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CUANDO LA MAGIA MUERE: EL BOCHORNOSO FINAL DEL AMERICAN CINEMA

 

Una presentación de show frívolo, típico del clásico bataclán en Santiago y como el que se intentó en el American Cinema. Fuente imagen base: proyectocabaret.cl.

Aunque el teatro The American Cinema siempre trató de ofrecerse al público como una sala de proyección y eventos particularmente segura, allí en calle Alonso Ovalle abarcando desde la esquina de Arturo Prat hasta la de Serrano, fue un tragicómico hecho el que marcaría un final de sus días como teatro, refutando por completo esa promesa de garantías en el antiguo barrio alrededor de la luminosa calle San Diego. El enorme edificio que fue antes del Frontón de Pelota para jugadores de jai-alai y luego del Skating Rink para los patinadores aristocráticos, quedó herido de muerte durante una noche de los "años locos" santiaguinos.

Entre las características menos positivas del American estuvieron siempre los problemas de administración y el mal comportamiento popular, en diferentes grados. Parecen haber sido parte suya desde los inicios, cuando la oferta condicionaba bastante al público de cada sala. Una falta de paz que fue explotada por sus enemigos, por cierto: ya en 1915, por ejemplo, la revista “Chile Cinematográfico” criticaba duramente al American generando una respuesta de “Cine Gaceta” en su defensa. “El que fue ‘The American Cinema’, pues hoy no le queda ni el título, pasó a manos de un conocido comerciante pero que desgraciadamente no entiende nada de cuestiones cinematográficas”, insistía con insidia “Chile Cinematográfico” en octubre, contra la entrada de don Juan Ruiz al negocio, deseándole éxito a renglón seguido casi como una burla.

Los artistas argentinos de la Compañía de Revista Méndez también debieron conjurar problemas en la sala. Habían tenido una exitosa pasada previa por Chile en 1922, con la obra cómica “Hijas del placer”, en cuyo argumento dos náufragos llegaban a una isla llena de muchachas hermosas, montaje en donde la argentina Hortensia Arnaud era la atracción principal y en la que se proyectaban unos telegramas humorísticos sobre un telón blanco que bajaba en cada intermedio. Sin embargo, al regresar a Santiago no mucho después, la compañía tuvo una pésima experiencia en el American Cinema, pues la audiencia provocó desórdenes y disturbios opacando sus esfuerzos profesionales y dejando un gran resabio a derrota en el elenco.

Por algún lado, entonces, la escondida bomba del teatro aquel iba a estallar en las caras... Y fue así cómo, en una mañana de aquellas, el American amaneció irremediablemente destruido, arrasado como por la violencia un huracán. Y en parte, lo fue.

En sus “Confesiones imperdonables”, Daniel de la Vega detalló su versión sobre el peligroso incidente que explica todo, ocurrido hacia fines de los años veinte… Algo que sentenció el abrupto y prematuro final de la importancia que tuvo la sala a pesar de que poco y nada de cobertura parece haber tenido en la prensa de espectáculos de entonces. Contrastaremos su versión con la de Salvador Reyes, quien fue en parte protagonista del mismo desastre.

De acuerdo a De la Vega, sucedió que un inexperto aspirante a empresario teatral de apellido Salas había logrado montar en el teatro una revista con aforo completo pero de terrible desenlace, tras grandes esfuerzos personales. El ingenuo señor seguía los malos consejos del actor peruano Pepe Valero, a quien puso en el rol de director del proyecto tras una conversación en un café, en la que este prometió tener de animador al cotizado humorista Luis Rojas Gallardo, además de contratar los actores y hacerse cargo de escribir la obra.

El resultado de todo aquello fue una calamidad aparatosamente mayúscula, como detalla el autor casi con morbo en la crónica:

Valero no tenía práctica alguna, y Salas no sabía absolutamente nada. Muchas veces tuvieron que deshacer lo que habían hecho. Después de mes y medio de afanes, se pudo fijar el día del debut en el American Cinema, un teatro grande y algo destartalado que había en la calle Arturo Prat esquina de Alonso Ovalle. El señor Salas había invertido en el negocio todo el dinero que tenía, y les había pedido prestado a los amigos, a los parientes y a toda persona que se ponía por delante. El señor Salas había envejecido y andaba mal afeitado.

