros sociales, allí se hacía música en "un clave acordado, con bisagras y chapas de plata y en dos violines propiedad del dueño de casa".

El inglés Byron señala como salón importante la morada de doña Francisca Girón, "que tenía una hija muy bonita, que tocaba y cantaba notablemente bien y considerábanla como la mejor voz de Santiago. Recibía muchas visitas y siempre que queríamos llegábamos con toda la confianza a esta casa".

Don Antonio Boza, casado con doña Catalina Irarrázaval, enseñó música a sus hijas para solaz de su vejez y se daba en 1792 el culto pasatiempo de los conciertos.

La más típica de estas tertulias es la descrita por Jorge Vancouver en 1795. Era el salón de la familia de don Manuel Pérez Cotapos, cuyas hijas demostraron especial talento para la improvisación musical, como veremos más adelante. "La tertulia, escribe el viajero, estaba muy convenientemente arreglada y adornada con dos arañas de cristal y algunos cuadros tomados de la Historia Santa. La concurrencia estaba dividida en dos partes; las niñas, sobre los cojines, a un lado de la sala, y los hombres, frente a ellas, sentados en sillas.

Otra tertulia de la época considerada por la pluma de Pereira Salas, era la de don José María Astorga. En ella cantaban la señora María del Carmen Oruna Velasco y la presidenta Muñoz de Guzmán mientras sonaba el arpa en manos de Salinas y Barros, según recuerdos de José Zapiola. Estos arpistas se habían hecho favoritos de la aristocracia y eran acompañados en las reuniones del señor Artoga, enseñando este a bailar a los concurrentes, por el flautista "orecchiante" Cartavia, además del violilista portuqués Juan Luis.

El mismo Zapiola aseguraba que el señor Rodríguez Ballesteros, regente de la Real Audiencia, solía reunir a un selecto grupo de amigos en su mansión para realizar encuentros del mismo tipo. En aquellas reuniones  sociales cantó "una mujer gorda y morena, brillante de lentejuelas en su cabeza" llamada Bernarda, bastante conocida por aquel entonces.

Algo parecido sucedía en la casa de don Manuel de Salas, quien se lucía con la flauta tras haber encargado una -junto con un salterio- a su cuñado José Antonio Rojas, quien había viajado a España; en la de doña Pabla Verdugo, admirada y culta mujer poseedora de un clave que de seguro servía para entretener a sus visitas; en la residencia de la oidora limeña Juana Micheo, en calle Monjitas, con música más docta pero también zamacuecas en las que participana su sirvienta mulata llamada Carmen; y en la copetuda familia de doña María Josefa Larraín y Cerda, quien tocaba guitarra y violín antes de entrar a la vida religiosa y convertirse en priora fundadora del convento del Carmen Bajo de San Rafael.

Cabe recordar, además, que pasado el cambio de siglo y mientras soplaban las fuerzas de la emancipación, se organizaron reuniones de tal tipo en diferentes centros recreativos o de encuentro social preparando en ellas, secretamente, los ánimos revolucionarios y parte de las conspiraciones contra el dominio monárquico. Esto lo entendió bien la autoridad, especialmente en la Reconquista, al poner especial ojo vigilante a tales espacios y reuniones, como medida precautoria… Una restricción que ha sido frecuente en la historia universal, además, en especial (que no exclusivamente) por dictaduras y tiranías conscientes de la clase de acuerdos y debates que se generan alrededor de las mesas en salones de ventanas cerradas.

Con relación a lo anterior, puede recordarse que el único criollo entre los tres principales involucrados en la famosa Conspiración de los Tres Antonios de 1780, don José Antonio de Rojas, fue conocido después por la realización de grandes encuentros tipo tertulias y saraos. Dejando atrás aquel frustrado intento independentista inspirado en la ilustración y el enciclopedismo franceses (y acto pionero de las intentonas emancipadoras americanas, adelantándose incluso a la Revolución Francesa), se había dedicado a aumentar su fortuna con explotaciones de mercurio en Punitaqui, a la vez que continuaba promoviendo ideas republicanas en dicha clase de tertulias y fiestas culturales agendadas en su propia residencia. Preparaba con ello parte del camino para la caída total de poder monárquico, evidentemente.

Por esa razón, el gobernador español Francisco Antonio García Carrasco haría apresar a Rojas en julio de 1810, cuando se agravaba el malestar general por el escándalo de contrabando del navío HSM Scorpion, sucedido dos años antes, y con Fernando VII ya depuesto y cautivo por las huestes napoleónicas. El reputado anciano fue preso por cargos de complot y se ordenó su envío hasta las mazmorras de Lima, pero esta tropelía indignó a la sociedad santiaguina y sólo agravó la precaria situación de García Carrasco, quien debió renunciar al día siguiente, tomando ahora el cargo a  don Mateo de Toro y Zambrano quien, en sólo dos meses más, iba a presidir la Junta de Gobierno del 18 de septiembre. El activismo de Rojas vía encuentros sociales y de camaradería se acabó también en la Reconquista, pues acabó relegado con otros independentistas en el Archipiélago de Juan Fernández. Aunque fue rescatado por los patriotas, el octogenario rebelde regresó enfermo y físicamente tan deteriorado que murió al poco tiempo, en octubre de 1817.

