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LOS PICARONES: DULCES Y ESPONJOSAS MASAS FRITAS DE LA INDEPENDENCIA

En los días que siguen al solsticio de invierno en el Hemisferio Sur suele comenzar la estación central de las lluvias por estas latitudes, o al menos así era antes de los cambios en las tendencias del clima. Para Chile es también el período de preparación y consumo de los sabrosos picarones, especialmente en las tardes hacia la hora del té o la once. Su preparación con zapallo en la masa, su fritura y la posibilidad de pasarlas por salsa dulce, la dejaron en la tradición con ciertas semejanzas con la sopaipilla, especialmente las de la Zona Central del país, aunque el comercio popular se ha inclinado rotundamente más por estas últimas.

En términos sencillos, el picarón corresponde a una masa frita en aceite, antaño también en manteca. La mezcla base de la versión chilena incluye harina y zapallo, con leche, maicena y levadura que da su característica esponjosa. Además del azúcar, la sazón no suelen ir más allá de canela, pizcas de sal y a veces vainilla. La receta original peruana, sin embargo, puede incluir zapallo y también camote, al menos la de uso más popular y doméstico, aunque no siempre en el comercio de los puestos de calles. El picarón peruano suele ser de mayor tamaño, además, con masa más ligera que, después de la fritura, invariablemente es humedecida con miel, almíbar o una salsa de chancaca. Este endulzante y aglutinador ha sido muy abundante entre las clases populares del virreinato por la importancia que tenía el cultivo de la caña azucarera.

Junto con las roscas criollas, la forma redonda y perforada del picarón ha sido su gran característica, muy anterior al arribo de la internacional rosquilla americana o dona por estos mismos lares. Puede que exista también alguna relación “ancestral” entre esta forma y la otros pastelillos que ya estaban en los viejos manuales de cocina criolla, como las mismas rosquitas o rosquillas y los rosquetes, que figuran en el “Manual de confitería, pastelería, repostería y botillería” del Libro de las Familias , publicado en 1896 por Librerías del Mercurio de Valparaíso. La forma en que se exhibían roscas y picarones a la venta solía ser similar, además: colgando como cuentas o apiladas en una vara en la que eran atravesadas por su perforación. Incluso algunas sopaipillas y churrascas aún aparecen a veces en Chile con esta presentación.

Al ardiente bocadillo se lo bautizó picarón, en tiempos que ya nadie recuerda. Nacido entre las clases populares del Virreinato del Perú, seguramente fue adaptando y mejorado desde las recetas de buñuelos fritos u otras frutas de sartén traídas por los hispanos desde recetarios medievales, con influencias mediterráneas, sefardíes y arábigas en la familia de estas dulces masas pasadas por grasa o aceite. Las monjas clarisas, hábiles confiteras y pasteleras, también parecen haber sido importantes difusoras del mismo bocadillo por donde existían sus claustros, y quién sabrá ya si también tengan algún protagonismo en su creación.

En Lima eran vendidos durante fiestas como la procesión de octubre del Señor de los Milagros, según ciertas reseñas históricas y probablemente desde el siglo XVII. Hay datos interesantes confirmados por el costumbrista Ricardo Palma, al referirse también a los pregoneros más conocidos de la sociedad peruana. Autores como Rosa Mercedes Ayarza, por su parte, recopilaron antiguos gritos de vendedores limeños incluidos los de picarones, y ciertos versos de voceo hasta quedaron cristalizados en una canción popular:

¡Aquí están los pícaros calientitos!

Me llaman picaronera
porque vendo picarones
y no me llaman ratera
cuando robo corazones.

¡Qué ricos! ¡Qué ricos!
picarones calientitos.

Por su parte, cuando el español Esteban Terralla y Landa vivía en Lima ve aquellas ventas hacia fines del siglo XVIII, escribiendo en su crónica-poemario jocoso intitulado "Lima por dentro y fuera", de 1797-1798, el llamado "Romance 16" que dice:

En el anterior descanso
Has quedado satisfecho
De muchas cosas notables
Que si fueres irías viendo.

