La famosa fotografía del poeta Jorge Teillier en las puertas de La Unión Chica, con la lista de ofertas y platillos escritos en las mamparas. Imagen tomada del Flickr de Pedro Encina (Santiago Nostálgico).
Por una comprensible razón emocional, en temas realtivos a patrimonio siempre se tiende a exagerar y abusar del uso de la metáfora de los lugares "donde el tiempo parece detenido", especialmente cuando se trata de rincones que son aleros que cobijando a lo poco que queda de la vieja bohemia de inclinación intelectual que existía en el clásico Santiago. Sin embargo, en el caso específico de La Unión Chica, se justifica plenamente aquel recurso y volver a echar mano a tan insistido concepto. Su validez se hace plena y totalmente verificable, en realidad.
Ubicado en calle Nueva York 11, en pleno sector financiero del centro de Santiago (barrio La Bolsa), el bar ocupa hoy un antiguo y amplio espacio en el zócalo del edificio con entrada por el número 17 de la misma calle. Este locar surgió en los años veinte y que había sido cuartel de oficinas de los estudios Fox Film en Chile, durante aquella década. Fue ocupado por una papelería llamada Bonomo durante la década siguiente y parte del cuarenta, con venta frecuente de papeles pintados como novedad. La información disponible es ambigua, pero lo cierto es que vino después el bar y restaurante que hoy conocemos como La Unión Chica, ubicándose allí justo al lado del desaparecido edificio del Bidart Hotel con entrada por Nueva York 9, el que hacía esquina con la Alameda de las Delicias.
El nombre real y formal del establecimiento ha sido Bar Restaurant Unión, pero la vecindad del mismo con el fastuoso y aristocrático Club de la Unión, justo enfrente, le ha valido el definitivo mote de La Unión Chica prácticamente desde sus inicios, según se ha dicho. Es el merecido nombre que lo ha acompañado por todos estos años, alegrando la vida de toda una línea histórica de grandes escritores, poetas y personajes nacionales que se fundieron con su numerosa clientela.
A la memoria de ellos y de la cofradía intelectual que ocupó aquellas mesas barras, Jaime Miguel Gómez, Jonás, dedicó unos versos libres titulados "Poetas en la Unión Chica" ("La voz del agua", 2005), mencionando también a los poetas que inspiraban al grupo:
Es mediodía en el bar "La Unión"
y los parroquianos comienzan
a embriagarse
de la ciudad que bulle.
Todo sucede alrededor
de la velocidad
de portafolios
cuentas
deudas
compromisos.
Pero en esta mesa de madera
en que la vida dejó claras huellas
el tiempo se detiene.
Allí están
El Chico Molina
Iván y
Jorge Teillier
Rolando Cárdenas
Pablo de Rokha que saluda desde una mesa vecina,
Vicente Huidobro que pasa volando
Neruda se aproxima
y Vallejo
desde su sombra antigua hace una seña
a Wenche
pone otra botella de tinto
sobre la mesa.
Algunos de sus
más viejos comensales aseguraban que La Unión Chica ya iba por el centenario de existencia, manteniendo siempre sus mismas y elegantes mamparas, su decoración tipo bar británico y ese gran mesón de
madera, bronce y lámparas. Sin embargo, tampoco hay total claridad sobre esto: parecería ser,
más bien, que el bar y restaurante llegó a la dirección de Nueva York 17 ya pasado el medio siglo, si bien había otros veteranos contando que su aspecto y atractivo definitivos los adoptó
recién en
los sesenta. No era el único establecimiento de este tipo en la calle, además: entre los años treinta y cuarenta, en un vecino inmueble desaparecido hace mucho, destacó también el Bar Jockey Club ocupando en el número 27; y en la esquina de La Bolsa con Nueva York estaba el restaurante Regina, en el zócalo del Edificio Ariztía.
