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LOS TAJAMARES: EL PRIMER PASEO PÚBLICO DE LA CAPITAL CHILENA

Paseo de las Alamedas del Tajamar de Santiago, cerca de la actual Plaza Bello (hacia el mismo sitio en donde se instalaría el reñidero de gallos) vista hacia el oriente con sus arboledas desde la fuente de aguas. Grabado de Agostino Aglio basado en dibujo que aparece en la obra de Peter Schmidtmeyer, impreso por Rowney & Foster en Londres, 1824.

Ante el problema de las constantes agresiones de las aguas del río Mapocho contra la floreciente urbe colonial, las autoridades no tuvieron más opción que comenzar a enfrentar los temperamentos naturales del caudal con un proyecto de construcción de tajamares, uno de los más antiguos iconos en la lucha por la dominación ambiental de los santiaguinos en su propio hábitat. De esta necesidad, sin embargo, iba a aparecer en los planos el primer paseo público importante de la capital que, por muchos años, fue también el único.

Como buenos ancestros de los actuales chilenos, los habitantes del Santiago de entonces habían postergado el levantamiento de los malecones del río tanto como fue posible, hasta que los desastres obligaron a hacer frente al problema vernáculo sin más excusas ni procrastinaciones, pues se estaba en aquel período de incertidumbre cuando un nefasto turbión ocurrió en junio de 1609, dejando grandes consecuencias para el breve gobierno de Luis Merlo de la Fuente. El cronista Vicente Carvallo y Goyeneche describe en términos casi apocalípticos aquella terrible riada:

Salió de su caja el río Mapocho en el último día de Pentecostés y entrando por la ciudad, maltrató los edificios y causó grandes daños en las chacras. Se inundaron las trojes; se ahogaron 120 personas y 20 mil cabezas de ganado. A esta inundación se siguió una general carestía de todo grano, hasta llegar el caso de faltar simiente para sembrar.

Fue con tan catastrófica inundación que se decidió proceder a la construcción inmediata de las primeras y rústicas contenciones, autorizadas por el Cabildo de Santiago durante el año siguiente. Se encargó su obra gruesa al agrimensor Ginés de Lillo, quien habría tenido ya en su currículo la instalación de algunas defensas menores, de acuerdo a autores como René León Echaíz. Lillo trabajó con don Pedro de Lisperguer para precisar los terrenos en donde levantarlas, y contó con la valiosa asistencia del carpintero Mateo de Lepe durante la construcción misma.

Esas primeras intervenciones del río correspondían a cabrías o pies de cabras: gruesos palos cruzados formando postes de contención anclados, como una trinchera fabricada en madera y piedra. No eran de albañilería, aclara Gonzalo Piwonka Figueroa en “Las aguas de Santiago de Chile”, y estaban distribuidos desde unas cuadras al poniente del inicio de La Cañada de Santiago (actual Alameda), descendiendo por la ribera y cerrando especialmente en donde las aguas entraban a la ciudad en cada crecida, hacia el sector situado enfrente de los actuales puentes Loreto y Purísima, terrenos ocupados entonces por las viñas de doña Águeda Flores y doña Constanza de Quiroga.

Benjamín Vicuña Mackenna sugiere que aquellas contenciones corrían, más precisamente, desde el sector en donde estaría después el reñidero de gallos, al norte del cerro Santa Lucía, y la proximidad del barrio en donde iban a ubicarse después el Puente Cal y Canto y el mercado, dato que es confirmado casi textualmente por su contemporáneo Recaredo Santos Tornero, quien agrega que aún quedaban restos de ese primer tajamar en su época (1872). El señalado reñidero estaba en la que fue llamada después Plaza de los Tajamares, actual Plaza Bello, y pertenecía al tramo inicial de las protecciones contra el río que se observan también en el plano de Santiago publicado por el cronista Alonso de Ovalle, en 1646, aunque se ve en él a esos primeros tajamares llegando hasta cerca de donde hoy comienza el Parque de los Reyes, muy idealizados en sus formas.

