"Piano Bar", obra de Alberto Sughi. Fuente imagen: sitio Pintores y Pinturas, de Juan Carlos Boveri.
La descripción que los testigos de la época hacían de las clásicas casitas de remolienda, de las que ya publicamos un artículo acá hace poco, es otra de las sabrosuras a las que puede acceder la curiosidad del cronista. Con todas las idealizaciones que la memoria suele inducir, la exposición resulta en una suerte de viaje a espacios encantados de cultura vintage; esa que sigue la pista hasta el romanticismo victoriano y el art nouveau.
Se puede decir, a partir de aquellas impresiones, que el desarrollo general de la estética característica en los lenocinios santiaguinos, porteños y de otras ciudades chilenas provenía de influencias del siglo XIX, unas criollas y otras muy internacionales, especialmente francesas. Dejaban al descubierto, además, la relación vincular que tuvieron con las chinganas, adoptando algunos de sus elementos costumbristas y folclóricos. La intelectualidad aporta algo más a la causa, a través de Augusto d’Halmar con “Juana Lucero” o Joaquín Edwards Bello con el “El Roto”, por ejemplo.
De partida, lo más característico de los burdeles de inicios del siglo XX hasta los años cincuenta, según recordaban los parroquianos, era la casa misma: de irradiación gala y propias de la Belle Époque. Esto se reflejaba no solo en la arquitectura de las más suntuosas: también en vajillas, decoración y muebles. Las casonas antiguas o caserones del oficio, no siempre lujosas pero sí amplios y cómodos, subían el perfil de los establecimientos en las ciudades. Como los burdeles tenían una sala principal o "Salón de Honor", los pequeños o estrechos no eran tan adecuados para el servicio. Luego de entrar a períodos de decadencia, además, barrios de mansiones como Brasil, Club Hípico o la Manzana Modelo París-Londres fueron atractivos a la prostitución y los moteles parejeros, en cierta época.
La célebre luz roja en aquellas casas señalando la naturaleza del negocio en su frente, al principio no fue un elemento común, aunque acabó incorporada en entradas, mamparas, zaguanes o ventanas. La internacional costumbre de colocar ampolletas, pantallas, neones o hasta marquesinas con este color parece provenir del mismo afrancesamiento del rubro: se popularizó con el famoso cabaret Moulin Rouge (Molino Rojo) de París y, además, con el famoso distrito rojo de Ámsterdam, en Países Bajos.
Sin embargo, la tradición de la luz roja puede ser anterior y venir asociada a los empleados británicos o norteamericanos de la señalización luminosa del ferrocarril. Se contaba que, en los turnos nocturnos, estos trabajadores se escapaban a los prostíbulos llevando sus lámparas de aceite o faroles de queroseno, colgando el de cristal rojo afuera para indicar que se encontraban allí, por si se llegaba a necesitar su servicio o se producía alguna emergencia. Esto habría sido lo que originó, además, el concepto del "barrio rojo".
Otro detalle bastante común adoptado en los burdeles clásicos criollos eran los carillones de tubos o pequeñas campanillas en las puertas. De hecho, las residencias que empleaban estos artilugios con diseños o tamaños exagerados, eran objeto de burla y comparaciones maliciosas. Sucedía que gran parte de los momentos festivos que tenían lugar en las casitas ocurrían en las salas del frente, en el living de las residencias; pero en el ambiente de la habitación o los comedores, más íntimos, no siempre estaban todos atentos a trajín del otro lado. Siendo común que los clientes pasaran sin anunciarse, especialmente los más conocidos, fue necesario incorporar esos artículos sonoros, avisando con sus tilines la entrada o salida de personas.
Casas-burdeles de calle Maipú llegando a la Alameda, en enero de 1908, en revista "Sucesos".
"Salón de Honor" de la casita de remolienda de calle Maipú 6, en 1908 después de una redada policía, en imagen publicada por la revista "Corre Vuela". Entre el desorden, se observan elementos característicos como el piano, las paredes con cortinas y papel mural y los muebles clásicos.
Chiquillas de un prostíbulo de Santiago, en 1950. Fuente imagen: publicaciones de Alberto Sironvalle en Twitter.
Sector de calle Diez de Julio con Lira y sus alrededores, actual barrio de talleres y comercio automotriz que, en los años cincuenta, albergaba a los burdeles de Los Callejones. Fuente imágenes: revista "El Guachaca" en 2005, artículo "Cuando las putitas tenían casa".
