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LOS PASEOS VERANIEGOS AL BALNEARIO DE COLINA

Cuadro de Mauricio Rugendas con un paseo a los Baños de Colina, 1835.

La comuna de Colina fue creada poco después de la Guerra Civil de 1891, cerca de la Navidad, e incluyó entre sus subdelegaciones a una llamada Baños de Colina. Tenía este nombre por corresponder al lugar en donde los santiaguinos, por muchos años ya, solían ir a refrescarse en sus aguas termales y a divertirse también en el ambiente rural que allí existió por siglos, especialmente durante la primavera y el verano.

El nombre Colina y su poblado, en tanto, se debía a que en los últimos tiempos prehispánicos y cuando sus habitantes eran parte de una colonia indígena que tributaba político-administrativamente al incanato, el jefe mitimae local era Coliruna o Colín, habitante de Chacabuco. Se supone que fue alterándose su nombre al de Colina entre los conquistadores castellanos, entonces. Sin embargo, también se estima que puede tener que ver el hecho práctico de que el poblado principal colinano se encuentre "oculto" entre dos montes, cuando se viaja hacia el mismo. Otras teorías suponen que el nombre surgió de la expresión collin, que se habría usado en el quechua parara señalar a ciertas aves; o del mapudungún kolinahuel, traducible como "jaguar rojo" o kolgnag, alusivo al color de la piel expuesta al sol, algo que pudo haber sido también el nombre de algún jefe indígena local.

Ubicada en las afueras de Santiago y aun de los barrios de extramuros de La Chimba, al norte del valle del Mapocho y ya en el camino hacia el de Aconcagua, Colina llegó a ser uno de los sitios favoritos para las salidas recreativas de los capitalinos a partir de finales de los tiempos coloniales e inicios de los republicanos. Lo mismo sucedía con la localidad de Renca, el sector de las pozas de El Resbalón, las haciendas de El Salto y las aguas minerales de Apoquindo, Peñaflor y San Bernardo. Las termas de Colina que tanto atrajeron viajeros a inicios del siglo XIX están hacia la falda surponiente del cerro Colocalán, en alguna época conocido por vetas de cobre e incluso oro, el que alcanza unos 2.500 metros sobre el nivel del mar al noroeste de Farellones. Algunas vez fueron llamadas también Aguas de Peldehue, y desde que se sabe de ellas se le han atribuido propiedades medicinales preventivas y curativas.

Las limpias aguas brotan hasta hoy en un sector de los altos sobre las quebradas de los esteros Candelario y Los Pajaritos, al final del actual Camino de Colina. Generan un manantial que fluye por el paisaje desaguando en el río Colina, el que pasa unos tres kilómetros al sur del grupo de termas. Aunque ya eran conocidas en tiempos coloniales tardíos, su popularidad vino después de las Guerras de Independencia, al punto de comenzar a aparecer caravanas de viajeros en las temporadas cálidas, deseosos de entrar a esos encantadores arroyos en donde se unía las bellezas del campo con el de las montañas.

Refiriéndose a esos atractivos baños cálidos y su relación con los gustos santiaguinos, el abogado y parlamentario Francisco Solano Astaburuaga y Cienfuegos dejó escrito en su "Diccionario geográfico de la República de Chile" (1899) lo que sigue:

Aguas termales situadas en el departamento de Santiago por los 33° 11' Lat. y 70º 36' Lon. a unos 35 kilómetros al N. de la ciudad de Santiago y nueve hacia el E. de la aldea de que toman el nombre: hánse llamado también de Peldehue por el fundo en cuyos términos se comprenden. Brotan sus aguas hacia la cabecera de una quebrada estrecha de las últimas faldas de los Andes, inmediatas a los arranques australes del cerro Colocalán, a una altitud de 909 metros y con una temperatura de 30° a 32° del centígrado; pero parece que esta temperatura ha sido más elevada, según la que señalaba en fines del siglo pasado el naturalista Molina. Contienen en disolución cloruros de sodio y de magnesia y sulfatos de soda y cal, las cuales se aplican especial mente a baños; existiendo además otra fuente de más baja temperatura y con menores proporciones de esos elementos, llamada "agua de Grajales", por el apellido de un médico español, que la acreditó en 1813 como bebida higiénica. Aunque conocidas estas aguas antes de 1795, no principiaron a ser visitadas con regularidad, sino desde ese tiempo en que los Padres del convento de Peldehue despejaron el sitio de donde manan y arreglaron el indispensable alojamiento para bañistas. Hoy presentan las convenientes comodidades para estos y son bastante concurridas. Se comunican con la estación de Colina por una regular carretera.

Por la influencia de los señalados sacerdotes de Peldehue en el posible hallazgo y difusión de las termas distribuidas en dos grupos, las pozas o fuentes superiores y más cálidas fueron conocidas como los Baños Calientes, recibiendo nombres de advocaciones de la Virgen María: De las Mercedes, Baño De los Dolores y Del Rosario. Las menos cálidas se hallan unos cien pasos más abajo y recibían nombres de santos y la denominación general de Baños Fríos, siendo la principal de ellas la Fuente de San Vicente. Una más aislada, Agua de Grajales, vimos que rinde homenaje al Dr. Manuel Julián Grajales: es la principal por volumen, pero se encontraba "a una cuadra" de las mencionadas, siendo usada sólo como bebida de agua mineral, aunque no se recomendaba tomar mucho porque podía llegar a producir vómitos. Los manantiales tibios que se formaban desde los pozos, haciendo bajar el meandro por la ladera, también eran parte de las diversiones del lugar para los veraneantes.

Se cree que las termas fueron conocidas por los indígenas precolombinos, pues don José Toribio Medina dijo en su trabajo "Los aborígenes de Chile" que, cuando eran edificados los refugios y tinas del lugar, se encontraron restos de una cañería de madera, que podría ser de origen incaico. Sin embargo, durante el período de la conquista los mismos baños acabaron siendo olvidados o no informados.