La buena calidad de aquellas estructuras -a pesar de su precaria fábrica- sirvió para proteger medianamente a la ciudad de las crecidas por el tiempo que duraron firmes y mientras fueron responsablemente reparadas, antes de terminar arrasadas por las riadas. Y todo el borde sur de estas protecciones se convertiría en un sendero seco paralelo al río, caminito riberano que iba a transformarse, con el tiempo y los constantes cambios, en el paseo más importante de la capital concentrando las distracciones y las instancias de encuentro social. Faltaba un poco para esto, sin embargo.

El porqué los fueron llamados casi desde un principio con la rimbombante denominación de tajamares, intenta ser explicado por Zorobabel Rodríguez: “Tal vez porque el alarife que dirigió la obra y la bautizó ignoraba que el nombre que le correspondía era el de malecón”.

Sean tajamares o malecones, está claro que no siempre fueron suficientes: la avenida de aguas de 1619 tuvo la nefasta característica de haber incitando al Mapocho a buscar caminos por canales y hondonadas hasta sus antiguos y prehistóricos brazos, devolviéndose a la entonces ya seca derivación natural que aparentemente habría tenido en La Cañada en el pasado, arrasándola con la ferocidad de una bestia colosal que reclama de vuelta sus reinos usurpados. En 1621 se produjo otro ataque descrito en la crónica de Diego de Rosales: “el río de Mapuchu solía salir los inviernos de madre e inundar la ciudad y todo aquel año vino tan crecido que derribó muchos edificios y ahogó muchos ganados por todo el valle”.

Otras crecidas hacia 1663 y 1664 amenazaron a Santiago y pusieron en jaque la permanencia de los primitivos tajamares, obligando a Francisco de Meneses a improvisar nuevos contenedores con ramas, según el memorial del oidor De la Peña Salazar. De esta manera, las maltratadas protecciones primitivas de cabrías fueron viéndose sobrepasadas y terminaron destruidas a causa de la erosión y del material que arrastraba el feroz torrente en las avenidas de río, golpeándolas cada vez con troncos, rocas y cantos.

El gobernador Cristóbal de la Cerda planteó la urgencia de construir mejores murallones de contención, dadas las circunstancias. Para Santiago no había a mano otra salida que no fuese la de reasumir este problema con todos sus costos y proponerse una solución que pudiera aspirar a ser definitiva, frente a este verdadero calvario para vida de la ciudad, mismo que llevó en algunas ocasiones a pensar en mudar la capital completa hasta algún cuadrante lejos del río.

Sin poder eludir más tiempo la necesidad de la reconstrucción de los arrasados tajamares con unos más sólidos, en 1678 el gobernador Juan Henríquez de Villalobos, secundado por el corregidor de Santiago don Pedro de Amasa, ordenó hacer los nuevos diques. Las obras habrían sido entregadas hacia el año siguiente y estaban dispuestas en línea desde el punto oriental en que se ubicaban los anteriores, siguiendo hacia el poniente. Y a pesar de que llegaban sólo hasta las inmediaciones del gran Basural de Santo Domingo en el barrio de los actuales mercados populares, funcionaron bien para contener las embestidas del río.

Ya entonces, la implementación de este sistema de barreras permitió ganarle al Mapocho muchos terrenos de su contorno, que fueron ocupados por el urbanismo en crecimiento, como lo hace notar Armando de Ramón a partir de información proporcionada por los padres de la Compañía de Jesús, en 1682, apareciendo así en sus cascajales más casas, huertos y viñas. El todavía rústico sendero del contorno del Mapocho también era resultado de esta alteración del paisaje.

En 1683, el gobernador Marcos José de Garro intentó prolongar estos tajamares hacia el oeste, empezando desde cerca del llamado Puente de Ladrillo (el primer puente del Mapocho, enfrente de Recoleta) hasta la aproximación que tenía entonces el lecho con calle San Pablo y el establecimiento religioso del mismo nombre. Vicuña Mackenna agrega que el cabildo llegó a un acuerdo recién en “septiembre 9 de 1690, llamando a licitación para reparar los destrozos del río durante los años corridos de 1680 a 1687”.