Así, haciendo aquellas apuestas ciegas y llegado ya el esperado día en que debía estrenarse el montaje artístico y bataclánico, con las febriles ansias desatadas, iba a comenzar el pandemónium del American Cinema:

El día del debut se abrió la boletería a las diez de la mañana y empezaron a venderse entradas. La función sería en la noche. Al anochecer, ya estaban vendidas todas las localidades.

La función comenzó bastante tarde, porque se atrasó un músico, unos trajes no llegaron, hubo que sustituir un número, suprimir otro, y la gente corría y se estrellaba en el escenario con las facultades mentales trastornadas.

Después de la introducción por la orquesta, se levantó el telón. El primer número fue una fantasía oriental, con palmeras y a media luz, algo lánguido, que el público no entendió bien. Después vino un sketch, malo, que produjo una desilusión grave. No se oía más que la voz del apuntador. Lo espeluznante comenzó en el tercer número, cuando aparecieron las bailarinas, y desde la pasarela tuvieron que bajar a dar una vuelta por la platea. El primer momento fue de estupor. Estupor de las bailarinas y estupor del público. Las muchachas parecían aterradas. Las habían sacado de cualquier parte, y las pobres no habían visto jamás al público cara a cara, y sólo tenían muchas ganas de llorar. No oían la música y se habían olvidado de todo. Era una fila desigual, grotesca, vacilante, de mujeres demasiado grandes y demasiado chicas, gordas y flacas. Ni siquiera el susto era uniforme, porque unas tenían el espanto que desorbita los ojos, y otras bajaban la vista humildemente, y no ocultaban su deseo de meterse debajo de las butacas.

Algunos espectadores se reían a carcajadas, otros hacían gesto de mal humor, porque se acordaban del dinero que habían pagado por la entrada. El ruido de los comentarios y protestas, y algunos gritos, subían por encima de la música de la orquesta. Las bailarinas se atropellaban. Comenzó el desorden, y un espectador pinchó a una de las muchachas con un alfiler. De la galería caía un griterío creciente. En la platea había muchas personas de pie. Las muchachas, ya completamente perdidas, sólo pensaron en escapar de ese escándalo que iba tomando un aspecto temible. Empujándose unas a otras, desorganizadas, volvieron al escenario.

En la primera fila de platea había unas sillas de madera que estaban algo desarmadas; y un muchacho les arrancó una tabla y la arrojó al escenario. Varios le imitaron, y muchos maderos cayeron a la escena. Entonces bajó el telón, y fue como el reconocimiento del fracaso y una ruptura de relaciones con la sala. Muchos espectadores se enfurecieron, y otras sillas fueron despedazadas y sus astillas arrojadas contra el telón. Las sillas que iban quedando vacías eran desclavadas del piso y disparadas con estrépito. Mientras los músicos trataban de salvar sus instrumentos, empezaron a caer palos y pedazos de yeso de una galería. Después, el blanco de los proyectiles fue el piano. El propósito era causar el mayor daño. El estruendo era impresionante.

Agrega De la Vega que, al interior del escenario, todo el personal sólo pensaba huir de pánico. Mas, al no haber salidas disponibles del teatro por las calles Alonso de Ovalle o Serrano, las enloquecidas muchachas comenzaron a trepar llorando hacia la parrilla, reja en la que se cuelgan los telones a gran altura sobre los escenarios y a la que se accede por escaleras y puentes hacia el techo. Cuando muchas ya estaban arriba y otras se apretujaban todavía por las escaleras, alguien gritó desde abajo, alertándolas: “¡No suban! ¡Van a incendiar el teatro!”… Previsiblemente, esta advertencia fue peor.

Por más que se intentaron llamados a la cordura, ya se estaba lejos de recuperar la paz y el orden allí en el caótico teatro, poseso por los peores impulsos humanos:

En la sala el desorden era espantoso. Lo que arrojaban los últimos pedazos de sillas contra el telón desgarrado se habían refugiado en los palcos, porque de la galería caía una lluvia de terrones y astillas. En las puertas que se abrían hacia Arturo Prat había verdaderos choques entre las personas que querían entrar a ver lo que ocurría.

El teatro era destruido sistemáticamente, entre gritos ensordecedores. Se arrancaban barandas, adornos, cortinas, rejas y materiales que nadie sabía de dónde salían.

