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RICARDO LIAÑO: EL OCASO DE "UN HOMBRE APARTE”

Ricardo Liaño y el boxeador Benito Badilla con un ejemplar de la revista deportiva "Estadio", año 1982. Imagen publicada por el mismo medio deportivo.

El boxeo de los años setenta y ochenta en Santiago tenía sus concurridos encuentros en dos coliseos principales: el Estadio Chile, a espaldas del Portal Edwards, y el Teatro Caupolicán, en la noctámbula calle San Diego. Jornadas inolvidables retumbaron en aquellas salas con humos de cigarrillos teñidos de las luces de los focos, la ansiedad de los secretos apostadores y la tensión de los representantes, promotores y organizadores. Un ambiente en donde el deporte y la recreación se mezclaban también con pequeñas mafias, con lo más laudable y lo más despreciable del ambiente compartiendo los mismos espacios al rededor del ring, las galerías, los camerinos, los pasillos y a veces hasta las oficinas.

Eran los años cuando Canal 13 transmitiría "Noches de Boxeo" y la estación de Televisión Nacional de Chile hacía lo suyo con "Boxeo Mundial". El martes era el día de las peleas de gala, que concitaban mayor atención y concurrencia del variopinto público de los combates.

Relató alguna vez un veterano Renato González, el inolvidable Mister Huifa, descubierto y reclutado en sus inicios para “Las Últimas Noticias” por su propio director, Byron Gigoux, precisamente cuando lo vio apasionadamente tirando combos al aire y lanzando críticas en una pelea pugilística, entre el público. Las voces inconfundibles de Sergio Silva Acuña, Julio Martínez y Pedro Pavlovic, entre otros próceres del micrófono, también hicieron su parte en aquellas tardes y noches inolvidables de transmisiones.

Llegaban allí los grandes del pugilismo nacional en un desfile interminable golpeadores durante un largo período, pasando por Godfrey Stevens, Martín Vargas, Cardenio Ulloa, Jaime Motorcito Miranda, Benito Badilla, Héctor Velásquez, etc. Entre el respetable, un pequeño pero gritón señor llamado Luis Domingo Contreras, más conocido como el Burro, vociferaba a destajo los chistes más ingeniosos que improvisaba en las situaciones que sucedieran dentro y fuera del cuadrilátero, provocando carcajadas de la muchedumbre y de los mismos locutores de radio y televisión.

En aquellas jornadas, entra al Caupolicán otro de los grandes personajes del ambiente pugilístico casi familiar: el empresario Ricardo Liaño Gil, quien se presentaba ante los medios como un verdadero "magnate" del deporte y del espectáculo, haciendo ostentación de una holgada fortuna y forma de vida. Mientras paseaba toda su obesidad entre las butacas, el Burro no se contiene y arroja su mejor material contra la evidente obesidad de Liaño: “¡Oiga, don Ricardo! ¿Viene de la marcha del hambre?". Risas generales. No fue la única vez en que debió soportar tales irreverencias: en otra ocasión, Liaño llegó a una gala con varios kilos adicionales de medallas y condecoraciones que le habían sido otorgadas por el Consejo Mundial de Boxeo y la federación, prendidas en sus vestimentas. Situación irresistible para el Burro, quien grita ahora: “¡Ey, Liaño!, ¿Viniste de incógnito?”. La risa fue generalizada en el estadio.

Pero Liaño, el Conde del boxeo chileno, no se molestaba con estos chistes a costa de su dignidad. Cuentan que fue uno de los que, de hecho, apoyó la entrega especial de un premio de la Federación Nacional de Boxeo para el Burro Contreras, por la importancia que tenía amenizando el ambiente y agregando un elemento espontáneo de humor a aquellas justas. El escritor Francisco Mouat añade en “Chilenos de raza” que Liaño fue un buen amigo del humorista innato y, como este era un hombre de escasos recursos, hasta le pagaba una pequeña suma de cinco mil pesos semanales para facilitar su asistencia.

Además, Liaño podía sentirse con justicia como uno de los hombres más poderosos e influyentes del boxeo en Chile en aquellos años, por real o inventada que fuera este poder: las burlas y críticas no podían herirlo más que las picaduras de zancudos. Tenía de todo para contrarrestarlo, o al menos eso se preocupaba de aparentar. No cualquiera se habría ganado sus apodos del Rey Midas del boxeo y el Don King de Chile.