Las termas no aparecen mencionadas por el padre Alonso de Ovalle sobre el Reino de Chile en 1646, quien sí se refiere a las de Villarrica (Minetué), Río Chico, Maguey y Cauquenes. Tampoco aparecen en la puntillosa crónica de Diego de Rosales escrita hacia 1674, señalando allí el sacerdote que las principales de Chile en esos momentos eran las de Lo Principal, Lloven y Chillán, hablando de las que hay en Cauquenes y las ya desaparecidas de Bucalemu. Es del todo seguro, entonces, que las de Colina son un hallazgo o redescubrimiento posterior. Sus primeros registros de existencia aparecen durante el siglo siguiente, de hecho.

Como informaba el ya citado autor del diccionario, uno de los primeros en mencionar las termas de Colina fue el ignaciano abate Juan Ignacio Molina, en su "Compendio de la historia geográfica, natural y civil del Reino del Chile", de 1776:

Las aguas termales simples, y aun las más compuestas son tan comunes en Chile como en todas las otras, siendo las más célebres en las tierras que ocupan los españoles la de los Peldehues y las de los Cauquenes. Las primeras, que se encuentran sobre la cumbre de uno de los montes externos de la cordillera, situado al norte de la capital, se reducen a dos fuentes considerables que distarán entre sí muy cerca de ochenta pies, siendo una de ellas tan cálida, que hallándose el temple del monte en donde nace en los ocho grados sobre el término de la congelación, sube allí el mercurio del termómetro de Reaumur a los sesenta grados, mientras la otra por el contrario se queda entonces en los cuatro grados más abajo del mismo término, de manera que, unidas artificiosamente estas dos clases de aguas en un propio canal, forman un baño templado útil para algunos enfermos. La cálida es saponácea al tacto, y levanta espuma al modo de un jabón; lo que proviene de los álcalis minerales que se encuentran en ella como principio dominante, y que se retienen en disolución algunas materias oleosas. Esta agua, cuya gravedad específica no pasa de dos grados sobre el término del agua destilada, no tiene olor alguno sensible, es perenne, clara y poco gasosa: siendo de presumir que provenga su calor de alguna gran reunión de piritas que se encuentran en la efervescencia de su descomposición espontánea a la parte del monte por donde pasa la fuente. El agua fría es marcial vitriólica; y así, cuando se junta con la cálida alcalina, depone alguna sal de Glauber, y un sedimento de sustancia de ocre amarillo.

Parece difícil que el sabio jesuita no haya conocido las termas de las que habla con tanta propiedad, pero es claro que su relato tiene algún grado de ficción o imprecisiones, partiendo por la ubicación que sitúa en "la cumbre" de un monte, además del detalle del sedimento ocre amarillo que nunca se ha confirmado. La temperatura del agua informada por Molina, equivalente a los 75° centígrados, tampoco es exacta: la mayoría de los autores la indicaba en 32° a 33°; y antes, a unos 37°.

Entre los otros autores que escribieron sobre ellas durante el mismo siglo, estuvo el cronista Vicente Carvallo y Goyeneche tras visitarlas en 1791. Indicó que la temperatura de las fuentes altas varía notablemente, lo que quizá explique la diferencia de Molina con los demás autores.

Las propiedades medicinales y curativas atribuidas a los Baños de Colina cobraron importancia en los tiempos de la Independencia, ya que habrían sido concurridas por heridos de balas o por filos de sables. El propio general Miguel Brayer, meritorio Caballero de la Orden de San Luis con 20 años de experiencia en combates y quien recibió mil francos de Napoleón en su testamento de Santa Elena, tras huir del Desastre de Cancha Rayada de marzo de 1818, se preparó para ir a los Baños de Colina y curar allá sus heridas, pero justo cuando se venía encima la crucial Batalla de Maipú. Don José de San Martín, furioso con la actitud del oficial francés, rugió en su cara: "¡Hasta el último tambor del ejército tiene más honor que usted!". Eso marcó la ruptura definitiva entre ambos generales.

A la sazón, sin embargo, las famosas termas de Cauquenes seguían siendo superiores en importancia y convocatoria de público a las de Colina. Eso se equilibró con el advenimiento de la Patria Nueva, precisamente cuando el poder realista encontró su capítulo final en Chile con la batalla en los campos de Maipú y después con la vital acción de Lord Thomas Cochrane en las costas fortificadas de Valdivia. La popularidad de los Baños de Colina y los paseos hacia aquellas pozas aumentará notoriamente en este período.

"Vista de El Carmen Bajo de Santiago de Chile al mismo tiempo se ve la cordillera de los Andes". Aguada de Juan del Pozo, probablemente de fines del siglo XVIII, recreando la observación del templo de calle Independencia desde donde está actualmente el inicio de calle Vivaceta. Era lo que veían los viajeros al salir o volver Colina. El original está en el Archivo Central Andrés Bello de la Universidad de Chile.

Ilustración de Mauricio Rugendas mostrando el paisaje de la llegada a Santiago desde el Norte, hacia 1840, por el sector de los caminos de Independencia y Las Hornillas. Obra litográfica publicada en París por Francois Joseph Dupressoir.

Detalle del sector al norte del río Mapocho en el "Plano de Santiago de Chile", de Estevan Castagnola, de diciembre de 1854. Muestra a la izquierda el Camino de Colina, correspondiente a Las Hornillas, actual avenida Vivaceta, y a la derecha el Camino de La Cañadilla, actual Independencia. El único sendero importante que conecta ambos caminos en el paisaje rural y campestre es el Callejón de Carriones, correspondiente a la posterior calle Carrión.