Ahora verás otras muchas
Que no son de más fundamento,
Y así observa con cuidado
Estando a mi voz atento.

Verás muchos picarones
(Que así llaman los buñuelos)
Y a muchos hombres que son
Mas picarones que ellos.

Verás fantasmones muchos
Con mucha harina en el pelo,
Y un millón de pretendientes
Para el más mínimo empleo.

En esos tiempos coloniales y los primeros republicanos, el picarón tenía algo especial que lo hacía un tanto distinto otros postres y pasteles disponibles: aunque se consumiera caliente, era algo así como el equivalente a las galletitas del té de la tarde en la tradición inglesa, por decirlo de alguna forma. Las familias esperaban atentas el momento del día en que debía pasar el vendedor cargándolos en sus canastas o canastillos por las calles. Muchos pillos lo servían con aguardiente o ponches, sin embargo, algo que también se importó a Chile. Tal vez por esas razones penetró tanto también en la vieja sociedad criolla chilena, acostumbrada desde antaño a la merienda de las tardes, entre el almuerzo y la cena o la comida final del día, además de ir con las copitas de malicia.

De alguna manera, entonces, fueron la versión virreinal de los señalados buñuelos peninsulares, tanto por el parecido como por el uso, aunque esta comparación no gustara a los picaroneros. Al referirse al tradicional producto, Zorobabel Rodríguez lo definía así en su "Diccionario de chilenismos" de 1875:

Picarón llamamos, a la chilena, una especie de fruta de sartén que se asemeja a lo que en España llaman buñuelos como un huevo a otro huevo.

Picaronero es el que hace o vende picarones.

La misma vida criolla se acostumbró con el tiempo a consumirlos "secos" en Chile y alternativamente con chancaca o mieles, como sucede hasta hoy también con las sopaipillas pasadas o sumergidas en la deleitosa y modesta salsa espesa, aromatizada con cortes o raspaduras de cítricos y especias. Por alguna razón, sin embargo, la sencillez de los que se sirven solamente fritos parece haber cobrado favoritismo con el tiempo, dejando los pasados como alternativa. Puede haber influido en esto el que la Capitanía de Chile fuera más bien productora por excelencia del trigo y harina, careciendo de la buena actividad azucarera peruana. También persistiría una tendencia conservadora en el país al consumir ciertas masas fritas dulces sólo con azúcar flor espolvoreada y sin salsas espesas, caso parecido al de los calzones rotos, bollitos y los churros.

Según escribe don José Zapiola en sus famosos “Recuerdos de 30 Años”, el picarón ya estaba instalado en Santiago durante el gobierno de don Francisco Antonio García Carrasco, casi en las vísperas de la Junta de la Independencia de 1810. Creeríamos posible que haya llegado en aquellos tiempos coloniales tardíos por la influencia virreinal que hubo en el pasado sobre la Capitanía y por las órdenes de religiosas reconocidas por fabricar y vender dulces en abundancia. Específicamente, dice Zapiola al referirse a la feria de productos que existía por entonces en la plaza:

La Plaza de Armas no estaba empedrada. La Plaza de Abasto, galpón inmundo, sobre todo en el invierno, estaba en el costado oriente. El resto de la plaza hasta la pila, que ocupaba el mismo lugar que ahora, pero de donde ha emigrado el rollo, su inseparable compañero, hace más de cuarenta años, el resto de la plaza hasta la pila, decimos, estaba ocupado por los vendedores de mote, picarones, huesillos, etc., y por los caballos de los carniceros.

Por su parte, la viajera inglesa María Graham confirma en su famoso diario la venta de buñuelos fritos en la capital chilena. Los observa en el folclórico ambiente de La Pampilla de Santiago en 1822, en donde estará después el actual Parque O'Higgins:

Poco después de comer, el señor Roos y yo acompañamos a don Antonio de Cotapos y dos de sus hermanas al llano, situado al suroeste de la ciudad, a ver las chinganas, o entretenimientos del bajo pueblo. Reúnese en este lugar todos los días festivos, y parece gozar extraordinariamente en haraganear, comer buñuelos fritos en aceite y beber diversas clases de licores, especialmente chicha, al son de una música bastante agradable de arpa, guitarra, tamborín y triángulo, que acompañan las mujeres con cantos amorosos y patrióticos.