Ricardo Liaño Gil era de origen español pero nacido en La Habana, en marzo de 1921. Hijo de un corresponsal viajero de la revista mexicana "Excélsior", quien se hallaba en la isla cubriendo la crisis que llevó a la caída del presidente Mario García Menocal, Liaño siempre se sintió español: "que yo naciera en Cuba fue solo un accidente", diría una vez, agregando que era su deseo ser sepultado en la Península. Desde la corta edad y tras estudiar en la Escuela Francesa de Barcelona, viajó por el mundo y llegó a ser un destacado deportista, clavadista y nadador en su juventud. Fue también bailarín, coreógrafo, doble de cine y tomó varias otras actividades en sus tiempos más enérgicos. Sus primeras incursiones en el boxeo tendrán lugar en aquellos años, cuando se atrevió a subir al cuadrilátero, aunque decía haber comenzado a organizar peleas callejeras en las que pasaba el gorro por el público pidiendo aportes, para financiar sus viajes de fin de año.

Ricardo habría sido sido hermano de la anarquista española Conchita Liaño Gil, la fundadora del movimiento Mujeres Libres. Se dice que nunca hablaba de ella, sin embargo: aunque no era claro sobre su posición sobre la Guerra Civil Española de 1936, llegaba a fanfarronear de supuestas cercanías con Francisco Franco o su familia. Sus otros hermanos  confirmados habían nacido en Francia y México, consecuencia del camino itinerante que llevaba la familia.

El personaje aseguraba también haber sido millonario dos veces, la primera de ellas hasta que su supuestamente infiel mujer se marchó de casa llevándose todos sus esfuerzos conseguidos en el deporte y los negocios. También había intentado cruzar a nado el estrecho de Gibraltar y se había codeado con grandes artistas internacionales en el período. En los años cuarenta, trabajando como periodista, productor artístico y empresario de espectáculos, había descubierto y enfilado hacia la consagración a la célebre bailarina española Olivia Martínez, más conocida como La Greca, quien fuera el amor de su vida, según decía.

Tras vivir grandes aventuras por cerca de tres cuartas partes del mundo, Liaño decide viajar desde Venezuela a Chile en agosto 1972, país al que acabaría apreciando casi como de sus ancestros y en donde se avocaría a formar fortuna otra vez, gracias al boxeo y los espectáculos, aunque trabajando un tiempo como corresponsal extranjero del Edificio Diego Portales después del Golpe Militar sucedido en el año siguiente.

Tras haber trabajado combinando sus talentos periodísticos con los de promotor en Ecuador y Perú, entre 1977 y 1981, retorna a Chile decidido a dejar huella. Fue una sorpresa para el medio deportivo nacional, deslumbrado con su oratoria y su descollante personalidad: después de su primera aparición en revistas deportivas, nunca más dejó de aparecer su nombre en aquellas páginas. Su gran despegue empresarial en los deportes chilenos fue como promotor de las peleas de Martín Vargas: ya antes lo había ayudado a evadir la obligación de cumplir con el servicio militar, hacia 1975, gracias a sus contactos con el general Oscar Bonilla y poco antes del trágico accidente de este último. Con esta intervención, el futuro campeón nacional evitó retrasar su exitosa entrada al boxeo profesional, con su mejor tiempo a inicios de los ochenta.

El gordo vociferante y cascarrabias se lució especialmente como promotor de los inolvidables encuentros boxísticos del Caupolicán y del Chile. Púgiles como Pedro Ray Miranda, Miguel Cea y Benedicto Villablanca fueron algunos de sus descubrimientos. El último mencionado alcanzó el título de campeón mundial junior en junio de 1982 en uno de los mejores momentos para Liaño, aunque le fue arrebatado de las manos a los pocos días y revertido en controvertidas circunstancias, debido a la existencia de un cabezazo contra su contendor portorriqueño Sammy Serrano, con el que le habría provocado la herida sangrante por la que fue detenida la pelea, según concluyó entonces el tribunal de la Asociación Mundial de Boxeo. El título fue reconocido para Serrano, en consecuencia, a pesar de los casi desesperados intentos de Liaño por revertir la decisión.

