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LOS REINOS JASPES DE LA CHICHA EN EL VIEJO SANTIAGO

Las chicherías, las piperías y los bodegones, primas hermanas de las chinganas coloniales, deben estar entre los locales de recreación más antiguos que ha tenido la sociedad chilena, prácticamente desde los orígenes, pues se remontan incluso a tiempos previos a la llegada de la vitivinicultura al país, si se rastrean sus antecedentes en las bebidas fermentadas y consumidas entre los indígenas.

En su libro sobre el Puente de Cal y Canto, Rosales se refiere a la etimología de la chicha, ese néctar que nunca faltó en las celebraciones del pueblo:

La palabra chicha viene del latín cicer, de donde se convirtió al italiano ciccia o chichia, que en la pronunciación es igual, y significa el caldo o zumo de la carne. La última denominación, con supresión de una i, pasó por analogía en castellano a significar el caldo o zumo de la uva, en la bebida especial que se trabajaba denominada en idioma lemosín sagardúa, pero que los castellanos, por razón arriba apuntada, llamaron chicha.

Agrega el autor, refiriéndose a la gran nomenclatura aparecida ya entonces en torno a la figura del borracho nacional y que se conserva bastante vigente en nuestra época, que “cufufo o cufifo se dice en Chile por el individuo que anda algo ebrio, y debe ser su origen a la lengua aimará, donde se llama kufa la chicha de maíz con que todos los indios de América se emborrachaban hasta quedar como parra”.

Siendo un producto hispano introducido al país, las noticias de la chicha de uva se ubicaron en el mismo hilo conductor en donde estaba la producción de aquellos fermentos parecidos entre las comunidades indígenas locales, a partir de maíz o cereales y, en menor medida, del grano de molle. Aunque se trata de productos muy diferentes en calidad y características, como el muday mapuche o el taqui quechua, compartieron con la chicha algo más que el nombre dado en tiempos de Conquista, pues la presencia del alcohol en ambos tipos de brebajes los hizo útiles a los mismos y exactos propósitos sociales por los que uno relevaría en el tiempo al otro: desde la ceremonia espiritual hasta la búsqueda de entretención. Más tarde, se confirmará la presencia de chicha de frutilla entre los mismos pueblos, en crónicas como "Cautiverio feliz" de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán y que, según él, era "de las más cordiales que se beben".

El angolino Pedro de Oña, considerado el primer poeta chileno (si bien seguía siendo culturalmente español, en todo sentido), mencionaba a las bebidas embriagantes en su “Arauco domado”:

Uno martilla el ronco tamborino,
Otro por flauta el hueso humano toca,
Otro subido en un horcón invoca
A su Pillán, espíritu malino:
No porque el vaporoso alegre vino
Se les aparte un punto de la boca,
Pues no hay azar tan grande, ni desdicha,
Que no la pasen ellos con la chicha.

Ya en 1551, aparecen algunas disposiciones para reprimir las borracheras de los indígenas, acusándolos de volverse violentos y pendencieros bajo los efectos de sus rústicas chichas de granos. Las medidas incluían la destrucción de los cántaros con el producto, creándose un regidor especialmente destinado a estos castigos contra los borrachines, unos pocos años después.

Sin embargo, también hacia aquel año, las cosas cambiarían dramáticamente en la producción de bebidas de la alegría, cuando Francisco de Aguirre logró la primera vendimia de entre las vides recientemente introducidas al país, en viñas del Norte Chico en su caso. Don Pedro de Valdivia ya hablaba del consumo de uvas en Santiago y La Serena en una carta de 1551, apareciendo pruebas de la fabricación de vinos ya en 1556.

Si bien resulta un poco nebuloso el precisar quiénes trajeron al país las primeras plantas de vid, pudiendo haber sido generoso acto de don Bartolomé Terraza al importar algunas desde Perú para cultivarlas en Chile, estas uvas fueron llevadas también a Santiago por emprendedores como Diego García de Cáceres, mientras que don Rodrigo de Araya habría logrado hacer las primeras vinificaciones registradas, según documentos del Archivo de Indias. Las viñas crecerían y se expandían por la fertilidad del territorio chileno, en consecuencia, siendo la capital, La Serena y Concepción los primeros grandes centros productivos de lo que se ha llamado "cepa chilena", como indica Luis Correa Vergara en la obra "Agricultura chilena". Entre 1570 y 1576 se fueron extendiendo más al sur, pero el cacique indígena Antenecul destruyó con sus fuerzas rebeldes varias las plantaciones entre Concepción y Angol.

