Violeta Parra en su juventud. Imagen publicada en la portada del libro "Cantos Folklóricos Chilenos".
Pasearemos aquí por aquella época cuando Violeta Parra (1917-1967) se presentaba con algún par de compañías circenses junto a Hilda (1916-1975) y otros hermanos y luego en los barrios obreros de Santiago. Actuaban a la sazón en el Circo Tolín, de la familia Ventura, y poco después en el Circo Argentino de Juan Báez, haciendo largas giras por provincias. La esposa del señor Báez, doña Marta Sandoval, era media hermana mayor de los Parra, por lo que había cierto ambiente familiar en el grupo. Uno de sus hijos, Juan, era trapecista; el otro, Joaquín, era boxeador del circo. Don Juan hacía también de ventrílocuo, con un muñeco de madera llamado Don Cirilo.
En la arena de la compañía, mientras Violeta e Hilda entonaban canciones infantiles y bailaban rancheras, se unía al número el perro llamado Mustafá: un can sin grandes dotes aparentes pero que se ponía a bailar en el espectáculo, asegurando con su participación las ganancias de las muchachas. El folclorista Roberto Parra aportó más información en el trabajo “Gracias a la vida” de Bernardo Subercaseaux, Patricia Stambuk y Jaime Londoño, en donde recuerda que aquel perro tenía un truco, anunciado con gran gárgara por las hermanas: “¡Este perro lo traigo de la India, el único en el mundo que hace tal cosa!”. Entonces, vendaban sus ojos, se tiraba al suelo haciéndose el muerto o dormido, hasta que gritaban: “¡Mustafá, viene tu suegra!”. De inmediato, el animal se reincorporaba y se ponía de pie… Eso era todo.
Violeta era
aún adolescente cuando decide instalarse en la capital y dejar el colorido mundo del circo. En 1934 llega al
barrio obrero e industrial de calle San Pablo, en esa época plagado de lupanares,
cafetines y cantinas, con el cariz festivo y noctámbulo de las cuadras de Matucana, Mapocho y la Quinta Normal. No sabemos si su arribo a la ciudad tenga alguna relación con presentaciones de sentido social realizadas ese año por el Circo Argentino en la Zona Central, como una ofrecida en Buin para la comunidad penitenciaria. Lo claro es que, con este cambio de aire, la artista iba a comenzar una nueva y determinante etapa de su vida dedicada a los escenarios, partiendo en modestos boliches del Santiago de los años treinta.
Una de las primeras cosas que haría Violeta en la capital fue visitar a su hermano Nicanor Parra, cuando el futuro y archipremiado antipoeta estaba en el Internado Nacional Barros Arana. Él se encargó de que fuera recibida en la casa de sus tíos, primos de sus padres, en avenida Ricardo Cumming cerca del Estadio de Carabineros, llegando al Parque Centenario (actual Los Reyes). Se matriculó entonces en la Escuela Normal, aunque después desertó de los estudios cuando el resto de la familia comenzó a llegar también a la capital. Nicanor, quien se iría después de Santiago, arrendó para ellos una modesta casa en calle Edison de Quinta Normal, procurando así que estuviesen juntos.
Además de Subercaseaux, Stambuk y Londoño, varios de los biógrafos y cronistas de Violeta han abordado esta singular y pintoresca parte de la vida de la folclorista, en obras como “Rostros y rastros de un canto” de Antonio Larrea y Jorge Montealegre, o “La vida intranquila” de Fernando Sáez. Es un período interesante de la vida y la formación de la artista, aunque suele ser tratado siempre como un mero preámbulo o antecedente de la que será su carrera profesional.
En algunos de los boliches obreros de ese sector de la ciudad, en la segunda mitad de los años treinta, Violeta e Hilda encuentran nuevos escenarios para actuar con otros hermanos y poder sostenerse.
