Un jinete chileno en obra de Mauricio Rugendas, 1839. Fuente imagen: Mutual Art.
Muy cerca del pueblo estuvieron los juegos-espectáculos de cabalgadura que vienen a ser ancestros de la hípica moderna, convocando también un público propio de apostadores, mirones y curiosos. Algunos de ellos involucraban sus propias formas de simulaciones de batallas o de enfrentamientos, además, correspondiendo a criollizaciones de las prácticas traídas por los soldados españoles desde los primeros tiempos de la Conquista, facilitadas también por la relación estrecha de la sociedad colonial con los caballos y por el raudo surgimiento de los artesanos fabricantes de indumentarias, monturas, estribos, correas, polainas, etc.
Los indígenas, por su lado, se apoderaron rápidamente de las demandas y las virtudes de la caballería que dejaron como otra vertiente cultural hereditaria en la chilenidad, según escribe Oreste Plath en “Juegos y diversiones de los chilenos”:
Los indios cuando conocieron y comprendieron al caballo aventajaron a los conquistadores en su dominio. Lautaro, robusto y valiente, arrogante y mandón fue un gran caballista, además sabía de procedimientos guerreros, de armas, por lo que es considerado como el primer táctico indio.
Los indios eran buenos jinetes, parecía formar parte del caballo que montaban, ya fuera con montura o sin ella.
Guerras, malones y hasta el mismo matrimonio les daba ocasión para lucir su destreza en el caballo.
La montura mapuche era sencilla: una enjalma, varios cueros de oveja y unos pellones. Todo esto sujeto con una cincha que le dejaban un tanto suelta, para no oprimir a la bestia y cuidarle la fuerza y el aliento. Esto permitía tener siempre ensillado al caballo, es decir, pronto para partir.
Con la montura suelta, el jinete sólo se mantenía por el perfecto equilibrio del cuerpo.
Uno de los encuentros criollos que más llamaba la atención por entonces, era el de las carreras de caballos que podían adoptar diferentes modalidades, algunas más hispanas que otras. Las de resistencia, por ejemplo, solían realizarse en el paisaje agreste por diferentes competidores, ganando el que completaba el circuito a galope. Otras se hacían en pistas preestablecidas y con gran fiesta alrededor de ellas, formando verdaderas ferias populares con juegos adicionales y comercio. Fueron muy atractivas en el territorio indígena, reluciendo algunos famosos campeones como un tordillo llamado el Manco o Mancu.
Cronistas jesuitas como Alonso de Ovalle y Miguel de Olivares se refirieron a la relación notoria de los criollos con los caballos y las jineteadas. Alcanzando su apogeo a mediados del siglo XVIII, destacaron montadores como Felipe León, que corría de pie y a lomo desnudo, y un arriero llamado Vilche, que montaba “haciéndolo de cabeza” según Vicuña Mackenna, quien continúa informando:
Ajustábanse carreras casi diariamente, y es preciso confesar que no era como lo hacen nuestros amables hípicos o los grooms del Spring Meeting por honesto ejercicio y mejoramiento de la raza, sino en gran manera por la pasión del juego y las apuestas. “Y así se pierden, dice Olivares, las talegas de moneda, las vajillas de plata, las manadas enteras de ganados mayores y aun esclavos”.
Repleto está, en efecto, el archivo de la Real Audiencia de Santiago sobre litigios de apuestas, perdidas o ganadas, de lo que se deduce que aquel alto tribunal solía tener singulares incumbencias y que aquel género de juego de verdadero azar era permitido y legal.
Hácenos venido a la mano uno de estos expedientes del tiempo de Cano, que sólo montaba a la pérdida de un caballo (el del vencido) y 50 pesos que era la apuesta, y cuya carrera la Real Audiencia dio por patas, mandándola repetir en iguales condiciones. Y esto de patas, digámoslo al pasar, viene que aún cuando se hable de caballos sino de damas o de exámenes, dícese también con gran frecuencia que se ha salido de patas.