Las señaladas confusiones provienen de un hecho sencillo pero poco conocido, sin embargo, derivado del olvido crónico que persiste en la sociedad santiaguina: el restaurante original ya existía desde la primera mitad de años veinte en calle Nueva York, pero ocupando el número 19 en los bajos del mismo edificio, en el extremo norte del zócalo, justo donde se situó en nuestra época el restaurante Miaky. Entre otras cosas, un aviso comercial publicado en la sección de avisos económicos del diario "La Nación" del sábado 13 de septiembre de 1924, lo confirma:
AL COMERCIO EN GENERAL.- Habiendo comprado a los señores Fischer y Shemmerling el Bar Restaurante "Unión" ubicado en la calle Nueva York N.° 19 se ruega a los señores acreedores presenten sus cuentas en el término de 3 días pasando cuyo plazo no respondo por ninguna deuda contraída por los nombrados señores. Santiago, septiembre 13 de 1924. Antenio Hempel, Casilla 2780. Santiago. 15-S.
Parece haber sido conocido ya entonces por sus platillos y sándwiches, además, y con aquella dirección figurará en los registros comerciales por agunos años más, todavía en el período de 1959-1960, aproximadamente. Todo esto confirma que sí tendría cerca de un siglo o más de existencia, en consecuencia.
Empero, la época de oro y más romántica del "unionismo" de calle Nueva York es en su actual dirección del número 11. Parece comenzar en 1979, cuando se consagra como esa especie de círculo de clientes muy parecido al de los ya casi desaparecidos clubes democráticos de vividores y aventureros ligados a la intelectualidad o la deliberación, funcionando también como una suerte de alternativa "popular" al refinado Club de la Unión o Unión Grande. De ahí el refuerzo a su nombre de Unión Chica que, por paradoja histórica, se afianzaba entre la clientela gracias a las mismas condiciones ambientales hostiles que sepultaban y sumían en el ocaso a otros muchos negocios parecidos de esos años.
Experimentados mozos atienden cordialmente al visitante, desde antaño. Varios productos del bar Unión son de reputación exclusiva, además: sus guatitas (callitos) a la madrileña, el puchero a la española, los huevos a la ostra, el cabrito al horno, la escalopa Unión, sus borgoñas de frutilla, durazno o chirimoya, sus pichunchos y su celebrado cola de mono, cuya fórmula es señalada entre algunos parroquinaos como de entre las más mareadoras y sabrosas que existen entre la buena oferta santiaguina. Antaño, este era el lugar favorito también para comer caracoles, preparados con otra receta española según se recuerda.
Aunque en nuestra época cierra relativamente temprano, antes de la medianoche, abundan al interior del establecimiento las representaciones y memorias de la bohemia diurna y nocturna: discutidores de política, artistas reales o aspiracionales, jugadores de dominó, etc. Más de algún visitante proveniente del propio Club de la Unión o de La Bolsa ha llegado al mismo, inclusive, sentados junto a lustrabotas o vendedores en perfecta armonía social.
Pero de entre todos aquellos visitantes históricos, hubo un grupo de intelectuales que se sintieron especialmente contagiados por el perfume secreto e íntimo de La Unión Chica y la convirtieron en su lugar de encuentro, ya durante toda la década de los agitados años ochenta. Además de su ligazón con artes y letras, casi todos ellos provenían de provincia, por singular coincidencia; o tal vez no tanta, después de todo. Y, como varios eran jóvenes o estaban aún en la etapada de debutantes, todavía se veían limitados de recursos en aquellos días.
Imagen de la entrada de calle Nueva York en 1925, vista desde la Alameda de las Delicias. Al fondo, el Edificio Ariztía. A la izquierda, el Club de la Unión, y a la derecha, el Bidart Hotel. En el zócalo con arcadas de la fachada que se ve dentro de la calle y al lado del desaparecido edificio hotelero, se ubicará más tarde el bar La Unión Chica. Fotografía del Archivo Histórico Chilectra.
Imagen del exterior del Bar Unión en fotografía de Guillermo Palma, publicada por Manuel Peña Muñoz en su trabajo "Los Cafés Literarios en Chile" , de 2001.
Calle Nueva York en 1978, en imagen publicada por el grupo FB Fotos Históricas de Chile. Se observa el aviso del Bidart Hotel ya en sus últimos años de actividad, y atrás del mismo un luminoso del Bar Unión Chica. Al fondo, el edificio Ariztía.
Fotografía donde aparecen Rolando Cárdenas, Germán Arestizabal, Aristóteles España e Iván Teillier en La Unión Chica, tomada en marzo de 1982. Imagen publicada por Memoria Chilena.
Distintas imágenes de los cofrades literatos que allí se reunían en los ochenta y que vuelven a reunirse el año 2001 para el artículo de Elisa Montesinos titulado "Los sobrevivientes de La Unión Chica". Las imágenes pertenecen a Leonora Vicuña.
