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TAUROMAQUIA EN SANTIAGO: LAS CAMPAÑAS CONTRA UN ESPECTÁCULO SANGRIENTO

 

Uno de los grabados en aguafuerte del español Francisco de Goya sobre la tauromaquia, año 1816.

El día 15 de septiembre de 1823, como otra medida de aspiración republicana y reformista durante el gobierno de Ramón Freire, se da un golpe notable a los muchos amantes de la tauromaquia que quedaban en el país, al publicar con su ministro Mariano Egaña una prohibición total y eterna para la tauromaquia: “Quedan abolidas perpetuamente en el  territorio de Chile las lidias de toros, tanto en las poblaciones como en los campos”.

Semejante decisión, de seguro muy resistida en lo inmediato en algunos ambientes, brotaba en parte con los latidos refundadores que sonaban desde el corazón de los patriotas, en este caso quizá rechazando también símbolos bajo sospecha de ser resabios hispanizantes o propios de los días del realismo, incluyendo otros aspectos de la recreación como las fiestas de chaya y varias modalidades que asumía la diversión popular de entonces. Es una paradoja, sin embargo, el que esas medidas se parecieran bastante a otras que el gobernador Casimiro Marcó del Pont había tomado en los últimos años de la Reconquista, tal vez castigando las deslealtades populares a la corona.

Balde de agua fría para muchos criollos, entonces, la aprobación de la nueva ley había sido comunicada durante el día anterior al director supremo por el presidente de sala en el Congreso, don Juan Egaña, y por el secretario Gabriel Ocampo. Era el resultado de una moción presentada durante el año previo por don Manuel de Salas, con un proyecto de prohibición de las manifestaciones que consideraba propias de un retraso civilizatorio perdurando en la sociedad chilena, visión que también habría sido compartida por Bernardo O’Higgins.

La drástica medida puso a Chile en una de las posiciones pioneras de los países que abolieron la tauromaquia en América Latina. Siendo hijo cultural de la España de los tiempos imperiales, sin embargo, la tradición sangrienta de los toros había entrado con períodos de relativa fuerza desde los tiempos tempranos de la Colonia, pero siendo practicada con más intensidad hacia el siglo XVIII, según se ha dicho. Iba a costar mucho erradicarla por completo, en consecuencia.

Sacando cuentas de la historia, la línea hispánica y folclórica de los juegos taurinos se remontaba a temporadas de festejos con lidias realizadas en localidades como Ávila y Zamora en el siglo XIII, desde donde comenzarían a llegar a América durante la expansión imperial. Repudiando tempranamente la brutalidad del espectáculo, sin embargo, el papa Pío V lo había prohibido en 1567, pero en Indias Occidentales sus disposiciones cayeron en el pozo de la letra muerta, a pesar de las insistencias de Inocencio XI para que se cumplieran. Sucedió entonces que el soberano Felipe II no solo hizo caso omiso a la prohibición, sino que también convenció al papa Gregorio XIII, sucesor de Pío V, para que se permitiera la práctica en los reinos españoles con la única restricción de no ejecutar lidias en días festivos. Así, la tradición se esparció sin problemas en las colonias del Nuevo Mundo incluyendo a Chile, pasando a formar parte de algunos actos oficiales.

Comenta Benjamín Vicuña Mackenna que estas funciones se remontaban en el territorio a muy poco después de la fundación de la capital chilena, iniciándose en el gobierno interino de Rodrigo de Quiroga, en 1554, pues un documento de 1574 señala que las lidias ya se practicaban desde hacía 20 años. Un cabildo abierto fue realizado el 15 de junio del señalado año para acordar la forma en que debían cerrarse las barreras del anfiteatro de toros, ya que el empresario que al parecer se hacía cargo de ellas, había dejado el negocio. Al no llegarse a acuerdo, los propios vecinos resolvieron construirlo, poniendo materiales y mano de obra.

Como la corta cartelera de entretención popular para los santiaguinos frecuentemente era controlada por los caprichos sacerdotales, la necesidad de diversión había volcado a la gente hacia los espectáculos y regocijos disponibles, partiendo por las lidias de toros como una de las principales convocatorias, junto a las partidas de naipes, las chinganas, las carreras de caballos y los juegos al aire libre. Las funciones que se ejecutaban en la Plaza de Armas iban a permitir, con el tiempo, un breve pero intenso despegue de la tradición taurina en el país, produciendo una generación de toreros profesionales y multiplicando también su público. Esto obligaría a la creación de “ruedas” especiales para el juego y los encierros, no obstante que había una gran rusticidad en las funciones, alcanzando parte de la propia seguridad del recinto dispuesto para ellas.

