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LA CAÑADA PASCUERA: FERIAS NAVIDEÑAS Y CELEBRACIONES DE FIN DE AÑO EN LA ALAMEDA

Lámina litográfica con las "fondas" de temporada en la Alameda de las Delicias. Publicada por R. S. Tornero en “Chile ilustrado”, 1872. Imagen basada en la ilustración "La Noche Buena en La Cañada” de Paul Treutler, en 1860.

Las actividades recreativas de la Alameda de las Delicias se habían ido formalizando solo un tiempo después de su inauguración, en 1821, durante el gobierno del libertador que hoy da su nombre a la misma avenida. Un intenso quehacer cultural ya tenía lugar allí en esos años, entonces, en el paseo entre los álamos y sus acequias: incluía desfiles, presentaciones de orfeones, sesiones de tertulias al aire libre, expresiones artísticas de teatro o títeres y, por supuesto, el infaltable comercio.

Como parte de aquel fenómeno, a partir de 1856 se organizó e implementó una gran feria navideña que abarcaría casi toda la extensión de la Alameda de entonces. Esto sucedió cuando el intendente José Nicolás Tocornal autorizó a los comerciantes de la Plaza de Abastos de Mapocho, en donde estará después el Mercado Central, para que instalaran sus puestos en el paseo. Al mismo tiempo, inauguró el alumbrado de gas, dándole un hermoso aspecto nocturno a aquella vía, permitiendo extender su oferta diaria con mayor seguridad.

Contextualizando, habían comenzado a hacerse famosas las ramadas de toldo o temporales en días festivos, Pascuas y de Fiestas Patrias. Estas se irían estableciendo en hileras por la misma Alameda hacia fin de año, recibiendo gran parte del impulso artístico y popular traído por las presentaciones del trío musical Las Petorquinas, que causó sensación en Santiago a partir de 1831. “La capital se cubrió de chinganas, y en la Alameda, desde San Diego hasta San Lázaro, y en la calle de Duarte, en sus dos primeras cuadras, era rara la casa que no tuviera este destino”, escribió don José Zapiola recordando a las hermanas artistas, en sus "Recuerdos de treinta años".

A pesar de los resultados más bien negativos en las primeras temporadas formales de la feria en los cincuenta de aquel siglo, además del interés en llevar de vuelta a los comerciantes hasta el mencionado mercado, la Intendencia de Santiago perseveró año a año y el tiempo le dio la razón. Este pintoresco pasado del paseo fue descrito por Oreste Plath en la revista “En Viaje” (“La Alameda, guía espiritual de Santiago”, 1949):

La Alameda tuvo sus grandes noches de Navidad y Año Nuevo. En ambas ocasiones se erigían las bulliciosas “ramadas”, en las que se vendían duraznitos de la Virgen, las brevas, las peras tempraneras, los damascos y albaricoques. Abundaban las ventas de comida, donde se saboreaban las buenas cazuelas a la chilena, las empanadas, los “causeos”, el pescado frito con ensalada de cebolla a taja pluma, el chancho arrollado, lo que se regaba con buen vino. No faltaba tampoco la chicha baya y la horchata con “malicia”.

Y entre el olor a pólvora de los cohetes y petardos, estaban las “fondas”, sitios en que se bailaban cuecas, con su música de guitarras, armas, canciones y palmoteos.

Algo más tendrá que decir Moisés Vargas sobre aquellos mágicos encuentros en las noches de la Alameda, descritos en su obra titulada "La diversión de las familias. Lances de Noche Buena”:

Estamos en la noche del 24 de diciembre de 1858. Era, pues, víspera del alegre día en que nuestras elegantes ostentan flamantes trajes de hermosos colores de verano; del en que las huasas y gentes de los pueblecillos cincunvecinos se atavían con las telas en que se campean el amarillo, lacre y verde; del que nuestro pueblo celebra tanto como el inmortal dieciocho; en una palabra, en víspera del gran día de Pascua.