Los establecimientos que irían apareciendo después también con la chicha de uva, forma sencilla de producir alcohol a partir del jugo de los racimos prensados, eran simples lagares o bodegas de venta en cántaros y, más tarde, en toneles o pipas, desde los que se sacaban las medidas solicitadas por el cliente o se servían en jarra de venta directa. Para consumo individual iba a parar a los vasos, botas de cuero o botijas de alfarería, pero para el mayoreo había unidades antiguas como la arroba o un envase cerámico correspondiente. Después, vendrían las variedades de garrafas (chuicos, damajuanas, etc.) y el barril de madera pequeño apropiado al menudeo.

Por otro lado, la delincuencia y el alcohol fueron forzados ya entonces al matrimonio arreglado, mientras las autoridades daban palos de ciego intentando detener los actos criminales de esos tiempos en que hasta se evitaba salir a las calles durante horas oscuras. Aunque no se refieren expresamente al uso de bebida, el 30 de marzo de 1569 el Cabildo de Santiago ya había dispuesto de severas medidas impidiendo que los negros o berberiscos esclavos salieran en las noches, portaran armas o participaran en el tiánguez o mercadillo salvo para tareas muy específicas, pretendiendo que con estas restricciones se impediría delitos de hurtos, robos, abigeatos, desórdenes públicos, asaltos y actos impúdicos o abusivos con las indias. Ordenanzas parecidas se repiten a lo largo de la Colonia temprana y, en 1604, se prohibió a los pulperos vender vino a negros, mulatos e indígenas sin permiso de sus amos. Las borracheras de los mestizos, en tanto, también fueron perseguidas con una gran cantidad de intentos y fórmulas diferentes, durante aquel siglo. En 1608, por ejemplo, se prohibió la venta de vino en días festivos, y después se intentó limitar la cantidad del producto por cada comprador.

El vino llegaba en cierta cantidad a las mesas de los españoles en Chile, en tanto, primero con partidas de trueque y después con adquisiciones de mercado, aunque bajo mucha carga normativa. Entre otras cosas se exigió, a partir del 31 de mayo de 1612, que las partidas pudiesen venderse sólo después de ser sometidas a un examen de calidad conocido con el extraño nombre de vista de mojón. Ovalle habla también de las vendimias hechas entre abril y junio “de que se hacen generosos vinos muy celebrados de los autores, y en tanta abundancia”, destacando ciertos moscateles “como el agua, tan claros y cristalinos como ella, pero el efecto es muy diferente en el estómago, porque lo calientan como si fuera aguardiente”.

Chinganas y puestos provisorios de la feria de Navidad, hacia 1860-1870, en publicación de Paul Treutler en Leipzig, reproducida después por R. S. Tornero en el "Chile Ilustrado". Se ubicaban en la propia Cañada de la Alameda de las Delicias. A la izquierda, al inicio de la fila de pequeños puestos, se ve un vendedor de vasos de chicha.

Caluga publicitaria del diario "El Mercurio" de Santiago de fines de 1909, para una chicha-champaña llamada "Marca Chancho" de don Ramón Masuela. A diferencia de épocas anteriores, el producto ahora parece ir dirigido también a clases más altas o de gustos más refinados, según parece.

Almacén con jarras y chuicos tipo damajuana de chicha, en imagen fechada hacia 1940. Publicada por Biblioteca Nacional Digital.

Bebiendo en la propia bodega, entre barricas y damajuanas, al fondo. Imagen de principios de los años setentas, publicada en "Comidas y bebidas chilenas" de Alfonso Alcalde.

"La rica chicha de San Javier" en La Piojera de Mapocho, cantina existente desde el siglo XIX. Imagen publicada en revista "En Viaje" de 1963.

Imágenes del Parque Cousiño en la portada  de "Las Noticias de Última Hora", Fiestas Patrias de 1955.