Fragmento del "Plano de Santiago y sus alrededores. Parte de la Zona central de Chile regada por los acueductos de la Sociedad del Canal del Maipo", año 1901. Se observa toda la ruta y los fundos entre la ciudad de Santiago, en la parte superior, y los Baños de Colina en la esquina superior derecha.

Un clásico paseo en carreta en las afueras de Santiago, en ilustración publicada por la revista "Pacífico Magazine", año 1917.

Se refería a ellas, después, el naturalista alemán Franz Julius Ferdinand Meyen, tras pasar por Colina el 20 de febrero de 1820: las relaciona con el grupo termal formado también por las aguas de Catillo y Panimávida. Su descripción retrata parte del viaje que hacían los santiaguinos para llegar a Peldehue (citado por Domeyko):

Tan luego que se deja atrás la metrópoli, la sierra no se separa más del viandante y a la vez el llano se puebla de arbustos y árboles frutales. Donde quiera el bienestar embellece las viviendas; melones, sandías e higos abundan. Durante tres leguas se sigue el camino real que más adelante penetra al valle del Aconcagua; antes de llegar a la aldea de Colina se cruza el río y de ahí la traza empeora visiblemente...

En el interior de la pequeña garganta carece de variación: donde ella se cierra, nacen las termas, no muy abundantes, debajo de una capa enorme de un traquito rojo-moreno, que a la derecha se empina a considerable alta. Este traquito se presenta muy desmoronado; sólo en la ribera izquierda se ve aflorar sienita de la misma clase que en el cajón del Maipo y en el río Tinguiririca cubre el grünstein (pórfido verde).

El británico Peter Schmidtmeyer, por su lado, menciona la importancia de los baños colinanos tras pasar por allí hacia 1820-1821, manifestándose sorprendido también por el tamaño que alcanzaba el ganado por aquellos valles. Llegó a decir que eran "tal vez los más grandes de todo Chile", virtud atribuida a los pastos salitrosos.

Su compatriota la escritora María Graham realizó un viaje hasta el lugar el 2 de septiembre de 1822, dejando las siguientes impresiones en su famoso diario y que quizá no fueron de las mejores para los amantes a tal balneario:

Hoy a las diez, el señor Prevost, el señor de Ross, doña Mariquina, don José Antonio y yo emprendimos viaje a los baños de Colina, como a diez leguas o un poco más de la ciudad. Hasta las primeras tres leguas de Santiago se sigue el camino de Mendoza, que atraviesa una llanura, en su mayor parte pedregosa, con una excepción de una pequeña altura, llamada el Portezuelo, por la cual pasamos entre dos cerros a la otra parte del llano; la parte próxima a la ciudad está cubierta de huertos, regados por el agua del Salto. Pasado el Portezuelo llegamos a una vasta hacienda de uno de los Izquierdo, donde se hacían los preparativos para un rodeo anual.

Las haciendas ganaderas, parecidas a las tierras forestales de Inglaterra, son mucho más pintorescas que las otras, pero al mismo tiempo más incultas y con menos apariencia de civilización.

Seguimos por la falda de un elevado cerro que se desprende de los Andes en una extensión como de cuatro leguas, y entramos a la garganta de la montaña en que están situados los baños. Anuncian la proximidad de ellos anchos esteros, en parte secos actualmente, árboles más altos y vigorosos y más variados a la vez que más encerrados paisajes. Encontramos durante el camino varias casas de campo, en una de las cuales nos detuvimos a descansar y tomar algún alimento.

El ir y venir de los criados de la hacienda impartía animación e interés a la escena. Pero ahora no veíamos ni vestigio de la habitación humana, y pasamos la garganta por un angosto sendero de cinco a seis millas, de no fácil ejecución y algo peligroso, hasta que llegamos a os baños, que presentaban un aspecto de la mayor desolución, a que contribuye quizá la tristeza del día.

Aún no terminaba el invierno; la hierva no alegra las faldas rojizas del cerro; sólo uno que otro arbusto de hojas perennes, con sus yemas todavía cerradas, pende de la ladera de la montaña sobre el valle que se extiende a sus pies. Un hermoso y cristalino arroyo se abre paso por el valle; sus fuentes son los célebres baños.

Graham asegura que la temperatura de las aguas calientes surgidas desde la roca viva no bajaban de los 100° Fahrenheit, lo que equivale a unos 37,78° Celsius. Confirma que estas aguas no tenían olor ni color, "cualidades que adquiere embotellada en unas pocas horas", según le contaron allí. La inglesa ve también las habitaciones que estaban dispuestas en el terreno:

Dos series de construcciones de ladrillos, divididas en cuatro departamentos (no recuerdo si tres en una o cuatro en la otra, o tres en cada una), protegen los manantiales de la lluvia y el polvo. Cavidades abiertas en las rocas forman los baños, con un frente de ladrillo, por el cual un pequeño conducto cuadrado deja salir libremente el agua, de modo que la corriente constante pasa por cada depósito, sin comunicarse entre sí.

La cantidad de agua caliente es tan grande que, al salir de los baños, con el aumento de un pequeño manantial que se le une en su camino, forma el río Colina, que va serpenteando por más de treinta leguas y alimenta el lago Pudahuel. Anexas a los baños hay tres largas filas de edificios, cada una de las cuales contiene diez o doce aposentos, con un corredor común al frente. En ellos se instalan los bañistas que acuden a Colina durante el verano, esto es, desde noviembre hasta junio.

Las aguas son recomendadas para el reumatismo, la ictericia, las escrófulas y las enfermedades cutáneas. Para la gente pobre hay también una serie de habitaciones, cuyas piezas miden seis pies por siete. En cada pieza se alberga una familia entera, que en algún sitio inmediato construye una ramada para prepara la comida. De igual manera se acomodan los ricos, con la sola diferencia que sus aposentos son mayores, llegando algunos a tener quince pies por lado.

