Santiago visto desde la terraza del cerro Santa Lucía, en acuarela de 1831, del artista Charles Wood Taylor.
Por alguna razón comprensible entre el fervor patriota y el a veces engañoso aire de libertad imperante en el ambiente después de consolidada la Independencia, la ciudadanía chilena siguió dando rienda suelta a la diversión en todas sus formas y desafiando las restricciones de las autoridades. Sucedió antes, durante y después del período y a pesar de todo. De hecho, esto se había venido redoblando tras los laureles cortados por Bernardo O'Higgins en Chacabuco, continuó cuando se había ya superado el grave desliz de Cancha Rayada, y regresó con fuerza gracias a la gesta de Maipú con José de San Martín a la cabeza de las fuerzas patriotas.
Los episodios militares sazonaron los sentimientos de triunfalismo y la seguridad de ya no tener encima la mano de hierro de la autoridad monárquica, aunque los mandos nuevos no se entusiasmaran demasiado en lucir radicalmente diferentes en cuanto a libertades públicas, en ciertos aspectos. De hecho, fue un tramo histórico con visibles incertidumbres y hasta retrocesos en algunos aspectos de la diversión popular, manifestándose en situaciones tan extravagantes como el afán de algunos intelectuales por echar a competir la oferta refinada del teatro contra la más profana de las chinganas y quintas, por ejemplo.
Aquellos sentimientos populares perduraron por largo tiempo en la ciudadanía, sin embargo. Fueron determinantes también para muchas de las características que adquiere la diversión en cuanto a vida nocturna, folclore, artes escénicas, actividad social y refugios de la recreación en general. Eran, pues, los rostros que comenzaba a adoptar o afianzar la entretención chilena ya de camino a la anhelada República y dejando atrás las divisiones intestinas que dejó una guerra independentista que, en la práctica, tuvo mucho también de guerra civil.
En un lado más docto, había comenzado también la profesionalización de los músicos. Hasta entonces, estos habían sido preferentemente aficionados, incluso los más virtuosos, pues se veía a los instrumentos o el canto más bien como pasatiempos y actividades de ciertos períodos del año, para determinados encuentros de vida social incluso. Parte importante de este nuevo proceso la encabeza doña Mercedes Salas, la aristocrática esposa del independentista José Antonio Rojas, quien había traído desde España y para el aprendizaje del clavicordio el manual “Lecciones de clave y principios de armonía” de Benito Bails (1775).
Así las cosas, para 1820 ya había muy buenos profesores de música en el país, entre ellos Enrique Newman y su medio hermano Eduardo Nyel, quienes ayudaron en la formación de los músicos de la Filarmónica. Dos años después, llegó desde Mendoza don Fernando Guzmán, quien iba a ser el forjador de varios nuevos músicos destacados en Chile con su introducción al método teórico de piano, entre ellos sus propios hijos: Víctor (primer violín de ópera), Eustaquio (pianista), Francisco (compositor) y Dominga (profesora del Conservatorio), además de Carmen y Paula quienes también participaron de estas artes.
Parte del avance de la música entre los sectores aristocráticos se debió, por entonces, al aporte de otras insignes mujeres como Isidora Zégers, Mercedes Recasens, Rosario Garfias y Mercedes Marín de Solar, basándose en métodos de canto y piano que estaban de moda en Francia por aquellos años. Muchos profesores comenzaron a ofrecer sus clases por avisos de prensa, además, varios de ellos extranjeros establecidos en el país, por lo que llegarían a abundar las casas de estudios musicales en Santiago y Valparaíso.
Sin embargo, faltaban aún algunos años para que don Pedro Palazuelos Astaburuaga fundara el Conservatorio Nacional de Música, entre 1849 y 1850, por lo que el prestigio de los músicos todavía resultaba bastante mal pagado y subvalorado en aquellos momentos.
Del lado más popular, en tanto, las novedades también eran notorias, alcanzando aspectos culturales tan diversos como el folclore, las propuestas de espectáculos y las fechas de celebraciones. Hasta la cultura culinaria y la vida hogareña se verían influidas por los nuevos aspectos de las artes recreativas y la diversión en general subiendo peldaños de desarrollo.
Una mercancía que se vuelve de enorme consumo en esos días era el tabaco, por ejemplo. Básicamente hablando, era el mismo producto que había servido antes para regalo y concilio en los parlamentos con indígenas, pero que a partir de los tiempos de Fernando VI había comenzado a ser castigado con pesados impuestos y estancos, algunos buscando revertir los decaimientos económicos virreinales y queriendo revivir sus esplendores a toda costa. Ahora, sin embargo, cuando era más accesible a todos e infaltable en las tertulias, como el mate y luego el té, fumar se volvería una práctica bastante extendida según describen autores como Enrique Bunster:
En tertulias y visitas las señoras fumaban en abierta igualdad con los caballeros, disfrutando de ese cigarrillo primitivo que fue la hojita de tabaco negro liado en hoja de maíz. Vicio que daba náuseas a Lady Cochrane, introductora del té a la inglesa (sin azúcar) y de los primeros vidrios de ventanas que conocieron los chilenos.