En 1612, el cabildo otorgaría un contrato de monopolio de la carne a don Juan de Astorga, en el que se le exigía venderla a tres reales la arroba y que dispusiera también de toros en dos ocasiones para las fiestas de la ciudad. Dos décadas después, el cronista y sacerdote Diego Córdova y Salinas, refiriéndose a las primeras fiestas en Santiago para el venerable y futuro canonizado Francisco Solano, al ser escogido como segundo patrono de la ciudad en 1633, describió así las corridas de toros correspondientes:

El viernes nueve de septiembre se corrieron toros. Hiciéronse por los caballeros (que entraron lucidísimos a la plaza) como por los de a pie, extremadas suertes y siendo muchos toreadores, ninguno salió con detrimento, que la ferocidad de estos animales reconocía y respetaba la santidad, a cuyo honor se hacían estas fiestas. A la noche salió otra máscara con muchas invenciones y gastos, que hicieron los oficios.

Sábado diez de septiembre, ni fue de menos regocijo ni faltaron primores en los caballeros, en los toros que se corrieron. Jugaron los caballeros cañas.

La lidia era todavía un espectáculo con deficiencias y hasta grandes inseguridades, sin embargo. Se recuerda el caso que figura entre los prodigios atribuidos al sacerdote español de la Recoleta Franciscana de aquel siglo, fray Pedro de Bardeci, cuando uno de los bravos toros de la plaza escapó y comenzó a sembrar el pánico en las calles. El testimonio, que figura en uno de los informes presentados al Vaticano para el proyecto de canonización por José Gandarillas (“Vida del Venerable Siervo de Dios, fray Pedro Bardeci”), dice que el toro corrió por calle Compañía atropellando a todo el mundo y arrojándose con ferocidad contra los aterrados transeúntes. Bardeci justo iba caminando con su amigo el capitán Juan Diez de Gutiérrez; ambos voltearon al oír el griterío y se vieron de frente con el animal, abalanzándose colérico en contra. Gutiérrez sacó su sable por reflejo y se preparó para la embestida, pero Bardeci, que como digno usuario del hábito de San Francisco de Asís podía jactarse de alguna secreta comunicación con la fauna, detuvo y amansó en segundos al animal con solo tocarlo con la manga de su hábito, permitiendo así que los jinetes se lo llevaran. El testimonio del caso, muy semejante al del milagro de San Francisco Solano calmando también a un toro furioso, era tan detallado que incluso señalaba la espuma de babas que la fiera dejó en la prenda del extraordinario sacerdote, como “besándola” al caer rendido ante él.

Las primeras corridas y encierros con lidia se efectuaban en un circo o tabladillo dispuesto en la plaza y con motivo de solo tres celebraciones anuales: la fiesta de San Juan Bautista (especialmente en el siglo XVI), la fiesta de Santiago Apóstol (el santo patrono de la ciudad) y el Día del Tránsito de la Virgen María. Un gran fomentador de las mismas fue el general Francisco de Meneses y Brito, tras asumir en 1664, dejando tres años de importantes avances pero también unos escándalos que no se veían desde los días del gobernador Ribera, por su estilo de vida demasiado disipado y excesivamente cercano a los placeres populares para una alta sociedad tan gazmoña como la chilena. Curiosamente, eran cargos parecidos a los que se derramarían encima de su descendiente, don Diego Portales.

A mayor abundamiento, Meneses, aficionado a las fiestas particulares y a la diversión, llegó a ser denunciado en carta al rey por el militar y escritor Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, escondido en el libelo acusatorio tras el pseudónimo de fray Juan Jesús de María, en donde señalaba que “baila en los desposorios y zapatea con las muchachas” causando escenas de risas en los presentes. Quedará en la duda qué clase de baile profano era aquel de zapateo, quizá un ancestro de la zamacueca. Otros enemigos del gobernador formularon acusaciones en su contra a través de un documento secreto fechado el 21 de julio de 1664 y formalizado por el escribano Jerónimo de Vega, también haciendo una pataleta incomprensible porque el 10 de abril anterior, en una boda, Meneses “bailó en casa del capitán don Francisco Peraza con una hija suya doncella, entre otras que tiene”, y pretendiendo usar este argumento para acusarlo de comportamientos abusivos y vejatorios contra las muchachas durante las noches, en una delirante fábula de calumnias.