El local del entonces ya desaparecido cabaret Ñata Inés de calle Eyzaguirre, en fotografía de 1963 publicada por revista "En Viaje".
Casa donde funcionó el burdel de la famosa tía Carlina en Vivaceta, poco antes de su demolición Fuente imagen: Revista "El Guachaca".
Los muros recargados de pequeños cuadros y fotografías antiguas eran característicos de los interiores en los antiguos lupanares.
En la sala principal o "de Honor" solía estar arrinconado el piano, de cola o vertical. Este instrumento podía llegar a ser el accesorio más caro del burdel, además estar entre los más utilizados, incluso más que las camas. El repertorio musical que se tocaba con él era de cuecas, valses, tangos, boleros, polcas y una que otra milonga. No siempre estaban en buenas condiciones, sin embargo: a veces, se hallaban desafinados o maltratados, señal inequívoca de que la decadencia proyectaba su sombra sobre la respectiva casita.
Con relación al mismo instrumento, en un famoso incidente que linda en la leyenda urbana, uno de estos pianos habría sido robado desde los famosos cuarteles de lujuria de la famosísima tía Carlina, incidente que Los Chileneros recordaban con la cueca “Se arrancaron con el piano”:
Se arrancaron con el piano
que tenía la Carlina
le echaron la culpa a la Lolo
también a la Lechuguina.
Cómo lo cargarían
si no es vihuela
dijo la Nena’el Banjo
con la Chabela
Quien tocaba aquel piano, por alguna razón era prácticamente siempre un músico homosexual. Quizá esto aseguraba que el único funcionario testicular y de punto fijo no se enredara con las trabajadoras, ni provocara celos de algún cliente. Apodado por lo corriente como el pianista maricón, este infaltable personaje cargaba con una carrera musical frustrada pero constituía todo un símbolo del burdel, a veces trabajado de planta por décadas.
Los pianistas eran muy queridos y se les llamaba con el diminutivo de su nombre: Juanito, Pablito, Gastoncito, Jorgito, etc. Tan fuerte fue su vínculo y dependencia de las casas de remolienda, además, que se extinguieron arrastrados por el ocaso de la era dorada de las mismas. Sus pianos, de esta forma, fueron a parar a casas de antigüedades o, simplemente, fueron destruidos... Quién sabrá cuántos de aquellos que alegraban día y noche en los burdeles de La Chimba, Vivaceta, San Camilo, Los Callejones de Ricantén o todo el barrio Matadero, hoy son ostentados como finas herencias familiares.
El emblema de bienvenida de las casitas era la ponchera o guagüita, generalmente al centro de la mesa del salón o del comedor y rodeada de copas. Cinco litros mínimo de vino blanco o champaña, durazno picado o chirimoya y, si la estación lo permitía, mejor con un borgoña de tinto con frutillas. A veces, la mezcla era con bebidas de fantasía. Muchos clientes entraban tentados con este famoso ponche dulce de frutas y Roberto Parra cantaba aporreando su guitarra:
Por hacer un perro muerto
un día en Los Callejones
me quitaron los zapatos,
el paletó y los pantalones.
Me dieron como bombo
los moleras,
estaba curando el huerto
de una ponchera.
Al respecto, un cronista y conversador inagotable como fue el escritor Willie Arthur recordaba que, siendo niño, su avezado y temerario compañero de curso apodado el Chancho Muñoz lo llevó a un local de “niñas” y lo dejó sentado junto a una de esas infaltables poncheras, mientras se iba bailando con una chiquilla. El pequeño e inocente Willie, aburrido, comenzó a cucharear el dulce y frutal ponche hasta que, sin saber cuándo, perdió la lucidez y despertó después en medio del tremendo escándalo que su primera aventura etílica provocó en su recatada y conservadora familia.
La heráldica ponchera desapareció de los prostíbulos, pero no su concepto... Y no solo por la burla que se hace a la gente de abdomen prominente: se le llama con su nombre aún a la oferta de botellas de pisco con gaseosa o algo por estilo, que se cobra como entrada a estos negocios. El cambio definitivo de la tradición parece haber sido influencia del empresario nocturno José Padrino Aravena, quien incorporó a algunos de sus establecimientos una botella de pisco con cuatro vasos de gaseosa para piscolas, la llamada “linterna con cuatro pilas”, que desplazó al ponche. Con estas cargas de alcohol reemplazando al viejo brebaje, entonces, los clientes eligen y abordan a las chiquillas que desfilarán ante ellos, según el protocolo del oficio.