Llamada por telefonazos de todo el barrio, llegó la policía montada. Todavía no había carabineros. El destrozo había sido tan minucioso, que los policías podían evolucionar a caballo por la platea. No quedaba una silla.

Costó trabajo expulsar el resto del público, que no quería marcharse sin romper las ampolletas y los focos.

Interior del American Cinema hacia 1910. Imagen publicada por Alfonso Calderón en "Cuando Chile cumplió 100 años".  Fuente imagen: "Residencia Estudiantil de Alonso Ovalle 945" de Osvaldo Luco R. (tesis de titulación).

Publicidad del teatro en la revista "Cine Gaceta", gran aliada del American Cinema y de su cambio de concesión sucedido en esos días del año 1915.

Los peleadores Heriberto Rojas y Calvin Respress en el ring del American Cinema. Con aforo lleno y triunfo del nacional Rojas, en abril de 1916. Fuente imagen: revista "Sucesos".

Presentación de Páez d'Alphose y su compañía en el Teatro Avenida de Santiago, en aviso de "La Nación" de diciembre de 1925. Su nombre se relaciona con el final del American Cinema.


Páez d'Alphonse en una nota del semanario ilustrado peruano "Mundial", edición del 18 de abril de 1924. La revista limeña se refiere a un incidente sufrido por el artista español.

Sin embargo, la verdadera tragedia para la actividad del teatro sobrevino después del bochornoso acontecimiento: más exactamente, en el momento mismo en que el dueño de la sala llegó a enfrentar la desoladora escena de daños y ruinas, quedando atónito con el panorama. De acuerdo al relato de De la Vega al que aquí nos aferramos, esto ocurrió de la siguiente manera:

Al otro día, cuando el propietario llegó al teatro, no lo reconoció. El hombre estaba estupefacto como las muchachas cuando salieron a bailar. Un amigo le habló de la forma cómo había que reconstruir el teatro. El propietario lanzó un grito:

- ¡Teatro, no! ¡Aquí haré una cancha de básquetbol, una iglesia evangélica, una bodega de frutos del país, un establo, pero nada que tenga que ver con bailes, ni música, ni comedias ni telones!

No comprendía bien lo que había pasado. Preguntaba:

- ¿Los espectadores vinieron a la función con martillos, garrotes, barretas y serruchos? ¿Traían armas o herramientas?

Tenía razón. No comprendía cómo el público había trabajado tanto. Porque demoler completamente un teatro exige tiempo. Por ese trabajo, varias cuadrillas de obreros piden bastante caro.

El propietario se habría paseado desesperado si no hubiese tantos escombros que se lo impidieran. Sólo podía mirar desde un rincón. Era un espectáculo que no había sido programado jamás en ningún teatro. Por fin dijo:

- Yo quiero hablar con el organizador o director de la compañía.

Las personas que lo oyeron se echaron a reír. Era ingenuo el hombre. Creía que el director aún estaba en el país.

No se le vio más. Ni a él, ni a los actores, ni a los boleteros, porteros, acomodadores, maquinistas ni utileros. A ninguno. Nunca más.

Sin embargo, un testigo de aquellos hechos como fue el escritor Salvador Reyes, redactó en los años sesenta su propia versión de los hechos, en un manuscrito tipeado a máquina que hoy está en el Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional. En este extraordinario documento, titulado "El desastre del American Cinema" y que nació para formar parte del libro de memorias "¡Qué diablos! La vida es así...", encontramos información adicional para completar la historia de la caída final del teatro.

Dice allí Reyes que todo comenzó cuando Inés Berutti, artista que se presentaba todos los años en el Teatro Comedia de Huérfanos con Morandé, llegó a Santiago una vez sin su inseparable compañero, el gordo y simpático tenor Arturo Gonzálvez... "Así se originó el desastre del teatro American Cinema, que presencié y al cual hasta contribuí con mi grano de arena". Inés estaba angustiada por la ausencia del cantante, según confesaba a Reyes, a la sazón redactor sobre espectáculos teatrales en la revista "Zig-Zag", y a Guillermo Canales, quien escribía en la página de teatro de "Los Tiempos". Pero justo cuando pensaba ya que debía suspender sus shows tras pedir ayuda llamado a Buenos Aires, llegó desde allá un reemplazo para el tenor: Ríos Páez, joven de pelo blanco quien usaba en el teatro el pseudónimo Páez d'Alphonse. Era "un muchacho español, simpático y elegante, a quien llevamos la misma tarde de su llegada, a pasear al Parque Cousiño".