Una breve pero precisa descripción del ambiente imperante en avenida Matucana por aquellos años, la da Sáez. Acá nos apropiarnos de ella:
En la calle Matucana entonces se ubicaban muchos negocios, uno al lado de otro, hoteles, bares, fuentes de soda, y hasta pequeñas quintas de recreo, que atendían a comerciantes, viajeros y empleados de ferrocarriles, por su cercanía a la Casa de Máquinas, donde se hacía la mantención y bodegaje de carros y locomotoras. Era también una calle próxima a la Estación Yungay, lugar de llegada de trenes que venían de la Estación Central.
Las hermanas también se iban en microbús hasta el populoso barrio del Matadero Franklin, en donde realizaban los mismos periplos por distintas pailerías, bares y restaurantes como El Banco, en donde las cuchillas de los matarifes relucían como la advertencia de amor a la vida en cada noche.
Eran vecindarios bravos, por supuesto, muy inadecuados para dos chiquillas sin más armas que una guitarra. Fueron famosos por estar colmados de cantinas, además, y en ellos se formaban verdaderos callejones rojos de pequeñas mejoras sirviendo como burdeles, incluido el que trabajadores, carretoneros y cargadores del matadero tenían en el sector adyacente al actual patio lateral del mercado que ocupó aquel recinto, por su costado sur.
El flamante pabellón principal del Matadero, diseñado por el arquitecto arquitecto Hermógenes del Canto, en el "Álbum de Santiago y vistas de Chile" de Jorge Walton, 1915.
Otra vista del gran pabellón que aún existe, enfrente del patio principal (hoy, estacionamientos). Imagen publicada por la revista "Pacífico Magazine" en 1917.
Aviso del restaurante Peñafiel en el diario "La Nación", en octubre de 1918.
Reapertura del restaurante Las 3 B, bajo el mando de doña Juanita Quinteros. Aviso del diario "La Nación" en julio de 1926.
A pesar de los riesgos, la tradición de cocinerías y restaurantes del barrio Matadero era de larga data, ideal para atraer al público que necesitaban las artistas. Esto se remontaba a la obra de próceres culinarios como el mítico Antuco Peñafiel y locales herederos como el Valencia y Las Tres B; “rey del arrollado, la malotilla, para el buen ‘causeo’, la plateada con porotos picantes o los caldos de cabeza, local en que se confundía una abigarrada concurrencia”, anota Eugenio Pereira Salas en su trabajo sobre la historia de la cocina chilena.
Otros centro de diversión famosos en el barrio fueron el Restaurant Casino Matadero, del comerciante de origen
italiano Leonardo Papapietro, hacia la esquina con Arturo Prat en donde está ahora
el Paseo Franklin. Era un restaurante con salones reservados, orquesta,
salones de billar, canchas de rayuela y bocha. En la misma calle estuvo
Las Tortolitas, famoso por sus porotos granados, y el Chépica, en Chiloé
con Franklin. Después llegó a Chiloé 1950 el restaurante del
Club Radical conocido como el Donde Alfredo.
En el libro “La mala estrella de Perucho González”, Alberto Romero aporta con una descripción social de aquel hábitat en los contornos del Matadero:
Barrio tabernario, entre burdeles infectos y conventillos, una o dos veces por semana, el pobrerío recibía la visita de misioneros del Ejército de Salvación. Gente animosa y de buena voluntad, trataban de atraer oyentes mediante un violín que rascaban entre salmodias y plegarias, en las esquinas más populosas.
A pesar de su
juventud e inocencia, entonces, ambas Parra cantaban casi todas las noches en los muy modestos
refugios de aquellas barriadas de Santiago sur, la Estación Central y Quinta Normal, en donde
era habitual la ebriedad y la pendencia. Fue un sacrificio necesario para engalanar el orgullo artístico nacional con su ilustre apellido, a la larga.