Como las fuertes avenidas del Mapocho se resistían a cesar, poniendo en jaque permanentemente a una ciudad que aún no conseguía una convivencia de paz con su único gran río central, hacia el año 1700 don Francisco Ibáñez de Peralta intentó despejar y abrir su cauce, para evitar las catastróficas inundaciones.

Los tajamares de Henríquez, en tanto, fueron suficientes para contener la mayor parte de la violencia del Mapocho, devolviendo algo de la añorada concordia a Santiago, a pesar de repetirse el fenómeno de los turbiones y las crecidas como en octubre de 1734, lo que obligó ahora a Manuel de Salamanca a reforzar las defensas del río con espaldones de madera.

Un tramo oriental de tajamares, hacia la actual Plaza Baquedano, iba a ser construido hacia 1745 por el gobernador Francisco José de Ovando. También contaba con su propio sendero paralelo en donde se instaló después un paseo llamado Alameda de Ovando, obra pionera de su clase en Santiago. El gobernador hizo plantar en ella los sauces que iban desde las cercanías del reñidero de gallos hasta la Quinta de Alcalde: eran las primeras arboledas urbanas en la ribera.

Sin embargo, en 1748 otra avenida destruyó lo que quedaba de los tajamares más antiguos junto al recientemente reconstruido Puente de Ladrillo, inundando nuevamente la ciudad y dejando a toda la población santiaguina chapoteando en los patios y jardines de sus propios solares. Parecía que el temperamental y vengativo Mapocho volvería a triunfar sobre la ingeniería humana, tantas veces como la paciencia y la reiteración de sus inagotables fuerzas lo permitieran.

El plano de Santiago de Alonso de Ovalle en 1646, mostrando que la primera generación de tajamares del Mapocho.

Plano de S. Giacopo (Santiago) de 1776, publicado por el abate Juan Ignacio Molina, detallando lugares relevantes de la ciudad en el siglo XVIII. Se observa la línea de tajamares en el Mapocho y las arboledas de sus alamedas. El número 38 señala al Paseo Público y el 39 al lugar de la Plaza de Toros.

El Paseo de los Tajamares ya iniciada su etapa de decadencia, en plano de Santiago de 1826, de John Miers. Aparece señalado con errata como "Tacamar". Se observan las filas de árboles y la ubicación de las fuentes de aguas señaladas con círculos. Por abajo del cerro Santa Lucía corre la flamante Alameda de la Cañada.

Calesa del siglo XVIII, como las que circulaban por el Paseo del Tajamar transportando señoritas, principalmente. Fuente imagen: revista "Zig-Zag", año 1910.

Decidido a ganarle el gallito al destino, fue el gobernador Domingo Ortiz de Rosas quien tuvo la iniciativa de reconstruir los recién arrasados contenedores, esta vez disponiendo más recursos y mejores materiales (piedras sin cantear, unidas por mortero con cal y arena), por lo que esta generación de malecones abarcando cinco cuadras fue de mejor calidad y resistencia, concluye Vicuña Mackenna:

Son estos los tajamares cuyos escombros y murallas derribadas existen todavía en grandes trechos, coronados de una maciza pirámide en cuya losa claramente todavía se leen los nombres de Fernando VI, que era el monarca reinante, el de Ortiz de Rosas y el del constructor Campino, con más la fecha en que se comenzó la obra, que fue el 1º de enero de 1749, y la circunstancia de hallarse terminadas 773 varas, esto es, algo más de cinco cuadras el 10 de junio de 1751. Un mes después de esta última fecha, el 17 de julio, según consta de los libros de cabildo, remató otras dos cuadras del tosco malecón el teniente don José Hurtado por la suma de 12.600 pesos, comprometiéndose a darlas concluidas en el término de diez y ocho meses.

Dos décadas después y siendo corregidor Luis Manuel de Zañartu, el mismísimo constructor del Puente de Cal y Canto, se reparó y prolongó la fila de tajamares que estaban desde las ruinas del Puente de Ladrillo que unía Recoleta con la Plaza de las Ramadas (en la actual calle Esmeralda), sobre cuyas bases se levantó otro paso llamado Puente de Palo. La obra tuvo por contratista a don Mateo de Toro y Zambrano, y esto sucedía en cumplimiento de una anterior orden de reconstrucción hecha por el gobernador Guill y Gonzaga en 1764. El crudo invierno de 1769, además, obligaría a Toro a hacer contrataciones especiales de personal para terminar a tiempo las protecciones de la ciudad.