Cabe señalar, por nuestra parte, que Páez d'Alphonse aparece debutando en Santiago también con una compañía propia de variedades y scketches en el Teatro Principal, a principios de diciembre de 1925. Lo acompañaban artistas como la Orquesta de Claudio Carlini y un cuerpo de coristas. Pocos días después, se presentaba en el Teatro Avenida, ahora con la Orquesta del Solar, y más tarde en el Teatro Dieciocho.

Tras aquel primer encuentro, Canales publicó una foto del cantante, quien no estaba tan seguro de que su voz pudiera suplir la del artista ausente, pero sí manifestaba mucha seguridad de ser buen actor de opereta y con buena estampa. No bien salió a escena en el Comedia, entonces, Reyes y su colega comenzaron a aplaudir efusivamente, buscando contagiar al público. Sin embargo, "cuando nuestro amigo empezó a cantar, nos precipitamos en la más negra consternación": aunque el público se mantuvo educadamente sin protestar, ni siquiera la primera fila lograba oír la muy débil voz de Páez d'Alphose. "Se le veía abrir la boca, lo que hacía suponer que cantaba, pero ningún sonido venía a confirmar tan aventurada suposición".

El español bajó de escena engañosamente convencido de haberlo hecho estupendo. Esa misma noche, en el Centro Catalá que frecuentaban actores, cómicos y periodistas en los altos del Portal Mac Clure, celebró como un verdadero triunfo su más bien insípido debut. Discretamente y sin que se notara la crítica de fondo, en la ocasión Reyes le sugirió hacer gárgaras con agua oxigenada antes de su próxima presentación, a ver si eso mejoraba sus deficientes condiciones vocales. De todos modos, ya estaba por ser puesto a prueba el ego del muchacho:

A la noche siguiente, la cosa no fue peor porque hubiera sido imposible, a menos que el público incendiara el teatro. Se oyeron algunos silbidos aislados cuando nuestro amigo recorría el escenario con paso de danza, haciendo girar su bastón y saludando con su colero. Inés estaba nerviosísima y al terminar el espectáculo, hubo un cambio de palabras bastante agrio entre ella y el tenor. Guillermo y yo nos apartamos discretamente, pero, fieles hasta el fin, llevamos a nuestro amigo al Centre Catalá y oímos resignados sus quejas contra Inés, mujer incapaz de comprender el mérito de un artista como él, con una elegancia inigualable.

Como la arrogancia del tenor precipitó la ruptura final con Inés en la tercera noche, el muchacho pidió ayuda ambos periodistas y surgió así la idea de formar con ellos una compañía propia. "Celebramos consejo en el Centre Catalá y allí, tarde en la noche, ante sendas cervezas y churrascos, contemplando las iluminaciones de la Plaza de Armas, Páez d'Alphonse nos informó que poseía un arma secreta". Este as bajo la manga era la palabra "bataclán", ya que, hasta entonces, el concepto que se usaba en Chile era el de la revista. El artista también quería promocionar un espectáculo con pasarela, otro elemento poco usado en los espectáculos en el país y que encantó a Canales y Reyes: "consistía en una plancha que avanzaba desde el centro del escenario por encima de las butacas de la platea, con objeto de poner a las chicas del coro a alcance de las miradas de los espectadores aún más miopes".

Así, discutieron hasta la salida del sol los primeros detalles del proyecto recién gestado. Páez d'Alphonse se presentaría en el show de perfecto frac, rodeado de chicas "bien formadas" en el escenario. Durante los días siguientes, siguieron tirando líneas en el mismo Centro Catalá y en el café La Puñalada, ubicado en ese mismo lado de la plaza. Reclutaron como director del espectáculo a Renato Valenzuela, crítico de "El Mercurio" con gran experiencia en teatro, y las dos primeras vedettes del ballet fueron un par de coristas de Inés que también pelearon con ella y dejaron su compañía.