Como si no bastaran las razones para despreciarlo entre los señoritos de pelucas, el audaz gobernador Meneses también era experto jinete, toreador y apasionado criador de caballos y perros. Por supuesto, el venenoso Pineda y Bascuñán tampoco dejó pasar esto en la denuncia ante el soberano, insistiendo en su caricatura de un hombre solo digno de burlas:

Salió a unos toros a la plaza y fuese uno de ellos que mostraba algunos bríos. Y dando voces, dio tras él con pretal de cascabeles, corriendo por todas las calles entre los vaqueros con desjarretaderas, y algunos lisonjeros que le siguieron corriendo por las calles hasta el río, siguiendo el toro. Y ese día queriendo hacer un lance a un toro que traía una soga arrastrando, lo tuvo tan descompuesto fuera de la silla y los brazos sobre el cuello del animal, que a no ser tan manso, que después de mal herido no hizo movimiento alguno, lo postra por los suelos y pudiera sucederle algún mal caso, acciones todas que han causado grande risa, dando a entender muy poco juicio sin maduro acuerdo.

Por cierto, la ojeriza entre Pineda y Meneses llegó a tal punto que este último, aprovechando un momento de distracciones clericales en el funeral de una connotada vecina, envió un piquete de 20 hombres para darle captura al chismoso en el Convento de San Francisco, en donde se encontraba asilado. Pero Pineda y Bascuñán alcanzó a escapar saltando los muros como un gato asustado, además de recibir el apoyo de gran parte del pueblo que le tenía mucho aprecio, cuando corrió esta noticia... Y así quedó tal episodio como otra prueba de que el chisme ignominioso, el pelambre enfermizo era, a la sazón, una de las prácticas más bajas pero usadas en la sociedad del siglo y quizá parte del siguiente, reflejo del subdesarrollo mental y del estado casi infantil en que se hallaban aún las consciencias por aquel entonces.

Sin embargo, el esplendor de la tauromaquia como atractivo de masas comenzó recién a fines de la gobernación de Gabriel Cano y Aponte, en 1732, cuando se registran las primeras corridas de toros afuera del histórico espacio de la plaza y habiendo quedado atrás también la dependencia de estas lidias con respecto a programas de fiestas públicas, como la del apóstol y santo patrono de Santiago.

Aquella vieja cancha taurina consistía en un simple círculo rodeado de tablados, con parte del anfiteatro reservado para las autoridades, además de espacios para juegos populares y carpas o tendales de los asistentes. Había allí mucha circulación de comida, alcohol y los infaltables desenfrenos ya entrada la noche o al terminar las funciones, causando las esperables reacciones de escándalo. Los propios vecinos y concurrentes llevaban materiales, herramientas y energías para confeccionar sus palcos y gradas en torno a la cancha, desde donde podían mirar las presentaciones durante los tres días que solía durar la fiesta. Los ciudadanos más copetudos se ubicaban al costado norte de las instalaciones, y ciertos emprendedores vendían vistas desde los balcones del entorno.

Así describe Vicuña Mackenna una jornada típica de lidias taurinas en la Plaza de Armas de entonces:

La fiesta comenzaba desde la mañana; pero a esa hora solo se rejoneaba, sin matarlos, seis toros comparativamente mansos, y esta era la parte popular y bulliciosa de la jornada, por los lances que acontecían a los aficionados. Todos tenían entrada a la arena con el objetivo de torear, pero hacían propiamente esta operación seis tenientes nombrados por el cabildo y cuyas familias tenían derecho a un palco de cuatro varas. El corregidor presidía y nadie podía matar un bicho sin su licencia.

La función de la tarde era, con todo, la verdadera fiesta oficial, porque la dirigía el presidente, se hacían la ceremonia del despejo una vez a caballo y otra a pie por los dragones, con todas las gentiles si bien afeminadas maniobras de marcha que a la sazón se usaban y se usan todavía en Lima, y por último, y esto era lo esencial, porque se mataba los bichos, que esta es la expresión de tauromaquia.

Llegada la hora, entraban en efecto los cabildantes al palacio, sacaban al presidente al tablado, descubríanse todos en el vasto recinto, sentábase aquel en su sitial y entraban seis toreadores de a caballo, que eran por lo común los más apuestos caballeros de la ciudad. Presentábanlos al presidente los alcaldes.

Y a continuación, entrando en los pormenores de la lidia misma que era la parte más dramática del día (además de complacer la sed de sangre), prosigue el intelectual conteniendo sus conocidos repudios al maltrato de los animales:

Salíanse estos en el acto del recinto, hacíanse los dos despejos, el corregidor mandaba en una bandeja las llaves del toril al presidente, devolvíalas este con un cortés ademán, sonaban los clarines, abríase la puerta, y uno en pos de otro entraban los seis toros, seguidos de los chulos de capa y de los banderilleros.

Pasados unos cuantos lances, rompía otra vez el clarín en señal de muerte y la plaza quedaba encharcada de sangre, arrastrando cuatro robustas mulas enjaezadas con penachos y mandiles de armas reales los cuerpos muertos, conducidos por lacayos encintados no menos que las bestias. Con esto, con la algazara de la muchedumbre al retirarse y el acompañar de nuevo al presidente, concluíase la función.