El presidente Agustín de Jáuregui se interesó en consumar la instalación de nuevos tajamares al poniente, desde el Cal y Canto (aún en construcción), hasta más o menos el molino del antiguo Colegio de San Pablo. Sin embargo, buscando dar dignidad al sendero que corría junto a las protecciones, dispuso que fueran acompañados también de una vistosa alameda de tres calles de sauces y otros árboles ornamentales, segunda vía con arboleda en la ribera del Mapocho. Nacía, de esta manera, el primer gran paseo público del borde del río, compuesto por los recorridos de la Alameda Vieja de Ovando y de la Alameda Nueva de Jáuregui o de San Pablo, que venía a ser su continuación, contorneando los tajamares en toda su extensión por la ribera sur del Mapocho.

Además de paseo, el conjunto fue un verdadero parque para la ciudad colonial y las autoridades lo cuidaban con tanto esmero que hasta se emitió un bando especial, con fecha 13 de agosto de 1773, estableciendo que cualquier dueño de animales que destruyeran estas nuevas arboledas perdería a las bestias. Mucho de lo que será después la Alameda de las Delicias se vio como anticipo en este primer par de paseos de los tajamares, formando una sola gran vía.

Corresponde añadir que, ya en sesión del 29 de octubre de 1771, los miembros del cabildo tomaron nota de los ranchos y viviendas que obstaculizaban la construcción del paseo riberano, solicitándose pedir explicación a sus moradores sobre cómo y por qué se instalaron allí, aunque no es bien sabido si fueron expulsados o si se retiraron voluntariamente de estos arrabales, en tal ocasión. Los ranchos y chozas fueron una presencia importante en la vega del río durante siglos, además: tras la construcción del Puente de Cal y Canto, el primer ojo o arco de su extremo sur quedó sin agua, razón por la que surgió una calleja de tierra que pasaba por él y con pequeñas viviendas y rancherías en su borde, llamada calle del Ojo Seco. Más tarde, fue llamada calle Sama y hoy corresponde a General Mackenna.

A la sazón, los rastros del pasado rural y agrícola perduraban notoriamente y se evidenciaban en la presencia de chacras, desvíos de acequias y huertos dentro de la propia ciudad. De ahí tanto problema con los animales de ganadería y los ranchos que habían dificultado la construcción de las alamedas. Cuando Ambrosio de Benavides llegó a la ciudad para asumir el cargo de gobernador, por lo demás, viendo el dantesco espectáculo de miseria humana, zanjas fétidas, basurales y ruina general imperante, anotó entre sus tristes primeras impresiones en carta-informe al cabildo en 1780, con una acotación que resultó profética:

Los tajamares de cal y piedra que defienden este pueblo contra las invasiones y avenidas de este río, consta a US. están rotos y quebrantados en varias partes por los daños ocasionados de las soberbias crecientes sobrevenidas de pocos años a esta parte, y que la mayor que ocupa la cama o lecho del río está superior en altura a toda la extensión del tajamar que defiende y cubre esta población en tal grado que excede de dos varas de altura la que se reconoce en los lomos y bancos que forma el río en lo más de la anchura de su caja, por lo cual hallándose descubiertos los tajamares de esta costa, es manifiesto el peligro de que en una creciente grande se inunde la mitad del pueblo.

Una avenida más del río tuvo lugar ese año. Las aguas provocaron alguna inquietud sobre la seguridad de las rampas del puente grande y también irrumpieron en parte de la ciudad. Y a pesar de los cuidados y las precauciones, un sector del tajamar y su alameda de todos modos fueron destruidos por las crecidas, como la de 1779 y, la más dañina, de junio de 1783.

Tras 32 años resistiendo, entonces, los tajamares de Ortiz de Rosas cedieron a los ataques del Mapocho, debido a la falta de roca o tosca suficientemente sólida para haber podido dar fortaleza a sus cimientos, según se ha estimado.