Famosas fueron también, unos años más tarde, las tertulias abiertas ofrecidas por don Diego Portales en su escaño de piedra favorito de la Alameda de las Delicias, en donde testigos como don José Zapiola constatarían que los ciudadanos presentes, sumidos en una especie de encanto ante la oratoria y el poder de convencimiento del ministro, iban imitando inconscientemente sus gestos, movimientos y posturas adoptadas por él mientras hablaba al grupo. Este “sofá” del paseo estuvo ubicado por el costado norte del mismo, enfrente de la calle Duarte o actual Lord Cochrane, y permaneció muchos años más allí después del asesinato de Portales, sin dejar de ser identificado entre los santiaguinos como su asiento.

En un estudio preliminar de la “Antología chilena” de Rubén Darío, un conocedor de las tertulias del pasado como fue Eugenio Orrego Vicuña explicó cuáles eran los contenidos en aquellas modalidades de charlas entre contertulios, las que ya estaban en retirada al momento de escribir sus líneas: “¿De qué se hablaba en la tertulia? De todo y de todos. Arte, política, literatura, vida social. Era un caleidoscópico desfile de hombres y sucesos, en que jamás faltaba la nota de humor”.

La viajera y escritora inglesa María Graham, por su parte, dejó la descripción una tertulia santiaguina que tuvo lugar el 25 de agosto de 1822, con buena participación femenina:

En la noche asistí a la tertulia de la familia Cotapos, en que hubo la música, baile y charla de costumbre, y pude observar que en Chile la belleza y el traje de una joven son criticados por las demás lo mismo que entre nosotros. Y ya que hablo de cosas femeninas, agregaré que jamás había visto tantas mujeres hermosas en un solo día como he visto hoy aquí.

De acuerdo a lo que indica Manuel Peña Muñoz en “Los cafés literarios en Chile”, las tertulias que podríamos llamar “modernas”, cobran identidad en el país a mediados del siglo XIX. Un impulso notable se dio en la casa de descanso que don Juan Egaña compró en Peñalolén en 1830, instalando allí su elegante y aristocrática Quinta de las Delicias. Su hijo Manuel adaptó los jardines botánicos de la propiedad de acuerdo a instrucciones que enviaba aquel desde Europa, agregando arboledas de ejemplares autóctonos y estatuas de mármol que también hizo llegar desde allá. El parque resultante fue el grato centro de reuniones e intercambio social, en donde participaron también María Graham y otros huéspedes ilustres. Y cuando mansión y parque quedaron en manos de José y Luis Arrieta, las tertulias y veladas se realizaban en sus salones, por donde estuvieron de visita el filósofo español José Ortega y Gasset, el crítico literario Hernán Díaz Arrieta, más conocido como Alone, y la escritora Inés Echeverría Bello, quien firmaba como Iris y resultaría ser otra mujer adelantada en su época.

El respectivo espacio de la tertulia solía estar pensado, además, para facilitar la reunión y la convivencia, tanto en el hogar como en las salones adaptados en el comercio a tales efectos. Mucho de lo que han heredado las salas de living o cuarto de estar y su mobiliario en los hogares modernos provendría de aquello. Todo estaba pensado en ese mismo eje: los libros y gacetas de las estanterías, los cuadros artísticos en los muros, los muebles de la sala, la comodidad de asientos y sillones, las obras escultóricas o decorativas, los instrumentos musicales presentes para momentos de amenizar o bailar, etc. No había espacio para los silencios incómodos o el agotamiento de temas disponibles, en consecuencia.

El rito de tomar té, además, se fue combinando con aquellas costumbres, involucrando juegos de tazas y, para los caballeros, también las botellas y vasos para coñac, mistela, anís o menta. Los más pudientes prendían sus pipas o puros; el papel para hacer cigarrillos recién comenzaba a llegar desde Europa a la sazón.

El juego de mobiliario para una de las salas de tertulia más hermosas que deben haber existido en Chile hoy está en el Museo del Carmen de Maipú, al pie del templo votivo, de un lujo asombroso que aún sorprende entre las colecciones del período colonial-republicano y del siglo XIX. Se compone de una mesa de centro, cuatro sillas, un diván, una mesa redonda menor, un escritorio-costurero, dos mesas laterales y un tocador con espejo, con accesorios como recipientes, lámparas, candelabros y cuadros. De belleza, pulcritud y delicadeza enormes, tienen base de madera con finos tapizados, y su maravillosa decoración resulta de un artístico trabajo de estilo victoriano con papier maché, nácar (concha de perla) y esmaltados, realizado en algún taller londinense hacia 1850, se cree. Fueron hechas a petición del aristocrático señor Rafael Ocón, santiaguino que se encontraba por entonces residiendo en Inglaterra y, al parecer, sentía nostalgia por su patria natal (particularmente por la ciudad de Santiago), así que pidió los muebles pintados con escenas urbanas: la Plaza de Armas, el Palacio de la Moneda, la Catedral Metropolitana, el Portal Ruiz-Tagle y el Edificio de la Aduana de Valparaíso.