En nuestra capital, principalmente, se sabe cuán celebrado es ese día. Él es, puede decirse, el precursor de las salidas al campo, el que pone fin a las tareas de los estudiantes de la mayor parte de los colegios y quizá el último en que nuestros paseos se ven hermoseados por centenares de familias que luego abandonan por dos o tres meses a Santiago en busca de nuestros risueños campos, los que brindan tranquilos pasatiempos y un temperamento suave y delicioso.

Agrega el autor que, en aquel año, ya se colocaban en la feria de la Alameda unos cordeles paralelos que después fueron característicos de ella, en los se colgaban miles de gallardetes con colores de la bandera, iluminando con pequeños farolitos y alternando tramos con los sofás que se ocupaban como sillas por los concurrentes.

Por su parte, Recaredo S. Tornero se toma el trabajo de describir en términos más amigables la oferta de la Alameda, pero especialmente en los encuentros de Noche Buena, en su "Chile ilustrado" de 1872:

Son las ocho de la noche.

La Cañada presenta el alegre aspecto de una inmensa feria. En una extensión de por lo menos tres millas, limitada al oriente por el convento del Carmen alto y al poniente por la estación del ferrocarril, bulle una compacta concurrencia compuesta de todas las clases y jerarquías sociales. En las dos calles laterales de este grandioso paseo se extiende una cintura de puestos, ventas, ventorrillos y ramadas, que harían creer al curioso que toda una población ahuyentada de sus hogares por algún terremoto o calamidad parecida, habría escogido aquel sitio como lugar preferente para sus tiendas.

En cada puesto ondea al viento una bandera: el tricolor nacional está obligado a proteger siempre el harpa y la vihuela en donde quiera que haga sonar sus armonías. Viandas de todo género, licores, frutas, empanaditas, dulces, flores, ramitos de albahaca, ollitas de monjas, horchata con malicia (aguardiente), juguetes, y cuanto inventó la gula chilena de más apetitoso para los blindados estómagos del pueblo soberano, forman la nomenclatura del comercio de la noche buena.

Una población de quince a veinte mil almas flota a su alrededor, zumbando como las abejas en enjambre, en torno de este lecho de dudoso perfume en que cada sentido tiene su representante y cada vicio su expresión elocuente.

“Sandillas güeñas, fresquitas las sandillas! - Ah, lorchat bien eláa! - Al dulcer, dulcer! - Que se acaban las empanaitas, calientita, de durce y con pasa!” gritan a voz en cuello los vendedores.

Escena de la feria navideña de la Alameda de las Delicias, por Abelardo Varela en la "Revista Cómica" de 1897.

Antigua foto de un expendio popular de cola de mono en la Feria Navideña de la Alameda de las Delicias, hacia el año 1900.

“En la Cañada. La Noche Buena que se fue”. Caricatura satírica del periódico “José Arnero”, 25 de diciembre de 1905, criticando las fiestas navideñas en la Alameda de Santiago, ya en decadencia y retroceso. Imagen tomada del trabajo “Noche Buena en la Alameda”, de Elisa Silva Guzmán (Revista “Historia”, junio 2012).

Imágenes de la feria navideña de la Alameda de las Delicias en 1905, en la revista “Zig-Zag”. Se observan los puestos y la gente visitando la muestra en horas diurnas. Las nocturnas eran más festivas.

Imágenes de la feria navideña de la Alameda de las Delicias en 1906, en la revista “Zig-Zag”. Fueron las últimas décadas que conservaron algo de la tradición desde el siglo anterior, antes de decaer por completo.