Queda expuesto, entonces, que la relación del pueblo capitalino con el caballo era algo cotidiano, necesario y -si hilamos fino- obligatorio e imprescindible, pues los animales fueron parte de la vida doméstica. Ovalle ya decía esto en 1646, refiriéndose a los “naturales” de Santiago:
Son notablemente inclinados a andar a caballo, y he visto muchas veces que para acallar a un niño, que apenas comienza a andar, no hay medio como ponerle sobre un caballo, y allí salen famosos jinetes, y muy diestros, fuertes y sueltos en ambas sillas; y es común opinión, y experiencia conocida, que en la guerra vale más para la caballería uno de la tierra, que cuatro que vengan de fuera, han probado bien esta verdad, en el discurso de tantos años como ha que dura aquel Reino, como se verá en los hechos particulares, y hazañas que referirán las historias de Chile cuando salgan a luz, a que me remito.
Las canchas de carreras, en tanto, fueron antecedentes de los posteriores hipódromos en el país. En el territorio alrededor de Santiago existieron sectores como el de Las Lomas, al poniente, en donde las carreras se ejecutaban de preferencia entre los meses de abril, mayo y junio, coincidentes con fiestas religiosas asociadas a santos patronos de la agricultura y otras celebraciones.
Pereira Salas explica las características de aquellas competencias concertadas entre particulares, basándose en documentación proveniente desde los mismos tiempos a los que pertenecen:
Las condiciones del desafío se estipulan en contratos especiales, previa autorización de las autoridades en las ciudades importantes o de las condiciones de la carrera: el tiro, distancia que variaba entre cuadra, cuadra y media y tres cuadras; el tipo de jinete, o sea si era este un niño o un jinete de barba; el lado, ubicación del caballo en la partida, y la forma de partida y de llegada.
Los concurrentes, atraídos por la noticia de cada carrera, llegaban al lugar con sus canastos de productos varios y así comenzaban también las ventas en el mismo sitio. Un juez velaba por el desempeño limpio de la competencia con pleno cumplimiento de las reglas (o eso se suponía). Los caballos se seleccionaban por su velocidad entre los que se criaban en las haciendas, algunos de ellos de raza.
La autorización debía ser extendida por escritura pública para que pudiesen tener lugar los encuentros de carreras, aunque Ortiz de Rosas las prohibió el 27 de noviembre de 1748, con fuertes multas monetarias como amenaza, intentando detener las apuestas desenfadadas que tenían lugar en ellas. Posteriormente, Benavides hizo lo mismo junto a la chueca y otras prácticas, el 30 de octubre de 1782, aunque volverían a ser autorizadas tres años más tarde, estableciendo normas y limitaciones para tales apuestas.
Otros torneos hípicos de aquel entonces fueron las andadas de caballos, correspondientes a unas muy reguladas carreras al paso practicadas en el siglo XVIII. Importantes llegaron a ser las competencias de caballos y las andadas que se realizaban en el pueblo de Renca, hacia los meses de octubre y diciembre, las que rivalizaron con las corridas de toros al quitarle público en la temporada, en los días del corregidor Zañartu.
Hubo carreras también en el
extremo oriente del paseo del tajamar, aunque menos espectaculares que aquellas
jornadas renquinas. Sin embargo, hacia los años de la Independencia el británico Samuel Haigh confirma que las competencias ecuestres al final del paseo eran uno de los atractivos más importantes de Santiago en los domingos y días festivos.
El juego del pato, por su lado, era de una categoría sin pistas: consistía en que un grupo de jinetes debía arrebatarle a otro un cuero con argollas o pato, con gran destreza y velocidad dentro de un potrero, practicándose especialmente en el día de San Juan Bautista desde los primeros tiempos de la Colonia. Se extendió en otras celebraciones a pesar de algunas molestias de la Iglesia, manifestadas en 1748. Parecido fue el caso del tiro al gallo o tirar al gallo, pues tampoco era carreras: dos jinetes, atados de la muñeca derecha, empezaban a tironearse sobre sus caballos hasta que uno conseguía que otro se despegara de su montura. Era una especie de gallito (juego de las vencidas) a caballo, por consiguiente.
