Locales antiguos tipo bares y cantinas que se extendían al oriente del Mercado Central, por la primitiva calle Mapocho. Imagen publicada en la revista “Sucesos” en 1916, con algunos de los que estaban en la misma avenida del río entre 21 de Mayo y San Antonio.
A pesar de las aspiraciones al refinamiento con las que había nacido el Mercado Central, un gran carácter popular se impuso en su hábitat, a poco de iniciar actividad. Es lo que suele suceder con todas las plazas y ferias comerciales de estas características en la sociedad criolla, justamente, aunque aquello no fue obstáculo para que distinguidos personajes comenzaran a coquetear con las tentaciones de sus cocinerías y marisquerías en los años que siguieron.
El periodista y escritor satírico Juan Rafael Allende, más conocido por su pseudónimo de El Pequén, se burlaba en la gaceta de humor “El Padre Padilla” del 29 de septiembre de 1885, de una curiosa situación ocurrida al final de un elegante y aristocrático baile realizado en la capital: el arribo de muchachos de copetudas familias hasta el mismo mercado, sucedida tres días antes, para seguir tomando “un vaso de chicha o una copita de huachacai”, después haber estado en su pomposa fiesta.
El huachacai o guachacay mencionado por Allende era una bebida situada en lo más bajo de la cadena de la tomatera popular, de producción muy parecida al aguardiente pero de mala calidad. Se bebía en lo menos refinado de la sociedad colonial tardía y en buena parte de la República, hasta inicios del siglo XX de hecho, apareciendo ofrecida en las pulperías como las del barrio Mapocho hasta donde llegaban a beberla los mencionados señoritos. Su consumo tenía mucho que ver con los accesos limitados de las clases pobres a la hora de remojarse la garganta, por lo que el guachacay debió ser una solución alternativa y muy poco apetitosa, pero útil, al punto de servir también a aquellos muchachitos trasnochados. Tuvo analogías con el aguardiente guachucho de los mineros salitreros y cupríferos, además, producto que era traficado por los guachucheros.
Es muy posible que la bebida estuviera asociada a todos aquellos ambientes de Santiago desde la época en que reinaba cerca del mercado la calle de Las Ramadas con sus folclóricos centros de remolienda y celebración, en lo que ahora es Esmeralda; o las chinganas interminables del sector La Chimba, sólo cruzando el río. El mismo Mercado de Abastos, ancestro del Mercado Central y ubicado en el mismo sitio, tuvo ferias, ranchos y tendales con sus propios expendios de alcohol. En sus memorias, José Zapiola se refiere, además, a una fonda denominada El Tropezón, “llamada así, sin duda, por estar a la subida sur del puente grande” aludiendo al Puente de Cal y Canto, que también mantuvo una intensa actividad social y comercial sobre su luz hasta su último día en pie, en 1888. Había otros vetustos bares, tascas, bodegones y cantinas de cara al río por ambas cuadras adyacentes al mercado, y varios más en la famosa calle de Zañartu, actual Aillavilú.
La extraña naturaleza del guachacay es confirmada en “Chilenismos. Apuntes lexicográficos” de José Toribio Medina, y aparece mencionado en “Adiós al Séptimo de Línea” de Jorge Inostrosa. Reaparece en textos como “Paralelo 53 Sur”, de Juan Marín y en el cuento “El hombre de los ojos azules” de Manuel Rojas, fustigando su preferencia entre grupos indígenas. Su nombre parece provenir del quechua, sugiriendo algún vínculo con el viejo Perú, en donde existía incluso un apellido Huachaca: derivaría de huajcha kay, que se usa para señalar a alguien o algo dominado por la pobreza, en la miseria. Tal vez se asocie, además, con el aguardiente de caña , que era una suerte de bebida alternativa al de uva (más cara, esta) y que también se exportó a Chile en el siglo XIX. Hay quienes creen que de ahí provienen, también, conceptos populares como el cañazo, estar o andar con caña y caña mala, no por el vaso homónimo, muy empleados aún en el lenguaje coloquial.
La relación nominal del comentado concepto con el del brebaje guachacay se debería, entonces, a que este producto era de deficitaria ley y de mal gusto, "para pobres", obtenido con rústicos alambiques caseros a partir de malos mostos o tal vez sobrantes y orujos... Un aguardiente poco apreciable, aunque se supone que bien arreglada con frutas o especias, en teoría podía pasar por cualquier garganta, como lo demostraron los pijes llegados al Mercado Central en 1885.
El término tuvo bastante alcance y uso en alguna época. Se sabe que los indígenas patagones también lo conocían y hacían trueques por la mercancía, pues Francisco Coloane aseguró en un artículo de la revista "En Viaje" de mayo de 1968, reproducido más tarde en el libro de varios autores “Chile País oceánico” que, siendo niño, vio a los alacalufes o kawésqar gritando a los viajeros de los fiordos australes: “Cueri cueri, guachacay guachacay”, ofreciendo querían cambiar cueros por el aguardiente que llevaban los visitantes. Esto sucedía en 1923, sin embargo, así que el término pudo haberles llegado por expedicionarios y colonos . También existió en una chicha austral de calafate llamada de la misma forma, como se lee en “Cuando éramos niños en la Patagonia” de Jean Chenut.