Entre los boliches que las Parra frecuentan llevando sus artes destacaba la quinta de recreo, café y chichería La Popular de Luis Muñoz (El Popular, en otras fuentes), en la dirección de Matucana 1080 llegando a Mapocho, local que aún existe y es ocupado por un almacén. Este bar y restaurante ya aparecía en tales funciones en avisos de 1929-1930, ocasión en la que había sido puesto a la venta. Permaneció por largo tiempo más funcionando en esa ubicación, antes de cambiar de giro. habían partido con dificultad allí las jóvenes artistas cuando este establecimiento se presentaba como cafetería, pero el tiempo les permitió dominar mejor canto e instrumentos volviéndose atracciones de este mismo sitio y otros cercanos.
Posteriormente, harían lo mismo en el bar El Túnel y la pequeña cantina El Tordo Azul, también de avenida Matucana, casi enfrente de La Popular. Varios otros bares conocerían de sus voces y guitarreos en aquel período. Hilda, quien por entonces ya estaba casada y con un hijo, recordaba que por entonces cantaban lo que les pidiese el público de cada negocio, a cambio de las pocas monedas que recibían. A través de los testimonios recogidos por Subercaseaux, Stambuk y Londoño, dirá ella recordando estas aventuras:
Nos arreglábamos trabajando a ciertas horas en una parte, a ciertas horas en otra; la cosa es que íbamos captando todos los negocios para aprovechar de ganar lo que más pudiéramos. Pero siempre, por ahí, en los alrededores de Matucana. Comenzamos a trabajar todos juntos. De repente nos juntábamos, nos poníamos a cantar en cualquier parte… ¡que llegó fulana, llegó la Violeta Parra, que cante Violeta, llegó la Hilda, que nos cante la Hilda!... y así. Como ese tiempo estábamos todos jovencitos y no lo haríamos muy mal, a todo el mundo le fue gustando el canto de los Parra. Entonces nos contrataban en muchas partes. Claro que para eso teníamos que cantar música popular, lo que el público nos pidiera: boleros, corridos, rancheras mexicanas, tangos, en fin, tonadas y cuecas, todo tipo de canto.
Los trabajadores ferroviarios solían ir a El Tordo Azul, ubicado hacia el cruce con San Pablo. En las correrías de esta quinta, Violeta, de 19 años aún, conoció e inició un romance con el joven empleado Luis Cereceda cuando este apareció sobre un tren tocando una campana para llamar su atención. Empero, aunque continuaba cantando en los clubes con Hilda y Lalo, la muchacha decidió regresar al circo de Báez que estaba realizando shows en Curacaví, por petición de Marta.
No soportando la ausencia de su amada, entonces, Cereceda partió a buscarla en bicicleta hasta aquella localidad y, tras sus insistencias, Violeta decidió volver con él sobre ese mismo transporte. Contrajeron matrimonio a principios de septiembre de 1938.
En sus posteriores décimas autobiográficas, recordaba la artista sobre aquel curioso episodio de su vertiginosa vida:
Anoto en mi triste
diario:
“Restaurán El Tordo Azul”.
Allí conocí un gandul
de profesión ferroviario.
Me jura por el rosario
casorio y amor eterno;
me lleva muy dulce y tierno
até con una libreta
y condenó a la Violeta
por diez años de infierno.
La pareja tuvo a su hijo Luis Jaime hacia los días en que comenzaba el gobierno de Pedro Aguirre Cerda, aunque existe cierta teoría de que no era hijo biológico de Cereceda o que habría sido adoptado por ambos, siendo su madre una familiar de Violeta. En septiembre de 1939, nació su hija Isabel.
La familia se había mudado ahora a calle Andes 3765 llegando a Lourdes, otra vez a poca distancia de Matucana y la Quinta Normal. La casa se encontraba cerca también de El Tordo Azul, en donde aún cantaban Hilda, Roberto y Lalo, aunque estos últimos se fueron independizando cada vez más y echaron vuelo propio. Los vecinos recordaban otro corto paso suyo por la calle Patricio Lynch, cercana a Mapocho.