Pocos años después, en una carta que doña Adriana Montt y Prado redactó en 1826, la que es citada por Darío Ovalle Castillo en "El Almirante don Manuel Blanco Encalada" y por Eugenio Pereira Salas en sus "Apuntes para la historia de la cocina chilena", dice la aristocrática dama refiriéndose a un festín ofrecido a Blanco Encalada cuando este hizo una visita improvisada a su casa y dispuso para él de las siguientes delicias en la mesa:

Convinieron en el orden de los guisos que le debía tener, pidiendo únicamente lo que los niños acostumbraban comer como colegiales, caldillo de tembladera de plata con pan tostado, pichones, pato asado o ganso, lengua apanada, lentejas, morocho con leche, mote con o sin azúcar, sopaipillas, picarones, empanadas, con vino de Casa Blanca y chicha y aguardiente de Aconcagua; esto último por si la leche le da flato.

Sin embargo, la popularidad generalizada del picarón en el gusto nacional y en el propio comercio parece cobrar vida luego que un olvidado salón comenzó a venderlos masivamente en el viejo Santiago de entonces.

El consenso generalizado de los memorialistas y cronistas es que la penetración y popularidad definitiva del picarón en la sociedad capitalina sería una deuda contraída por de la repostería nacional con Rosa o Rosalía Hermosilla, la llamada Negra Rosalía. Chilena para algunos y peruana para otros, se estableció en Santiago con sus canastos y recetas de buñuelos limeños, al venirse a la ciudad con don Pedrito, su marido. Este caso fue tratado extensamente por Justo Abel Rosales en la obra "La negra Rosalía, o el Club de los Picarones", basándose en testimonios de quienes dijeron haberla conocido y en parte de la misma leyenda que dejó flotando dentro del imaginario de esos años.

Detalle de una acuarela de 1835, de autor anónimo, con lo que quedaba del antiguo mercadillo de abastos de la Plaza de Armas cuya gran feria anterior ya había sido desalojada en los tiempos de O'Higgins. Zapiola decía que estos comerciantes también ofrecían picarones hacia 1810. Fuente imagen: Archivo Visual.

Acuarela "La buñuelera" del pintor peruano Pancho Fierro, mostrando en 1850 a una mulata que fríe los bocadillos en un cazo en Lima.

Maqueta de Santiago hacia 1840, en el Museo Histórico Nacional. Se ve el sector que correspondía al Mercado de Abastos (N° 31), en donde está ahora el Mercado Central. Habría sido este otro de los sitios en donde fue popular la venta de picarones en la ciudad.

La alguna vez famosa Posada de Santo Domingo, según dibujo de Eduardo Secchi en "Arquitectura en Santiago". Este habría sido uno de los primeros locales comerciales que popularizaron el consumo del picarón por la ciudad de Santiago.

De acuerdo a la versión de Rosales y las creencias más repetidas en la literatura sobre dicha historia, en 1821 la extraordinaria multitud de soldados de Chile y Argentina en la capital peruana había permitido a Rosalía vender grandes cantidades de sus picarones, volviéndose así muy querida entre ellos cuando pasaban por el puente del Rimac hacia el barrio Malambo. Esta es la misma idea defendida por Pereira Salas, por cierto, al referirse al arribo del picarón en Chile:

Su incorporación al repertorio gastronómico del país remonta  los años de la Expedición Libertadora del Perú. Las tropas chilenas que habían participado en campañas de San Martín, tomaron en Lima, como centro de recreación popular, el paseo de Barrio del Malambo. Allí, arrimada a una vieja iglesia, junto al Rímac, pregonaba su sabrosa mercancía una simpática negra, la negra Rosalía. Los soldados gustaban de acercarse a sus plenos canastos, a preguntar por los dulces manjares que allí se escondían.