La gente vive principalmente fuera de las casas, pues en ese tiempo los cerros están cubiertos de flores y los bosques umbrosos y sin humedad. La pequeña capilla ocupa el sitio más pintoresco del valle, pero ahora está cerrada, pues ni sacerdotes ni fieles se atreven a invernar en este paisaje desolado y cubierto de nieve.

En la primera semana de junio, o antes, los pacientes se retiran, ciérranse las puertas de las casas, el capellán guarda las llaves de la capilla, y todo queda en profunda soledad.

La capilla a la que se refiere la viajera era el templito dominico de la hacienda, una de las construcciones más antiguas allí, pero que ya estaba en ruinas a fines de aquel siglo. Ella hizo un dibujo de dicho edificio de influencia barroca y virreinal. Tuvo ocasión de recorrer su entorno a caballo y mirar también las casas desocupadas alrededor, justo cuando se aproximaban unas nubes oscuras y amenazantes. El vetusto templo se erigía sobre las casas bajas de los religiosos y estaba en las lomas rodeadas de otros sencillos inmuebles, además de jardines de alelís, geranios y capuchinas. Cuando quedó inutilizada por su vejez se construyó otra capilla en su reemplazo, pero al pie del hotel.

Graham continúa su relato diciendo que entraron a los corredores del complejo y tomaron el lunch que habían llevado con ellos. "Sentí tanto frío, que sumergí las manos en el manantial de agua caliente y la mezclé con mi vino", declaró. Por curiosidad, entró con doña Mariquina a un cuarto que estaba abierto y, al instante, fueron atacadas por una nube de pulgas que llevaban tiempo sedientas esperando una presa.

Otras impresiones fueron comentadas también por el astrónomo y marino James Melville Gillis, luego de conocerlas durante la Expedición Naval Astronómica de los Estados Unidos de los años 1849 a 1852. En su libro de 1855, resultante de estas aventuras por el Hemisferio Sur, dedica un capítulo completo a los manantiales minerales de Colina, Apoquindo, Cauquenes, Panimavila (Panimávida), Cato (Catillo), Mondaca (en Talca), Chillán, Doña Ana y Socos.

Volviendo al tema de sus virtudes medicinales, el doctor Juan Miquel decía en la "Guía para los baños minerales y termales de la República de Chile con los avisos y observaciones sobre el empleo medicinal del agua del mar, e influencia de la atmósfera marítima, etc.", de 1859, que eran recomendables para "dolores reumáticos y gotosos crónicos, para facilitar los movimientos de ciertas partes entorpecidas" de articulaciones o miembros anquilosados, además de "activar digestiones de aquellos individuos de una constitución débil que han sufrido repetidos ataques de diarreas, como igualmente de aquellas personas sujetas a frecuentes acedías y dolores nerviosos" acompañados de vómitos o flatulencias.

Ilustración de la antigua capilla dominica de los Baños de Colina, realizada por María Graham durante su visita de 1822.

Iglesia de Colina en ilustración a grafito de Auguste Borget, en 1837.

Acuarela de Fanshawe fechada el 13 de enero de 1851, mostrando el pueblito de Colina.

Lámina "paseo a los Baños de Colina" publicada en la obra de Claudio Gay, 1854, basada en la obra de Rugendas. Fuente Imagen: Memoria Chilena.

Postal de las instalaciones de los Baños de Colina en 1919. Fuente imagen: Biblioteca Nacional Digital.

La misma recomendación se hacían a quienes padecieran de congestiones sanguíneas, neuralgias, dolores nerviosos en general, dolores premenstruales, cólicos, lepidias, enfermos de diabetes o con retención urinaria, "algunos asmáticos; los que padecen de gonorrea o purgaciones crónicas; los calculosos y los que experimentan convulsiones o histerismo"... Vaya uno a saber hoy, por supuesto, cuánto de eficacia tendrían las aguas como alivio o solución a todos aquellos males.

Dada la fama que cobraron los Baños de Colina, en especial desde septiembre de cada año, a las sencillas habitaciones de adobe, ladrillo y madera que se habían levantado en la extensa propiedad los Padres de la Regla de Santo Domingo, se agregó al conjunto una cómoda casucha en la Fuente de San Vicente y un establecimiento techado o Casa de los Baños, hasta cuyas tinas y salas se conducía el agua captada desde cada manantial. La parte con las aguas más calientes de este sitio, correspondiente a los cuartos más antiguos y que serían los descritos por Graham, siempre estaban colmados de vapor y con poca ventilación, pero carecían de puertas siendo cerrados, en su lugar, por cortinas. Se llegaba a ellos bajando por una ancha escalera confeccionada en la roca bruta, y más tarde se implementaron estos espacios con baños eléctricos y duchas. Por el lado de los manantiales menos cálidos, además, se habilitó una piscina.

La tradición de los viajes a las termas aparece retratada en una lámina del "Atlas de la historia física y política de Chile" de Claudio Gay, publicado en París en 1854 y basado en el cuadro de Mauricio Rugendas hecho casi veinte años antes. En ella se ve a una de las típicas caravanas de jinetes y una carreta tirada por bueyes cruzando el que podría ser un pequeño puente de cal y canto o piedra canteada en forma de arco, sobre uno de los arroyos del sector. De seguro los andariegos llevaban también guitarras, arpas, panderos u otros instrumentos para amenizar la aventura.

La salida a Colina solía hacerse por la calle de Las Hornillas, llamada también Camino de Colina y Camino de Renca hacia mediados del siglo XIX, cuando era la ruta desde la ciudad hacia aquellas localidades de descanso y veraneo. Coincidente con la actual avenida Fermín Vivaceta, Las Hornillas había sido originalmente un oscuro callejón, muy tortuoso y peligroso, abierto hacia el norte recién en 1779 y por orden del corregidor Luis Manuel de Zañartu, según informan autores como Carlos Lavín en "La Chimba".