A pesar de la admiración de las autoridades por la tauromaquia y de su consolidación en las colonias, la Iglesia permaneció horrorizada con estas prácticas y los libertinajes adjuntos a ellas, durante los años que prosiguieron. En algo pudo influir también sobre esta alergia el tufillo pagano que tuvieron las lidias taurinas, relacionadas en sus orígenes con costumbres celtas, romanas y mitraísticas.

Tauromaquia en México, practicada de manera parecida a como se hizo también en el Chile colonial. Fuente: sitio Wikiméxico.

Otra escena de tauromaquia en los grabados de Goya, hacia el final de su vida.

Caída de un caballo con lancero y ataque de un toro, en aguafuerte de Goya sobre la tauromaquia.

Plano de S. Giacopo (Santiago) de 1776, publicado por el abate Juan Ignacio Molina, detallando lugares relevantes de la ciudad en el siglo XVIII. Se observa la línea de tajamares en el Mapocho y las arboledas de sus alamedas. El número 38 señala al Paseo Público y el 39 al lugar de la Plaza de Toros.

Después del fatídico terremoto del 8 de julio de 1730, se habían organizado campañas para reunir fondos de reconstrucción y asistencia a los damnificados. Una de ellas consistía en una corrida de toros en el barrio de La Chimba, gestada por los capitanes Diego del Valle y Joseph Requena, miembros de la Cofradía de Nuestra Señora del Socorro de la Viña, a inicios de 1732. Sin embargo, importantes religiosos de entonces como el obispo Pedro de Azúa, partieron presurosos ante las autoridades tratando de impedir estos encuentros, argumentándose en lo ofensivo que resultaba a la Iglesia un espectáculo de lidia, a la que no se oponía particularmente pero sí cuando era ejecutada “bajo la sombra de la sagrada religión”. El franciscano fray Pedro Godoy, advertido de lo que sucedía, también resistió aquellos eventos y se alineó con las protestas.

A pesar de las amenazas de excomulgar a los que asistieran, las corridas se realizaron de todos modos y a público lleno. Esto provocó una gran polémica y una solicitud de la Iglesia de ser informada con los nombres de quienes habían concurrido, intentando judicializar el asunto y obligando al Cabildo a abordar el tema, el 20 de febrero de ese año. Sin embargo, el fiscal respectivo consideró que el encuentro sí estaba autorizado y, por lo tanto, estaban perdonados los espectadores.

Poco lograban ya los reclamos de adversarios de la tauromaquia, porque las funciones fueron parte de las celebraciones santiaguinas por la coronación de Fernando VI de España, en 1746, como se señala en las crónicas de Vicente Carvallo y Goyeneche. En esta desventaja, el entonces obispo de Santiago, el estricto Manuel de Alday y Aspee, quiso jugarse una última carta opositora enviando un informe con fecha del 26 de noviembre de 1757, en donde atacaba varias expresiones de entretención pública partiendo por los encierros y lidias de toros, tan recurridos todavía para las fiestas y las juras reales.

Para su desdicha, sin embargo, en 1760 se autorizó de todos modos la construcción de un toril provisorio y tres días de fiestas, destinados a realizar funciones benéficas a favor de los presos de la cárcel por parte de la Hermandad de los Pobres. Las consultas que hizo al Cabildo el porfiado obispo con relación a este caso no fueron tomadas en cuenta, lo que debe haber agravado su aversión al mundo de las lidias y sus concurrentes. Aquella plaza de toros provisional, primera que tuvo el país fuera de las canchas improvisadas para las fiestas anteriores, fue encargada a un maestro de apellido Briseño y consistía en un sencillo ruedo, cuyo documento con el plano y el presupuesto es atesorado en el Archivo Nacional. Los toros fueron aportados por Joseph de Lara y los sitios de venta quedaron en la responsabilidad de Juan de Solís. Las ganancias fueron de 840 pesos.

Así las cosas, en el Sínodo Diocesano de 1763 dirigido por el mismo Alday y Aspee, se resolvió solicitar nuevas medidas a la autoridad y que, como prioridad, prohibiese de una vez por todas las lidias. En cierta forma, esta parece haber sido la primera gran arremetida formal y bien organizada contra la tauromaquia en el país, además de poner en relieve la existencia de un sector de la población que, definitivamente, estaba en contra del juego, a pesar de irse arraigando tanto en el gusto criollo.

Con la Plaza de Armas cada vez más posesa por el mercadillo y ya ajena a las antiguas lidias del primitivo tabladillo, los juegos lograron afirmarse en el sector del Basural de Santo Domingo, aquel infame vertedero a espaldas del convento domínico y casi en la vega del río Mapocho, en donde se habilitaron los espacios despejados para las corridas y, años más tarde, para práctica de teatro y juegos de pelota.