Además de la ponchera para dar la bienvenida y calentar motores, se disponía de un pequeño bar con vino y licores. La calidad de los alcoholes solía ser proporcional a la del propio burdel. El cliente se servía y pagaba después, salvo que se incluyera en el servicio, y puede tener relación, además, con la atención a parejas románticas en los moteles, con copitas de alguna bebida. Algunos testimonios hablaban de un barman propio en cada casita, también encargado de mantener llena la ponchera; pero otros aseguraban que las mismas “niñas” atendían estos pedidos. De hecho, el bar era uno de los lugares favoritos para coquetear con ellas.
Los muebles de estilo, algunos más o menos lujosos, igualmente eran parte de la decoración obligada en la primera mitad del siglo XX, con otra gran influencia francesa visible en ellos. Los más ostentosos eran tipo Luis XV, aunque el presupuesto alcazaba solo para sillones y sofás más una que otra mesita. El estado que ofrecieran era indicador de la prosperidad del lugar, y las “niñas” pasaban gran parte del día echadas en ellos, dejándolos impregnados con sus perfumes penetrantes, algo peligroso para los clientes que podían ser esculcados en sus hogares con el olfato. Cuentan también que no faltaba el visitante creativo que solicitaba alguna silla o sillón para satisfacer aficiones experimentales o fantasías, además, mismas que aparecen muy reiteradas en la fotografía erótica clásica con chicas desnudas sobre elegantes sillones pues se tomaban para ellas muchos elementos reconocibles de burdeles y burlesques.
Como el baile era una actividad constante, el piano no siempre alcanzaba para complacer al público y llegaba así la hora de los aparatos fonográficos, especialmente las famosas victrolas de la RCA-Víctor, que las regentas manipulaban con facultades casi exclusivas de meterle mano. Comenzaron a popularizarse en el comercio hacia 1930 y hasta puede ser que los burdeles colaboraran en su fuerte penetración en el mercado nacional.
Aquellas sesiones de música solían acompañarse con discos de boleros, cumbias o foxtrot para dar pie al baile, que era el otro gran atractivo del burdel, después del sexo. De hecho, estas tardes bailables eran el principal atractivo de cada casita para muchos de sus clientes. Por esta razón, ellas equivalían -en cierta forma- a pubs y discotecas de tiempos posteriores.
Obra de grabado titulada "Baño de Mujeres", de Alberto Durero.
Mujeres de un clásico lupanar (sin identificar lugar), en fotografía publicada por "Las Últimas Noticias" en 2008.
Y había jarrones, flores, cojines, escritorios...
Flores y espejos de mano, también en imágenes eróticas antiguas...
Grandes espejos de muro o tocador...
Sillas, sofás y jarrones decorativos...
Los infaltables ramilletes de flores...
Detalle del Tapiz del Apocalipsis, en Angers... La mujer con el espejo.
Espejos, lavatorio, jarrones, cuencos y estatuillas...
Izquierda: postal erótica clásica, con presencia de otra estatuilla. Derecha: mujer desnuda y gato, en obra de la pintora Carmen Aldunate.
Los grandes armarios eran parte del mobiliario siempre presente en las casitas de tolerancia.
Con relación a esas divertidas horas de baile, ha explicado el profesor y escritor Héctor Veliz-Mesa que la conocida frase “por plata baila el monito” (equivalente al "por dinero baila el perro" de otros países hispanoamericanos) no provendría de los primates que acompañaban a los organilleros, sino de la respuesta que daban las “niñas” a sus clientes cuando estos querían llevárselas hasta algún cuarto durante la danza, refiriéndose por “monito” a sus propios genitales: aunque ellas bailaban gratis con el visitante como atención de la casa, las sesiones íntimas donde “bailaba el monito” debían ser remuneradas, y esa era la rígida norma.
Y, aprovechando que transitamos por temas zoológicos, cabe recordar al solitario gato doméstico que era otro morador infaltable de toda casa de remolienda, equivalente al perro faldero de las prostitutas parisinas tan amigas del pintor Toulouse-Lautrec. Si el felino no paseaba entre las piernas depiladas recibiendo una caricia a cada paso, ronroneaba en la falda de la cabrona o dormía plácido en las camas. De ahí proviene otro corolario popular chileno: “Más flojo que gato de casa de putas”. Esta mascota era allí el ser vivo más regaloneado después del cliente, y único autorizado para pasear por todos los rincones, sin restricción. Dar un puntapié o cachetazo al minino equivalía a estrellarse con la ira de todas las mujeres de la casita.