Aquel lujoso set después fue traído a Santiago por el acaudalado empresario minero de Copiapó y Chañarcillo, don Francisco Echeverría Guzmán, casado con la prominente dama de la época, doña Teresa Blanco Gana, hija del almirante Manuel Blanco Encalada. La pareja halló los muebles a la venta en un remate realizado por la sucesión familiar de Ocón, aunque otra versión dice que fue un obsequio directamente hecho a Blanco Encalada por parte de Napoleón III. En esta familia, las piezas pasaron por sucesiones y fueron exhibidas en el desaparecido Palacio Urmeneta de calle Monjitas, en la Exposición Histórica del Centenario. Finalmente, llegan al museo de Maipú.

Sin embargo, apartados de semejante ostentación y más cercanos al ambiente de la bohemia y la diversión popular de caballeros, plebe incluida, muchos lugares de encuentro acomodaron espacios propios dentro de sus recintos para las tertulias y charlas más íntimas. Los clubes sociales, los primeros cafés, los centros sindicales, los restaurantes e incluso teatros como el Santiago, contarían con estos lugares habilitados a tal propósito. Muchos boliches como confiterías y cafés del sector Plaza de Armas o los alrededores del Mercado Central conservaron este atractivo funcional todavía en el siglo XX.

Tertulia de 1790, de acuerdo a la lámina publicada por Claudio Gay en su "Atlas de la historia física y política de Chile" de 1854.

Plaza de Armas de Santiago, sector de Ahumada con Compañía, en 1850. Atrás a la derecha se observa el Café y Hotel del Comercio. Pintura sobre papel de las colecciones del Museo Histórico Nacional.

Café y Hotel del Sur en 1859, cerca de la Estación Central de Ferrocarriles. Fotografía publicada por Carlos Peña Otaegui en su "Santiago de siglo en siglo". Fuente: sitio EnTerreno Chile.

Aviso del Café de La Nueva Bolsa en la "Guía de Santiago", año 1886.

El Portal Edwards hacia 1901, recientemente inaugurado. Tanto los espacios comerciales del edificio como el hotel que funcionaba en el mismo, fueron otros importantes lugares de encuentro social.

Una tertulia de jóvenes de alta sociedad, hacia 1915. Entre los presentes, están Arturo Matte Larraín y Rosa Ester Alessandri. Imagen de los archivos del Museo Histórico Nacional, publicada en Memoria Chilena.

Imagen de un elegante y aristocrático salón de té y tertulias en la revista "Sucesos", enero de 1916.

Uno de los más antiguos de aquella categoría fue el que existió en el antiguo Portal Fernández Concha enfrente de la plaza, como señala Plath en “El Santiago que se fue”:

…se había inaugurado en este centro comercial, en el piso bajo la gran confitería y pastelería, Casino del Portal, de Henry Pinaud, que alcanzó perfección en sus gateaux Saint-Honoré, bombas heladas, helados de pistacho, milhojas, merengues de crema de delicias de varias generaciones. A las 11 de la mañana, llegaba una clientela a refocilarse con estas exquisitas especialidades. Desde las últimas centurias del siglo pasado endulzó el idilio capitalino. Sus bombones en finas bolsas y sus cajas de chocolate producían deleite. Las tortas de novia eran de asombro, alcanzaban hasta un metro de altura. La clientela cuando andaba de compras, pasaba a servirse el pastel de “paradita” y ahí estaban los grandes espejos, los mostradores de caoba y frascos de cristal que habían visto desde niños. Se le consideró como el salón de billares y pastelería de la aristocracia santiaguina.

El club, nacido hacia 1840 según algunas fuentes (cuando el portal todavía era el de Sierra Bella), aún se promocionaba a página completa en las revistas del Centenario y hasta unos años después, como cuando anunció la apertura de su salón de billares Brunswick al ser reabierto en 1910 con un nuevo y lujoso bar, con entrada independiente a la de su pastelería en el portal. Las hermanas Pinaud, herederas del fundador, trazarían también su propia leyenda en este histórico sitio, ubicado entre los más longevos de la tertulia y la bohemia santiaguinas.

A su vez, organizaciones de carácter político o iniciático de mediados del siglo XIX también tuvieron encuentros regulares de discusión y tertulia, como la Sociedad Literaria, los Clubes de la Reforma, su heredera la Sociedad de la Igualdad, la Logia Aurora de Chile, las agrupaciones de los constituyentes en Atacama (bases de la primera Asamblea Radical), los círculos monttvaristas y, por supuesto, la posterior Gran Logia de Chile. Si algunas carecían de un salón propio y cómodo para intercambiar, resolvían esto en quintas, fondas o cafés disponibles al público.

A falta de espacios más “dignos” para los representantes de las élites, sin embargo, las tertulias de la aristocracia se hacían de preferencia en lugares íntimos o domésticos, fomentando y reforzando la distancia de los bandos en materias de alcances políticos, religiosos o éticos, al no existir puntos en común para círculos de opositores y gobiernistas, por ejemplo. Por esta razón, don Rafael Larraín Moxó comenzó a organizar en su propia casa algunas reuniones y diálogos como intermediario del presidente J. J. Pérez y los adversarios de su gobierno, de 1861 a 1871, al recibir a ambos grupos en tales encuentros movido por deseos un tanto ilusos pero honestos de lograr conciliaciones.