Samuel Claro Valdés, en tanto, dará después detalles del ambiente de la misma Alameda en “Chilena o cueca tradicional”, mientras habla de las fiestas patrióticas:

La antigua Cañada, brillando con los colores de la espejeante cultura del andaluz, fue el jardín de los placeres y recreos. A lo largo de la Alameda de las Delicias, desde la Estación Central al Cerro Santa Lucía, estaba el paraíso de la cueca formado por un callejón de fondas desde donde salía, como desde un templo sagrado, la llama misteriosa del canto a la rueda, despertando en cada chileno al carrerino de la Independencia para que acuda a celebrar las fiestas patrias del 18 de septiembre.

Esta fue la época de oro, la primavera y la luna de miel de la chilena o cueca tradicional, y el estilo de cantarla y bailarla se oficializa después de la Independencia. Al decir de los cronistas de la época, el ejemplo de las Petorquinas hizo que rebrotaran las chinganas por todas partes y volviera la escuela clásica de cantores.

Ese ambiente representado en las citas es muy parecido al que encontraremos por La Pampilla del posterior Parque Cousiño y la Plaza de Armas durante fiestas como las dieciocheras, en donde podía participar también la Alameda con sus innumerables boliches y centros recreativos. De hecho, las formas populares de celebrar la Pascua de Navidad no diferían demasiado de cómo se hacía también con las Fiestas Patrias. Volvemos a las descripciones de Tornero, al respecto:

Por la noche, las calles de la ciudad presentan un aspecto de animadísima alegría. Todas las casas, en cuyo frente flamea el pabellón nacional, ostentan lujosas luminarias, algunas a gas, formando adornos alegóricos y letreros alusivos al día; otras de farolitos chinescos de caprichosos y variados colores, y muchas de faroles de parafina, o de humildes velas.

Pero lo cierto es que esta profusa iluminación a giorno, unida a la hermosa decoración de la plaza de Armas, centro de la diversión popular, en la cual brilla una compacta concurrencia de pueblo y medio pelo, presenta un golpe de vista en extremo pintoresco y animado. Como es de cajón, las ramadas figuran en la primera línea y los aires de la zamacueca que salen de su interior, vienen a estrellarse contra los acordes de la música tocada constantemente por varias bandas instaladas en la misma plaza.

De acuerdo a la misma descripción de las chinganas de temporada que hace el autor (aquellas con tamboreo, vihuela y arpa), los comerciantes vendían también ponches de leche y chocolate caliente para damas y niñas presentes, “en un enorme vaso llamado potrillo, que por lo menos cincuenta habían llevado ya a la boca”. La chicha es para los señores y los más temerarios de aquellos años. La “cancha”, en tanto, era el pequeño espacio interior para sacar los pañuelos y bailar con la música y el coro de palmas, algo que hoy llamaríamos pista de baile.

Sin embargo, ya se habían puesto en marcha a la sazón los planes de hermoseamiento y refinamiento formal de la Alameda de las Delicias, en los que Vicuña Mackenna tuvo gran participación incluso antes de asumir como Intendente de Santiago. Aquellas intervenciones ornamentales y conmemorativas anticipaban los planes que tenía para el paseo: el 12 de diciembre de 1873, considerando que las ferias de entretenciones no se ajustaban al nuevo carácter que se procuraba para la Alameda (bajo concepciones aristocráticas sobre el valor del espacio urbano y su relación ciudadana, es preciso observar), don Benjamín prohibió a la instalación de las famosas “fondas” populares de fiestas y a los puestos de licores en la misma, durante el período de la Pascua de Navidad. Y es que, a la sazón -y por un buen tiempo más- las navidades seguían siendo celebradas en Santiago con el mismo cuequeo y música de unas Fiestas Patrias, por alguna curiosa y significativa tendencia en la programación mental del pueblo.

Si bien las mentadas restricciones fueron un golpe al ánimo, no acabaron con aquel rasgo o forma de festejar a fin de año, prolongándose las ferias hasta una parte del siglo XX, inclusive. Resultó quimérico creer, además, que el pueblo soltaría cañas, botellas y chuicas en el período a fin de año, por lo que las restricciones terminaron en letra muerta.