Habiendo formado familia a la sazón con una joven esposa a la que casi doblaba en edad e intentando suavizar la madurez de la vida reflejada en su aspecto, Liaño solía usar un feo peluquín aunque no solo para ocultar su creciente calvicie, sino también para parecerse más a su ídolo, el productor internacional de boxeo Don King, según decían. Lo había conocido en persona y siempre mostraba orgulloso imágenes fotográficas en donde aparecía junto a él.

Para muchos amantes del boxeo, el empresario español fue el más importante impulsor y sostén del medio pugilístico de entonces, pues habría ayudado a levantar otra vez la actividad en Chile en momentos de grandes dificultades. Llegó un instante en que todo orbitaba alrededor suyo en el quehacer pugilístico, de hecho. Villablanca diría incluso que todo lo que se podía hacer en el medio, era gracias a Liaño, levantando a las figuras de su generación que dieron sustento al deporte. Parte de su éxito, además, se basaba en la estrategia de haber buscado enfrentar peleadores chilenos con otros peruanos, ecuatorianos y centroamericanos para que ascendieran e hicieran currículo, pues los boxeadores argentinos con los que solían medirse en el país ya habían recuperado el profesionalismo que la liga pugilística platense había perdido antes a causa de restricciones, falta de organización y hasta persecuciones al deporte de los puños. En contraste, la misma actividad en Chile había ido cayendo en muchos vicios y problemas administrativos que amenazaban al gremio, además de dañar toda posible influencia en el medio internacional.

La prosperidad de los negocios del productor y promotor, además, coincide con los últimos años en que el recordado empresario de espectáculos, don Enrique Cóndor Venturino, estuvo al mando del coliseo de San Diego. A la sazón, el español facturaba un millón de dólares, según recordaba, y tenía disponible hasta un avión propio. Sus campeadas en negocios de espectáculos lo llevaron también a traer a Julio Iglesias hasta Chile, otro de sus más exitosos golpes empresariales.

Pero como el flujo de ganancias parecía inagotable, brotando a chorros en cada proyecto (o así lo creía él), también acabó rodeado de una cohorte de supuestos amigos, conocidos y sanguijuelas varias que lo seguían en cada paso por las oficinas de la federación, los teatros, los rings y las vacaciones.

Ricardo Liaño en sus días de gloria. Imagen publicada en el grupo FB "Boxeo Chileno".

Con el famoso productor internacional Don King, de quien tomó mucho de su excéntrico estilo e imagen.

Liaño en 1982, en páginas de la revista "Estadio".

Eran tiempos llenos de personajes, unos conocidos por los medios y otros solo por los círculos del boxeo. Liaño estaba a la cabeza de aquella fauna tan extraña y diversa, capitaneando el ambiente excéntrico y muchas veces desfachatado, haciendo gala de sus extravagancias y hasta de sus formas ostentosas de vestir: con corbata humita, amplios ternos con detalles brillantes y cintos o fajas dándole una larga vuelta a su prominente barriga. Su entrada periódica al Caupolicán semejaba, por momentos, la caricatura de un noble llegando con desparpajo a su palacio. Solo faltaba la fanfarria, porque los aplausos sí se llegaron a oír.

A pesar de su tendencia risueña y aparentemente alegre, lo que más caracterizaba a Liaño eran sus rabietas y momentos de insoportable carácter, dominado por un mal genio abominable, contradictorio con todas las virtudes que siempre se le reconocieron. Su personalidad, por momentos insufrible, en más de una ocasión lo enemistó con otros personajes del ambiente del deporte y del espectáculo, o bien lo puso en problemas serios en donde solo pudo escudarse tras su aparente poder, mas no en la razón.

Los conflictos y altercados con algunos dirigentes o entidades influyentes del medio también tuvieron algunos costos profesionales, como cuando casi fue inhabilitado en su rol de promotor ese mismo año de 1982, justo cuando preparaba las importantes gestiones internacionales a favor de Villablanca. ¿"Charlatán o salvador del boxeo chileno?", se preguntaba la revista "Estadio" en portada de aquel año... Curiosamente, Liaño había recibido un reconocimiento durante el año anterior en la Convención Anual de la Asociación Mundial de Boxeo, realizada en Santo Domingo, en donde se lo reconoció como el mejor promotor latinoamericano.