Dos pueblos montados a caballo, en el Parlamento de Quillín, según la representación publicada en "Histórica relación del Reino de Chile" del cronista jesuita Alonso de Ovalle, en 1646.
Estribos coloniales chilenos, en el Museo de la Chilenidad del Parque Santa Rosa de Las Condes.
Estribos coloniales, tipo pantufla, en el Museo Andino de la Fundación Claro Vial, en Buin.
"Una carrera en las lomas de Santiago", del "Atlas de la historia física y política de Chile" de Claudio Gay, publicado en París, en 1854. Imagen de las colecciones de Memoria Chilena.
Existieron también las famosas topeaduras, aunque León Echaíz considera en su obra sobre las diversiones populares chilenas “que en la Colonia fuera sólo un esporádico encuentro entre jinetes, que se empujaban con el pecho de sus caballos”. Aunque aparece dibujada en una lámina litográfica del artista Mauricio Rugendas, hacia 1835, para la topeadura pasaba a ser popular entre campesinos recién en esos tiempos republicanos, agrega el referido investigador histórico:
Ocurrió que se hizo costumbre entre los huasos y gente de campo detenerse en la puerta de las posadas, baratillos u otros lugares, para pedir un vaso de chicha y beberlo allí mismo, sin desmontar. Al primer vaso sucedían otros, hasta que el alcohol se subía a la cabeza. Estallaban entonces las reyertas y los campesinos las emprendían unos contra otros a golpe de pechos de sus caballos, llegando muchas veces a derribar puertas y pilares de la casa. Los dueños de los negocios idearon entonces colocar en su fachada, enfrentando el camino, una gran vara de madera cilíndrica sostenida por horcones. Fue llamada “vara topeadora” y se hizo extensiva a la mayor parte de las habitaciones campesinas. Con ella la topeadura se transformó en un juego muy popularizado que se ha mantenido hasta hoy como algo habitual. Los jinetes, apoyando sus caballos en ella se empujan en medio de grandes gritos y golpes de espuela, entendiéndose que triunfa el que lograr hacer salir de la vara a su contrincante.
El investigador se refiere también a las cabalgatas derivadas de costumbres ceremoniosas de la Colonia y que después fueron perdiendo su sentido original, para convertirse en diversión exclusiva de huasos, con una suerte de desfile a trote o galope cada vez que un personaje importante visita un lugar o tiene ocasión alguna efeméride. Fiestas religiosas como la de Cuasimodo o de la Virgen del Carmen tienen sus propias cabalgatas, por cierto. Otros juegos hispánicos como el de alcanzar al galope un gallo colgado (correr al gallo, en el pasado decapitándolo), tampoco arrimaron y se redujeron sólo a ferias o fiestas rurales, a lo sumo.
El rodeo huaso, en cambio, transita por un camino propio de tradiciones y costumbrismo, más visibles en la cultura rural y paulatinamente apartándose de las grandes ciudades. Como parte de esta separación, ha pasado a ser objeto de algunos debates en nuestros días, sobre el trato a los novillos en la medialuna.
Relacionado con las trillas, los arreos y las carreras, el rodeo era infaltable en las festividades de faenas agrícolas, siéndolo aún en muchas zonas del país. Sin embargo, esta fiesta de atajadas y cruces se desarrolló principalmente en la República, surgiendo de tradiciones menos estilizadas como la corrida de vacas, nombre que también se daba al rodeo y de la que León Echaíz dice:
En ella se advierte la médula misma de la vida criolla, con sus mezclas de razas y costumbres, en las que afloran el griterío de los indios, la algarabía de moros y el colorido de las corridas de toros españolas. No obstante su estilización, él interpreta mejor que ningún otro espectáculo o diversión, la naturaleza del huaso chileno y de la vida campesina.
En tanto, las llamadas carreras a la chilena del mundo rural, con dos corredores al galope por pistas paralelas hasta una meta, guardan gran parecido a prácticas similares en el mundo árabe y berberisco, posiblemente su origen y llegando por triangulación española a Chile. Su gran popularidad se debía, principalmente, a que casi todas las familias de la capital tenían al menos un caballo y los aperos para montarlos, por lo que su atracción superó por mucho a otros espectáculos, como las riñas de gallos. Además, los indígenas tenían también sus propias formas de carreras de caballos, descritas por Plath y que deben relacionarse con las carreras a la chilena:
Daban importancia extraordinaria a las carreras de caballos a lomo desnudo. Estas carreras en línea recta, las llamaban lefun.