Fachada del edificio del American Cinema con muy mal aspecto antes de la restauración que recién comenzaba por entonces, en 2017 (sector de los andamios). Esquina de Serrano con Alonso de Ovalle.

Aspecto del mismo edificio en 2017, esquina de Arturo Prat con Alonso de Ovalle, también cuando acababan de comenzaban los trabajos de restauración.

Maltratada fachada del edificio del ex teatro y cinema, antes de su restauración.

Esqueleto de un cartel luminoso que colgaba en la fachada del ex teatro y cinema, sobre uno de los que fueron sus accesos secundarios por Prat. Era ocupado después por una fábrica y venta de muebles.

Muros de la fachada por el lado de calle Alonso de Ovalle, antes de la restauración general.

El edificio visto desde su esquina de Arturo Prat con Alonso Ovalle, acabando de ser restaurada en junio de 2018.

Sin embargo, los organizadores y sublevados se estrellaron con un gran problema: no había en Santiago más artistas de categoría ni con experiencia como para asumir el rol de primera figura femenina. Ninguna de las dos bellas muchachas rebeldes que desertaron a Inés cumplía con este nivel, por cierto. Fueron varios días de incertidumbre, aun cuando pudieron conseguir al inversionista.

Reyes explica cómo lograron desatar ese difícil nudo que amenazaba con la continuidad del proyecto:

Daniel de la Vega dice en su crónica que el actor peruano Pepe Valero y un señor Salas, capitalista, tuvieron parte activa en la formación del bataclán del American Cinema. Es posible. En realidad, no recuerdo quién puso el dinero para la empresa. Lo que sé es que nuestro gran escollo era la imposibilidad de encontrar una "vedette". Por fin, yo no se quién, propuso a una cierta Anita, que años antes había actuado con éxito en los escenarios santiaguinos y hasta había realizado algunas giras al extranjero.

Pero este nombre planteó un problema aún más difícil. Anita había abandonado la carrera teatral para dedicarse a la profesión más antigua del mundo. ¿Cómo devolverla a las tablas? Discutimos largamente y al fin lo más cuerdo nos pareció tomar al toro por las astas, es decir, consultar a la interesada. Una noche, Páez d'Alphonse, Renato Valenzuela, Guillermo Canales y yo, nos trasladamos a la calle Aldunate, donde residía aquella a quien íbamos a ofrecer la gloria. En esos tiempos, la calle Aldunate era uno de los centros de la jarana santiaguina.

Anita era una muchacha muy hermosa, pero algo entrada en carnes, lo que no es precisamente un defecto cuando se trata de lucir curvas. Su cutis terso, sus ojos brillantes, sus dientes blanquísimos, su simpatía nos parecieron que estaba en ella la solución de nuestro problema. Nos introdujo a su coqueto dormitorio y enrojeció cuando le expusimos el objeto de nuestra visita.

Tras varias insistencias, lograron convencer a la tímida y temerosa Anita de suscribirse al proyecto llamado "Ba-Ta-Clán", a pesar del tiempo que había transcurrido desde que ella había dejado los teatros. Felices de haberlo logrado, entonces, el equipo terminó de conseguir muchachas para el coro, músicos para la orquesta y también incorporaron al humorista Rojas Gallardo como señalaba De la Vega, famoso en las radios de esos años.

La sala escogida para los ensayos y el estreno del "Ba-Ta-Clán": el American Cinema, "un enorme local, bastante destartalado, en la esquina de Arturo Prat con Alonso Ovalle". A pesar de su mal estado, aún conservaba su prestigio e importancia en el ambiente recreativo. A diferencia del relato ofrecido por De la Vega, sin embargo, las muchachas eran realmente bellas y talentosas, solidificando la confianza de los organizadores. "Guillermo y yo inundamos los diarios con párrafos de una literatura que ya se hubiera querido Mistinguett", evocando a la mítica vedette parisina de esos mismos años.

Creo que nos hallábamos en vísperas del año nuevo. Había alegría en la ciudad y la prueba de que nuestro trabajo era bueno la tuvimos con la gran afluencia de público, apenas se abrió la boletería.