Como la escasez de espacios de mejor estatus se prolongaba, el 8 de julio de 1864 fue creado el Club de la Unión por iniciativa de don Manuel José Irarrázaval, fomentando la tolerancia y la discusión entre sus asociados como motor de actividades. Aunque el club era exclusivamente masculino, sus primeras reuniones se hicieron en la residencia de doña Joaquina Concha Antúnez, viuda de don Joaquín Pinto Benavente, en Estado esquina Huérfanos; y unos cuadros de santos de sus primeros salones fueron facilitados por doña Dolores Ramírez de Ortúzar.

Faltaba mucho, pues, para que el club se ubicada en su actual palacio de Alameda con Bandera. Sus miembros, además de debatir y conversar, jugaban partidas póker, rocambor y malilla; los periódicos del día esperaban allí para ser leídos en cada mañana, y contaban con una sencilla cafetera de anafre. Ya disponían también de un billar, excepto los jueves y viernes santos, cuando estaba prohibida su práctica en los conservadores criterios del club.

Sin embargo, cuando la primera casona se le hizo pequeña a La Unión por la cantidad de nuevos militantes, sólo un año después de fundado el club se mudaron a una sede ubicada enfrente, en donde degustaban “hervidos a la chilena” y “pescado en fuente de barro”, según anota Peña Muñoz. Lamentablemente, al poco tiempo esta casa acabó destruida por un incendio, por lo que los miembros fueron acogidos ahora por sus camaradas del Club de Septiembre, que seguía siendo otra de las organizaciones más notables y regias de las tertulias de esos años.

Buscando una nueva sede, entonces, el Club de la Unión compró la casa de doña Felisa Ossandón de Havilland en Alameda de las Delicias entre Ahumada y Estado, adaptando la casa con nuevos espacios, salón de billar, comedores y columnas que le valieron el apodo de “La Basílica”. Este lugar fue estrenado en marzo de 1870, y de inmediato comenzó a ser usado como centro de pláticas amenizadas con vinos franceses especialmente importados. Allí llegó de visita, por varios meses en 1872, el escritor colombiano Jorge Isaac; y después se organizó en el lugar un fastuoso festejo llamado Gran Baile del Club de la Unión, en 1875, trayendo de París al cocinero de aquella memorable jornada.

La leche y miel duró hasta la Guerra del Pacífico, cuando el club debió vender su querida propiedad al caer en crisis, para establecerse en una sede menor aunque igualmente cómoda y grata de Bandera con Huérfanos, propiedad solariega y con estupendo patio interior de la familia Goyenechea. Importantes visitas internacionales fueron recibidas con banquetes en esta sede, con lo más granado de la sociedad chilena de entonces, incluyendo escritores como Luis Orrego Luco, Ángel Pino (pseudónimo de Joaquín Díaz Garcés) y Aurelio Díaz Meza, que participaron de las frecuentes charlas desplegadas en esas dependencias. Fue la última sede de La Unión antes de cambiarse a su definitivo cuartel, en el edificio del arquitecto Alberto Cruz Montt en la Alameda, construido en 1925.

En tanto, muchas reuniones sociales siguieron siendo convertidas en fachadas para urdir planes golpistas, sediciones y aventuras revolucionarias. Un caso sorprendente fue el del copetudo banquete ofrecido por don José Tomás Urmeneta en su hacienda de Limache para su acaudalado círculo de amigos y camaradas, en 1871 y tras las elecciones presidenciales que ganó Federico Errázuriz Zañartu. Entre los concurrentes al extraño almuerzo, que tenía por objeto intentar armar una fuerza que desconociera el resultado de las elecciones (y fantasear con el inicio de una resistencia armada, de ser necesario), estuvieron Manuel Antonio y Guillermo Matta, Francisco Puelma, Matías Ovalle, Manuel Recabarren, Ángel Custodio Gallo y Justo y Domingo Arteaga Alemparte, todos con mayor o menor fama de revoltosos en la vida nacional. La extraña naturaleza de este encuentro -que no logró encender fuegos sediciosos con sus chispas- fue reconocida años después por Joaquín Santa Cruz en a “Revista Chilena de Historia y Geografía” de enero-marzo de 1882, en un texto que ha sido citado por autores clásicos como Francisco A. Encina.

Muy lejos de tan emperejilados y selectos circuitos, las chinganas y los boliches de barrios bajos no pasaban por buenos momentos como para ofrecerse como lugares análogos de encuentro y de tertulia, ya que la perpetua molestia de las autoridades en contra de ellas tomaba nuevos bríos, por ejemplo, con la llegada de don Benjamín Vicuña Mackenna a la Intendencia, quien prometía cancelarlas ya en su propio programa de presentación para el cargo. En su informe de 1873 titulado “Un año en la Intendencia de Santiago”, el intelectual no se guardaba sus desprecios hacia aquel ambiente del bajo pueblo:

Santiago es por su topografía, según ya dijimos, una especie de ciudad doble que tiene, como Pekín, un distrito pacífico y laborioso, y otro brutal, desmoralizado y feroz: “la ciudad china” y la “ciudad tártara”. No hay en esto ni imagen ni exageración. Hay una melancólica verdad. Barrios existen que en ciertos días, especialmente los domingos y los lunes son verdaderos aduares de beduinos, en que se ven millares de hombres, mujeres y aun niños reducidos al último grado de embrutecimiento y de ferocidad, desnudos, ensangrentados, convertidos en verdaderas bestias, y esto en la calle pública, y a la puerta de chinganas asquerosas, verdaderos lupanares consentidos a la luz del día, por el triste interés de una patente. Tal espectáculo aflige al corazón más despreocupado, y avergüenza al chileno más indiferente. Pero se tropieza aquí con la dificultad del remedio radical, y a la verdad que este es dificilísimo porque habiendo creado el vicio proporciones colosales no es posible reprimirlo de un solo golpe. ¿Podemos desesperar por esto? ¿Es posible continúe todavía la autorización de las chinganas en la misma forma bestial que tenían entre los indígenas, de cuyo grosero paganismo son una herencia como dice su propio nombre? ¿No habrá medio de concentrar el desenfreno diseminado en barrios enteros en ciertos espacios a propósito en que se pueda vigilar el vicio en sus manifestaciones, y disminuirlo paulatinamente creando para el pueblo entretenimientos de un orden más moral y civilizador? He aquí un asunto del mayor interés para nuestros estudios y para el de todos los hombres de buena voluntad que se preocupen por el progreso moral de nuestras masas.

Discurriendo en esos mismos pensamientos, el intendente se refería también a los ranchos urbanos como “un símbolo de la barbarie” que, por higiene y dignidad, urgía extinguir, fomentando las soluciones habitacionales del cité por encima de aquellos, de las ramadas y de “los chiqueros humanos que se llaman conventillos”.

Peña Muñoz trae a colación el caso de otros importantes centros de tertulia de la época, entre los que estuvieron: La Picantería de los hermanos Gregorio y Miguel Luis Amunátegui, célebre en su momento; el Círculo Español, que había sido fundado en 1880 en calle Agustinas, inaugurado con una torta del maestro de la Confitería Torres y que tenía la forma de la torre de la Giralda de Sevilla; y el Club de Amigos creado por don Ricardo Montaner Bello en su propio domicilio, entre 1886 y 1909. Fuera de Santiago, aparecen en el mismo período el Club Concepción en 1867; el Club Naval de Valparaíso, en 1885; y el Club de Viña del Mar, en 1901, entre muchos otros.

Se observa, por otro lado, que algunos grupos o tertulias asumen la personalidad jurídica de club deportivo y social; otros son casinos y sedes de agrupaciones mayores, como la Sociedad Mutualista Unión Fraternal, fundada en 1873 y cuya casa de restaurante y reunión estuvo hasta 2018 en la desaparecida casona de calle Santo Domingo con Patria Nueva, comuna de Quinta Normal. La aristocracia conservadora crea verdaderos refugios de pensamiento y debate entre cofrades, además, como el Club Domingo Fernández Concha. Otros se erigen como los llamados “clubes democráticos” del pueblo, más orientados al hombre común y entre los que hallaremos el origen de algunos conocidos boliches, como La Piojera en barrio Mapocho y, años más tarde, el bar El Democrático de Iquique.

Las mujeres de alta sociedad, en tanto, iban volviéndose cada vez más activas y protagonistas de las tertulias o convivencias, a la par de los hombres en muchos casos, apareciendo así el vanidoso Club de Señoras de 1916 fundado por doña Mariana Cox de Stuven, que usaba el pseudónimo Shade. Este club tenía reuniones bastante exclusivas, pero realizaba también loables labores de beneficencia y contaba hasta con un cinematógrafo propio, en calle Compañía llegando a Manuel Rodríguez.

Otros importantes lugares de encuentro social y tertulias de la época fueron los hoteles, generalmente dotados de sus propios salones, comedores, salas de té y cafés; algunos más refinados y otros más hoscos, por supuesto. Entre los primeros destacó el Hotel Inglés del Portal Fernández Concha, en la década de 1880. Lo mismo sucedía con el Hotel Oddó de Ahumada 327, propietado después por don Rafael Gérard y que hasta tuvo sucursal en Huérfanos 1012; y el Hotel Dounay de calle Estado, también solicitado en su tiempo. Eran los principales tres alojamientos de lujo que tenía Santiago, a los que se sumó después el Hotel Central en calle Merced. Este último, propietado por León Bruck, fue de vida efímera y ocupaba un edificio en donde se situó más tarde la Droguería Daube, haciendo esquina con San Antonio. El mismo dueño tenía otro hotel en calle Serrano llamado Valparaíso, y relevó al Central con el edificio del Teatro Politeama.

Un nuevo Hotel Santiago se sumó a las guías turísticas en ese período, con café y restaurante ubicados en su primer nivel. Sin embargo, el mal ambiente que comenzaba a tomar posesión del lugar arruinó el negocio y así la empresa propietaria cambió de giro y de ubicación, trasladándose al espacio del ex Teatro Politeama en Merced, pasando a ser el Teatro Santiago. El Politeama, en tanto, emigraría al sector del Portal Edwards, ubicándose a su espalda junto al célebre Casino Bonzi.

Ese mismo barrio en torno a la Estación Central tuvo otras famosas casas hoteleras, por cierto, partiendo por el Hotel Brinck, luego llamado Melossi, cuyo edificio aún existe en la entrada de calle Exposición; después, el Hotel Palace de Alameda con San Alfonso y el Royal Hotel en el propio Portal Edwards.