El hecho de que el corregidor Luis Manuel de Zañartu solicitara licencia al gobernador Morales para celebrar corridas de toros, en agosto de 1772, sugiere que esta práctica no estaba asociada a los vicios del bajo pueblo que tanto despreciaba el mismo constructor del Puente de Cal y Canto. De acuerdo a su petición, quería incluirlo en el proyecto de una alameda para Santiago equivalente en su hermosura a las de Europa, y procurarle al vecindario “diversiones honestas y públicas para evitar algunas otras menos decentes”.

Dicho proyecto fue autorizado el 1 de septiembre, con la advertencia de evitar cualquier peligro de escándalo en la actividad. La construcción del ruedo de toros, en un sector denominado Alameda adentro, fue encargada a Francisco de Borja Lecaros y Pedro del Villar. No nos ha sido posible confirmar si este era mismo empresario chichero con ese nombre, famoso en esos años, pero se sabe que el asentista fue don Juan Antonio de Santa María.

Sin embargo y contra todo lo esperable, las funciones no recibieron el público esperado y generaban grandes gastos, de modo que Santa María protestó recibiendo como respaldo los derechos de la cancha de gallos y tratando de cerrar el estadio de toros. Zañartu se negó a la clausura del lugar y así las lidias continuaron con baja concurrencia y con el problema de tener que ajustarse fuera de las temporadas de carreras de caballos como las que se realizaban en Renca, competencias que se llevaban casi toda la atención del público.

Ya sin poder sostenerse por más tiempo abierta, el fiscal Lorenzo Blanco y Cicerón ordenó el cierre de la cancha taurina en 1778, agregando que el compromiso de creación de la alameda en el lugar se cumplió “sin más adornos que unos sauces mal plantados en un terreno desigual, pedregoso que unas veces inundaba el agua y que lo más del verano se pasaba sin recibir lluvias”, haciendo inviable el sitio como para volverse atractivo al público.

El espacio de la plaza de toros del ex basural, en tanto, aparecerá en un plano de Santiago publicado por el abate Juan Ignacio Molina en su “Compendio de la historia natural, geográfica y civil del Reino de Chile”, en 1776, y se observa que su ubicación debió ser más o menos enfrente del empalme de la denominada calle de la Nevería o de la Pescadería, actual 21 de Mayo, con el callejón de Las Ramadas, hoy Esmeralda.

Nuevas subastas públicas de la cancha de toros se realizaron en 1783, para obtener recursos con los cuales poder reparar las casas del ayuntamiento. Las corridas fueron dirigidas por el alarife Agustín de Argüelles y, a partir del año siguiente, serían rematadas a Ventura Carrasco. En 1786, los derechos de uso fueron adjudicados a Francisco Azócar.

Pero el estrato más popular seguía un tanto alejando de las fiestas típicamente españolas, por lo que decayeron también los espacios dedicados a las corridas. Desde los tiempos de la gobernación de Jáuregui, además, había comenzado a cobrar importancia el teatro como opción culta de entretención, muy en el interés de las autoridades de entonces al punto de proponerse la construcción de una primera casa de comedias para la ciudadanía. Súmese el que, en 1792, se había dispuesto de tres botaderos oficiales para frenar la acumulación de basura en Santiago: uno era el sector del antiguo Tajamar de Gatica, otro en el lado norte de las rampas laterales del Puente de Palo enfrente de Recoleta, y también en el ya abandonado círculo de toros riberano, que para entonces estaba en ruinas.

En tal estado de cosas, Carvallo y Goyeneche observó ya a fines del siglo XVIII, que en Santiago no había diversiones públicas importantes como comedias, óperas, ni lidias de toros, de modo que se hallaban en otra racha de decadencia extendida también a varias formas de espectáculos. Esto pondría en duda algunas afirmaciones señalando a los toriles como una de las diversiones multitudinarias más activas y estables de aquellos precisos años, pues su popularidad aparenta haber sido fluctuante o más aristocrática, en muchos tramos, y no se reflejaba aún en un dinamismo totalmente exitoso para el mismo rubro y sus empresarios.

Durante la gobernación de Ambrosio O’Higgins, período en que se autorizan más encuentros de toros para financiar obras públicas como la cárcel, el ilustrado oidor Juan Rodríguez Ballesteros llevó al cabildo un informe a favor del fomento del teatro, pero en donde atacaba con decidido desprecio a las chinganas y -siendo tal vez previsible ya- a las lidias de toros:

Fundamentos que han empeñado a las plumas más celosas de la humanidad y de la religión claman para que se destierre del mundo este horroroso espectáculo, que entra por los ojos a lastimar todo corazón sensible y humano; pero como en esta ciudad, por una parte, se desarman estos animales aserrándoles o cortándoles las puntas de las astas, y por otra, no haya toros de muerte ni se haga uso de la garrocha, son más dispensables sus juegos, cesando aquellos peligros, subsistiendo solamente el de las contusiones o golpes, que rara vez causan riesgo mortal en los chulos o en los aficionados.