Cantina de principios del siglo XX, probablemente porteña. Fotografía de Harry Grant Olds hoy perteneciente al archivo fotográfico del Museo Histórico Nacional.
Antiquísimos inmuebles de la calleja Zañartu (hoy Aillavilú) en Puente con Mapocho, por la actual callecita Gabriel de Avilés, hacia 1910-1920. Se ven el Bar Neutral y Bar Restaurant de Conejos. Al centro, el desaparecido caserón con altillo del corregidor Luis Manuel de Zañartu, constructor del Puente de Cal y Canto. Imagen publicada en portal Fotografía Patrimonial.
Alambique en el fundo San Ramón en la Escuela de Artes y Oficios, Santiago, hacia 1901. Imagen publicada en el portal Fotografía Patrimonial (donación de María Teresa Walker Riesco).
Corresponde recordar, también, que en Chile se llamó huachaca a los ebrios que quedaban tirados en el suelo o que caían en la vagancia superados por el vicio. Eran los mismos antes recogidos por el servicio colonial del carretón de los borrachos que iba levantando y echando arriba como muertos a los ebrios en coma etílico dentro de la ciudad; o los que Benjamín Vicuña Mackenna acusaba con desprecio por llevar "la vida del bruto". Entendido así su significado, entonces, se explica que el maestro cuequero Nano Núñez, el recordado líder de Los Chileneros, manifestara rechazo hacia el uso que se da hoy al término guachaca como algo análogo al personaje del roto o de cierto valor folclórico o popular, cuando correspondía más bien a un viejo mote peyorativo que se prendía a los curados terminales desparramados en las calles.
Por otro lado, el Diccionario de la Real Academia ha aceptado la palabra guachaca aunque señalándola como de origen chileno y con las acepciones de "ordinario, de mala clase" y "persona que acostumbra beber en exceso". Su muy posible relación con el guachacay, en tanto, queda esbozada por Félix Morales Pettorino, Oscar Quiroz Mejías y Juan Peña Álvarez en el “Diccionario ejemplificado de chilenismos”.
Guachacay y guachaca pueden tener relación con el concepto del huacho, a su vez, usado para señalar al huérfano, bastardo o abandonado. El llamado alcohol guacho era, justamente, aquel hecho en forma artesanal, traficado por guachucheros y otros contrabandistas. Puede ser, así, que el mismo término se relacionara o mutara al actual que se tiene de guachaca: el relativo a una parte de la cultura popular “republicana” y su movimiento, que se siente heredero de la tradición del roto y del huaso, con gusto por la comida típica, tragos folclóricos y cuecas bravas, entre otros símbolos. Curiosamente, además, el epicentro de los guachacas actuales, liderados por el guaripola y cantor Dióscoro Rojas, sigue siendo el barrio Mapocho y sus mercados, mismos del guachacay de antaño, con varias reuniones “cumbres” realizadas en el centro cultural de la ex estación ferroviaria y fiestas en cantinas históricas como La Piojera.
Sin embargo, cabe señalar que el guachacay no ha sido el único trago clásico que ha tenido una popularidad especial dentro del barrio del comercio y las ferias mapochinas: además de chichas, mistelas, chupilcas, ponches, borgoñas y navegados, también fue célebre en alguna época la llamada canela, canelita o encanelado, poción todavía hecha en el campo con macerados o infusiones de canela en aguardiente endulzada. De posible origen alemán, aparecía con cierta preferencia en casitas de huifa y de canto, o bien en las fiestas chinganeras y de remolienda. Puede que su preparación también se haya usado con el guachacay de antaño.
Ya en otro período, tuvo cierta fama en los mismos bordes del Mapocho el llamado palomo, especialidad de la última cuadra de calle Bandera en el restaurante El Rey del Pescado Frito, uno de los últimos vestigios del bohemio “barrio chino” que alguna vez existió en la misma calle y que cerró sus puertas allí pasado el Bicentenario Nacional. Era una copita con anís y agua mineral en hielo, receta adaptada del anís-paloma tradicional en Monforte del Cid, Alicante. Fue célebre entre ciertos trabajadores del barrio y, según parece, imitado por algunos pillos. Fundado por el Rey, don Luis Vera, el restaurante ofrecía también el clásico y cada vez menos visible pichuncho, ese Manhattan criollo de pisco y Vermouth.
Hoy, las barras de Mapocho derraman otras ofertas etílicas como el embriagador terremoto o la más tradicional caña de chicha-pipeño, pero estas propuestas vienen a ser el relevo histórico a aquella semblanza iniciada con casos como el guachacay, la canela, la chupilca, la mistela, el pihuelo y tantos otros ya casi desaparecidos de las cartas citadinas. ♣
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