Sin embargo, antes de construido aquel enorme portal comercial, aquellas cuadras de la Alameda habían sido ocupadas todavía hacia 1880 por el Hotel del Sur, sitio de moral más relajada, un tanto controversial y el más bravo de toda la hotelería aquí nombrada. Era un caserón de un piso y fachada con encalado azul, con cerca de media cuadra de frente en la manzana. Julio Vicuña Cifuentes recordaba más detalles de él en un artículo recopilado por las “Estampas del Nuevo Extremo”.

Volviendo al sector céntrico, un hotel más pequeño llegó hasta Ahumada, entre los locales en torno del Teatro Principal. Llamado Los Hermanos, dice el citado autor que era para gente de cortos medios: “estudiantes, zurupetos, jubilados, gente modesta de provincia”. Tenía corredor a la calle y se almorzaba allí “a la chilena, con media botella de vino tinto” por sólo 60 centavos, mientras que la comida con vino costaba 80. Este hotelito y restaurante se incendió, pero fue reconstruido y tomado por Fidel Sepúlveda, “que era, en el centro, lo que don Antuco Peñafiel en el barrio Matadero”. Lamentablemente, volvió a quemarse en el tremendo incendio de la Unión Central de 1891, ahora destruido para siempre.

Otros hoteles santiaguinos existentes pasado ya el Centenario Nacional fueron el Hotel del Palacio Urmeneta, de don Emilio Vera en Monjitas 753, en donde está ahora el pasaje Dr. Ducci y el Grand Hotel de Huérfanos 1164, de don Emilio Kehle. También existían aún el Gran Hotel y Restaurant Milán, en Ahumada 319 y con salón de espectáculos; el Hotel de La Marne en Agustinas 978, de don Emilio Bonnaire; el Coppola Splendid Hotel en Agustinas 517, de don E. Coppola; el Hotel Español de Merced 777 con San Antonio, de don Eutisquio del Barrio; la Pensión Liesert, en Alameda 1108 esquina San Diego; el Hotel Europa de 21 de Mayo 785, propiedad de Galliat y Bonnebás, etc. De los últimos en incorporarse fue el Savoi o Savoy, establecido hacia 1918 en Agustinas 1031 casi esquina Ahumada. A la sazón, era el Plaza Hotel aquel que ocupaba los altos del Portal Fernández Concha.

Tertulias de antaño contra las nuevas, en caricatura de critica social publicada en revista "Sucesos", año 1912.

Locales antiguos tipo bares y cantinas, al oriente del Mercado Central y de frente al río, entre 21 de Mayo y San Antonio. Eran los lugares en donde tenían lugar las reuniones y tertulias del ambiente más popular. Imagen publicada en la revista “Sucesos”, año 1916.

Acceso de la calle Nueva York con Alameda de las Delicias, años veinte, con el edificio Ariztía de fondo. A la izquierda se observa parte del Club de la Unión, y a la derecha, el Bidart Hotel. Fotografía del Archivo Histórico Chilectra.

Portal Fernández Concha con el Plaza Hotel destacado en su fachada. Este edificio fue uno de los principales lugares de encuentros, tertulias y cafés conversados de la clásica sociedad santiaguina y sus visitantes.

Artístico set victoriano de muebles de lujo para salas de reunión y tertulia, en el Museo del Carmen de Maipú. La colección pertenecía a doña Teresa Blanco Gana (retratada en el cuadro del muro), hija del almirante Blanco Encalada.

Un sencillo pero clásico conjunto mobiliario de sala de tertulias implementado dentro del Teatro Cariola, en el llamado Salón de los Presidentes.

Por entonces, Rubén Darío y su colega chileno Pedro Balmaceda Toro, el prematuramente fallecido hijo del presidente Balmaceda, ya llevaban sus tertulias por diferentes locales, salas, hoteles y cafés de Santiago, tras llegar el poeta nicaragüense al país en 1886. Eran días difíciles para el vate viajero, desahogando sus penas en los clubes y asistido económicamente por su amigo. Darío y Balmaceda se reúnen también en la por entonces joven Confitería Torres, para conversar de libros, en lo principal, y conjeturamos que saboreando el café con los afamados borrachos del local, deleitosos pastelitos humedecidos con coñac.

A mayor abundamiento, la célebre confitería había sido abierta en febrero de 1879 en un espacio de Ahumada con Agustinas, antes de cambiarse a la esquina de Alameda con Dieciocho en 1904, en el zócalo del hermoso Palacio Iñíguez y como vecino del Emporio Inglés. Singular café que aún encanta a sus muchos devotos, habría sido fundado por el patrón del cocinero José Domingo Torres, tan famoso por la calidad de sus platillos, pasteles y mistelas que muchos vecinos connotados solicitaban sus servicios a la familia que lo tenía contratado, surgiendo así la idea de su jefe de darle un establecimiento propio. Su prestigio llegó a tal, que fue elegido sede del banquete para el cuerpo diplomático en las fiestas del Centenario, por ejemplo.

A los encuentros de los dos jóvenes poetas en aquel sitio y muchos otros escondites de la ciudad, se unieron Daniel Riquelme, Ernesto Molina, Manuel Rodríguez Mendoza, Alberto Blest Bascuñán, Narciso Tondreau, Jorge Huneeus, Vicente Grez, Carlos Luis Hübner, Alfredo Valenzuela Puelma, Alfredo Irarrázaval, Inés Echeverría Bello y Luis Orrego Luco. En estos círculos, Darío conoce a Eduardo de la Barra y Eduardo Poirier, quienes lo animan a publicar “Azul…” y financian con dificultad la primera edición, de sólo un puñado de ejemplares. Uno de ellos llegó a manos del crítico español Juan Valera, quien elogió la obra y la catapultó a la fama.