Aunque aquel amplio sector de cuadras en que vivió la artista debió ser muy suyo en aquellos días de bohemia y también de subsistencia, se sabe que en el período Violeta se alejó bastante del canto y la composición, habiendo varias nebulosas sobre lo que fue su vida por entonces. Habría colaborado también en los comités populares del barrio, ayudando a repartir mercadería para las familias a precios moderados y apartados de la especulación comercial.
Sector de Matucana con San Pablo. La imagen más antigua que se conserva de la casa central de la panadería, pastelería y por entonces fuente de soda familiar San Camilo, fechada hacia 1922. En exhibición dentro del mismo local.
El Invernadero Francés del Parque de la Quinta Normal, cuando aún estaba en buen estado. Fuente imagen: Sitio Invernadero Quinta Normal.
Trabajos de construcción de la variante ferroviaria de Matucana al interior de la Quinta Normal, en revista "En Viaje" de octubre de 1944.
Mesón y mostrador de la sala de ventas antigua, con los empleados encargados de ventas. Imagen de 1948, hoy exhibida en el salón de té de la panadería San Camilo.
La Estación Yungay, tal como lucía en los años en que estuvo operativa. Se ubicaba en avenida Balmaceda llegando a Matucana, en pleno barrio obrero, y hoy se encuentra en ruinas. Imagen publicada por la revista "En Viaje".
Ferrocarril eléctrico en calle San Pablo llegando a Matucana en 1963. Fuente imagen: sitio Tranvías de Chile.
Autores como Roberto Merino agregan, en sus “Horas perdidas en las calles de Santiago”, que Oscar Parra, el menor de los hermanos de la tribu, trabajó también en Matucana como cuequero y poeta por esos mismos bares ferroviarios y de emplados de las industrias del sector, convirtiéndose más tarde en el tony Canarito y con desempeño en varios circos en su vida.
Nicanor, en tanto,
volvería a esos vecindarios concurriendo a boliches como el Buen Gusto de Matucana
llegando a San Pablo, que tenía también juegos de palitroques, conocido en su
momento por Enrique Lafourcade y Renato González. Muchos se juntaban allí a escuchar o discutir sobre partidos de fútbol, casi enfrente de otros
visitados negocios como El Frontón, muy conocido en esos años, y cerca del salón de té de la panadería San
Camilo que aún existe. El propietario del Buen Gusto era don Daniel Arregui Landaeta, hombre de pueblo y campechano quien, en "La Nación" del sábado 28 de enero de 1956, revelaba a los reporteros sus pronósticos sobre el choque entre las selecciones chilena y argentina, por el Campeonato Sudamericano Extraordinario: "Psh, chancaca de Paita. Ganamos, señores. Me gusta un dos por uno. Es fijo. No apuesto dinero porque no tengo la costumbre; pero de todos modos ganamos igual. Gracias"... A pesar de su desbordado optimismo, sin embargo, al día siguiente ganó Argentina apaleó a Chile con dos goles contra cero.
Había, pues, un ambiente y un rasgo popular muy consolidado e incuestionable en aquel hábitat urbano de Violeta y sus familiares. De este modo, cuando el insigne folclorista y músico nacional Segundo Guatón Zamora integró al cancionero popular y cuequero chileno el célebre “Adiós, Santiago querido”, no dejaba afuera la misma esquina de la tradicional San Camilo, en el repaso de hitos de la capital que despide:
Adiós, calle San Pablo
con Matucana.
Donde toman los guapos
en damajuana.
Sin embargo, a pesar de hallarse en algo muy parecido a su hábitat, urgencias económicas obligaron a la esforzada Violeta a vender comidas en una gran olla por las poblaciones del barrio, paseando un fondo con cazuela o porotos, hasta que Hilda le dio aviso de la venta de una fuente de soda en Puente Alto. La pareja lo adquirió y se fue a vivir allá, aunque no tardaron en deshacerse del negocio ante las mezquinas ganancias y la noticia del traslado de Cereceda a Valparaíso, en el mismo año 1943 en que nacía su hijo Ángel.