Siendo común que las “niñas” retocaran constantemente sus maquillajes o peinados, era conocida también la presencia varios espejos de tocador, salas y habitaciones de distintos tamaños, además de los individuales que llevaban con ellas. Fueron tan característicos que, en Valparaíso, existió un famoso burdel llamado la Casa de los Siete Espejos por tener tal característica y número, desaparecido en los setenta y tras décadas de servicio.
Los espejos podían ser también de trípode, pedestal o fijos contra muros, fuera de los ubicados en baños, camarines o vestidores. Tenían cierto valor ambiental: además de aportar elegancia, procuraban la sensación de mayor espacio, truquillo perceptual que aún es usado en restaurantes, bares y locales comerciales. Podían ser de gran valor y belleza, por cierto: el más fino y atractivo siempre cerca de la puerta o en la sala principal. Los “buenos” burdeles ponían otro por la entrada, para que los visitantes se dieran un improvisado “ajuste” de pelo y corbatín antes al ingresar o después al salir y así no alentar sospechas.
Aunque la tradición del espejo en la huifa llegó a Chile desde Europa, fue una de las herramientas más antiguas en al maletín del oficio: aparece en la representación de una prostituta que alegoriza a Babilonia, en el llamado Tapiz del Apocalipsis de Angers, Francia, obra del siglo XIV. Su presencia se afianzó y repitió en prácticamente todo el continente: desde las antológicas cantinas tipo saloon del Lejano Oeste, hasta los quilombos itinerantes de los campamentos para lavado de oro en la Tierra del Fuego.
Para acompañar la romántica elegancia de tapices y muebles en el burdel, también se decoraba la casa con jarrones, copas y ánforas de estilo francés, italiano o inglés, adquiridos no sin sacrificios, aunque muchos podían ser obsequios de los clientes. Los jarrones de loza corriente eran más accesibles; los de porcelana coloreada con finos motivos, un lujo. Solían estar sobre muebles con algunas de las flores que también llevaban los visitantes a las muchachas, o bien equilibrándose sobre una mesita estrecha.
Dichas flores se veían por todos lados de la casa, incluso en muros o alrededor de los marcos de cuadros. Además de dar un acogedor sentido femenino y floral, eran símbolo de cierta ostentación y quizá había una intención adicional de disfrazar un prostíbulo como refugio de ninfas, pues las flores eran un motivo frecuente también en sus papeles murales, alfombras, cubrecamas y tapices, a juzgar por algunas antiguas fotografías. Había muchas de plástico o papel y eran frecuentes incluso en los baños. Es de suponer que la abundancia de flores dispuestas por las propias cabronas o regaladas por los entusiastas usuarios, se facilitó por la proximidad de las pérgolas de la Alameda de las Delicias y el barrio Mapocho con varias casas de remolienda de la época en aquellos reinos.
La descrita decoración de salas incluía una costumbre pueblerina heredada de las casas modestas, quintas, bares y restaurantes antiguos: la recargada presencia en los muros de cuadros y fotografías amarillentas de poco glamour. La patronas solían incluir melancólicos retratos suyos en años jóvenes, o bien de familiares fallecidos y otros. Las “niñas” hacían lo propio en sus espacios, cuando esta decoración era más íntima y solía acumularse también en pasillos y dormitorios. Su presencia se explica por el ambiente realmente doméstico que lograban tener los burdeles, como auténtica residencia o internado común. Además, como muchas de las jóvenes vivían aisladas de sus familias, atesoraban estas imágenes a la vista o bajo llave.
Siguiendo cierta costumbre del mundo clásico, además, los burdeles también eran ornamentados con esculturas y estatuillas de connotación erótica, generalmente de mujeres desnudas. De yeso, loza o metal, tenían el objetivo de “crear ambiente” enfatizando aspectos femeninos y sensualidad. Las figuras aludían a estilos romanos y griegos, algunas de gran belleza y encanto, pero tendiendo a ser más bien de factura modesta. Quizá por tal connotación asociada a los lenocinios, parte de la sociedad santiaguina no consideró de buen gusto tener estas obras sus hogares.