Tomaban con anterioridad de la carrera, algunas veces, precauciones mágicas para que aseguraran el éxito de la partida: le restregaban al caballo pedazos de pieles de guanaco o plumas de aves de vuelo rápido; se solía colocar en la raya de salida tierra de cementerio o grasa de león para que el animal contrario retrasase. Estaba vedada la presencia de mujeres al lado del caballo que corría.
Por la señalada relación del elemento indígena con la cabalgadura, también desarrollaron sus propios implementos, como riendas de cuero sin curtir y trenzadas, así como estribos hechos de coligüe en forma de triángulo pequeño, en donde sólo colocaban el primer dedo de cada pie, tal vez más apropiados a las proporciones de sus piernas. Las versiones en plata de estas piezas son posteriores. Esta cultura de destreza, marcialidad y dominio de la caballería permaneció activa por largo tiempo entre sus comunidades y así fue testimoniada con gran asombro por el general Gregorio Urrutia y sus hombres, en 1883, cuando fue invitado a una exhibición de jinetes mapuches de Villarrica, con motivo del parlamento de paz celebrado al final de la ocupación de la Araucanía.
Los estribos usados por los criollos, en cambio, solían ser de madera tallada con adiciones de hierro. Partieron desde las primitivas piezas militares llegadas con la expedición conquistadora, de tipo jaula, pantufla o campana, hechas de hierro y que el propio Valdivia informaba eran fabricados también en Chile. Evolucionó después a los estribos de tipo capacho, de madera y con una flor tallada en su frente, algunos remontándose al siglo XVII y en forma de zueco, que también presentaron una evolución artística apareciendo labradas en ellos imágenes de flores, rosetones, lazos, bigotes decorativos, escudos, etc. Influyó mucho en estas piezas el arte jesuita barroco de los siglos XVII y XVIII.
"Alameda de Carreras de Yungay", actual avenida Portales de barrio Yungay, en el "Plano de Santiago de Chile" de Esteban Castagnola, en 1954.
Representación del caballo chileno, en efigie artística del Museo de la Chilenidad, Parque Santa Rosa de Apoquindo.
Varios de los territorios alrededor de Santiago que se usaron para encuentros ecuestres en tiempos coloniales, continuaron en tales usos todavía a inicios del siglo XX y con diferentes propuestas, como es el caso del este, organizado por el recién fundado Santiago Paperchase Club y realizado en Conchalí en 1905, cubierto por la revista "Sucesos". Para el evento al aire libre, los jinetes salieron en caravana desde la Plaza Recoleta hacia el sector de las carreras y juegos ecuestres en terrenos de Conchalí-Huechuraba.
El estribo típicamente campesino en Chile quedaría definido como pieza de dos partes ensambladas: un cuerpo tallado en un mismo trozo de peumo o hualo y con una concavidad inferior que facilita la entrada del pie, más una llanta metálica que rodea a la madera y que engancha con la correa que cuelga de la montura. Más tarde, apareció el modelo de tipo Rugendas, así llamado por haber sido retratado en obras del destacado pintor alemán y cuya popularidad pertenece al siglo XIX.
Algunas de las mejores colecciones de aquella clase de piezas pueden observarse en el Museo de la Chilenidad del Parque Santa Rosa de Apoquindo, en Las Condes, que tiene también valiosas reliquias como estribos españoles de hierro del siglo XVI, un par usado en la Batalla de Maipú de 1818 y otro femenino con ataujía de plata del siglo XIX, además de innumerables espuelas, frenos, argollas, indumentarias y otros accesorios de la cultura caballar. Buena cantidad de estos hermosos instrumentos están también en las vitrinas del Museo Andino de la Fundación Claro Vial, en la Viña Santa Rita de Buin, con toda la evolución histórica de las mismas a la vista y admiración del visitante.