Vicuña Mackenna se lamentaba sobre aquella catastrófica última avenida: “Catorce cuadras de malecones, que habían costado más de cien mil pesos hacia sólo 25 años, fueron arrasados de esa suerte aquel aciago día”. Agregaba algo más del paseo del mismo tajamar, sobre cómo lucía antes de la reconstrucción que iba a iniciarse en 1791:

Tenía este agradable sitio un solo inconveniente, o mis bien dos, uno por la banda del río, que no queremos nombrar por ofensivo al olfato, y el otro el elevado pretil de la acequia del molino de los Jesuitas, que iba interceptando las calles de la Bandera, Morandé y Teatinos y no permitía el libre acceso de las damas ni de los furlones o calesines por esa dirección. En cuanto al vecindario, decía el alférez real don Diego Portales, que era dueño de esa acequia, en una presentación ya citada en 1777, que se componía de lo más noble de la ciudad. Si es así, no puede negarse que la nobleza le ha vuelto en este siglo la espalda al Mapocho.

Cuando aún no estaban secas las calles tras el asalto de aguas de 1783, el cabildo se reunió para tratar una salida a la catástrofe. Pero la conclusión fue tan dramática como la riada misma: no quedaba dinero efectivo y, por consiguiente, nada había que hacer en lo inmediato por la pobre ciudad. Desesperados, aceptaron pedir uno o dos mil pesos al presidente y, si no fuese posible, a algún prestamista, destinándose para tal desafío a don Juan Ignacio Goycolea, pues la urbe permanecía totalmente expuesta.

Apenas pudo concretar lo primero, el encargado dispuso de todos los reos de Santiago como peones para las faenas, aunque sumaran escasos 24 pares de manos, además de ordenar la tala de los árboles de las mismas maltratadas alamedas en el paseo y de huertos particulares, para instalar estancos provisorios mientras se reconstruyera el tajamar.

Coincidió que se encontraba ya en Chile el arquitecto italiano Joaquín Toesca, quien se asoció para estas nuevas funciones con el alarife Agustín de Argüelles. Sin embargo, a poco de comenzar se encontró con los primeros problemas y presentó una protesta, pues los vecinos se resistían a las talas de sus árboles y boicoteaban la disponibilidad de peones para los trabajos que debía llevar adelante en el río. La autoridad reaccionó y emitió la orden de que se sacaran de todas las chacras del valle la cantidad prorrateada de 5.000 estacones de cinco varas de largo para taponar con palizadas los peligrosos boquerones aún abiertos en el tajamar. Empero, el Cabildo de Santiago no estuvo del todo de acuerdo con el capitán general y sus miembros presentaron un reclamo el día 19, alegando que ni 500 estacas podían obtenerse con este procedimiento. En consecuencia, el cabildo terminaría solicitando que los recursos se pidieran a la hacienda del rey.

Benavides, en la búsqueda de una vía para salir de la nefasta situación, solicitó en septiembre al ingeniero militar Leandro Badarán la confección de planos con un nuevo y último sistema de tajamares coloniales. Este inició estudios y produjo un plano en 1783, colaborando en sus planes el ingeniero Juan Garland, quien sería otro gran protagonista del proyecto.

A inicios del año siguiente, Benavides mostró el proyecto al comandante de ingenieros Antonio de Estrimiana, quien iba de viaje desde Lima a España, para pedir su observación y consejos. El experto respondió unos cuatro días después, dando su aprobación pero adicionando algunas sugerencias y anotaciones técnicas.

Con la idea de reconstruir el paseo formando parte del proyecto y estando todavía en el cargo Benavides, durante los preparativos de las obras se expropió también la residencia de doña Candelaria Suárez, que vivía en el tramo adyacente a los tajamares. El propósito era lograr la unidad limpia y sin obstrucciones entre la Alameda Vieja de Ovando, al oriente, y la Alameda Nueva de Jáuregui, al poniente, ambas en necesidad de ser reparadas y mejoradas.