¡Noche de estreno! Canales y yo, nerviosos y entusiasmados, corríamos del escenario a la sala. Consultábamos a Renato, entrábamos al camarín de Páez d'Alphonse, gritábamos, a través de las viejas calaminas, frases alentadoras a Anita y a las otras chicas, nos reíamos a carcajadas con los chistes de Rojas Gallardo. La revista era buena. Había canciones de moda, bailables bien dispuestos, scketchs divertidos; las chicas se veían muy bien.

El bullicioso público parecía contento y se notaba en la sala. Su buen ánimo fue tomado como positivo augurio... Pero la vida da sorpresas.

Se alzó el telón y la orquesta lanzó al aire una música endiablada que aumentó la euforia de la concurrencia. A continuación estalló un ritmo de moda y apareció en escena la elegante figura de Páez d'Alphonse, haciendo molinetes con su bastón de puño de plata y saludando con su tarro de pelo. Tras él siguieron seis u ocho chicas de agradable aspecto, levantado la pierna con dudosa uniformidad. El público, compuesto en su mayor parte de miembros del sexo feo, manifestó inmediatamente un entusiasmo desmedido. En realidad, el cuadro estaba bien, pero no era para tanto. Estallaron gritos, silbidos y aplausos. Canales y yo, que nos hallábamos en platea como generales observando la batalla desde un punto estratégico, no podíamos discernir si aquellas manifestaciones eran de aprobación o de hostilidad.

Cuando Páez d'Alphonse avanzó por la pasarela seguido de su hueste y abriendo la boca (lo que nos hizo pensar que cantaba), el chivateo aumentó. Las chicas, algo desconcertadas, también cantaban, aunque en desacuerdo con la orquesta. A pesar de todo, el número pudo terminar sin incidentes.

Vino a continuación un intermedio de jazz y los chistes de Rojas Gallardo, con buena acogida del respetable que iba a volverse dentro de poco en insufrible. Volvió al escenario Páez d'Alphonse acompañado ahora de Anita, cantando y bailando ambos ante la sonora aprobación de los presentes.

Todo parecía marchar perfecto... Hasta que varios entre las butacas comenzaron a reconocer a la artista femenina, recordándola en algunas de sus correrías nocturnas y pecadoras.

"¡Anita! -gritaba alguno- ¿Te acuerdas de mí?" Anita esto, Anita lo otro... Los piropos eran de una crudeza aterradora.

Algunos espectadores se subían en las sillas y berreaban como locos, otros pretendían trepar a la pasarela. Los dos artistas se batieron en retirada, él siguiendo con sus pasos al compás de la orquesta, pero ella aterrada y al borde de las lágrimas.

Páez d'Alphonse desapareció con ella entre las bambalinas, pero al instante volvió a surgir al frente de las coristas, en un esfuerzo desesperado por aplacar el tumulto. Pero fue inútil. Unos borrachos, botellas en mano, lograron subirse al escenario y empezaron a dar berridos formidables; otros, que parecían haber perdido completamente el juicio, comenzaron a destrozar las butacas de la platea que no eran más que modestas sillas de madera. Los artistas se escabulleron, mientras dos carabineros hacían esfuerzo por reestablecer el orden. Era un cuadro que ya se lo quisieran los coléricos de hoy. En realidad, aquel público no se mostraba enfurecido. Al contrario, todos parecían divertirse a sus anchas. Arrancaban las sillas de platea y las lanzaban al aire entre carcajadas y chirigotas, llaman a Anita con unos gritos que debían oírse hasta la Avenida Matta y hacían toda suerte de cabriolas en la pasarela.

Mientras Canales llamaba desesperado por teléfono a la policía, dos tramoyistas habían logrado bajar del escenario a los borrachos y sacar a puntapiés a otros que intentaban dormirse entre las decoraciones. Rojas Gallardo había retornado al escenario tratando de calmar a las bestias con sus chistes y luego exigiendo respeto con toda la seriedad en el rostro, pero el bullicio hizo imposible tal propósito. La gente más sensata y pacífica ya había abandonado el teatro a esas alturas; otros había salido por seguridad y cargando a sus esposas, desvanecidas de miedo.

Sólo con la llegada de refuerzos policiales, quienes entraron sigilosamente distribuyéndose en varios puntos del teatro, pudieron ser apaciguados los más revoltosos y conducidos a la comisaría. Se hizo desalojar al American Cinema, luciendo a partir de ese momento "vacío y silencioso como barrido por una tromba". La platea quedó cubierta de sillas rotas y botellas quebradas, además de inclinada y torcida al romperse algunas resistencias y suspensiones de la misma. Anita lloraba desconsolada en su camerino, en tanto, acusando a los organizadores de semejante desgracia. Algunas bailarinas discutían a insultos con músicos, además.