En “El viaje literario”, Domingo Melfi cita un vívido testimonio de Orrego Luco sobre aquellos encuentros tan influyentes en la obra de Darío. Recuerda allí que Blest tocaba al piano fragmentos de Gounod, Massenet, Chopin, Schumann, para luego ser acompañado por Hubner desplegando sus ingenios en las charlas. Balmaceda leyó ante todos, además, sus primeros cuentos. El escritor Grez contaba historietas humorísticas y Rodríguez Mendoza filosofaba disertando sobre arte y pensamiento moderno “con más soltura, naturalidad y armonía en la frase y más precisión en los contornos de la idea”. No faltaba quien tocara otras piezas de Schumann, recitara versos de Verlaine o leyera otras obras de autoría propia.

El enfermizo y débil Balmaceda los reunía también en su departamento de calle Moneda, antes de su triste pero predecible muerte acaecida a los 21 años, a mediados de 1889, como consecuencia de sus complicaciones físicas. Darío lo recordará años después, en su “Autobiografía”:

Y ahora quiero evocar el triste, malogrado y prodigioso Pedro Balmaceda. No ha tenido Chile poeta más poeta que él. A nadie se le podría aplicar mejor el adjetivo de Hamlet “Dulce príncipe”. Tenía una cabeza apolínea, sobre un cuerpo deforme. Su palabra era insinuante, conquistadora, áurea. Se veía también en él la nobleza que le venía por el linaje. Se veía que su juventud estaba llena de experiencia. Para sus pocos años tenía una sapiente erudición. Poseía idiomas. Sin haber ido a Europa, sabía detalles de bibliotecas y museos. ¿Quién escribía en ese tiempo sobre arte sino él? ¿Y quién daba en ese instante una vibración de novedad de estilo como él? Estoy seguro, de que todos mis compañeros de aquel entonces, acuerdan conmigo, la palma de la prosa a nuestro Pedro, lamentado y querido.

Todo parecía gestarse en aquellas formas de tertulias, charlas y veladas de entonces, incluso el camino hacia la deplorable Guerra Civil de 1891. No eran patrimonio de la sola intelectualidad, por lo tanto, aunque es sabido que el copetudo Club de Septiembre, cuya sede estaba entonces en los altos de la esquina surponiente de calles Estado con Huérfanos, iba a convertirse en el cuartel del directorio de la oposición durante el grave conflicto. Así, desde todas aquellas clases de reuniones de las tardes, desde el corazón mismo de tertulias y círculos sociales, surgen también apodos irreverentes como el Champudo, que cargan al presidente Balmaceda sus enemigos de la aristocracia aludiendo a su característica cabellera. De hecho, llevarán los ataques a la prensa de guerrillas contra el gobierno, en donde no le perdonaban ni la forma de vestir. Encina aporta algo más al respecto en su “Historia de Chile”:

Las tertulias políticas y los clubes reforzaron enérgicamente la acción de la prensa. La tertulia de Edwards, por el número y la calidad de los concurrentes, excedía en importancia a la de la Moneda. Y se vio el espectáculo extraño de que una personalidad de gobierno por temperamento, carácter, educación e intereses, sin odios ambiciones que la veracidad y la lealtad, inherentes al alma del gentleman inglés y del hidalgo castellano, se convirtiera en formidable ariete contra un gran gobierno. Seguía la tertulia de Matte. Y en esfera más limitada, cada centro social y cada hogar se convirtió en núcleo de oposición y de resistencia a Balmaceda. El Club de Septiembre dejó de ser centro social, para transformarse en club político. Se fundaron los clubes de la coalición, de los liberales, etc. Las redacciones de los diarios degeneraron en verdaderos focos revolucionarios. Desde sus balcones peroraban a la juventud los mismos oradores de los mítines, con Alfredo Irarrázaval Zañartu y Carlos Luis Hübner a la cabeza, el propio personal de la redacción y oradores improvisados, que surgían de la misma muchachada.

Cafés y restaurantes del mismo período seguían supliendo la falta de más espacios para reuniones de este tipo en los escasos hoteles de la capital. Las salas de tertulia esperaban en establecimientos como el refinado Café de la Bolsa de don Carlos Weise, ubicado en Merced al extremo oriente del Portal Mac-Clure y el interior Portal Alcalde (después unidos), en donde está ahora el Portal Bulnes. Era vecino a la gran Galería San Carlos y después al cercano Teatro Politeama. Este café contaba con una sala de billar y comedores que llegaban hasta calle Monjitas o muy cerca, al otro lado de la cuadra. Su cantina estaba confiada a un señor llamado Juanito; atendía las mesas Granifo, popular garzón de años previos a la caída de Balmaceda. Y agrega al respecto Vicuña Cifuentes, recordando lo que podría ser la presencia o una variedad del trago navideño “gringo” llamado Tom & Jerry en el mismo boliche, que -presumimos- inspiró el nombre de las famosas caricaturas animadas:

En el invierno se servía en copas de plaqué con bigoteras que afectaban la forma de elegantes vasos griegos, un ponche muy estimulante que no hemos vuelto a probar, conocido con el peregrino nombre de Tom and Jerom (Tomás y Jerónimo), que los clientes pronunciaban Tomayeri. Los comedores reservados del fondo, a los que se llegaba por un largo y oscuro pasaje lateral, eran el ordinario refugio de las parejas de “vamos a comer juntos”.