El periodista y poeta satírico Juan Rafael Allende, el Pequén, detallaba aún en 1881 aquellos rasgos folclóricos y pintorescos que quedaban a la famosa feria navideña de la Alameda, en su pieza "La Noche Buena" que figura en las "Poesías Populares" de  Pedro G. Ramírez:

A la Alameda, muchachos!
A la Alameda, muchachas!
Esta noche es Noche Buena,
Noche de gusto y jarana!
Mire usted qué concurrida,
Qué alegre está la Cañada:
Música, flores y luces,
Frutas hasta decir basta!
Rotos, futres, viejas, niñas,
Colegiales, colegialas,
Paisanos y militares
y donosas camaradas.
Todos ríen, se codean,
Y se empujan y se atracan,
Mientras que los vendedores
Su mercancía proclaman:
Duraznitos de la Virgen!
Brevas del Salto del Agua!
Ponche en pisco bien helao!
Tengo claveles y albahacas!
A las empanadas fritas!
Pasar, niñas a probarlas!
Caballeros, con malicia
Y sin malicia la horchata!
Aquí está Silva Señores,
Que tiene vihuela y arpa,
pollos pavos fiambres
Y lo mejor de Aconcagua!
Ponche en coñac bien helao!
Están como una granada:
Pasar a ver mis sandías,
Chilenas tengo y peruanas!
El dulce, fresquito, dulce!
Carne asada y ensalada!
Ponche en pisco, porche en ron,
Ponche en leche y ponche en agua!
Ciruelas, damascos, niñas,
Guindas, frutillas, naranjas!
Pasar a probarlo todo,
Que se acaba, que se acaba!
Que viva Chile, muchachos!
Chiquillas, viva la Pascua!...

En nota de la obra de varios autores "Historia de la vida privada en Chile", tomo 2, se advierte también que otro poeta popular, Adolfo Reyes, había hecho una descripción similar (de la Colección Lenz de Poesía Popular, Biblioteca Nacional):

Las ventas por la Cañada,
eran en abundancia
y lucían su fragancia
frutas, flores y empanadas.
Las muchachas arregladas
desechaban toda pena
de flores estaban llenas
todas las damas hermosas
y paseaba deliciosa
la gente muy serena.
Las venteras y fruteros
pequeneros y fonderas
gritaban a toda esfera
su comercio por entero.
Aquí está el heladero
almuerzo, comida y cena
tengo cerveza en arena
tengo horchata con helados
para los que han paseado
toda la Noche Buena.
(...)
Pasar a verme, señores
que aquí estoy yo viviendo
no sean tan estupendos
pasar a tomar licores
a las niñas como flores
les tengo helado y horchata
venir los que tengan plata
al refresco con malicia
que en medio de la delicia
les hace parar las patas.

Los niños, en tanto, se reunían a jugar en el mismo paseo o alrededor de los pesebres, formando ruedas tipo rondas y cantando villancicos traídos en lejanos tiempos a este lado del mundo por los hispanos:

Vamos partorcitos,
¡Vamos a Belén!
Que ha nacido un Niño
Para nuestro bien.

Qué bonita mano,
Qué bonito pie,
Que bonito el Niño,
De María y José.

Un puesto de ventas navideñas en las pascuas de 1906. Imagen publicada en portada de la revista "Zig Zag".

Las piezas de cerámica perfumada de las monjas clarisa fueron, por largo tiempo, algunos de los productos más vendidos y cotizados en las ferias navideñas de la Alameda de las Delicias. Imagen de 1960, publicada en Memoria Chilena.

Una docena de pequeños negocios navideños en la feria de la Alameda, ofreciendo horchata "con y sin malicia", en revista "Corre Vuela" a fines de 1908.