En aquella primera etapa de Las Hornillas dejando de la ciudad, "hacia el oriente se extendía un poblacho que adquirió en cierta época renombre de inaccesible", apunta Lavín. Los barrios campesinos que seguían hacia el norte dieron al territorio fama de escondite inexpugnable, gracias a tenebrosos personajes que allí gobernaron al margen de todo, como el llamado Brujo Pascual Liberona, famoso salteador y bandolero de aquellos años, quien acabó ahorcado en la Plaza de Armas en 1796. Esta temible fama de aquellas comarcas, que perduró con menos gravedad pero por algunos años más después de la muerte de Liberona, hacía que muchos capitalinos prefirieran irse a Colina por La Cañadilla, nuestra actual avenida Independencia, uniéndose ambas rutas hacia el sector de La Palma, más o menos, en donde está ahora el Hipódromo Chile.

Trazado sobre la ancestral ruta incásica a estas regiones, el paisaje continuaba volviéndose cada vez más agreste y rural al pasar por el portezuelo de cerros entre Lo Campino y Huechuraba. Sin embargo, pasaba por territorios en donde existieron históricos fundos y estancias como San Ignacio, Lo Pinto, Lo Tocornal, Los Morros, La Rinconada, Lo Valdivieso y Lo Portales, entre otros. Muchos árboles frutales se aparecían en la vera del camino, por entonces.

Colina no era más que un pueblito en aquellos momentos, metido entre quebradas y senderos polvorientos, con una bella iglesia colonial retratada por el oficial naval inglés y pintor Edward Fanshawe, en 1851. El viaje continuaba enfilando por las rutas hacia el noreste, ingresando en la quebrada del río Colina hasta subir al sector de la ladera sobre el mismo, por donde el camino caía sobre el conjunto termal en el vasto fundo de Peldehue.

Como los baños se encuentran a unos 40 kilómetros de Santiago y a 24 kilómetros del lugar en donde se construyó la Estación de Colina, hacer un viaje como el descrito podía significar como mínimo unas tres horas. No convenía ir por solamente un rato durante el día si se viajaba en carro, en consecuencia, además de considerar las paradas de descanso en alguna de las estancias o en el propio poblado de Colina antes de continuar. El periódico madrileño mensual "Museo de las Familias" se refería a estos viajes a Colina en una edición de 1860:

Durante la estación muchas familias conservan aún la costumbre de ir a los baños y permanecer en ellos varias semanas; pero no es ahora Colina, como lo era antes, el punto de reunión de toda la buena sociedad de Santiago, el lugar privilegiado a donde el médico enviaba a los paseantes ricos, cuya salud resistía a todos los esfuerzos de la medicina. La moda lleva hoy a los bañistas a orillas del mar, en los baños que se han abierto en Valparaíso, y gracias a la actual facilidad de comunicaciones, las familias en pocas horas, se encuentran en esta ciudad donde no echan de menos la capital, tanto en punto a paseos, teatros y diarias diversiones, como cuando pueden apetecer respecto a lujo y comodidades.

Los pedregosos y desiguales caminos que conducen a Colina, hace que los viajeros tengan que valerse de aquellas carretas tan pesadas y de estructura sólida, que a principios del último siglo, eran los únicos vehículos empleados por los que preferían ir a caballo por la Cordillera. Estas carretas son una especie de casas con ruedas, que puede llevar una familia entera aunque se componga de ocho o diez personas: tiran de ellas uno o dos pares de bueyes, y en los sitios en que el terreno ofrece dificultades, enganchan hasta tres partes de estos animales. A pesar de todo, la pesada carreta marcha siempre a paso de tortuga, ofreciendo un contraste bastante notable con los vagones de los caminos de hierro que empiezan a ponerse movimiento en el camino opuesto. Como en un viaje en que se camina tan despacio es menester matar el tiempo, unos toman por recursos dormirse, otros se abandonan a la dolce far niente humedeciéndose la garganta con las excelentes sidras que produce el país o con los vinos de Europa, que van ya encontrando rivales en los de Mendoza, y otros, en fin, se entretienen con la guitarra que hace olvidar la pesadez de la marcha. Además, en estos viajes de recreo, hay siempre galantes caballeros que acompañan la carreta montados en fogosos caballos y que van conversando con las señoras o delante del carruaje despejando el camino, digámoslo así. En estas fiestas, el traje nacional, desterrado por la moda de las reuniones, reaparece en su originalidad; de modo que si las lindas viajeras van vestidas como en París, en cambio ellos llevan sobre los hombros el antiguo poncho que les protege del sol y de la lluvia.

Las señoras de la mejor sociedad no sólo se ven obligadas a ir a Colina en tan rústicas carretas, sino que por lo regular, al llegar al pueblo, tienen que contentarse con unas habitaciones que de todo tienen menos cómodas. Los hombres, que acuden hoy en mayor número que las mujeres, tienen que construirse muchas veces por sí mismo unas verdaderas cabañas en donde cobijarse.

Hacia inicios de 1876, se creó un cargo de estafeta para los baños, cargo que recayó en don Aquiles Tiffou. Es un indicio de la importancia que tenía ya el lugar, con necesidades de estos servicios. Don Benjamín Vicuña Mackenna nos dice algo también sobre el lugar en "De Valparaíso a Santiago", obra del año siguiente y cuando ya existía el servicio de la línea férrea en Colina-Batuco:

La estación de Colina es el apeadero más inmediato para dirigirse a los baños termales de su nombre, situados a su frente en la falda de la cordillera y al pie del alto cerro Cocalán (900 metros). Divísase desde los carros tres pequeñas colinas a la banda de la cordillera, llamadas Comaico, y su posición marca la entrada del cajón de los baños llamados Aguas Buenas (Les Eaux Bonnes de los Pirineos), por su benéfica influencia en las enfermedades del bello sexo y en los reumatismos (...)