Coincide la época, entonces, con los tiempos en que se autoriza y pone en marcha el primer proyecto de construcción de un teatro en Santiago, aunque con varios tropiezos antes de poder concretarse. De hecho, espacios de la propia cancha abandonada y de los terrenos del basural serían utilizados provisoriamente para algunas funciones teatrales, en esos mismos años.

Según autores como Eugenio Pereira Salas y René León Echaíz, fue a partir de 1801 que la plaza se vuelve establemente el lugar de las corridas de toros que le quedaban a la historia de la ciudad, en un último y breve período de existencia de la tradición con nuevos aires de esplendor. Una caída de los juegos de lotería motivó al presidente Joaquín del Pino, aquel año, a rematar tres corridas anuales por un lustro. Hubo problemas y acusaciones muy malévolas contra el subastador José Antonio de la Rosa en aquella oportunidad, sin embargo.

José Zapiola agregaba en sus memorias que había tomado bastante trabajo el poder despejar aquel lugar para habilitarlo otra vez a las actividades, en años cuando los primeros comerciantes de la futura Plaza de Abastos empezaron a instalarse con sus puestos y ranchos en aquel sitio, en donde está hoy el Mercado Central.

Encierro de toros al estilo que se usaba en Santiago. Fuente imagen: sitio Wikicharlie.

Salida de una cuadrilla en la Plaza Circo de Toros de Santiago, año 1900. Fuente imagen: revista "La Ilustración".

Acrobacia de la garrocha en la tauromaquia. Fuente: Fundación Identidad y Futuro.

Cancha de corridas y rodeos del Matadero Público, ubicado en la Población Portales. Los trabajadores de los mataderos también practicaban formas rústicas de tauromaquia en rodeos propios como el de la imagen, en alguna época. Fuente: revista porteña "Sucesos", 1915.

Corrida de toros en la Medialuna de Maipú, año 1941. Fuente imagen: Cambalache Maipú.

La proximidad de la lucha por la Independencia y luego su desarrollo motivaron algunos afanes recreativos diferentes a las opciones netamente hispánicas de la Colonia. Las actividades de las lidias, sin embargo, pasaban por una visible recuperación, quizá parcial pero manifiesta, y continuaban rematándose aunque también con polémicas en las pujas y problemas por la falta de interesados, situaciones que obligaban a repetirlas hasta hallar uno. El espacio iría siendo adjudicado al empresario de comedia y volatín José Antonio Rubio, a Andrés de Villarreal y a Manuel Antonio de Figueroa.

Durante la Patria Vieja, el Cabildo dispuso en 1812 el nombramiento de un juez de abastos que, entre muchas otras materias, quedaría a cargo de la organización y administración de las corridas de toros. Era la última y breve buena racha en la historia de la actividad.

El tipógrafo norteamericano Johnston describe la situación de las lidias en aquel período de tantas expectativas y aspiraciones románticas, mismas que iban a caer heridas de muerte en Rancagua en 1814, tal como las pobres bestias del ruedo:

Las corridas de toros son aquí una diversión permanente y frecuentadas por gente de más suposición de la que concurre al teatro. La plaza edificada para ese objeto es muy cómoda y puede contener cerca de tres mil espectadores. En las corridas de las tardes, los toros son lidiados por hombres de a caballo, armados de lanzas largas; a menudo mueren los caballos en estas lidias, pero es tal la destreza de sus jinetes, que rara vez reciben algún daño. Cuando un toro ha sido herido, entra un hombre a pie al redondel, armado de una espada corta, y al desplegar una banderola o un pañuelo encarnado, el animal arremete hacia él inmediatamente con gran furia; le deja que se aproxime bastante y saltando ágilmente a un lado, logra la oportunidad de matarlo, metiéndole la espada por el cuello. En una misma tarde se matan de este modo tres o cuatro. Al anochecer se traen a la plaza toros de refresco, a los que se aplica banderillas de fuego y se les suelta para que bramen y se retuerzan del dolor para diversión del público.