Sobre lo anterior, el boxeador Badilla recordaba ya en su retiro un incidente en un hotel extranjero en el que se encontraba con él: resulta que el gordo andaba de malas pulgas y se puso a reclamar en forma grosera y deslenguada contra una mucama, específicamente porque no le habían ordenado su habitación, pero creyendo que ella no entendería su castellano. Para su desgracia, la empleada era venezolana y comprendió todo su arrebato, provocando tanta vergüenza al gruñón que no hallaba dónde enterrarse aquella vez.

Liaño también abrió gimnasios y mantuvo su propia productora por varios años, dedicado no solo a labores de representación, sino otras adicionales de relaciones públicas y promociones. Siempre tuvo una cercanía especial con el Club Deportivo Unión Española, con el que también ejecutó algunos proyectos particulares, abriendo un centro deportivo a su alero tras recorrer todo Miami buscando implementos de primera para el entrenamiento de boxeo. Permaneció largo tiempo más rodeado por el séquito de gente que conformaba su propia “corte de los milagros” y que parecía acompañarlo a todas partes, por supuesto que a sus expensas. Iban con él hasta la subida o la bajada de su vehículo o su avión, o incluso arriba, compartiendo parte de sus aventuras e interminables anécdotas. Y es que la fortuna rodea de falsas amistades, como pudo comprender años después.

Entrevistado por el diario “La Cuarta” (“Las mil y una aventuras de Ricardo Liaño”, 2004), otro exitoso expugilista nacional, Miguel Foreman Cea, recordaba que estando con el empresario en un aeropuerto caribeño a la espera de un vuelo y ya sin dinero en los bolsillos, ambos notaron que había un altarcillo de Cristo en el lugar y en donde los paseantes dejaban moneda o billetes como ofrendas. Adivinando sus tentaciones, Liaño le comentó con picardía: “Anda, coño, sácale no más, que Él lo va a entender”.

Pero pasaron los años ochenta y pereció el pugilismo nacional, en gran parte por la muerte inducida que se hizo con las campañas escandalizadoras, lo que se tradujo hasta en boicots de los gremios médicos, retrocesos de los auspicios publicitarios y otras consecuencias. En este escenario, Liaño vio desvanecerse su fortuna rápidamente, sin remedio ni vuelta atrás. Cayó en desgracia con la misma rapidez que el pugilismo, al desinflarse sus buenos tiempos de grandes laureles en la competencia. Su corte de aduladores siguiéndolo por combates y fiestas lo abandonó como a un envase usado y, prácticamente, todos prefirieron olvidarlo. Los enemigos y las envidias que siempre lo rodearon, hicieron el resto.

Incluso cuando se sabía que Liaño ya estaba en grandes precariedades económicas, muchos de sus antiguos colegas y amigos optaron por aferrarse a la máxima de que “ojos que no ven, corazón que no siente”. El gordo hasta intentó salir de Chile para reiniciar su vida, pero los tiempos habían cambiado y sus energías ya no eran las mismas, como tampoco lo eran su creatividad, debiendo regresar al poco tiempo, en 1985. Su vida había se había vuelto ya un espiral descendente, cayendo al abismo sin fondo.

Totalmente arruinado y viviendo duramente su día a día, debió mudarse a pobres departamentos situados en las cuadras del ex “barrio chino” de Mapocho, otrora gran centro de bohemia y diversión nocturna de Santiago, hacia el final de la calle Bandera, pero para entonces manzanas de locales de ropa de segunda mano y centros de llamados. En estos sitios, buscó escondite para sus vergüenzas y ventana a sus autoengaños.

Íntimamente, sin embargo, el ex empresario continuaba atrapado en los recuerdos su cómodo pasado, resistiéndose a aceptar su presente. Aún se sentía un hombre exitoso, lleno de buenas ideas y con el tiempo necesario para poder llegar a hacerse millonario por tercera ocasión en su vida. Residía miserablemente en un cuartucho ubicado sobre el Centro Comercial Santiago Bandera, pasajes por entonces atestados de cafés con piernas y topless de Bandera 818 llegando a San Pablo, que muchos apodaban la Galería de la Muerte por su aspecto lúgubre y por cierta presencia delincuencial que llegó a albergar. Por las escaleras estrechas de aquel lugar, subía y bajaba diariamente su enorme peso físico, cargando con todos los dolores más íntimos del cuerpo, el corazón y la vejez.