Aunque para los siglos XVI y XVII el comercio de alcoholes chilenos aún estaba en pañales, ya existen registros de grandes envíos de vino al Perú. El abate Juan Ignacio Molina se interesó por el tema: había visto una parra de uva negra moscatel en lugares históricamente deshabitados de la cordillera de Curicó, por lo que llegó a creer que era una variedad originaria. El jesuita advertía también que en Chile, principalmente, se hacía “un consumo excesivo en los usos domésticos, en los alambiques, en vasijas para el vino y el aguardiente”. Y en “Historia de Valparaíso”, Vicuña Mackenna escribe del período:

El único retorno de la colonia consistía en menestras de las chácaras y huertos del Mapocho, porque el gran cultivo y sus sobrantes no existía todavía como ramo de comercio entre nosotros, en algunas tablas del Sur que se enviaban a Lima y especialmente en cancos o botijas de vino.

Una real cédula del 1 de junio de 1654 pretendió regular la importación de productos sujetos a tributos desde las colonias hasta España, prohibiendo la plantación de vides sin permisos y contribuciones especiales. Ilusa como sería la prohibición de caramelos entre los niños, la medida no tardó en volverse letra muerta y los productores chilenos nunca la acataron. La corona reaccionó a la porfía con otra prohibición de plantar parras, en 1767, nuevamente sin resultados. A la sazón, según Correa Vergara sólo se conocían las variedades de vides llamadas uva gallo (de grano oscuro, grande y alargado), la Italia (o moscatel de Alejandría, negra y blanca, usada después en vinos dulces y pipeños), la San Francisco (preferida en el norte del país) y la país (la más abundante y conocida, de granos negros preferidos para el vino).

Las pulperías que vendían vino en Santiago se redujeron a sólo seis, por entonces. Al no haber ningún efecto positivo en la restricción, se suprimieron todas, nuevamente sin resultados. Disposiciones restrictivas a los negros similares a las ya comentadas, reaparecen el 13 de febrero de 1685. Pero, por alguna razón, en enero de ese año ya se había prohibido también la venta de chicha en las pulperías, junto con otros productos como la miel de palma, la miel abejas y los alfajores. No existe claridad sobre cuáles eran las motivaciones para vedar el comercio de productos como estos, aunque podría tratarse de alguna creencia alrededor de los dulzores, que parecen ser lo único más o menos en común entre todos ellos.

Como sucedía también con las cocinerías populares, las chicherías iban a comenzar a operar independientemente y, cuando no, a formar parte de una fonda o de una chingana. Era indispensable que se ubicaban al lado de la fiesta, porque siempre estuvieron presentes como aliadas de la celebración del público, ferias y carreras de caballos. Una caña de chicha equivalía a todo lo necesario para remojar el guargüero: refresco en días de calor, embriagante en noches de alegría, tósigo si hay penas insoportables, cordial en la medicina de los ánimos, brindis para celebrar buenas noticias y agua bendita en la reafirmación del alma. Por su relación con la industria vinícola, además, tendemos a asociarla hoy como una alternativa popular del vino, pero la verdad es que, en su época, la chicha tenía acaso un uso más parecido al que le reconocemos ahora a la cerveza, tras la masificación productiva de este producto.

La llegada de la chicha nueva, recién salida de las grandes tinajas de cerámica para la fermentación, solía ser por sí misma un motivo de fiesta y de consumo abundante, comparable sólo a los períodos del carnaval o las fiestas de fin de año. Las quintas y chinganas tenían estos grandes cántaros en algún rincón, desde donde se sacaba el elíxir para las ventas, modelo que ha permanecido en ciertas formas del comercio tradicional con barriles de perpetuo uso dentro de los establecimientos. Lo mismo sucedía en el inicio de las temporadas de vendimia, con la chicha guardada para el público y que llegaba a ser casi inagotable gracias a la previsión de productores y locatarios.

Para facilitar la distribución de las llamadas “sangres de parra”, además, se fabricaron variedades más pequeñas de tinajas y los llamados odres o botijas de cuero, hechas con el pellejo completo de los cabritos formando una bolsa, como pudo verlo Claudio Gay ya en tiempos de la República. Así, una intensa actividad alfarera y artesanal derivaba de los talleres de arte chichero y vinícola.