Caballeros conversando bajo un portal de la Plaza de Armas de Santiago, según acuarela de Alphonse Giast, hacia 1820.
Imagen de la Alameda de las Delicias clásica, publicada en un trabajo de Eugenio Pereira Salas.
Detalle de acuarela de la Plaza de Armas de Santiago, por el explorador José Selleny hecha en 1859. Se puede observar en plenitud el aspecto del Portal Tagle y parte de los edificios antiguos que quedaban en pie. Fuente imagen: "El paisaje chileno. Itinerario de una mirada", del Museo Histórico Nacional.
La calle y plaza de Las Ramadas a la bajada del Puente de Palo, en la maqueta de la ciudad de Santiago a inicios del período republicano, en el Museo Histórico Nacional.
Imagen de la Iglesia de la Compañía desde su costado, vista desde calle Compañía hacia el oriente. El muro blanco corresponde al antiguo convento, en donde se construiría después el actual edificio del ex Congreso. La plaza de la Compañía estaba justo enfrente, y allí se encontraba el Teatro Arteaga.
La convivencia de las autoridades patriotas con las tabernas y las cocinerías del pueblo, en tanto, mantuvo vaivenes curiosos. O’Higgins había decidido en 1821, por ejemplo, instalar la feria de abastos que hasta entonces había estado en la Plaza de Armas, en una nueva ubicación de la ciudad: el antiguo Basural de Santo Domingo que, después de haber sido nivelado durante el siglo anterior dejando atrás sus ruedos de toros y canchas de pelota, se había convertido ahora en campo fértil de chinganas y puestos muy básicos de diversión criolla. La elección no estuvo exenta de varias y justificadas críticas, como recuerda Armando de Ramón:
Este sitio, sin embargo, ofrecía mayores peligros y tentaciones para la multitud de criados y compradores que hasta allí llegaban, pues estaba rodeado de “covachas a medio tejar, de bodegones de arpa y guitarra, y de chiribitiles de poncho y cuchillo”, estando cerrado hacia el norte por “una hilera de ramadas, que cuando no estaban convertidas en bulliciosas chinganas”, eran barberías para las gentes del pueblo.
Las chinganas santiaguinas tenían dos modalidades, a la sazón: las populares, más ruidosas y dadas a los placeres del bajo pueblo como eran las del Basural y otros sitios; y las “decentes”, visitadas por jóvenes de sociedad, militares e incluso algunos políticos, entre las que estaban los clásicos del Parral de Gómez, la de Carlos Rodríguez, la Quinta Alegre y los Baños de Huidobro. Las chinganas de La Pampilla, en donde está ahora el Parque O'Higgins, tendían a ser mixtas. Y, a diferencia de las primeras mencionadas, las cuales abrían los domingos y los San Lunes (es decir, en los lunes y por el alto ausentismo laboral que se producía en este día) las segundas “solían tener remoliendas que duraban ocho días”, según anota Francisco A. Encina en la "Historia de Chile".
En cuanto a la escena teatral y las artes de tablados, dice Eugenio Pereira Salas en “Los orígenes del arte musical en Chile” que, por algún período, la apertura a una gran influencia de la ópera italiana en las presentaciones nacionales alejó de estos espacios a “los antiguos aires chilenos”, quedando la tradición mantenida y reservada en instancias más populares, como fue el caso de los poetas y los folcloristas.
En tanto, el Teatro Arteaga, pionero de su tipo en tiempos independientes, había seguido siendo por algún tiempo más el único recinto de estas características en Chile, en la plaza de calle Compañía con Bandera, hasta la aparición de una nueva sala en Valparaíso. Continuaría su función como escenario esencial de Santiago a pesar de la aparición posterior del Teatro Nacional, a un costado de la Plaza de Armas o de la Independencia, como la llamaron en esos días. Este último había sido fundada por el administrador del Café de la Nación, don Carlos Fernández, establecimiento que se hallaba en esa misma cuadra y que llegó a ser famoso como centro de reuniones.