Son curiosas las ideas que la generalidad de los chilenos abriga todavía sobre el uso de las aguas termales. Tienen horror a las boticas y nunca beben el más insignificante medicamento sin remilgos ni consulta de médico. Pero van a los baños, estas admirables y a las veces terribles droguerías que la naturaleza brinda a la humanidad caduca y afligida, por paseo, por humorada, por jarana, y así beben a destajo el agua de cualquiera fuente, o se bañan, más o menos, en cualquiera temperatura.

De aquí el origen de muchas enfermedades femeninas y especialmente abortos prematuros causados por la excitación de las aguas de Colina, que señaló el Dr. Miquel, el primero que, junto a Grajales, se ocupara de esta grave cuestión de la medicación por los baños termales.

También se refirieron a las termas don Juan Ignacio Domeyko, quien observa en ellas rocas parecidas a las que había en las termas de Apoquindo y Cauquenes; y el naturalista germano-chileno Ludwig Darapsky, en su libro sobre las aguas termales de 1890. Ambos científicos citaron a Meyen en sus respetivas observaciones, por cierto. Darapsky agrega algunos comentarios críticos a la situación de los pozones, sin embargo:

La vegetación arborescente que cubre las faldas del estrecho caldero, a fines de verano, se seca casi por completo por falta de riego en los niveles superiores; tanto más pululan entonces los lagartijos e insectos que impunemente se apoderan de los aposentos de adobe y tejas que hay, ocasionando alguna molestia a los moradores, cuanto más, si sus filas se engrosan por los enemigos encarnizados del hombre que la incuria y desaseo de este mismo cría. Serias quejas han formulado tanto Gillis como la distinguida escritora María Graham a este respecto.

Todavía en su mejor época, después de creada la comuna y hacia el cambio de siglo, el hotel que fue construido en las termas podía recibir holgadamente a unos 100 o más pasajeros en sus altos, mientras que el primer nivel se destinó a salones de reunión, cantina y oficina de la administración, además de contar con un servicio de atención médica y una botica. El patio estaba del lado sur, construido como un puente o plataforma sobre el arroyo que se formaba por los caudales, con un gran parrón que escondía casi completa a una de las casas antiguas de los religiosos dueños del terreno.

Aviso de transportes para los Baños de Colina en el diario "La Nación", enero de 1935. Un absurdo de la época era que resultaba más fácil viajar desde Santiago a las termas que desde la estación del ferrocarril Colina.

El complejo turístico de las termas, en imagen publicada por la revista "En Viaje", en 1935.

Los cuartos de tinas o piscinas individuales, también en revista "En Viaje", 1935.

Piscina principal abierta, en revista "En Viaje", 1935.

Más imágenes de la revista "En Viaje": paisaje dentro de las instalaciones de las termas y en el sector llamado Casa del Padre.

En 1907 se dispuso que la subdelegación correspondiente se restringiera "exclusivamente el establecimiento de los baños y será servido por un subdelegado especial durante la temporada". Cuando se acababa el período estival y cesaba la labor del subdelegado allí, la supervisión administrativa quedaba a cargo de la subdelegación de Colina. Varias visitas ilustres del período del Centenario Nacional pasaron por aquellas dependencias.

Además de la atracción de los baños, estaban las varias otras haciendas de aquel gran sector de Colina, en donde la vida costumbrista y folclórica había encontrado buen cobijo. La misma María Graham hablaba de uno de estos refugios campesinos, al que pasó ya retornando de las termas:

A media milla de la iglesia de Colina está la hacienda de don Jorge Godoy, con cuya esposa e hija tengo amistad. Encontramos al anciano caballero descansando a la entrada de la casa de las fatigas del día, con gorro, chinelas y poncho. Va muy rara vez a la ciudad, y reside aquí con su sobrino, como un patriarca en medio de sus labores.

Apenas habíamos entrado comenzó a llover con fuerza, gracias a la intersección de San Isidro, y nos alegramos no poco de hallarnos protegidas contra la lluvia, con el regalo de un enorme brasero lleno de carbones encendidos y pieles de carnero bajo los pies, mientras tomábamos mate, que refresca más que el té después de un viaje.

Muy oportunamente hizo su aparición una abundante cena, que comenzaba con huevos preparados de diversas maneras, seguía con estofados y pucheros de vaca, cordero y aves, y terminaba con manzanas, sin perdonar tampoco los vinos de don Jorge.

El ya citado artículo del "Museo de las Familias" también relacionaba algo sobre la atracciones que tenían los territorios de colina para los veraneantes santiaguinos que iban hacia el balneario, como sus vinos, chichas de varias frutas y sidras:

Colina tiene fama por la excelencia de su chicha y ofrece ancho campo a toda clase de diversiones. La estación de los baños solo dura de quince a veinte días, durante cuyo tiempo las zamacuecas se suceden a las resbalosas (?) sin darse los bailes punto de reposo. No es esta la única analogía que existe entre estos baños y los de Europa, pues en Colina, lo mismo que en Spa y Baden, los que no bailan tienen abierto el camino para arruinarse al juego.

Volvemos a Vicuña Mackenna y su señalado libro, para confirmar aquella fama que tenía Colina como territorio recreativo:

En los años de los portezuelos y de la confianza social, de los almofrejes de cuero y de las cazuelas de lebrillo, eran los baños de Colina y sus haciendas vecinas los sitios favoritos de los paseos campestres y de las alegres danzas, de las visitas de las familias "con cama y petaca". Todo esto lo ha desterrado el brocado en que se sientan nuestras damas, y las alfombras de Bruselas en que lucen su menudo pie sus graciosas hijas. Sólo en los libros de los viajeros encuéntrase ya de memoria de esos días de cordialidad, y son dignas de leerse las alegres páginas de un marino norteamericano, que pasó varias semanas en Colina en 1832, ha dejado sobre los pasatiempos del valle, su fácil sociabilidad y paz llana y tranquila. Sus héroes son dos grandes hacendados de Colina, que él llama don Vicente y don Ambrosio, y del último refiere anécdotas verdaderamente gráficas por su naturalidad.