El nombre de las delicias se habría debido a que eran pícaros según la misma leyenda, engañando al consumidor y quemándolo si no tenían precaución al momento de mascar. Era algo que Rosalía hacía saber a quienes se los pedían con el nombre de buñuelos según reza la tradición acogida por autores como el propio Rosales, Pereira Salas y su colega Hernán Eyzaguirre Lyon en "Sabor y saber de la cocina chilena". De acuerdo a la narración que dejara el primero de los recién nombrados:

Nada de briñuelos ni de buñuelos, contestaba la negra; estos pajaritos son picarones porque los muy bellacos, cuando están enojados o calientes, pican fuerte hasta quemar traidoramente, como grandísimos pícaros, pero cuando se les ha pasado el enojo y quedan tibiecitos, ¡oh!, entonces no hay en el mundo nada más agradable, nada más dulce, nada más sabroso que ellos. Son como el beso de una morena enamorada, de ojos chispeantes como mi sartén, de corazón de fuego como este brasero...

Ya establecida en Santiago con su marido, la Negra Rosalía se quedó vendiendo sus cotizados bocadillos dulces por todo el resto de su vida, llegando a ser famosos y solicitados entre altas autoridades. Sus ventas las hacía en una cocinería que instaló por el sector poniente en el casco histórico, en calle Teatinos, y habría paseado también un gran canasto a pie por el sector del Mercado de Abastos, en donde está actualmente el Mercado Central.

No sabemos si la tradición de los picarones y las masas fritas en general estuviesen relacionados fundamentalmente con el mundo mulato o afrodescendiente en Perú por aquellos años, considerando que Rosalía también era de raza negra. Un documento intitulado "Patrimonio cultural inmaterial afroperuano", publicado por el Ministerio de Cultura del Perú, propone que aquello sería efectivo. Cabe recordar que el pintor peruano Pancho Fierro trazó una acuarela de 1850 en donde se ve claramente a una mujer mulata o negra limeña friendo buñuelos en un cazo con aceite, acompañada más atrás por un mestizo u otro mulato. La obra pictórica ha sido llamada "La picaronera" y "La buñuelera", siendo este último nombre el que trae anotada originalmente la obra.

Una pista sobre la relación entre el mundo afro y los picarones la sugiere el propio barrio de Molambo en donde solía ser encontrada Rosalía con sus ventas, según su historia contada por Rosales: era el lugar en donde se quedaron residiendo muchos negros manumisos y zambos.

Sin embargo, corresponde anotar también que esas mismas propuestas biográficas que dejaron registro de la existencia de Rosalía suponen que ella no era peruana de nacimiento, sino una chilena nacida en el Aconcagua y llevada cuando niña allá. Todavía más problemático resulta un testimonio del abogado, periodista y parlamentario chileno Javier Vial Solar, buen conocedor de Perú, de su historia y de la alta sociedad del vecino país, por lo demás: aseguró que, siendo niño, conoció a Rosalía y pasó gran parte de su tiempo en su picaronería de Santiago, agregando que antes de dedicarse al negocio ella había sido la criada y sirvienta de confianza de su bisabuelo J. Gaspar Marín, el secretario de la Primera Junta de Gobierno del 18 de septiembre de 1810. Esto lo trataremos en un próximo artículo dedicado especialmente a la semblanza y legado de la Negra.

Tras su inauguración en 1872 y el crecimiento de un barrio comercial alrededor, el sector del Mercado Central de Santiago habría continuado con la tradición y se mantendría como otro un lugar de importancia para la venta de picarones durante el último tercio del siglo XIX. Esta popularidad se extendía por varias ferias y mercados de abastos del país, a esas alturas, pues las fritangueras de todo tipo eran de los personajes más frecuentes en las calles, ofreciendo también empanadas y pescados pasados por sus cuencos de aceite.