Sin embargo, el plan de Badarán no fue iniciado en el plazo inmediato: si bien el cabildo se allanó a aceptar al instante la reconstrucción del tajamar, esta aprobación quedó archivada hasta 1787, cuando se pidió un nuevo consejo técnico, esta vez del ingeniero Pedro Rico. Para peor, el gobernador Benavides moriría poco después, aparentemente por algún mal gástrico que había comenzado a manifestarse en su salud precisamente en los días de la última gran inundación. Debió asumir interinamente -otra vez- Álvarez de Acevedo, quien el 21 de abril del año siguiente mandó traer los autos de vista, siguiendo la cuestión de los tajamares de Santiago en suspenso.

En 1788, asumió el gobierno colonial don Ambrosio O’Higgins. La autoridad tomó rápidas providencias a partir del 3 de septiembre, con una serie de gestiones para reunir los 150 mil pesos necesarios del proyecto de construcción del tajamar, modificando el sistema de impuestos, además de cobrar 121 mil pesos vacantes del tesoro del rey. Los trabajos empezaron con Toesca como arquitecto principal y Manuel de Salas como superintendente de obras, aceptando este último hacerlo de manera ad-honorem. La base del proyecto fueron los planos de Badarán.

Al fin, la formidable obra se concluyó en todo un trayecto en el borde del río que iba desde la altura de la desaparecida chacra de Quinta Alegre, cuadras en los inicios de la actual avenida Providencia, hasta pasado el barrio del Puente de Cal y Canto. Había sido tal la demanda de trabajo que el propio Toesca debió meterse varias veces en las faenas y echar mano a la albañilería. El material que prefirió fue el ladillo y la piedra canteada, a diferencia de los previos que eran de piedra más bien bruta. Esto delata que varios de los restos de tajamares que hoy decoran distintas partes de Santiago pertenecen, principalmente, a esta última generación, pudiendo hallárselos dispersos por Plaza Oscar Castro y Parque Forestal, Parque Balmaceda, jardines del ex claustro de calle Portugal, Municipalidad de Providencia y los que fueron dispuestos al poniente del Parque de los Reyes, tras ser hallados en 2002 durante las obras de la Costanera Norte, entre otros.

A pesar de todo lo que había logrado, extrañas dificultades y controversias llevaron al relevo de Toesca casi al final de los trabajos en los murallones en abril de 1794, cuando ya estaban inauguradas las obras. Fue sustituido por un albañil pero, el 30 de ese mes, el italiano elevó una solicitud a O’Higgins en donde llegaba a ofrecer su servicio gratis con tal de que fuera concluida y correctamente dirigida por él esta etapa final, pidiendo apenas un salario de “sólo treinta pesos mensuales para mantener mi calesa o caballo” con el que asistiría periódicamente a las faenas. O’Higgins lo repuso el 2 de junio pero a 25 pesos mensuales, solamente.

Detalle de los tajamares y los barrios a ambos lados del tramo del río Mapocho cercano al Puente de Cal y Canto, ubicado al centro (al fondo), en ilustración de fines del siglo XVIII del italiano Fernando Brambilla, de la Expedición Malaspina.

Paseo del Tajamar en Santiago de Chile, ilustración publicada en “Voyage Dans Les Deux Ameriques” de Alcides D'Orbigny y J.B. Eyriès, en Barcelona, 1842. Reproducida en “Antiguas ciudades de América” de Emma Felce y León Benarós, Buenos Aires, 1943.

Óleo de Giovatto Molinelli, hacia 1855, con vista de los Tajamares del Mapocho y la "pirámide" de Toesca junto a la actual avenida Providencia.

Restos de los Tajamares del Mapocho, en el sector poniente del Parque de los Reyes, recuperados durante la construcción de la autopista Costanera Norte.

Paseo del Tajamar a la altura de las fuentes, en obra pictórica publicada por revista "Zig-Zag" en 1915.

Lo descrito sucedía casi en el mismo tiempo en que don Ambrosio concluía la construcción de la ruta a Valparaíso o Camino de las Carretas, la carretera que conectaba con calle San Pablo y su alguna vez famosa “pirámide” conmemorativa, ubicada en la encrucijada con la actual avenida Brasil. En este escenario, la gobernación logró resolver la difícil tarea de consumar dos enormes proyectos casi simultáneamente, tarea titánica para la época y su contexto histórico.