Mientras el bajo pueblo prefería así a las zamacuecas y otros bailes chinganeros, las familias de hacendados de Colina organizaban grandes fiestas en donde se bailaba cuándo, perdiz, negrito, vals, el aire y el barroco minué, también mencionados por Vicuña Mackenna en su tratado.

En los mismos tiempos del autor, las mejores y más fértiles tierras colinanas eran las del señalado fundo dominico y las que poseía el hacendado Lisímaco Jara, quien se esforzó por introducir importantes innovaciones hídricas en la misma zona. El Canal del Carmen se volvió la principal fuente de irrigación de los campos sembrados hacia el último tercio del siglo XIX, pues aquellos valles siempre tuvieron complicaciones con la sequía especialmente para la producción de trigo, uno de los más importantes cultivos de aquellas tierras, además de la ganadería ovina y bovina. La Hacienda de Peldehue continuó siendo la principal del sector de los Baños de Colina, como ya se dijo, al punto de ser llamados también Baños de Peldehue. La propiedad de los recoletos no se estrelló con el ambiente folclórico, a pesar de la formación conservadora y recatada de sus dueños de casa.

Iniciado el siglo XX, famosa era también la Hacienda San José de la sociedad liderada por don José Manuel Pérez Valdivieso, dedicada principalmente al cultivo. Había sido adquirida en 1905 en la entonces joven comuna de Colina, a poco más de seis kilómetros de la estación, contando con buenos regadíos, hermosas casas residenciales, una lechería en donde se producía una conocida marca de mantequilla Urmeneta, más una barraca y un parque con baños propios, alimentados por aguas captadas desde el estero Colina.

Vecino al San José era el Fundo El Porvenir, también en las puertas de Colina, propietado por don Máximo Pérez Valdivieso y ubicado a nueve kilómetros de la estación y a 22 de Santiago. Había sido adquirido en 1917, pero en 1920 le fueron agregados otras 24 hectáreas, haciéndolo otro de los más grandes del sector. Ostentaba una buena lechería, enormes establos de 80 metros de largo por ocho de ancho, bodegas y casas residenciales de lujo, y un parque propio con extensas alamedas por las que paseaban los visitantes. En 1923 ordeñaba unas 76 vacas diarias, abasteciendo buena parte del consumo lechero de Santiago.

El Fundo El Algarrobal, en tanto, fue propiedad del ilustre hombre público don José de Tocornal. Implementando amplias bodegas con barricas y fudres de maderas nobles, instaló en aquellos terrenos una magnífica viña con el mismo nombre del fundo, colmada de valiosas cepas francesas y produciendo algunos de los mejores vinos santiaguinos de la época. Fallecido el dueño en 1916, Javier Vial Solar recuerda de forma póstuma al señor Tocornal en sus memorias "Tapices viejos" de 1924, comentando que el hacendado lo había invitado a almorzar y pasar el día en las casas del fundo, "y como esas invitaciones no se rechazan sino cuando hay gruesa razón para ello, pues", no se negó a la misma. La experiencia de aquella reunión está detallada en la obra de marras.

Casa patronal del Fundo San José en "Chile agrícola" de I. Anabalón y Urzúa, 1922.

Baño en el parque de las casas del Fundo San José,  en "Chile agrícola" de I. Anabalón y Urzúa, 1922.

Casa patronal del Fundo El Porvenir,  en "Chile agrícola" de I. Anabalón y Urzúa, 1922.

Casa patronal del Fundo El Algarrobal de don José Tocornal, mismo lugar en donde Javier Vial Solar participó de un copetudo encuentro organizado por el dueño y que describe en sus memorias "Tapices viejos". Imagen publicada en "Chile agrícola" de I. Anabalón y Urzúa, 1922.

El Algarrobal había sido antes parte de otra gran hacienda llamada Colina, propiedad de los abuelos de de Vial Solar, recordando "que para llegar a ella habría que andar el ancho y polvoroso camino que de niño, medio siglo atrás, corría para ir a las casas" en el sector que después fue llamado Lo Pinto. En este sector de Colina cerca de la casa de la abuela, el entonces pequeño Javier y sus primos, quienes eran llevados desde la estación a la residencia por el cochero de confianza familiar llamado don Fermín, habían conocido un estanque al pie de una gran encima que el general Francisco Antonio Pinto habría plantado allí personalmente.

El Fundo el Algarrobal fue adquirido en el año siguiente al de la muerte de Tocornal por la sociedad de Estanislao Pérez Valdivieso y su hermano, deslindando con la Hacienda San José de este último por su lado norte. El nuevo propietario continuó explotando la famosa viña con reputadas cepas Pinot, Cabernet, Semillón, Cot-Rouge, Merlot y Rhin, llenando de vinos de alta calidad las bodegas del mismo fundo. Estanislao y José Manuel, además, trajeron grandes modificaciones al lugar abriendo caminos y mejorando los regadíos. El sector en donde estaba la hacienda ahora es parte de la urbanización al sur del poblado principal de Colina, en donde existe una avenida que conserva el nombre del Algarrobal, de hecho.