La Bolsa existió por largo tiempo, figurando todavía hacia 1918 con el cercano Restaurant del Teatro como los dos más importantes del Portal Mac-Clure. Sin embargo, la mitad del primer local mencionado y que iba hacia el lado de Monjitas, había sido separado del espacio principal de La Bolsa para crear en ese extremo o ala de la cuadra al restaurante Valparaíso de don Cristián Larson. Este último negocio tenía dirección en Monjitas 870 y estaba dotado de salones de billar. Permaneció con ese nombre también hasta unos años después del Centenario Nacional, muy cercano al otro clásico restaurante La Bahía. Más tarde, el Valparaíso fue llamado San Carlos por la misma hermosa galería con techo en arco vidriado que allí existió con ese nombre, más o menos en donde está ahora la recta de la calle Phillips. Estos espacios desaparecieron, demolidos tras un incendio ocurrido tiempo después del Centenario.

Se sabe también que don Juanito fue el posterior fundador de otro entretenido boliche de tertulias: La Nueva Bolsa, de calle Estado 17. Este café se ubicó en donde estuvo antes uno llamado Hinternof, en cuyo muro de sala hubo un antiguo óleo con varios caballeros alemanes clientes habituales del lugar, retratados bebiendo cerveza y conversando alrededor de una mesita. Entre ellos, Vicuña Cifuentes podía reconocer al profesor de música Tulio Eduardo Hempel, quien fue director del Conservatorio Nacional entre 1877 y 1886, poniendo grandes esfuerzos para subir el prestigio de los músicos de esos años, pues eran considerados sólo artistas de acompañamiento o de entretención pública. Otro de los reconocibles en la pintura era un popular mozo llamado Manuel quien, 40 años después de confeccionado aquel cuadro, continuaba trabajando en el mismo establecimiento.

Sin embargo, Recaredo S. Tornero comentó en el "Chile ilustrado" que, ya hacia 1870, los cafés eran usados principalmente por extranjeros como centros de actividad social: los santiaguinos preferían hacer ya las reuniones sociales en la comodidad de sus hogares, a la sazón, por lo que habían ido perdiendo ya la relevancia que tuvieron para tales funciones en los tiempos de organización república.

Entre otros lugares de encuentros y charlas en el Santiago de la centuria, destacó el Salón de Ostras de Tirraud en Ahumada. Estaba en la cuadra ubicada entre Moneda y Agustinas pero, a pesar de haber alcanzado gran popularidad en sus buenos años, debió cerrar al no poder competir con otros establecimientos parecidos, como el de Adolfo Dreckman en Estado, que sobrevivió largo tiempo a la muerte de su fundador, quedando en manos de su hijo y después en las de su viuda.

Ya iniciado el siglo XX, proliferaron los clásicos salones de té, reemplazando como lugares de conversación y camaradería a los viejos cafés. Librerías, clubes sociales, bibliotecas y casas periodísticas habilitaron sus propias tertulias interiores: famosas fueron las de “El Diario Ilustrado”, la Biblioteca Nacional y la oficina de don Diego Dublé Urrutia en el Instituto Nacional, mencionadas también por Peña Muñoz. Y en casos posteriores, estuvieron los encuentros de escritores de la clásica Librería Zamorano y Caperán que existía en el zócalo del Palacio Arzobispal, a pasos de la Plaza de Armas, realizados en un salón pequeño cerca de la bodega, en donde se reunían autores como Oreste Plath para desarrollar entretenidas tertulias todos los últimos viernes de cada mes.

Algo parecido sucedió con los clubes sociales de las Fuerzas Armadas, cofradías náuticas, áreas de extensión de casas de estudios y departamentos sociales de grandes empresas. Elementos de la masonería parecen haber tenido cierta importancia en la proliferación de estos círculos de charla y debate dentro de diferentes instituciones, además, al ir avanzando los años.

Empero, ya se vivía entonces en una idea romántica de la tradición de las tertulias y reuniones de conversación, pues todo conspiraba buscando hacerlas desaparecer de entre las costumbres ciudadana: desde la aparición de mejores espacios para encuentro en el comercio recreativo, hasta la instantaneidad de las comunicaciones iniciada con la tecnología telefónica. Las tertulias iban a pasar a ser, así, otra reliquia o curiosidad de la vieja sociedad chilena, llegando a su ocaso al avanzar el siglo XX.

A pesar de todo, un singular e inesperado hecho es que, en nuestra época, algunos sitios han caído en esa misma seducción romántica del pasado implementado rincones de sus recintos al estilo de las antiguas salas de tertulias, a modo de homenaje. Es el caso del Salón de los Presidentes del Teatro Cariola, habilitado en 2006 por el presidente de la Sociedad de Autores Teatrales de Chile (SATCH) y el encargado del lugar, don José Luis Gómez San Martín, dando un sencillo pero magnífico ejemplo que recrea el cómo eran aquellos adorables espacios.

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