Violeta ganó también un concurso de baile organizado por unos españoles en 1944 en el Teatro Balmaceda de calle Artesanos, aunque algunas versiones aseguran que fue en el Teatro Baquedano. Lo seguro es que la chilena, única entre cerca de 20 concursantes españolas según recordaba Cereceda, tuvo así su primera presentación en un escenario importante de Santiago.
Después de un corto tiempo de viajes, retornaron a la capital y Violeta se incorporó a una compañía de variedades dirigida por Doroteo Martí, comenzando a participar de comedias y obras cortas en cotizados escenarios, a veces a cargo de una matiné infantil, en el que trabajaban también sus pequeños hijos como actores. Poco más tarde, viviendo en la casa de Nicanor en La Reina, comenzó a presentarse también en otras quintas de recreo y boîtes como Las Brisas de Gran Avenida.
Fueron días de nuevos sacrificios y extensas madrugadas, pero sabía estar dando los
pasos fundamentales que la llevaron a consagrarse después en las estrellas de
las artes que tanto la apasionaron. Alguna vez se presentó también en el prestigioso
club Casanova, del mismo lugar y dueño del posterior Teatro Ópera y la compañía
“Bim Bam Bum”, el maestro Buddy Day.
El resto de la historia de Violeta Parra es bien conocido, con su acercamiento al Partido Comunista, su despegar como estrella, reconocimientos nacionales e internacionales, su amplitud disciplinaria, sus infatigables investigaciones folclóricas y su conocido viaje a Europa antes de su retorno con trágico final, mismo viaje que inspiraría las nostalgias por sus viejos barrios santiaguinos en “Violeta ausente”:
¡Por qué me vine de Chile
tan bien que yo estaba allá!
Ahora ando en tierras extrañas,
ay, cantando pero apená’.
Tengo en mi pecho una
espina
que me clava sin cesar
en mi corazón que sufre,
ay, por su tierra chilena.
Quiero bailar cueca,
quiero tomar chicha,
quiero ir al Merca’o
y comprarme un pequén,
ir a Matucana
y pasear por la Quinta
y al Santa Lucía
contigo, mi bien.
Antes de salir de Chile
yo no supe comprender
lo que vale ser chilena,
¡ay, ahora sí que lo sé!
Barrio Matadero y Matucana, en tanto, esas tierras proletarias de tantas de sus primeras presentaciones, nunca perdieron su rasgo obrero y popular, a pesar de los inevitables cambios en el desarrollo de las ciudades, algunos de enorme impacto. Otros boliches continuaron manteniendo ardiente la flama de la diversión en territorio ferroviario, como el Cachás Grande de San Pablo, o la Quinta de Recreo Las Violetas de la misma avenida Matucana llegando a San Pablo, regentada por el popular Huaso Tito y también relacionada con las presentaciones debut de Violeta e Hilda en aquellos vecindarios.
Hubo intentos posteriores por
establecer restaurantes y centros recreativos también en la ahora ruinosa
Estación Yungay del ferrocarril, en Balmaceda con Carrascal, pero la situación
económica y algún incendio frustraron este esfuerzo. De sus cines antiguos, sin
embargo, no quedaría ninguno en funciones, oscurecidos por el final de su época:
mientras el Minerva de calle San Pablo y el Selecta de Chacabuco se apagaron
para siempre, el Colón de San Pablo con Maipú, uno de los favoritos de personajes como el músico
Mauricio Redolés en su infancia, fue demolido hacia el cambio de siglo.
Poco se repasa en nuestra época sobre aquel importante capítulo de los inicios, a veces tratado con tanta prisa en la literatura. Capítulo sin el cual Violeta Parra, simplemente, nunca habría podido ser Violeta Parra. ♣
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