Estaba también el Fundo Santa Teresa de Colina, de don Salvador Barros, a orillas del ferrocarril a Quilicura y a un kilómetro de Colina. Un poco más distante, a seis kilómetros de la ciudad, el Fundo Los Olmos era de propiedad de Fermín y Alberto Vergara Figueroa. El Fundo San Miguel estaba al lado del pueblo y era de la rica propietaria Enriqueta Larraín de Ruiz-Tagle. Ella era dueña también de la Estancia Santa Filomena, al costado de la actual Autopista Los Libertadores, y del Fundo La Reina, casi enfrente del pueblo y de Peldehue.

Otros fundos del sector que dejaron huellas también en la toponimia local fueron el Santa Isabel, El Alba, El Castillo, Guay-Guay y Chicureo de don Aberto Labarca Walton; la Hacienda Quilapilún de Juan D. Arrate; la Hacienda Chacabuco de Pascual Baburizza y Franscisco Petrinovic; el Fundo Santa Carolina de Batuco de doña Carolina Cifuentes de Orrego, arrendado a don Pedro J. Escobar; Lo Solar del Norte, de don Justo P. Piña; San Antonio de Comaico, de Rigoberto Fontt y doña Sara Izquierdo; Casas de Batuco, de don Jorge Undurraga Echazarreta; Santa Elena, de doña Elena Cifuentes de Vial; Liray, de Narciso Valdivieso Cruzat; San Vicente de Vicente Alcalde Izquierdo; Lo Castro de Francisco Izquierdo; La Vilana de Carlos Scheider; y Lo Arcaya de Leopoldo Goycolea Vargas. Un poco más distantes estaban los fundos Huechún, Popaico, Tapihue y Llano de Rungue, próximos a Tiltil.

Respecto del Fundo Peldehue en donde estaban originalmente los baños, el "Álbum de la Zona Central de Chile" consigna en 1923 que seguía siendo posesión de los Reverendos Padres Recoletos Dominicos pero que era explotado por administración delegada. Sumaba unas 9.100 hectáreas, 597 de ellas regadas según el período y año. El trigo blanco y candeal eran sus principales producciones, con otra gran lechería de Colina que ordeñaba un promedio de 100 vacas diarias y durante seis meses, destinando el producto principalmente a fabricación de mantequilla. Además de vacunos había allí ganado ovino, y contaban con arboledas de producción frutal.

En 1930, grupos de ciclistas como el histórico Club Cóndor realizaban grandes excursiones grupales hasta el balneario, mientras que la prensa informaba de la presencia regreso de personajes aristocráticos de la ciudad en su hotel. Esa clase de competencias deportivas se repitieron varias veces durante la misma década, por otros clubes como el de la Unión Española y el Centenario.

Pasando ya la época en que las termas eran grandes atracciones de la ciudadanía, sin embargo, la fama de Colina como centro vacacional continuó decayendo, o más bien modificándose al depender de otras propuestas, al tiempo que crecía también la urbanización de aquellos territorios. Los balnearios de Cartagena, Viña del Mar o Papudo eran ahora las atracciones principales de las clases acomodadas, algo facilitado por el mejoramiento de los transportes y las comunicaciones. "La mujer elegante de hoy, que concurre a las playas de moda a pesar el verano, debe contar en su guarda-ropa con trajes de baño para mar y para sol", se leía en "La Nación" del jueves 16 de enero de 1930.

Parte del decaimiento como lugar vacacional se reflejaba también en el hecho de que no había transportes directos a los baños desde la estación de trenes de Colina en los años treinta: absurdamente, el viaje sólo podía hacerse desde Santiago y en forma directa, con servicios de taxibuses que salían desde la esquina de avenida Independencia con calle Borgoño, enfrente de la iglesia carmelita.

Para 1935, el edificio hotelero contaba con 80 habitaciones amplias y bien ventiladas en su descrito segundo piso, para usarse como dormitorios, con salas de reuniones, billares y cantina. El tener que subir escaleras para llegar a los cuartos fue criticado alguna vez, pues había visitantes afectados por problemas físicos y que llegaban buscando mejoría, justamente. Un artículo de la revista "En Viaje" de mayo de aquel año, titulado "Colina, un emporio de salud a las puertas de Santiago", agregaba a los reproches:

Claro está que para una población de 150 enfermos, doce tinas de baños es un número reducido, como reducido es el de las habitaciones que apenas llegan a 80. El establecimiento no tiene mayor cabida ni mayores comodidades porque, desde que existe, los propietarios no han intentando hacer nada definitivo, limitándose a mantener ese verdadero emporio de salud en condiciones casi primitivas, salvo las pequeñas ampliaciones que los diversos concesionarios han ejecutado.

Por entonces, los baños se recomendaban por 15 a 30 minutos, y se decía que los efectos eran inmediatos. Las 12 piscinas o tinas eran de cuatro a cinco metros cuadrados y poco más de un metro y medio de profundidad, alimentadas por la vertiente que derramaba en ellas 1.500 litros por minuto. Conservaron sus antiguos nombres religiosos: Dolores, Mercedes, Rosario, Santa Rosa, Carmen, San Vicente, San Antonio, San Francisco, San Ramón, San Pedro, Santa Catalina y San Luis. La temporada comenzaba el 1 de diciembre y terminaba el 30 de abril, pasando entre 8.000 y 10.000 personas por ella, en la misma década del treinta.

No puede decirse que el complejo turístico de las Termas de Colina haya sido olvidado, entonces, ya que hasta ahora dispone al público más modernas instalaciones y siguen atrayendo pasajeros, activo como el vecino Centro de Bienestar del Ejército en los manantiales, un poco más abajo.

Sin embargo, es claro que las termas colinanas dejaron de ser una opción prioritaria para los santiaguinos de nuestra época, habiendo muchos que desconocen su existencia o que incluso las confunden con otras pozas de agua mineral llamadas Termas del Valle de Colina en el Cajón del Maipo, ubicadas al final del Camino al Volcán, entre montañas de belleza sublime. ♣

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