En los años del rígido corregidor Zañartu persiguiendo y castigando a los beodos de la ciudad, había surgido un proveedor destacado de las chichas o “sangre de las parras”: el caballero Pedro del Villar, vecino del sector del flamante Puente de Cal y Canto y de origen cubano, según ciertas fuentes. Amasó fortuna vendiendo chicha baya producida en sus propios viñedos en el siglo XVIII y fue, de hecho, el primer productor masivo y abastecedor permanente de esta exquisitez, saciando la sed de la plebe y convirtiendo la bebida en la más necesaria para la celebración, especialmente entre clases bajas.

Don Pedro tenía sus bodegas de ambrosía en calle Agustinas y era dueño de varias propiedades rurales, entre ellas el Llano de Lo Espejo. Y agrega J. Abel Rosales sobre su legado chichero:

Don Pedro del Villar fue en Chile su introductor y no su inventor, en tiempos que los españoles no conocían otro licor semejante a la chicha de su patria que el maíz fermentado, que en araucano se llama pulcu o pulcú y que nuestros conquistadores denominaron chicha de maíz, hasta que llegó la uva, la famosa baya.

De acuerdo a la crónica que le dedica Sady Zañartu en “Chilecito”, Del Villar llegaría a ser el comerciante de licores más rico y con bodegas repartidas por todo el país: “En su cerebro hizo funcionar, primero, las burbujas del misterioso cocimiento, lejana embriaguez de su trópico cubano, y después lo echó a correr en jugo espontáneo de patria”. A su vez, la fama y la gratitud de los vividores para con su servicio, le valió ser condecorado con el homenaje de una canción tradicional registrada en los “Apuntes para la historia de la cocina chilena” de Eugenio Pereira Salas:

En el tiempo venidero
habrá fama popular,
para Pedro del Villar
de Chile primer chichero.

En caminos de acceso o salida de Santiago, como La Cañadilla de la actual avenida Independencia hacia el norte, la ruta vieja al sur o el de San Pablo hacia la costa, las chicherías y posadas eran paradas obligadas, muy concurridas por viajeros, exploradores, arrieros, comerciantes y hasta salteadores. Famosas fueron las chichas de Curacaví en esa última ruta, por ejemplo, no sólo por la conocida cueca que las menciona. Todavía quedan allá algunas antiquísimas chicherías, produciendo y recibiendo clientes con colecciones de tinajas que son verdaderas reliquias históricas, de dos o más siglos. Por aquel lado chimbero y aun más al norte, además, estaban las chacras productoras de uva, como la que tenía el mismo Del Villar en esos territorios.

Relacionado con el tema anterior, cuenta Rosales que, en los tiempos del obispo Alday y Aspée, corrió el cuento de que todas las noches un extraño y fantasmal jinete llegaba hasta el recientemente levantado Cal y Canto desde La Cañadilla y seguía por la calle Puente a trote largo, perdiéndose misteriosamente por la ciudad. Llegó a creerse que era el ánima del fallecido corregidor Zañartu, a veces acompañado por monstruos y demonios indescriptibles. En una ocasión, entonces, se realizó una sesión de rezos de una cofradía para espantar aquellos seres venidos del Más Allá; sin embarco, cuando el presbítero rezaba el “Magníficat anima mea” un ruido espantoso sonó como un trueno, haciendo escapar a todos los presentes. Cuatro rotos que bebían por la calle Puente vieron la escena y partieron envalentonados por el alcohol y sus puñales a dar frente a lo que fuera que había en el Cal y Canto: uno de ellos tropezó con una caldereta de cobre abandonada los religiosos y, en el mismo instante, un bulto que se hallaba del otro lado del puente pareció espantarse con el ruido, huyendo en cuatro patas y dando bufidos, perdiéndose en la noche inmensa de La Chimba.

¿Qué había sucedido? Pues que el mentado engendro aterrador de aquella noche no era otro que el astuto caballo de don Pedro. El animal ya conocía la ruta entre la chacra de su amo en La Cañadilla y la pesebrera de la casa de su dueño en calle Agustinas, así que circulaba solo y sin riendas por el mismo camino cruzando el río.