El grueso de los trabajos de los tajamares se realizó en 1792, instalándose en su punto inicial un obelisco de ladrillo que los viajeros llamaron también “pirámide”, en lo que ahora es avenida Providencia. Fue retratada por pintores como Carlos Wood y Giovatto Molinelli en cuadros del hermoso paseo público, pero como la original de Providencia (comuna que incorporó el obelisco a su escudo de armas, de hecho) fue destruida ya en el siglo XX, se levantó una réplica posterior cerca de donde estaba la primera, enfrente de calle Condell, con una placa inaugural cuyo texto es el mismo que tenía la auténtica, que está en el Museo Histórico Nacional.

Algunas obras relativas al último sistema de tajamares no estaban del todo concluidas al ser entregadas. En los hechos, parte del trabajo se habría extendido hasta la gobernación de Gabriel de Avilés y del Fierro, según parece, y ciertos “detalles” se alargarían hasta 1808; más precisamente, hacia el final de la presidencia y de la vida de Luis Muñoz de Guzmán. Una de las principales tareas pendientes había sido la reconstrucción del propio paseo con arboledas que corría junto a los murallones, que todavía era el único en su tipo en la ciudad y el punto de encuentro público más importante de la misma, junto a la Plaza de Armas.

Así pues, el proyecto total de reposición y extensión de los tajamares también resaltó por la restauración del grato camino costanero del Mapocho, con dos alamedas paralelas y refrescantes piletas en los extremos del tramo central.

Hacia el 1800, el ahora llamado Paseo de los Tajamares (de punta a punta) se extendía por cerca de una colorida milla, con las características fontanas y arboledas; seguía el trayecto del largo murallón contenedor a la sombra de las filas paralelas de álamos de Italia que había más o menos entre la Plaza del Tajamar y sus inicios en Providencia, con vista a los picachos andinos si se marchaba en dirección al oriente.

En los días de fiesta, las mujeres jóvenes iban al paseo del río vestidas con mucha elegancia, en calesas tiradas por mulas, generalmente con un postillón mulato o negro en el caso de las más aristocráticas, como hacía notar el británico Samuel Haigh en su "Viaje a Chile durante la época de la Independencia". La gente de las clases populares, en tanto, se encaramaba en los puentes para mirar cómo paseaban estas damas o los caballeros que muchas veces las pretendían discretamente, pintoresca postal que es descrita por autores como De Ramón.

En el punto final del paseo, en tanto, existió una explanada en donde los vecinos se reunían a ver carreras de caballos, otra de las actividades más atractivas de la época. Haigh también testimonia los últimos años de aquella atracción alrededor de los tajamares:

Los habitantes de Santiago tienen muy pocas diversiones, pero muy agradables. 

Los domingos y días festivos la gente se reúne como a una milla del pueblo, en el extremo del Tajamar a su entretención favorita: las carreras de caballos, se llevan a cabo lo mismo que las de Mendoza.

Es probable que la Alameda del Tajamar se haya encontrado plena y operativa como paseo grato todavía hacia los albores de la Independencia, quizá hasta la proximidad de la República en el siglo XIX, algo que verifica Vicuña Mackenna al hablar de la obra de Ovando:

También plantó con frondosos sauces aquella Alameda vieja, llamada nueva por esos días, que hizo la delicia de la juventud de nuestros abuelos, y que todavía, en el primer tercio del presente siglo, encantaba a los viajeros europeos que visitaban a Santiago por la frescura de su sombra, su vistoso malecón, sus acequias cristalinas, sus alegres paseantes, y más que esto, sus grandiosos panoramas de monte y cordillera. Extendíase este paseo público, el primero que entre nosotros mereciera el nombre de tal, desde la que es hoy plazuela de la Cancha de gallos hasta la Quinta de Alcalde, que por su pintoresca situación, llamábase Quinta Alegre, de donde vino sin duda el blasón de esta familia. En esa forma existió hasta que, no hace todavía medio siglo, el menesteroso municipio, que más que esto hospicio debió llamarse en ciertos años de irremediable miseria y tristes granjerías, vendió la mejor parte de su terreno para construir un coliseo sangriento e inmundo.