El Nacional era el primer teatro competidor real del Arteaga, aunque la precariedad de sus instalaciones acabaría jugándole en contra. Hubo otros intentos posteriores por instalar teatros en ese mismo lado de la Plaza de Armas, en donde ahora está el Portal Bulnes, pero no prosperaron y se quedaron solo en proyectos. También existieron otros espacios que se atrevían a dar cobijo a las artes teatrales en aquel momento, aunque no llegaban a ser salas de teatro propiamente tales.
A todo esto, un frustrado sueño de don Manuel de Salas de incorporar la música en los colegios pudo cumplirse recién en este período y gracias a doña Francisca Delaneux, esposa del español José Joaquín de Mora. Ella logró introducir el ramo en los programas del Colegio de Mora que funcionó a partir del 1 de mayo de 1828 en la antigua casa episcopal, con un selecto grupo de profesores. Sin embargo, como este colegio tenía filiaciones con corrientes liberales y relacionadas con el partido de los pipiolos generadoras de algunas suspicacias, sectores más conservadores del ala de los pelucones trajeron a los Versin, un talentoso matrimonio de maestros de su confianza ideológica, quienes llegaron desde Buenos Aires para establecerse en esta nueva academia privada.
Los Versin realizaron una estupenda y loable labor, con varias de sus discípulas recibiendo importantes premios en años posteriores, a pesar de la corta duración de su escuela al ser reemplazada por la Academia Valenzuela, cuya fundadora dispuso para las cátedras a otros profesores de alta talla, como era el caso de José Bernardo Alcedo e Isidro Santos.
Posteriormente, apareció en la misma escena el prestigioso Colegio Cabezón de Jordán, cuya creadora y eximia pianista, doña Manuela Cabezón, había llegado con su esposo a Chile en 1824. Ahora, en su recién instaurada casa de estudios, acomodó al músico francés M. Barré para las clases. De acuerdo a lo que informa Pereira Salas, este fue el establecimiento con mayor despliegue en la actividad musical de aquel entonces.
Ramadas y juegos populares en la lámina “Escenas en una feria” de Peter Schmidtmeyer, coloreada por George Johann Scharf e impresa por Rowney & Forster (“Travels into Chile, over the Andes, in the years 1820 and 1821”, Londres, 1824).
La famosa imagen de una chingana rústica del siglo XIX, con algunas características de ramada en su materialidad, publicada por Claudio Gay.
Plaza de Armas de Santiago, sector de calles Ahumada con Compañía, en 1850. Pintura sobre papel, de las colecciones del Museo Histórico Nacional.
Avisos de funciones y espectáculos, incluido el Teatro de calle Duarte (hoy Lord Cochrane), en el periódico "El Progreso", jueves 13 de febrero de 1851.
Vista de la Plaza de Armas de Santiago desde la torre del Cuartel de Bomberos, hacia 1870, con el Portal Mac Clure, atrás a la izquierda, y el Portal de Sierra Bella, atrás a la derecha. Fuente imagen: Enterreno Chile (subida por Alejandra Rojo).
Don Andrés Bello quiso combatir instancias recreativas populares como las chinganas promoviendo el teatro.
En junio de 1830, habiendo comenzado ya las presentaciones en la capital de la primera compañía lírica venida a estas tierras, sus funciones se extendieron hasta febrero del año siguiente con gran atención ciudadana. Ofrecieron con éxito las obras “El engaño feliz”, “La Cenerentola”, “El barbero de Sevilla” y otras de Gioachino Rossini. Estas habrían sido las primeras óperas que el público chileno escuchó en su propio territorio, según se estima.
Las presentaciones de aquel elenco tuvieron lugar en el mismo y tradicional Teatro Arteaga en calle Compañía, reconstruido tres años antes y vuelto a ser el único importante disponible al público de Santiago tras el cierre del Nacional. También realizaron funciones en la casa de la familia Cifuentes, en Valparaíso. La compañía siguió trabajando en la capital hasta el verano de 1831, cuando emprendieron nuevos rumbos dejando tras de sí una excelente impresión entre los chilenos y el peso de una experiencia pionera en la historia local de aquel género.
Pero, a pesar de los visibles avances en la ruta de la civilización que, entre otras cosas, dejaron atrás las prácticas de la tauromaquia, Bunster observa que persistían en la sociedad santiaguina algunas tradiciones de la más vieja y tosca raigambre colonial. Sirva, como ilustración de aquello, la existencia de un extraño rito que casi recuerda a las procesiones sangrientas de la Semana Santa filipina:
Un decreto del gobierno de Freire, de 1823, prohibió las corridas de toros; pero todavía en esa fecha subsistía el espectáculo denigrante de las procesiones de la Semana Santa, mantenido como una tradición por el fanatismo religioso. El simulacro en vivo de la Crucifixión del Señor, de grotesca impropiedad, era nada comparado con los azotes que se daban los penitentes en plena calle, utilizando látigos con plumas de plata que hacían saltar la sangre de las espaldas desnudas. Entre estos creyentes masoquistas marchaban sacerdotes que los exhortaban a no desfallecer en la azotaina recordándoles cómo soportó Jesús el castigo de los soldados. Otros fanáticos cargaban réplicas de la Cruz y abrumados por su peso recorrían la ciudad seguidos por familiares que iban golpeándose el pecho.