Aviso de La Unión Chica en los años noventa, en caluga publicitaria de la revista "Safo".
La tradición de aquellos personajes comenzó hacia los días del famoso toque de queda, cuando se hizo corriente verlos allí reunidos para conversar y matar el tiempo hasta los límites con las horas de la noche. Los encuentros se prolongaron durante casi toda la década, hasta finales de los ochenta aproximadamente, acabándose cuando también lo hizo la época histórica a cuyo contexto pertenecieron aquellas tertulias y reuniones con en el escondite del barrio La Bolsa.
La única mujer en aquel grupo, la escritora y fotógrafa Leonora Vicuña, hija de los poetas José Miguel Vicuña y Eliana Navarro, dejó un importante registro de las mismas reuniones de lo que ha venido a llamarse también la Cofradía de los Botones Negros, antes de marcharse por largo tiempo a Francia. Allí estaban, por ejemplo, los poetas Iván y Jorge Teillier, quienes eran también aficionados concurrentes al desaparecido Patio Esmeralda de barrio Mapocho y Los Cisnes de Macul. La predilección de Jorge por La Unión Chica, sin embargo, era porque se encontraba tan cerca de las oficinas donde se hacía el Boletín de la Universidad de Chile, medio en donde él trabajaba cruzando la Alameda.
En la misma hermandad estaban, además, el pintor Germán Arestizábal, el vendedor viajero Roberto Araya y los escritores Álvaro Ruiz, Carlos Olivárez, Aristóteles España, Ramón Díaz Eterovic, Juan Guzmán y el controvertido Eduardo Chico Molina, recordado con cariño como fanfarrón y algo charlatán.
Cabe añadir que,
desde aquella energía creativa concentrada en el bar, surge en el
período la antología "Nueva York 11", obra que incluyó poesías de -entre
otros autores- Pablo Neruda, Teófilo Cid, Rolando Cárdenas y, por
supuesto, el incorregible Teillier. El trabajo fue compilado por Carlos Olivárez y publicado en 1987.
Elisa Montesinos rescata y describe parte de ese inspirador ambiente de La Unión en aquellos años. Lo hace desde la voz de algunos de sus propios protagonistas allí reunidos, en un interesante artículo del año 2001 titulado "Los sobrevivientes de La Unión Chica", publicado después por un sitio literario vinculado al Proyecto Patrimonio:
Todos hablan al mismo tiempo. Casi no es necesario hacer preguntas. La historia se va armando con los retazos que cada uno recorta de su memoria.
Las condecoraciones de botones negros que inventaba Jorge Teillier, a la usanza de una orden antimilitarista. O cuando descubren que todos eran de provincia, menos Roberto Araya, y este se puso a llorar como un niño. “Decidimos nombrarlo hijo ilustre de Negrete para que no se sintiera menoscabado”, comenta Díaz Eterovic.
“Peleábamos mucho; era una escuela de ataque y defensa”, dice Álvaro Ruiz. Roberto Araya cuenta cuando leyó un poema y Ruiz se lo pisoteó en el suelo. "Es que eran muy malos", se defiende el aludido.
Los hermanos Teillier quedaron retratados en las imágenes originales tomadas por Leonora. Se los ve junto a su colega, el elegante y señorial Rolando Cárdenas, trío de bebedores y vividores fallecidos durante la década siguiente. En esas fotografías se puede reconocer el mismo aspecto actual y decoración interior del local, como la campana de cocina con imágenes inspiradas en la cerámica tipo Quinchamalí; o esas elegantes lámparas de estilo inglés. Jorge dejó, de hecho, una bitácora de estas reuniones, la que fue descubierta tras su fallecimiento en 1996, pagando caro tributo a su vida beoda. Otra de las fotografías más famosas que se tienen de él, lo muestra precisamente en las puertas de La Unión Chica, con la lista de ofertas de platillos y tragos escrita a su espalda.