Aunque con espacios para formular algunas observaciones, una didáctica descripción relativa a cómo estaba aquel espectáculo de los toros en la sociedad santiaguina al momento de recibir los vientos independentistas, la aportará tiempo después el escritor Enrique Bunster, acogiendo gran parte de la información del testimonio recién citado:

Pero nada igualaba la popularidad de los toros. Multitudes de tres mil personas se congregaban en la cómoda plaza ubicada en el basural de Santo Domingo, para asistir a las corridas veraniegas. Era una tauromaquia chilenizada, donde los diestros usaban el poncho a guisa de capote para lidiar unos bichos de astas emboladas con topes esféricos de madera, o simplemente recortadas, para hacer menos peligrosas las embestidas. Torero famoso fue el vividor y enamorado Manuel Robles, autor de la primera Canción Nacional. Lidiaba a la española, en tanto que lo usual era hacerlo a caballo y manejando lanza en lugar de espada (…) Culminaban las corridas con lidias de mojiganga -hoy diríamos cómicas- y con espectaculares fuegos de artificio, a tiempo que las autoridades y gente de campanillas pasaban a servirse el refresco o panzada de helados, barquillos, aloja, chocolate, tostadas, rosquillas, alfajores, pastas, dulces confitados y huevos chimbos.

Empero, la mirada desconfiada de las posteriores autoridades en la Transición y la Patria Nueva hacia aquellas manifestaciones festivas, quizá tan asociadas a la sumisión a la corona del pasado y ahora también al maltrato de las bestias en la arena, iba a conducir inevitablemente al cese de la actividad.

Ya antes de la prohibición decretada por Freire, de hecho, la última de estas lidias taurinas realizada en la plaza de la ribera del Mapocho había tenido lugar en 1818, debiendo despejarse otra vez el ruedo, en muy mal estado y abandonado, para poder dejarlo funcional a aquellas jornadas finales de la capital.

Era evidente, en ese momento, que la tradición estaba en un nuevo bajón en Santiago y probablemente en retirada -natural o inducida-, recibiendo solo un golpe de gracia con la prohibición. Empero, es irrefutable también el hecho de que la tauromaquia chilena sí existía, en contra de algunas creencias asegurando que la actividad se conoció muy tibiamente en el país o que casi no la hubo, siendo por esto que permanecería refugiada en algunas provincias y con varios seguidores aún. De hecho, el marino de la armada británica Basil Hall ve lo populares y alegres que eran las corridas de toro en Valparaíso, durante la Navidad de 1820, las que fueron realizadas en un ruedo hecho con ramas y postes, cuyo primer nivel se dividía en ramadas donde el pueblo se entretenía, bebía y celebraba. Las presentaciones de música y danza -con arpa, guitarra y tamboril- eran parte del espectáculo en el lugar, además.

Fue justo por entonces cuando irrumpió la respetada figura de Salas, presentando en sesión del cuerpo legislativo. De acuerdo a Pereira Salas, el 27 de septiembre de 1822 hizo sentir su protesta y la moción destinada a prohibir la tauromaquia definitivamente en Chile:

La ilustración y la cultura, costumbres consiguientes a la civilización, han desterrado del mundo culto aquellos espectáculos de horror propios de los tiempos bárbaros y que encruelecen a los espectadores, entre ellos, las lidias de toros, y aunque Chile puede jactarse de ser la parte donde han tenido menos aceptación, sin embargo es honor suyo dar una señal de repugnancia a esta fiera diversión que no carece absolutamente de promovedores, por lo que la comisión cree propio de sus atribuciones presentar el adjunto proyecto de ley para su perpetua abolición.

La cancelación total sobrevino, de este modo, con la acogida a la propuesta de Salas y la disposición del Congreso Nacional casi un año después, para alegría de unos y tragedia de otros, correspondiendo a Freire la firma del decreto correspondiente. Y así, concluye Manuel Luis Amunátegui: “Creo que nadie acusará al congreso de 1823 de haberse extralimitado al emplear en la ley dictada por él el adverbio permanentemente”, para señalar la prohibición perpetua.

La proscripción del los juegos toriles no incluyó a las peleas de gallos, sin embargo, a pesar de un persistente mito. De hecho, en 1829 parte de la cancha del basural, ya sin toros ni teatros, fue trasformada en otro reñidero de aves por un acuerdo municipal. Había una clara intención de fomentar en el lugar el juego con aquella decisión, considerado “poco usado” y con escasos aficionados, cosa un tanto discutible. Curiosamente, se estimaban como más dignas por las autoridades las peleas sangrientas de las aves que el deporte de la pelota que se practicaba allí en esos momentos, calificado como sucio y perjudicial, incapaz de atraer a la juventud.

Pero, resistiendo las medidas decididas, la lidia de toros continuaba aferrada a alguna parte de la cultura popular y la aristocrática, pues en los años siguientes a la prohibición comenzó a reaparecer con fuerza en poblados rurales y localidades distantes de Santiago, en donde seguían siendo de gran apetito para el público y se organizaban con total impunidad, desafiando al mando político.