Estas costumbres infrahumanas, fomentadas por un clero ignaro y no siempre virtuoso, habían dado origen a la fundación de la Casa de Ejercicios, en donde la fe mal entendida llegó a extremos ahora inconcebibles. Hombres y mujeres se encerraban allí por diez días por ayunar, orar y macerar sus carnes, metódicamente. Entregaban a cada cual una disciplina, y al dar la medianoche se reunían en la capilla, sin más luz que la del cirio del altar, y procedían a flagelarse hasta oír la campanilla que ponía término al chicoteo.
Al cabo de estos retiros, que eran sazonados con sermones espeluznantes relativos al infierno, las mujeres salían demacradas e histéricas y debían ser llevadas a casa por amigos y parientes. Pero si esto daba horror y lástima, “es del todo ridículo”, dice R. Longeville Vowell, “ver a doscientos o trescientos hombres fornidos que vagan gimiendo o llorando como niños y cayendo de rodillas en la calle cuando encuentran a sus conocidos, pidiéndoles perdón por las ofensas que haya podido hacerles, porque tal es la penitencia impuesta al que sale de la Casa de Ejercicios”.
Evidentemente, una tradición tan oscura y digna de un relicario o de un museo del Santo Oficio, no iba a durar mucho tiempo más en una sociedad que ya se replanteaba dentro de sus posibilidades y autonomías. Aunque aún faltaba para el alejamiento de las formas de vida penitentes o de la separación del poder político y el eclesiástico, fue aquel tránsito de temas pendientes entre el Estado y la Iglesia lo que había motivado la Misión Muzi a Chile en 1824, por ejemplo, con el enviado vaticano Giovanni Maria Mastai-Ferreti, futuro papa Pío IX.
En otro aspecto, aunque ya lograba consolidarse en el país el modelo republicano (con todas sus fallas y pataleos, por supuesto), don Andrés Bello se esforzaba todavía en fomentar el teatro y defenderlo de proscripciones o prejuicios, pues insistía en acusar la existencia de alguna clase de competencia entre las nobles salas dramáticas y las chinganas que tanto despreciaba, algo que resulta poco convincente mirado con más serenidad y desde nuestra época. Esta controversia -muy posiblemente falsa- solo tomaba la temperatura a las posiciones de los bandos políticos de entonces, dispuestos a tolerar o fomentar algunas formas de diversión en desmedro de otras; aquellas de la simpatía del adversario.
A diferencia de fray Camilo Henríquez y otros líderes del ala patriota durante la Independencia, sin embargo, Bello no esperaba que el teatro se convirtiera realmente en una escuela política de lección cívica y concienciación, sino más bien como un foco de culturización permanente del pueblo; acaso como un motor educador y enaltecedor. En esto coincidía mucho con propuestas anteriores, como las realizadas en su momento por el mencionado español Mora y otros agentes de la intelectualidad activos en el ordenamiento republicano.
Las artes de los títeres, mientras tanto, continúan apoderándose también del gusto popular, siendo números de gran aceptación en los espectáculos de volatines y de las mismas chinganas. Esto quedará en resonancia, por ejemplo, con la presentación de una curiosa sátira del Tratado de Paucarpata, al final de la primera y fallida expedición restauradora del almirante Manuel Blanco Encalada durante la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana. La obra, que se ofreció en 1837 en el templo de San Agustín, aludía al diplomático y hombre público don Antonio José de Irisarri, como un personaje llamado Singuisarri.
Descrita por Diego Barros Arana, aquella función titiritera fue solo una de muchas otras sátiras y farsas de la época que se valieron de muñecos y marionetas para sus presentaciones, recursos cada vez más compenetrados también con la entretención de las quintas y las chinganas que ocupaban buena parte de las opciones de espectáculos de la capital de esos días. ♣
La linda acuarela con que comienza este artículo, corresponde al "Castillo Marco" en honor al gobernador de la época, Francisco Casimiro Marco del Pont, quien ordenó su construcción, orientado hacia el sur de la ciudad de Santiago. En el lugar estaba esta batería, y orientada hacia el norte estaba la "Santa Lucía", en el lugar en donde hoy está el Castillo Hidalgo, en donde se hacen recepciones.
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