En aquellos oscuros días, Liaño se mantenía rodeado apenas por su cama, un escritorio, su teléfono-fax y los innumerables números de canales de TV, productoras, clubes deportivos y radios que anotaba en papeles a grandes caracteres, para poder verlos en la progresiva ceguera que ya lo afectaba. Estaban caóticamente pegados en muros y muebles, o guardados dentro de torres de carpetas roñosas. Eran los teléfonos a los que llamaba insistentemente, con persistencia casi agobiante y acosadora, intentando encontrar apoyo para materializar su fantástico nuevo sueño: un mundial deportivo infantil y juvenil anti-drogas en Chile, con el que esperaba ilusamente salir de la paupérrima lobreguez.

En el breve y fallido regreso de Martín Vargas al cuadrilátero, entre 1996 y 1997, este se acercó a Liaño tras varios años disgustados por cuestiones de dinero. Se asociaron otra vez e incluso aparecían comiendo juntos, a veces, en restaurantes del barrio, divagando sobre el buen futuro que creían tener con este retorno del ex campeón. Sin embargo, a pesar de la expectación generada, esta nueva experiencia de Liaño en la actividad empresarial lo hundió más en la ruina, pero sin lograr apagar sus ambiciones y egolatrías. También le quedó debiendo dinero a Vargas, otra vez, aunque ahora el boxeador lo perdonaría asegurando que se lo iba a cobrar “en el infierno”.

Siempre irascible y soberbio, Liaño se negaba a aceptar que ya había caído en la ciénaga pantanosa de las posibilidades de la vida, a pesar de que todo se lo refregaba así sobre su abultada nariz, intentando en vano hacérselo ver. Por esta razón, montó en cólera cuando los documentalistas Bettina Perut e Iván Osnovikof hicieron un registro de su tragedia existencial, titulado por su propia sugerencia como “Un hombre aparte”, en 2001, quedando expuesto allí como lo que era en realidad: un ser sobrepasado y derrotado por la vida.

Molesto e incapaz de tolerar semejante afrenta a su ego, Liaño no perdió un día de los que le quedaron para reclamar que había sido engañado y ridiculizado con alevosía en aquel trabajo fílmico, a la vez que continuaba insistiendo en su ensoñación falaz de ser un eterno triunfador, capaz de sacar adelante un mundial anti-drogas y volver a hacer fortuna por una última vez en su biografía. Prefería vivir atrapado en delirios, recordando los brazos tersos de hermosas mujeres que había tenido hacía tanto tiempo o repasando en fotos y recortes de diarios los recuerdos de sus días de gloria.

Esclavizado por su propia ilusión anodina de sacar adelante el torneo de fútbol y creyendo que la utópica idea era tan buena que hasta podían plagiársela, fantaseaba ahora con construir una verdadera ciudadela deportiva en donde tendría lugar su mundial, buscando un terreno en la comuna de La Florida. El espejismo que imaginaba allí incluía su propia mansión como parte de las instalaciones, con varias habitaciones, además. Tras insistir porfiadamente por teléfono, como era su estilo, logró concertar reuniones con las autoridades municipales para presentar y describir su proyecto.

El gran golpe de realidad, sin embargo, lo recibió en medio de las grabaciones de “Un hombre aparte”, cuando llamó a una rueda de prensa para presentar oficialmente su fábula, organizándola con grandes esfuerzos y sacrificios en la sede de una dirección previsional que le fue prestada. A duras penas y con fuertes discusiones previas, había logrado reunir -por cansancio- una mesa de participantes en su proyecto, todos presente allí. Empero, a pesar de sus enormes expectativas, ninguno de los periodistas invitados asistió al encuentro: la habitación permaneció con las sillas del público totalmente vacías y Liaño acabó sentado nerviosamente aquel día, vestido tan elegante como le fue posible y con su bisoñé cuidadosamente puesto, rodeado de esos pocos amigos que quedaban, mientras devoraba con angustia las galletas y las papas fritas que se tenían para el “picoteo” en la frustrada conferencia.