Viejos chuicos con cobertura de mimbre. Imagen publicada por una edición de la revista "En Viaje" de 1961 (Santiago de Chile).

En ciertos aspectos, las chicherías tradicionales han mantenido rasgos prácticamente iguales a como eran en tiempos coloniales y primeros de la República. En la imagen, el restaurante El Hoyo vecino a la Estación Central, en los años noventa, atendido por el famoso mozo Marambio (Fuente imagen: diario "La Tercera", 1997).

Tinajas chicheras de 200 años, en la Chichería Durán de Curacaví, una antigua bodega que abastecía a los viajeros de la ruta Santiago-Valparaíso.

Enorme damajuana de chicha, en el mesón de la botillería del bar y chichería El Pipeño, clásico del barrio Franklin.

Una chichería básica de nuestro tiempo, con venta "al vaso", en el Parque O'Higgins durante las Fiestas Patrias de 2010.

La chicha baya que canonizó al mismo bodeguero en el folclore y la leyenda, es la que comienza a ser producida entre fines de marzo y principios de abril. Proviene de racimos perfectamente maduros al momento de la vendimia que, a su vez, se celebraba ya entonces con grandes fiestas en las localidades productoras de dulces uvas rosadas, moscatel y torontel, favoritas de los chicheros. El color rojizo variando a tonos ámbares opacos, el deleitoso sabor frutal y su chispeo de burbujas son los detalles que revelan la calidad de una buena chicha de esta apreciada categoría.

Las variedades de chicha cruda y cocida surgen de la diferencia de procesos, en tanto. Cada parte del público ha tenido sus favoritas, aunque siempre existió una fracción indiferente a hacer distingos entre una y otra. Tradicionalmente, sin embargo, se ha dicho que la chicha cruda es más “curadora” cuando cumple con mayor graduación, mientras que la de caldo cocido suele ser más fragante y sabrosa.

Los siempre creativos criollos descubrieron, también, que la chicha se podía “potenciar” con algunas fracciones de aguardiente, subiéndole así sus capacidades embriagantes sin alterar mucho el dulzor o el sabor. Crearon preparaciones con naranja y otras frutas, además, o con harina tostada como en chupilcas y pihuelos. Más tarde, aparecieron combinaciones con vino pipeño, los chichones o chicha-pipeños, populares aún en algunas cantinas. Los negativamente inventivos, sin embargo, también echaron a andar ingenios vendiendo chicha mezclada con algo de agua, práctica de adulteración frecuente en casi todos los líquidos de consumo de esos años, incluyendo la leche y los vinos. El vil azucarado artificial también fue un fraude frecuente, en alguna época.

Todos los años y en todo el territorio, las partidas de chicha continuaron llegando como promesas de una nueva temporada de jolgorio popular. Eran un evento de instantánea alegría en las comunidades, por lo tanto. La costumbre de dar una probada a la primera partida a veces con un cuerno bovino hueco como vaso, la famosa chicha en cacho (usanza del mundo europeo clásico y vikingo), a la larga se convertiría en un recurrido símbolo ceremonioso y protocolar, brindis oficial de varios actos públicos y conmemorativos.

El aumento del acceso a otras bebidas, con el correr del tiempo, ciertamente fue compitiendo con las posibilidades de la chicha en el mercado, pero jamás la desplazaron de fondas y chinganas; menos aún la reemplazarían. En aquella familia seguían gobernando los vinos, más usados en banquetes y que habían mejorado su producción gracias a la gran cantidad de franceses llegados entre 1707 y 1717. Sin embargo, serían apetecidas también las sidras y mistelas, favoritas de las tertulias nocturnas y algo más refinadas. Los aguardientes de producción local resultarían de la introducción y fabricación de alambiques en el país, destacando casos como las destilerías aconcagüinas o los ancestros de los talleres pisqueros coquimbanos, además de los sabrosos macerados que salían de este producto.