El veterano de la Guerra del Pacífico y autor de "Seis años de vacaciones", Arturo Benavides Santos, recordaba algo más al respecto durante su permanencia en la ciudad de Quillota, unos pocos meses antes de partir al frente con el Regimiento Lautaro en 1879:

Con frecuencia los parientes y amigos de confianza íbamos después de retreta al mercado, que se acostumbraba abrir de noche, a comer los buñuelos, ordinariamente llamados "picarones".

Un día del mes de agosto nos dieron un suple de cinco pesos  cuenta de nuestro sueldo (un soldado ganaba entonces $11), que cuidadosamente guardé, a fin de gastar parte de los primeros pesos por mí ganados en pagar los picarones, aprovechando alguna ocasión en que me lo permitieran.

El 28 de agosto, día en que cumplí 15 años, mi tía me festejó preparando una comida especial a la que invitó al círculo íntimo de nuestras relaciones, y después fuimos a la retreta y a los picarones, ¡y yo los pagué!....

¡No pudieron entonces impedirlo!...

Y como era el primer consumo ajeno que pagaba con dinero por mí ganado, reventaba de satisfacción.

Si bien el picarón ha mantenido su estado de popularidad doméstica, sin embargo, las calles y comercio de la ciudad le han dado la espalda de manera notoria al correr de las décadas, abriéndole mercado a los bocados importados, las heladerías con apellidos italianos y nuevas propuestas traídas por inmigrantes más recientes, no siempre del gusto local. La rosquilla americana, como hemos dicho, también sustituyó hasta la forma de rueda del bocadillo, reinando hoy en las vitrinas de pastelerías y casi como una clave impostora calzando perfectamente en la cerradura de la llave real. De esta manera, las recetas de picarones quedaron más bien en el refugio hogareño y sólo algunos casos del comercio, para consumir aún calientes y recién salidos de la freidora durante los días fríos.

Empero, a pesar de la descrita situación actual, varias casas llegaron a ser conocidas por la venta de picarones en el comercio Santiago todavía hacia la mitad del siglo XX y hasta un poco después. También habían llegado por entonces algunos aparatos de amasanderías y pastelerías para fabricarlos con más rapidez y precisión que a mano. Dicen que era, de hecho, uno de los bocadillos dulces favoritos de los niños de la época, y Augusto D'Halmar lo incluyó entre los productos más notables que aparecían a la venta en la famosa gran feria navideña de la Alameda de las Delicias, que se montaba para esperar la Noche Buena hasta pasado el Centenario Nacional.

Pereira Salas agrega que, hacia el 1900, todavía sobrevivía en la alguna vez famosa la Posada de Santo Domingo uno de esos viejos locales con venta de picarones. Este caserón colonial era el que se encontraba en donde hoy está la fuente y plazoleta enfrente de la Iglesia de Santo Domingo, en la calle del mismo nombre. En su caso, se ofertaban allí a los clientes los picarones de la Carmelita, pero el autor aclara en nota que, por largo tiempo, los recetarios chilenos siguieron hablando de los picarones de la Negra Rosalía para referirse al producto... Picarones que testimoniaron desde sus charcos de aceite hirviendo a los tiempos de la Independencia y la posterior Organización de la República.

Picarones peruanos, en distintas cocinerías populares y fritanguerías de las calles en el sur del país incásico. Se sirven con salsa dulce una vez que los compra el cliente.

Picarones en Chile. Izquierda: los centrinos típicos, uno pasados y otros "secos" atrás (fuente imagen: sitio Nestlé). Derecha: picarones de tipo nortinos, con un poco de salsa dulce y algo más parecidos a los peruanos (fuente imagen: Portal El Morrocotudo).

Los picarones como protagonistas en una tira cómica de "Condorito", de Pepo.

Hubo también variaciones ya adaptaciones de las recetas más antiguas del picarón, algunas aportadas por Lucía Larraín Bulnes en su "Manual de cocina: colección de recetas variadas y económicas" de 1926, describiéndola de la siguiente manera en su sección de frituras:

Libra y media de harina, una libra de zapallo asado o cocido, media libra de papas.