A pesar del desastre a la vista, Páez d'Alphose se mantuvo incólume y organizó una segunda función para la noche de Año Nuevo. Mala idea: sólo una docena de espectadores llegaron a un teatro que ya no tenía butacas, ni siquiera para ellos. Como había más policías que público, la función se suspendió, se devolvieron los dineros de las entradas y terminaron esa noche en el Centro Catalá, otra vez.

Podría creerse que este desastre (tal vez el más espectacular que haya sufrido una troupe en Chile) dispersó a los artistas. Nada de eso. Aquella gente tenía más acometividad que una división blindada. No sé cómo Páez encontró un empresario que contrató al ba-ta-clán para una gira por el Perú. Anita, consolada ya, se unió a los otros. Renato Valenzuela preparó nuevos espectáculos y la farándula partió a la conquista de la capital virreinal. Fuimos con Guillermo a despedir a nuestros amigos y amigas a la Estación Mapocho y nos volvimos cabizbajos, pensado que algún teatro limeño sería la tumba de tanto entusiasmo y tanta juventud.

Y, como lo cuenta Daniel de la Vega en una de sus incomparables Confesiones Imperdonables, el American Cinema dejó de existir. Su local se dividió en numerosos negocios de artículos sanitarios. Son cosas de la vida.

Algún tiempo después Guillermo Canales falleció. Hace ya muchos años, me topé un día con Ríos Páez d'Alphonse en la calle Ahumada. Iba de paso para no sé dónde. Nos abrazamos con afecto y alegría. Exclamó:

-¿No me dices nada, chico? ¡El cabello!

Entonces me vine a dar cuenta de que tenía el pelo de un hermoso castaño. Lo felicité. Estaba contento y se marchó. Nunca más tuve noticias suyas, hasta pocos días atrás, cuando Renato Valenzuela me contó que nuestro amigo había muerto en Bolivia.

Con aquel anatema echado sobre el viejo teatro, su caída final como escenario de espectáculos se verifica al inicio de los años treinta, tras haber estado sirviendo también a reuniones gremiales y fiestas de veladas, como el gran baile popular que se realizó en él durante las Fiestas Patrias de 1929. Sus perspectivas quizá empeoraron con la crisis política y económica, y cuando la Gran Depresión Mundial alcanzó también al rubro. Nuevos teatros y cines de barrio San Diego acapararían al público, además.

Así las cosas, The American Cinema dejó de convocar a proyecciones o eventos deportivos. Sus viejas jornadas pugilísticas ni siquiera llegaron a competir con las del Caupolicán. Desaparece de carteleras y se va velozmente al olvido: ya en 1937, notas informativas de Kid Henry en “La Nación” hablaban de este teatro como algo a la sazón inexistente. A mediados del año anterior, además, se había construido un nuevo y moderno ring para la selección olímpica con participación de todas las asociaciones en el Teatro Coliseo, también en calle Arturo Prat, más al sur.

Concluida también su vida como mera sala de cine, el edificio fue usado por ferreterías, fábricas de muebles (influencia del comercio de calle Arturo Prat) y bodegas, quedando subutilizado y envejeciéndose. Permaneció marchito hasta los trabajos que renovaron su fachada y parte de sus interiores en 2017, cubriendo también las grietas del terremoto de 2010. En algunos períodos, además, su único residente (vivo) parecía ser un solitario cuidador llegado en los ochenta, años en que este cruce de calles cobró también fama de peligroso y delictual.

Lo que fue el American Cinema sigue en pie, a pasos del Instituto Nacional y del centro comercial llamado Mall Chino de la esquina opuesta. Tras algún incendio y períodos de deterioro que casi inutilizan al edificio declarado Inmueble de Conservación Histórica en 2014 y hoy restaurado, la maldición de la sala hizo creer a sus vecinos que ningún intento de revivir en ella la antigua actividad de espectáculos prosperaría, por hechizo o condena pesando sobre el enorme inmueble y sus fantasmas. ♣

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