Las exhibiciones de caballería, las carreras y las jineteadas llamaban tanto la atención de la gente por entonces que, cuando los hermanos Carrera decidieron intervenir sobre el curso de la Patria Vieja para comprometerla definitivamente con la causa independentista, su primer levantamiento del 4 de septiembre de 1811 se hizo engañando a la vigilancia uniformada con una elegante exhibición pública de equitación por parte de don José Miguel, distrayendo a la guardia que, de manera sorpresiva, luego sería tomada detenida por los alzados.
Los mismos Carrera, además, eran amigos y primos en segundo grado del huaso criador Pedro Esteban de las Cuevas y Guzmán, hacendado oriundo de las márgenes del Cachapoal, muy acaudalado aunque con un estilo personal un poco rústico y rudo, quien iba a proporcionar muchos de sus caballos a la causa patriota. Él dio origen en sus establos a la línea equina chilena conocida como cuevana, en el fundo El Parral de Doñihue. Su criadero fue el más conocido e importante del país durante la primera mitad del siglo XIX, produciendo caballos del tipo veloz de carrera (pellejero o canchero, usado en velocidad y competencias), el trotador de brazo (de trote braceado o vistoso, para paseos públicos y exhibiciones, típicos de la aristocracia de mediados de ese siglo) y el corralero (o cuevano, propiamente tal, favorito de las labores del campo y de los rodeos).
El Llano de Portales, al poniente de la ciudad, había acogido mucha de la actividad caballar del Santiago colonial y, más tarde, también de desfiles. Al avanzar el tiempo, surgiría allí una de las más conocidas canchas de carreras de velocidad al pelo y a la chilena, correspondiente a una pista recta de más de 600 metros que se conservó al inicio de la urbanización de sus terrenos en 1842, de los que surgió el pintoresco barrio Yungay y la Quinta Normal de Agricultura. La pista de carreras estaba cuatro cuadras al norte desde la Alameda, ubicada entre calles Matucana y Cueto. Sady Zañartu, en artículo de la revista “En Viaje” (“Barrio de Yungay”, 1963), dice algo más sobre ella y de su relación original con el barrio:
En el plano que levantara el británico Miers el año 1825, dibujó en doce manzanas tiradas a cordel el sector colindante a la Alameda hasta la actual Estación Central, dejando a San Miguel en la cabecera. El barrio de Yungay se alargó así hasta Chuchunco, que en realidad sólo vino a existir cuarenta años más tarde, pero en cambio quedaba un gran trecho que se convirtió en la cancha de carreras de Yungay, hoy Avenida Portales, que se extendía desde la calle Cueto hasta Matucana y que fue el lugar predilecto de carreras a caballo a la chilena, dividido el centro por un toril del alto de un hombre para evitar que los pintos se juntaran y entre los apostadores se originasen riñas.
Llamada en los planos antiguos como Alameda, Cancha o Pista de Carreras de Yungay, este espacio se mantuvo activo por algunas décadas más, hasta que cayó en desuso y decadencia. Acabó convertido en el actual bandejón con parque y arboledas de calle Portales, poco después de concluida la Guerra del Pacífico.
Mucho había cambiado el barrio a la sazón, así como los gustos de sus residentes… A una cuadra de la cancha de carreras, en calle Libertad, don Raimundo Cisternas inauguró -ya a fines del siglo XIX- la nueva sensación entre los vecinos: el Cine Teatro Erasmo Escala, más conocido por ellos como Teatro Escala, para compararlo en forma burlona con el elegante y fastuoso Teatro de La Scala de Milán… Ya no era época de las viejas atracciones caballares, por consiguiente.
Conectado directamente con la prolongación de calle Agustinas hacia el poniente, el ancho de la calle Portales y el área verde que reemplazó a la cancha de carreras en las siete y media cuadras que abarca, delata ante el observador su pasado como pista de competición equina, por estas características espaciales. También testimonia, como un resto vestigial urbano, el fin de toda una época en la caballería popular santiaguina que había comenzado en tiempos coloniales y que acabó desplazada por el modelo hípico europeo. ♣
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