Se deshace el zapallo con las papas, se le añade una taza de leche, la harina y una cucharada de polvos Royal.

Doña Lucía agrega otras variantes como las roscas de zapallo, que claramente son modificaciones de la receta base de los picarones:

Se cuece la harina en leche formando un zanco que forme masa, se saca del fuego y se mezcla zapallo cocido bien exprimido que no le quede nada de agua, se mezclan tres yemas y una clara, una cucharadita de polvos Royal, un poquito de bicarbonato, raspadura de naranja y un poquito de azúcar.

Se bate con la mano y si resulta un poco claro se le espolvorea harina, se forman las roscas como los picarones, humedeciéndose las manos.

Se fríen y se sirven con almíbar dorada o miel de palma.

El mismo recetario describe unos picarones especiales hechos con harina fermentada, zapallo, papas, levadura y sal, dejándolos leudar durante toda una noche. "Se fríen y se pasan por almíbar con chancaca" con cáscara de naranja y de limón, más "un poco de café para que pierda el gusto ácido". También están allí los falsos picarones, correspondientes a los de masa de harina, zapallo, leche, polvos de hornear y un poco de sal, que se fríen y sirven también el almíbar y chancaca. Los picarones ligeros, en cambio, se preparan igual pero sin leche ni sal, friéndolos en grasa caliente.

Pocos años después, la obra "La Hermanita Hormiga. Tratado de arte culinario" de 1931, con una recopilación hecha por Marta Brunet, presenta de la siguiente manera la receta de los picarones, otra vez con papa entre los ingredientes:

Se pone a cocer la cuarta parte de un zapallo regular y siete papas grandes. Se muele el zapallo al estar muy cocido, pasándolo por el prensa-puré. La papa se pasa a su vez y ambas cosas se unen muy bien. Se le agrega un pedazo de levadura del tamaño de un huevo y se trabaja durante media hora, agregándole tres manos de harina flor. Se pone la pasa en una fuente, se tapa y se deja toda la noche cerca de una hornilla para que suba bastante.

Al día siguiente se trabaja otro rato la masa, se hacen los picarones en forma de rosca con su hoyito al medio y se fríen en manteca muy caliente y abundante. Se mojan en almíbar muy espeso hecho con azúcar y chancaca y se sirven.

El tratado incluye otras recetas parecidas como los buñuelos de zapallo, que se hacen con zapallo amarillo cocido, mantequilla, canela, raspadura de cáscara de limón, azúcar, harina y yemas de huevo, debiendo ser metidos de a cucharadas en la fritura; y los buñuelos de las monjas Claras, con masa a base de huevos, harina y leche, con ese nombre que se asocia deliberadamente a las conocidas religiosas de la Orden de Santa Clara, cuyo convento en Santiago estaba donde hoy se encuentra el edificio de la Biblioteca Nacional, en plena Alameda.

La primera mitad del siglo contó con muchos establecimientos que fueron reconocidos por la buena calidad de sus picarones, además. La temporada de ventas solía empezar hacia abril o mayo, llegando a su cúspide en junio-julio y comenzando a declinar recién hacia agosto o septiembre. Esta preferencia se repetía en las fabricaciones caseras de los picarones, de modo muy parecido a como todavía sucede en muchos hogares.

El restaurante La Primavera los ofrecía en Ahumada con Moneda para sus almuerzos y con una orquesta integrada también por profesores de ópera, junto a otros postres como compotas de ciruelas, manzanas asadas y plátanos con miel, en agosto de 1928. Un negocio famoso en los años treinta y cuarenta estaba también en calle Abate Molina 801 esquina de la ex calle Lautaro, hoy Lincoln del barrio del Club Hípico, reputado además por sus sopaipillas y empanadas. Los picarones de la señora Feliú, en cambio, se vendían en su taller y confitería de Amunátegui 222, cerca del cruce con Agustinas; y la tienda de dulces de Santos Dumont 701 hacía lo propio en un lugar ya demolido al pie del Cerro Blanco.