Otra curiosidad del burdel clásico era que, como cada mujer necesitaba un armario propio, llegaba a haber diez o más por casita, con equipo suficiente de prendas para cambiarse varias veces al día. No era raro encontrarlos en pasillos y patios, de hecho. También servían para esconderse de clientes insistentes o, lo que es peor, de esposas enfurecidas, según los cuentos populares. Cada habitación tenía uno o más de estos enormes muebles, junto a las camas y casi tocando el cielo. Esto fomentó la fábula sexual del “salto del tigre” o el “vuelo del ángel”.
El caserón clásico o casa antigua era un elemento indispensable para el alojo de los antiguos burdeles.
Luces rojas en el famoso "barrio rojo" de Amsterdam. Fuente imagen: Wikipedia.
Izquierda: campanillas de puerta, anunciando la entrada o salida de visitantes. Derecha: un viejo jarrón decorativo de influencias art nouveau.
El piano era un elemento casi esencial de toda buena casita de huifa que se preciara de buena atención y prestigio, por real o inventadas que fueran estas calidades.
Izquierda: la tradicional victrola, para las tardes bailables. Derecha: las estatuillas eróticas eran cosa típica en varios burdeles.
Izquierda: la imprescindible ponchera. Derecha: un clásico bar tipo europeo
Izquierda: tipo de mobiliario con pretensiones de elegancia y que eran infaltables en los lupanares, como los sofás de estilo y los sillones. Derecha: un lavatorio individual antiguo.
Izquierda: amuleto del chanchito de limón, con el que se supone atraída la buena suerte.
Permanganato diluido, para usos de aseo e higiene. Fuente imagen: kalipedia.com.
Mata de la a veces infame planta de ruda, mantenida en jardines, patios o maceteros de las casitas.
Se sabe también que hubo casos de habitaciones conectadas secretamente entre sí a través de las puertas de armarios, para eludir las redadas. Quienes frecuentaban burdeles de San Pablo y Mapocho, agregaban que algunos tenían salidas de emergencia a través del closet, para esconder a chiquillas y clientes de las batidas policiales y escabullirse por pasadizos subterráneos hasta otros sectores de la casa o en residencias vecinas. Además, la célebre regenta Guillermina empleaba un pesado armario para trancar su puerta todas las noches en su lenocinio de calle San Camilo (Fray Camilo Henríquez). Un caso apodado el Asesinato del Armario y el Crimen del Ropero tuvo relación con este protocolo y lugar: un crimen con arma de fuego desatado por la ira de un sujeto que encontró dicha traba en el burdel, ya en horas de amanecida.
La abundancia de ropa en aquellos armarios no era solo una respuesta a las necesidades del oficio, según se deduce de los comentarios de Edwards Bello:
En los cajones de la cómoda, bajo el lavatorio, o colgando de alguna percha, guardaban los vestidos hechos ahí mismo por alguna amiga de la patrona que se los vendía a precios fabulosos, sistema magnífico para explotarlas, endeudándolas en tal forma que insensiblemente se hacían siervas. Un vestido sencillo, de satín, y las botas de tacón alto eran su lujo. Las prendas de vestir duraban poco en esa agitación, de tal manera que estaban siempre endeudadas, pero no respetaban al dinero. No le daban ninguna importancia.
En cuanto a los instrumentos de aseo personal, los lavatorios portátiles de loza o porcelana solían estar en todos los baños y en muchos cuartos. Los más finos eran metálicos, de bronce y hasta de plata. El uso constante y reiterado en los prostíbulos, sin embargo, debe haber tenido a todas las fuentes y jarras de loza picadas o saltadas en algún lugar de su cubierta externa.
Nuevamente, es Edwards Bello quien completa una descripción sobre el punto recién descrito, retratando también las a veces frágiles condiciones de higiene que por entonces dominaban el interior de los burdeles, o al menos a aquellos menos luminosos:
En cada habitación había tres o cuatro lechos, separados unos de otros por cortinas corredizas colocadas sobre cordeles que cruzaban de una a otra pared; en los lavatorios -donde los había- veíanse flores de papel, cajitas redondas de polvos de Kananga; otras más pequeñas de crema de almendras y algunos frasquitos con medicamentos de raro aspecto, recetados por las meicas del vecindario.