Galerías del Centro Comercial Santiago Bandera, en calle Bandera 818, en cuyos altos vivió parte de sus últimos años Ricardo Liaño.

Ricardo Liaño en su solitaria y modesta habitación del edificio de General Mackenna con Gabriel de Avilés, hacia sus últimos años. Imagen tomada del documental “Un hombre aparte”.

Liaño en sus últimos años. Imagen publicada en el sitio Perut + Osnovikoff, realizadores de "Un hombre aparte".

Entrada y marquesina del Teatro Caupolicán de calle San Diego, que antaño fuera el castillo del boxeo en Santiago y hasta donde Liaño llegaba a sus anchas.

Ya no pudiendo fingir por más tiempo, uno de los participantes del mismo documental increpó diplomática pero duramente a Liaño ante las cámaras, con la severidad de un buen amigo e intentando hacerle abrir los ojos: “Tú quieres un guión de un triunfador, pero eso a nadie le interesa, no es viable... ¡Esta es la historia de un perdedor, que triunfó pero que ahora está pobre, abandonado, lleno de proyectos quiméricos!”.

Mas, Liaño no acusó recibo y siguió disparatando ilusas proyecciones. Al ver alejarse la posibilidad del mundial anti-drogas y caer en la desesperación por inventar algo rentable, se le metió en la cabeza organizar una campaña para reunir un millón de cunas que debían ser destinadas a hogares pobres. Idea absurda, que ni siquiera se ajustaba a la estadística de natalidad. Obviamente, se trataba de otro escopetazo al cielo y, como era esperable, su plan nunca llegó a puerto, no pudiendo pasar de ser otra de las varias alucinaciones absurdas de un ex millonario que ahora solo podía molestar diariamente por el teléfono a productores, representantes de medios y periodistas, ya cansados de sus fastidios.

En tanto, Liaño paseaba lento y voluminoso como un elefante en caravana de circo por las calles del sector Mercado Central, con su enorme gordura y sus pocos cabellos canos atados en la nuca, unas veces, y suelto en otras, lo que le daba un aspecto casi demoníaco, reforzado por sus largas cejas y su rostro demacrado. Algunos lo reconocían en el camino, en varios casos casi sin poder creer que se tratara del mismo millonario del boxeo nacional de hacía 30 años, ahora reducido de semejante manera. Muchas miradas eran de compasión, y no pocas de burla, por desgracia.

Por esos días, nadie sabía de dónde obtenía dinero para sobrevivir, salvo alguna minúscula pensión mensual que le llegaba desde Venezuela, en donde también había vivido durante sus aventuras integrado la división local de la Asociación Mundial de Boxeo. Recibía algunas ayuditas de sus vecinos para comer, y un médico accedió a operarle gratuitamente un desprendimiento de retina ya que, de no proceder y para colmo de males, habría quedado ciego.

A la hora de comer, iba a algunos restaurantes de los mercados, pero muy especialmente al pequeño local del Calicanto de General Mackenna casi con la esquina de Gabriel de Avilés, ubicado en los bajos del viejo edificio donde ya estaba residiendo a la sazón, a solo cuadra y media del mismo sitio que había habitado antes en la galería comercial. Solía pedir allí una cazuela con ají o pollo arvejado, en la hora de colación. Tenía una mesa favorita al fondo y sus administradores recordaban que solía enojarse cuando llegaba y encontraba en ella a alguien sentado, en la hora de almuerzo, pues la creía suya. Según parece, aún se sentía cliente importante, tanto como para estimar que aquella mesa debía serle reservada. La verdad era, sin embargo, que en ciertas ocasiones ni siquiera tuvo lo suficiente para pagar la atención, siéndole perdonadas sus miserias por los encargados.

También podía suceder que se quedaba dormido en el mismo asiento en que acababa de almorzar. La enorme obesidad corporal se encargaba de dejarlo sentado y quieto en su siesta, como una pirámide incapaz de derrumbarse, mientras roncaba a toda amplificación.