Un pequeño episodio es recordado por las memorias de José Zapiola, sobre aquel paseo: una tarde, cuando el ex gobernador Francisco Antonio García Carrasco pasaba por la calle Santo Domingo en dirección a los tajamares, se detuvo frente a un grupo de ocho o diez niños que jugaban a los soldados, entre los que estaba el propio autor. Con aires marciales y rectitud de jefe militar, paseó entre ellos e hizo llamar a uno que estaba oficiando de comandante en el grupo: “¿Cómo te llamas?”, preguntó. El chico, intentando mantener la rigidez militar del jefe que interpretaba, respondió con su nombre: Rafael Márquez de la Plata. Carrasco sonrió, le tiró una oreja y siguió su camino por los tajamares. Irónicamente, el día aquel estaba en las vísperas del 18 de septiembre de 1810, cuando el poder de la monarquía que él había representando comenzó a ser empujado hacia el derrumbe con la Primera Junta Nacional de Gobierno. “De este batallón -anotaba Zapiola- sólo viven el jefe y quien traza estas líneas”.

Sin embargo, también es cierto que el paseo iba a perderse en el abandono, ensuciado y otra vez en decadencia, no mucho después. El mismo Haigh había comentado que "no es ni con mucho el paseo más agradable de Santiago".

La razón de su rápida caída final resultaría muy sencilla y obvia: la construcción del nuevo paseo en la Alameda de las Delicias, a partir de 1817, que atrajo la atención casi total de los ciudadanos. También se mudaron hasta este nuevo centro de actividad social muchos puesteros de frutas, los mercaderes, los cocheros, las calesas, las ramadas y los paseantes de la aristocracia, por lo que el Mapocho se marginó de los atractivos públicos para la élite, quedando ya entonces sólo en manos de una parte de los estratos populares.

Las inundaciones sucedidas por las intensas lluvias de mayo y junio de 1827 causaron nuevos daños en los tajamares y sus alamedas, arrasando también cuatro molinos de piedra y muchos ranchos levantados ingenuamente en la orilla durante los previos años secos. También atacaron por el lado de La Cañadilla de la actual avenida Independencia, vía con sus propias arboledas, debiendo ser rescatados algunos vecinos por aguerridos huasos a caballo y lazo. Al retirarse las aguas, quedaron verdaderos montículos de piedras, palos, escombros y otros materiales que habían sido arrastrados por el caudal desbocado. También aparecieron los cadáveres de quienes no lograron salvarse. Pasaría algún tiempo antes que la normalidad pudiese recuperarse, en consecuencia.

Las agresiones del río, sumadas a los cambios de la ciudad y al propio paso del tiempo, acabaron con la Alameda de los Tajamares hacia el año 1830, según recuerda también Zapiola. Las arboledas se fueron destruyendo o muriendo, las fuentes de aguas quedaron tapadas con arena y sus arbustos terminaron talados. El paseo concluyó tristemente vacío y descuidado, ausente de la antigua actividad que había tenido en distintas etapas de existencia. La llegada del mercado de la Plaza de Abastos en los días del gobierno de Bernardo O’Higgins, hasta donde había estado antes el basural, cambió para siempre la fisonomía de ese lado del barrio, dejándolo cada vez más apartado de las posibilidades más elegantes y señoriales del pasado.

El primer paseo público de Santiago, ahora sucio y vetusto, había tocado su artículo final, superado por el progreso de la ciudad y por la transformación social.

La canalización del río, con las tremendas obras de 1888 a 1891, terminaron por esconder esos antiguos murallones de los tajamares en ambas orillas reducidos a ruinas bajo toneladas de olvido, además de hacerlos ya un sistema inútil para la integridad de la metrópolis que optaba por esta nueva opción de control de las iras del Mapocho, atrapando su cauce en el cañón de piedra que vemos hoy.

A pesar de todo, el extinto paseo de las alamedas de los tajamares dejó un eco en la actual urbanística de la ciudad, desde los tiempos de modernizaciones y preparativos para el Primer Centenario: el Parque Forestal, cuya continuidad con el actual Parque Balmaceda está en la misma lógica geográfica del antiguo paseo popular creado junto a los malecones del río.

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