A pesar de todo, no se descuidaba el aseo y la desinfección del lugar, algo que quedaba a cargo de una empleada doméstica, asistentes de las regentas o las propias residentes. Entre los productos para tales funciones, destacaba la presencia del permanganato, sustancia muy famosa en aquellos años y que también se utilizaba en recintos hospitalarios o educacionales hasta avanzado el siglo XX. Se vendía en boticas y droguerías y correspondía a una sal corrosiva de ácido permangánico o de potasio, reconocible por su fuerte tinte amatista al momento de disolverse en el agua, llegando a teñir manos y la ropa.
En las casitas, el permanganato era usado de la misma manera que sería el cloro para desinfectar lavabos, baños y tinas. Se decía que en pequeñas cantidades, además, permitía la asepsia de manos y otras partes del cuerpo. Algunos creían, además, que lo usaban en el tratamiento de heridas cutáneas y úlceras producidas por infecciones de transmisión sexual, pero no hay confirmación de tal empleo.
Los lupanares tenían también algunas creencias sobrenaturales motivadas por la exposición en que se encontraban las mujeres en este negocio, haciéndolas susceptibles de buscar refugio en la magia popular y en las supersticiones de todo tipo, especialmente ante la necesidad proveerse de amuletos para la suerte, la fortuna y el bienestar. No bastando con cruces y artículos religiosos, entonces, se recurría a prácticas como el alguna vez famoso chanchito de limón: aunque esta extraña tradición parece provenir del campo y era usada también para atraer o recuperar parejas, las regentas y “niñas” lo empleaban con la convicción de que alejaba a los malos clientes, atrayendo solo a los buenos.
El amuleto de marras consistía en un limón convertido en la figura de un cerdito al que se clavaban fósforos o mondadientes a modo de “patas” y se le hacían ojos, nariz roma, cola enroscada y orejas con la cáscara. En la boca abierta, formada por el corte de una rebanada en el extremo, se ponía un cigarrillo o incienso. Era colocado sobre un plato o la tapa metálica de algún tarro, en algún rincón y con el cigarrillo encendido: si este se consumía completo era buen presagio; por el contrario, si quedaban sus cenizas a medias, era advertencia de peligro o desgracia. Fuera de los burdeles y ya más en la tradición popular, algunos terminaban el rito quemando entera a la pobre figura porcina, con un sahumerio que incluía sales aromáticas como incienso, mirra y almizcle.
Parecidas razones tenía la presencia de la yerba conocida como ruda (Ruta graveolens) en muchas casitas: estaba destinada a garantizar buena suerte y alejar peligros. Todavía es frecuente que algunos comerciantes de barrio tengan alguna de estas plantas de olores intensos (parecidos a la orina de gato, alegan sus detractores) en maceteros dentro de sus locales, por el mismo motivo. En general, sin embargo, el lugar en donde surtiría efecto es en el frente de las residencias y allí debía ser colocada, ojalá en un jardín. Tenía una característica extra, según la creencia: neutralizar maleficios o “trabajos” brujeriles, algo que se suponía necesario en el rubro de la prostitución, en donde las envidias y los rencores eran enormes.
Empero, hay una leyenda negra en torno a lo que habría sido la verdadera utilidad de la ruda en aquellos ambientes: algunos creían que era para inducir efectos abortivos sobre las mujeres que resultaban que resultaran encimas en la actividad. Son conocidas las contraindicaciones de ingerir infusiones de la planta entre mujeres embarazadas, por cierto. No obstante, para otras opiniones solo se valoraba a la ruda por servir para la regulación menstrual y por sus propiedades medicinales para la digestión y los dolores de cabeza. Con el tiempo, sin embargo, se habrían priorizado las connotaciones mágicas comentadas.
Finalmente, cabe comentar que muchos otros elementos, conceptos y referentes que hemos perdido de vista acá, incorporados a la vida y al imaginario popular de los chilenos, provengan también de aquellas casitas de remolienda. Nada sorprendente, si se considera la relevancia cultural que a veces se les niega, y que realmente tuvieron a lo largo del territorio: desde los célebres boliches enclavados en los campamentos mineros en el Norte Grande en tiempos del salitre y al inicio de la industria cuprífera (Chuquicamata tenía incluso su propio “pueblo rojo” vecino: Punta de Rieles), hasta los antros pueblerinos y casos pintorescos tipo “casa rodante” de servicio andariego y tirados por bestias, que iban con las “niñas” buscando a los colonos en la zona austral.
De alguna manera, entonces, los olvidados lupanares criollos también dejaron su aporte patrimonial en el folclore, las tradiciones populares y el costumbrismo. ♣
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