Díaz Eterovic, en tanto, jamás pudo renunciar al influjo del bar recibido en esos días, volviendo a colocarlo en los escenarios de sus novelas policiales, como sucede en "Los siete hijos de Simenon" y "Nunca enamores a un forastero". Y cuando escribió la introducción para "Vagabundos de la nada: poetas y escritores en el bar Unión", publicado por la Editorial La Calabaza del Diablo en 2003, recordó desde lo profundo:
1980. Nos rodea la oscuridad de la época y el miedo asedia al vino. Hablamos en susurros. La vieja mesa de madera crece con las horas. Al mediodía ha llegado Jorge con algunos libros bajo el brazo. Lo espera su hermano Iván. Lo esperamos Rolando Cárdenas, Germán Arestizábal, Álvaro Ruiz, Carlos Olivares, Roberto Araya Gallegos, Aristóteles España, Juan Guzmán Paredes, Mardoqueo Cáceres y algunos más que "matamos" las horas conversando de poesía, de fútbol, de los chismes literarios de esos días, pobres y grises, como todo lo que nos rodea. Es el inicio de una tertulia más en la “Unión Chica”, bar ubicado en la calle Nueva York, en el centro de Santiago, con sus garzones de chaqueta blanca y mesas de madera, que eran el medio que rodeaba nuestras reuniones; de esas charlas interminables que iban quedando registradas en una bitácora que Jorge Teillier custodiaba con especial celo y que finalmente, después de su muerte, se encontró en su casa de La Ligua, entre sus libros de poesía y manuscritos.
Díaz Eterovic no es el único en novelar memorias La Unión Chica: el bar aparece mencionado también en trabajos literarios como los de Roberto Ampuero ("El último tango de Salvador Allende"), Eduardo Vassallo ("Zugzwang") y Juan Villegas ("Yo tenía un compañero"), solo por recordar algunos ejemplos.
Cabe añadir que, en aquel tiempo, muchos llamaban todavía a La Unión Chica como el Bar de don Wenche aludiendo al apodo de su dueño de entonces, el ciudadano español Wenceslao Álvarez. Su mano y la de su leal primo Senén, compañero de esta aventura comercial, parece notarse en la cantidad de platillos hispánicos que ofrece el restaurante. Don Wenceslao es hijo de un don Wenche anterior que había poseído ya otro bar en el Centro de Santiago antes de tomar la rueda de gobierno de este local. Leonora contó una vez que, cuando pudo volver al bar tras la dolorosa y triste muerte de Teillier, Wenche hijo solo atinó a decirle: "Don Jorge ya no está".
Manuel Peña Muñoz, por su lado, informa en su trabajo "Los cafés literarios en Chile" sobre otros personajes e hitos asociados al bar y restaurante, agregando que aparecieron por él, alguna vez, también figuras de la talla de los escritores Francisco Coloane, Gonzalo Rojas, Jaime Gómez Rogers, Mario Ferrero, Marino Muñoz Lagos, Emilio Oviedo y Gonzalo Drago, entre otros:
En el Bar de la Unión Chica se idearon proyectos literarios como la antología Nueva York 11, alusión a la dirección del bar, gestionada por Carlos Olivárez y que después publicó Hugo Galleguillos de la editorial Galinost. También se creó aquí la revista La Gota Pura, que editaba de manera más o menos artesanal la poesía de autores marginales y de la provincia.
(...) Acudían también al Bar de la Unión Chica el profesor de filosofía Juan Guzmán Paredes, el poeta Roberto Gallegos y el escritor y músico Enrique Valdés, oriundo de la Patagonia y autor de las excelentes novelas Ventana al sur y La Trapananda, alusión esta última a su territorio de infancia. Junto con recordar su niñez en la provincia, tema común del grupo, Enrique Valdés andaba siempre con sus partituras de música ya que interpretaba el violoncello en la Orquesta Sinfónica de Chile. Con posterioridad viajó a Estados Unidos y tras permanecer allá durante varios años, regresó a vivir a su Coyhaique natal.
Valdés iba a veces acompañado por los integrantes de la Orquesta Sinfónica, y según recordara Aristóteles España, lo hacía para beber vino pipeño. El músico también escribió sus recuerdos del bar y de Teillier en un trabajo titulado "Solo de orquesta". Quizá pudo encontrarse allí con otros poetas también asiduos visitantes del local, como Mauricio Barrientos, José Ortiz Suárez o Jaime Quezada.