Otras bebidas incorporadas a las mesas en el siglo XVIII fueron llamadas el chivato, el chinchivi (un rootbear o jengibre casero), la sureña chicha de manzana, las penquistas chichas de maqui y de frutilla, y un vino primitivo que fue llamado chichita. De este último, dice Pereira Salas que la primera noticia sobre su existencia proviene de este intento de prohibición por el Cabildo de Santiago, del 18 de abril de 1760:

Se experimentan muchas muertes y desgracias con motivo de un licor a quien le dan el nombre de chichita, el cual causa en el que lo toma dos perniciosos efectos: el uno, que al que lo encuentra con alguna debilidad le quita la vida, fermentando en el estómago lo que no hizo en la vasija, por no darle lugar a esto el desaforado apetito de la gente plebe que es quien lo hizo y quien le ha dado el nombre de chichita; el segundo efecto es aquel que causa en los más robustos, que poniéndose casi ebrios o desatentados y calentones como ellos mismos dicen, arman mil pendencias y disgustos que resultan en muchos desacatos.

En el mismo siglo, el vino chileno ya había cobrado importancia en los mercados y era elogiado por un viajero francés como Amadeo Frézier, a pesar de la precariedad de los sistemas de producción. La chicha, sin embargo, nunca fue de plena aceptación aristocrática, más allá de la mirada pintoresca, incluso en las visitas de la alta sociedad al antiguo llano de La Pampilla, en donde las ventas eran comunes. Por mucho tiempo, la impresión más recatada hacia los reinos chicheros fue equivalente a las conocidas ilustraciones satíricas de William Hogarth retratando la decadencia de la sociedad británica de la misma época, con las dantescas imágenes de “La calle del gin” o “la calle de la cerveza”.

En otro aspecto, la industria de los productos de la vid en la zona central había sido tradicionalmente localista en el pasado, con sus antiguas posibilidades de exportación más bien limitadas, entre otras cosas porque las botijas y tinajas que podían servir para transportes debían ser revestidas con ciertas resinas o brea que impidiese las filtraciones, lo que causaba en las chichas, vinos y aguardientes un gran daño al sabor, obligando a perfeccionar estos procedimientos. La introducción de mejores tinajas y luego de barriles y toneles fabricados por artesanos expertos en madera, vino a ser la solución definitiva.

Sin embargo, España había reaccionado protegiendo su propia producción ante las importaciones, tal como había sucedido en 1654, cuando solicitó a los productores permisos especiales. Ahora, en 1767, la Península intentaba detener el crecimiento de las viñas en Chile y sus exportaciones de bebidas derivadas con medidas muy poco eficientes, que sólo sumaron carbón ardiente al descontento que ya iba incubándose en contra del yugo hispano en las colonias americanas.

Sólo después de mucho tiempo, avanzado el siglo XIX, comenzó a venderse chicha como algo con aspiración más refinada o buscando las simpatías de la nobleza, si juzgamos la publicidad de entonces. El resto de su vida debe haber sido dominante la opinión categórica que mantenía Vicuña Mackenna, por ejemplo, asociando la chicha a los peores vicios sociales y a la haraganería extrema. Algo parecido sucedió con el vino, de hecho, industria contaminada por el desprestigio de la producción del llamado vino litreado, de mala calidad pero favorito de las clases populares hacia el período del Centenario.

En aquellos tiempos de la República, una de las curiosidades más extrañas que hubo entre los emprendedores de la chicha fue el método de don Manuel Guilizasti, quien vendía en La Cañadilla, enfrente del monasterio del Carmen, un condensado del producto que fabricaba en San Felipe: era una chicha en pasta parecida a una gelatina, que hacia los días de la Guerra del Pacífico había logrado crear con costosas maquinarias traídas desde Europa, ofreciéndola así por porciones que debían ser disueltas en agua… “¡La chicha vendida por metros…! Esto es mucho progresar”, comentaba al respecto Rosales, en su libro sobre La Chimba.

En nuestros días, cuando el trago terremoto a base de vino pipeño y helado de piña ha ido apoderándose de la principal oferta etílica en celebraciones y Fiestas Patrias (ayudado por la publicidad y la insistencia de los medios de comunicación, además), la clásica “sangre de parras” no ha dejado de ser parte importante de las barras populares, llegando incluso a sus versiones de embotellado industrial, como prueba de que sigue en total validez. ♣

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