Ante la descrita situación, intervendrá el ministro Diego Portales, quien era un conocedor y probable admirador de la obra del oidor Ballesteros. Asume la tarea de aplicar la proscripción de la tauromaquia en todo el resto del territorio durante la presidencia de José Joaquín Prieto Vial y, por una circular del 24 de noviembre de 1835, exhortó a los intendentes para hacer cumplir la ley.

A pesar de la extinción de las tradiciones taurinas en Chile tras la arremetida portaliana, de vez en cuando se ha querido restituir la práctica durante el resto del siglo XIX y hasta algunas de las primeras décadas del siguiente, ya sea en sus viejas reglas de hierro o bien con usos menos sangrientos y violentos, pero sin conseguir más que breves períodos de reconquista de público y sin mucha trascendencia. De alguna manera, además, el mucho menos violento rodeo de medialuna vino a suplir en el rol a las corridas taurinas, al menos en el mundo rural.

Sí hubo un pequeño repute de la actividad hacia los días del gobierno de José Manuel Balmaceda, en gran parte debido a la llegada de toreros españoles como Saturnino Aransáez, moda que se extendió hasta inicios de la centuria siguiente. La prensa anunció incluso la construcción de una medialuna de lidia en Providencia y en la entrada de calle Pío Nono, circo de cierta popularidad en el 1900, aunque con la correspondiente polémica y fuerte debate.

También se sabe de la existencia de otro corral enfrente del Matadero Público, algo que no era infrecuente en el ambiente de estos trabajadores en el país. El ruedo de los matarifes de Santiago era también el favorito de los folcloristas, por cierto. Se comenta algo al respecto en el libro de Samuel Claro Valdés, su “Chilena o cueca tradicional”, basado en las experiencias y testimonios del maestro cuequero Fernando González Marabolí:

Decenas de cuadrinos tenían caballos corraleros, se vestían de huasos para los 18 de septiembre y también corrían a Cuasimodo. Los viejos cuadrinos recordaban a un torero que apodaban “El Colchón”. Yo conocí al “Visco” que fue banderillero de una cuadrilla de españoles. El “Molio” también toreaba pero sólo andaba de “mono sabio”, o sea que lo tenían para emparejar los hoyos que dejaban los animales en la arena.

Nuevas facultades que habían sido dadas a las municipalidades hacia 1891, sin embargo, habían facilitado el cumplimiento de las restricciones vigentes en las funciones taurinas, aunque de una forma u otra los cultores se las arreglaban para mantener la actividad en pequeños reductos y enclaves por donde no pasaba la historia con la misma velocidad que en el resto del territorio, como se ve con los casos del Circo de Toros de Santiago y los que hayan sido frecuentados por los trabajadores de los mataderos públicos.

Hubo otras experiencias parecidas en ciudades como Valparaíso, Coquimbo, La Serena y Concepción. En el Norte Grande también, aunque en este último caso pudo ser por influencia cultural peruana, país en donde la tauromaquia siguió siendo considerada un valor tradicional y folclórico importante. Difícil dar por hecho algo al respecto, a estas alturas.

Como sea, el público chileno ya no vibraba con su versión del espectáculo sangriento de banderilleros, lanceros o buscadores de premios en orejas o rabos, manifestaciones que iban siendo consideradas de mal gusto y cada vez más cuestionadas. Se fueron imponiendo, de esta forma, las ocasionales corridas de toro solo para exhibición con capas y fantasías, sin involucrar la muerte del animal ni la tortura del mismo. A inicios del mismo siglo XX, por ejemplo, en Viña del Mar se realizaban solo simulacros de lidias taurinas, con bastante público.

La civilización, de acuerdo a como se la comprendía en los estándares culturales e idiosincrásicos chilenos y tal cual se la presentaba el elocuente discurso de Salas para avalar la abolición, había triunfado… Aunque tardara casi 70 años más para tocar pleno éxito desde su abolición.

Todavía en tiempos avanzados del siglo XX se montaron experiencias imitando pacíficamente las lidias en Santiago o las más sofisticadamente originales de España, como una realizada en 1941 en la Medialuna Municipal de Maipú en donde ahora está el anfiteatro abierto y la pista de patinaje. Se cuenta que las dos estatuas de toros que allí existen sobre el acceso, fabricadas por casas de fundiciones artísticas francesas, recuerdan aquel episodio taurino y el antiguo uso del mismo recinto para los rodeos. Otro experimento se realizó en 1954 según algunos memorialistas, en el Teatro Caupolicán de calle San Diego, pero resultó en un rotundo fracaso por el miedo y el estrés de los animales, al verse encerrados y bajo las luces del coliseo.

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