Entre esas mismas mesas mapochinas, Liaño también gozaba de fanfarronear ante algunos visitantes con su notorio, ruidoso y jamás renunciado acento hispano. Recordaba los contactos que supuestamente tenía en todos los estamentos imaginables y aseguraba haber poseído licencias de las que ningún otro civil gozó durante los duros años ochenta. Repetía ocasionalmente de sus simpatías con el franquismo y se jactaba de haber mantenido vínculos importantes con las autoridades del gobierno español, explicándolo mientras los ángeles de la sorna tocaban sus flautas y liras alrededor de aquella escena. También solía exhibir gastadas fotografías y recortes de diarios viejos en las que aparecía retratado con figuras internacionales y celebridades, cuando quería demostrarse como el hombre exitoso que había dejado de ser hacía tanto tiempo. Aseguraba haber estado siete veces en la casa de Salvador Dalí, y haber tenido veladas inolvidables con Pablo Picasso, Charles Aznavour y Alain Delon... “¡Pero joder! ¡Coño, que es en serio, carajo!”, gritaba repetida y estridentemente en cada conversación -o, mejor dicho, en su monólogo- cuando alguien le porfiaba algún punto o expresaba alguna duda.

Hubo muchos testigos de que los bramidos de Liaño se escuchaban desde afuera de los boliches por donde anduviese. Cuando se retiraba, iba saludando a los vecinos que todavía lo identificaban en el barrio y que conocían de su leyenda. Lamentablemente, Liaño no comprendía que ahora no era célebre por su historial como exitoso empresario del boxeo y los espectáculos, sino como una rareza de otra época y reducido a una mera curiosidad.

A pesar de todo, el octogenario hombre era reconocido por algunos vecinos como alguien entretenido y ameno a fin de cuentas, con una bolsa de mundo a cuestas, suficiente para sacar de ella cuanto recuerdo hallara mientras hablaba sin parar. Si eran ciertos o falsos relatos, nadie lo sabrá por completo. Gustaba de la atención de la gente y siempre parecía disponible a los curiosos, más aun si les sacaba algún bocadillo o plato como invitado. “Yo nací triunfador, triunfé en la vida y seguiré triunfando”, sentenciaba de todos modos, con ese exceso de orgullo del que jamás pudo desprenderse.

Sus últimos años los pasó en la habitación que arrendaba casi encima del Calicanto, en General Mackenna 1038. Subía su enormidad hasta la pieza N° 5 del departamento J, llegando dificultosamente allí por escalas al segundo piso, todos los días. Su habitación estaba en la esquina del edificio, dando los ventanales hacia la entrada principal del Metro Puente Cal y Canto. Al parecer, un hijo y los nietos lo visitaban a veces en este lugar. Uno de sus hermanos, viviendo en el extranjero, falleció en esos mismos últimos años suyos.

Fue allá en donde, poco después de operarse una molesta hernia, lo alcanzó la muerte el 11 de febrero de 2004, afectado por una insuficiencia cardíaca agravada por una complicación sanguínea y una bronquitis crónica. Una tormenta perfecta para morir.

El cuerpo sin vida del gordo estrafalario fue encontrado por una de sus vecinas, aunque en una posición tal que tenía el aspecto de estar durmiendo otra de sus constantes siestas. Ella iba con sus hijos pequeños y llevaba habitual y bondadosamente leche y café hasta su cuarto, a esa hora, manteniendo un acuerdo de tocar más de dos veces su puerta solo si pasaba algo inesperado. Después de golpear dos, tres y cuatro veces, decidió entrar y se encontró con Liaño ya fallecido.

El empresario de los deportes y espectáculos que años atrás proclamaba ser “millonario en dólares”, falleció así en una triste pobreza y abandono, viviendo de la ayuda de otros, a los sus 83 años. Y aunque nunca lo confesara, en su último capítulo de vida estuvo permanentemente atormentado por la lejanía de aquel pasado de gloria y poder, que en su simplismo de razonamiento aún creía capaz de recuperar solo con la pasión de la voluntad y del más vehemente deseo.

Ricardo Liaño fue sepultado en el Cementerio General de Recoleta, específicamente en el nicho 17 del Mausoleo N° 3 del Club de Deportistas Juan Ramsay, en donde se le hizo un espacio. A la triste y deprimente despedida, apenas asistió un puñado de familiares, amigos y colegas, entregándole el último adiós. ♣

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