La fábrica llamada Antigua Andrés Bello, en tanto, los vendía con sus sopaipillas en Independencia 323 cerca de Lastra, "especiales para estómagos delicados" según decían sus avisos de los años treinta. Este establecimiento existió en un inmueble comercial que también ya ha desaparecido, pero que fue el mismo en el que, durante la segunda mitad de los cuarenta, estuvo el bar-restaurante El Palermo, conocido por haber sido uno de los favoritos de los deportistas del Fortín Mapocho, el equipo de fútbol de los trabajadores veguinos, además de ser atendido por su dueño don Humberto Toro.

Y, ubicado en calle Bandera 815, pleno "barrio chino" de la bohemia clásica de Mapocho, el restaurante Oro Purito ofrecía al público algunos de los mejor evaluados picarones y sopaipillas disponibles en el comercio santiaguino de invierno. Estos productos eran fritos en grandes cantidades dentro de enormes ollas con aceite que, por varios años, impregnaron de olores dulces y fritangueros cada la temporada lluviosa. Puede que esta oferta allí haya sido una reminiscencia de la época cuando carritos y puestos de comerciantes callejeros de ese y otros barrios bohemios vendían a los trasnochadores productos para los bajones de hambre, como empanaditas, pequenes, huevos duros, sándwiches, sopaipillas y picarones, justamente.

Como dato curioso, cabe señalar que hubo una divertida revista cómica y musical en aquel período, la que llevaba por título "Picarones calentitos". Fue dirigida por Adolfo Gallardo y contó con los arreglos musicales del director Rogel Retes, hallándose en cartelera durante marzo de 1943 en el Teatro Balmaceda, al otro lado del río, por la Compañía Internacional de Revistas que se había formado en la misma sala en el barrio veguino. Estuvieron en escena allí Vicente y Lita Enhart, Carmen Olmedo, la bailarina mexicana Olga, la cantante Amparito Bayer, el cantor argentino Gonzalo Amor y más de 25 otros artistas y 16 segundas tiples-bailarinas.

En salones de té y calles, sin embargo, el picarón fue perdiendo terreno con el tiempo, como hemos dicho. El comercio popular comenzó a separarse paulatinamente del producto durante las décadas siguientes, hasta convertirlo en algo más bien infrecuente. Así irían quedando relegados sólo a las cocinas de uno que otro aventurero romántico y a algunos restaurantes peruanos cuando fue el boom de esta gastronomía en la capital chilena. Se hizo raro verlo incluso en los populares carritos de fritangas que quedan por la ciudad: estos tomaron por preferencia el freír y vender las más sencillas sopaipillas. Uno de los últimos vendedores populares de picarones santiaguinos se instalaba en el sector de la Alameda cerca de San Martín y la Torre Entel hasta alrededor del último cambio de siglo, ofreciendo también un modelo de cucharón que facilitaba fabricarlos y otros artículos ingeniosos para la cocina.

A pesar de esos y otros cambios de hábitos notorios en la sociedad chilena, aún es posible encontrar al picarón con su receta más tradicional en algunos puestos, restaurantes o salones. Cotizados han sido, por ejemplo, los de la señora Carmelita en un local de la galería La Bahía, en Monjitas con San Antonio; El Naturista en Moneda 846, Santiago, donde aún se venden pasados; la cafetería familiar Las Pikaronas en avenida Echeñique 4409, local de Ñuñoa en donde se instaló después el café La Casa; el restaurante Tanta del Mall Alto Las Condes, en avenida Presidente Kennedy; los picarones peruanos de El Cántaro de Oro en avenida Independencia 1852, cerca del barrio de los cementerios; y los de La Mar en Nueva Costanera 4076, Vitacura, entre otros casos.

Pero mucho más brillan como ayer a nivel hogareño, principalmente gracias a madres y abuelas empeñosas, en especial para la once de las tardes o un bocado de noches de invierno. Así se niega a desaparecer, permaneciendo enraizado en su tibio nicho y haciendo gala de su presencia desde que fuera recibido por los criollos durante los primeros gemidos de vida de la Independencia y la República. ♣

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