Ronnie Muñoz Martineaux, por su parte, en el artículo "El bar 'Unión'. Poesía, vino y nostalgia" publicado por la "Revista Literaria Rayentru" en 2005, continúa con esta nómina de parroquianos adictos al restaurante y el clima generado dentro del mismo:
Otros habitúes infaltables son: doña Quenita y don Carlos Valdés, quien, siempre vestido de gris, fuma un eterno cigarro en el mostrador. La tarde y el vino pasan como las nubes y el mesón del Wenche parece una gran barca a la que se aferran marineros, soñadores, piratas y grumetes.
(...) Nunca falta un bohemio que evoca los versos consagrados al vino por el gran poeta persa Omar Khayan: “Nuestro tesoro, el vino / nuestro templo, la taberna, / nuestras mejores amigas, la sed y la embriaguez”. También al atardecer más de algún parroquiano canta un tango; los ojos se humedecen y las botellas iluminan el crepúsculo. Al final, don Wenche, avisa a los parroquianos y timoneles que el bar se cierra. Ante la voz del almirante se pide la última botella y vienen los abrazos y despedidas de esa gran cofradía de amigos y soñadores que deben regresar a los cotidiano, a morirse un poco entre las calles santiaguinas.
Cuentan que, algunas veces , habrían aparecido por allá también Enrique Lafourcade, el célebre autor de "Palomita Blanca", y la polémica poetiza serenense Stella Díaz Varín, conocida como La Colorina, famosa tanto por su fatídica belleza tipo escocesa como por su incorregible y violento carácter. Otros concurrentes fueron la poetisa Yolanda Lagos viuda de Juan Godoy, el poeta y abogado Mardoqueo Cáceres, y destacados periodistas como Mario Gómez López, Raúl Mellado y César Fredes, quien dedicó un artículo al bar en el diario "La Nación" del 16 de junio de 2007. También acudieron políticos, juristas, actores, académicos, etc. Y en 2006, escribía España en artículo del mismo sitio de "Proyecto Patrimonio”:
Qué será de Juan Guzmán Paredes, preguntamos; de Ronnie Muñoz Martineaux, de tantos amigos dispersos por el mundo y otros que ya habitan en el País de los Muertos. Recordamos a Stella Díaz Varín, quien falleció en junio de este año, a Eliana Navarro, a Yolanda Lagos quien suele aparecer todos los meses por calle Nueva York, domicilio del restaurant.
La Unión Chica es un bar lleno mitos y leyendas. Lo que no existe, se inventa. Por ahí divisamos entre la multitud de parroquianos a antiguos boxeadores, prestamistas, profesores jubilados, futbolistas en retiro, actores ancianos, ex cantantes de tango que hoy ven pasar sus días ajenos al aplauso, rodeado de recuerdos y botellas que los mozos de la Unión se esmeran en destapar para alegría de los contertulios.
Toda la fama y
leyenda de La Unión Chica ha atraído hasta sus mesas a otras generaciones de
intelectuales, escritores o artistas más jóvenes que han pretendido perpetuar
aquella camaradería consolidada en los ochenta. Pero la nostalgia suele ser estéril: nunca llegará a reemplazar o relevar ese creativo fenómeno sucedido entonces, en tiempos muy
distintos y con aquellos nombres hoy tan distantes, cuando solo podemos conocer frutos de inspiración y recuerdos como la antología "Vagabundos de la nada", de Díaz Etérovic, publicada en 2003 con piezas de los mismos ex contertulios del singular establecimiento.
Actualmente, existe un rincón dentro del local con fotografías del trágico poeta lárico, el inefable Teillier, cual suerte de memorial. Está dentro del bar en el sector que más frecuentemente ocupaba y donde se cuenta que nunca almorzaba, solo bebía y conversaba con cofrades o se animaba a leer poemas. Sus amigos y admiradores descubrieron allí en el local una placa conmemorativa para él en agosto de 2011, en un acto encabezado por su sobrino y presidente del Partido Comunista de Chile, don Guillermo Teillier.
Seguirá allí La Unión Chica, entonces, con sus experimentados meseros y sus impecables mesas clásicas, ofreciendo las delicadezas de siempre como caldillos de congrio, carne mechada, tortilla española, cazuela, sánguches de pernil o de pulpa de cerdo y humitas, más las mismas botellas de vino lírico que llenan las repisas tras el mesón y que han deleitado paladares de escritores, cual musa de tantos poetas de ayer. ♣
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