Chiste político del caricaturista Bonsoir (Galvarino Lee) en la revista "Corre Vuela" del 23 de diciembre de 1908, ambientado en los puestos de la feria pascuera de la Alameda. Como dato curioso, cabe hacer notar que el personaje del roto chileno hacia el centro de la imagen es muy anterior al de Juan Verdejo, de la revista "Topaze", pero presentaba ciertas similitudes.

Puestos de venta de "ollitas de greda" y figuritas en la feria de Pascuas de la Alameda, en revista "Corre Vuela" del 29 de diciembre de 1909.

Escenas de "Pascua en la Alameda", publicadas en la revista "Zig-Zag" de diciembre de 1910. Se ven puestos de ventas de juguetes y frutas.

Años después de concluidas las tradiciones de la Alameda, en la Navidad de 1946, la página editorial del diario "La Nación" reflexionaba sobre los cambios que ya eran visibles en la forma de celebrar la fiesta en la sociedad capitalina, recuperando desde el recuerdo parte de esas postales de la antigua feria de Pascua:

La introducción de Santa Claus, con su imagen nórdica, empezó a desterrar a la Pascua criolla, de colorido chileno y prestancia santiaguina, cuyo centro natural era la vieja Alameda de las Delicias. Por ahí discurría la gente y todo se animaba como atracción de las ventas de juguetes, de ponche con malicia, de juguetes toscos, pero significativos, de farolitos chinescos que colgaban de los árboles y de las montañas de frutas, ofrecidas a la glotonía infantil. Se iba a la Alameda temprano y después se visitaban los nacimientos, como pausa indispensable para acudir a la Misa del Gallo. La Pascua tenía entonces un encanto democrático que fundía y confundía a las clases sociales en una marejada fraterna. La apertura de las calles y paseos revolvía al futre con el plebeyo, al rico y al pobre, al artesano y al elegante que se asomaba displicente y probaba la aloja de culén y la "cola de mono", con aguardiente legítima. Todo eso tenía carácter y no estaba desvinculado de la tradición española, con sus belenes y el turrón, con su cena familiar y su vino dulce de marca, más escatimado que prodigado en el sobrio condumio cristiano.

La Alameda era el nervio santiaguino,algo así como el eje cívico en que se sustentaba la alegría de la capital. Desde las vecindades de la calle Bandera se colocaban las toscas mesitas a orillas de las acequias que corrían a tajo abierto por el principal paseo que saludó los triunfos militares y los acontecimientos civiles de la República. La Alameda era nuestra Vía Apia, y nadie que se preciara dejaba echar una mirada a las fondas, a las ventas y al movimiento profuso que desbordaba allí. Pero nadie tampoco que se sintiera persona de rumbo o categoría rehuía la asistencia a la Misa del Gallo de la Catedral.

(...) En la actualidad, los niños tiene juguete mecánicos, magníficos regalos que no exhiben la superficie humilde que ostentaban los monos de Talagante, las ollitas de greda y las muñeconas de trapo, pero les falta quizá el estímulo sentimental de otras épocas. Todo eso lo ha arrastrado el turbión de la época, cuyo rostro es desapacible y cuyos presagios son inquietantes. La Pascua criolla fue con los carritos de sangre, con el prestigio noblote de la Alameda, con las ventas y fondas, con la llegada de las cenas de etiqueta, que hace olvidar a la mayoría de los padres la distracción de sus hijos.

Manuel Gandarillas, otro de los testigos de las últimas décadas de la feria de fin de año en el paseo, la describió de la siguiente manera en un artículo reproducido por la revista “En Viaje” (“Celebremos la Pascua florida”, 1959”):

La Pascua chilena vivió pura y auténtica hasta cerca de 1930. Nosotros alcanzamos a conocerla en la vieja Alameda de las Delicias.

Las ventas pascuales se extendían desde el templo de San Francisco hasta la avenida España, más o menos, formando dos líneas paralelas de chonchones a carburo y parafina, salpicadas de banderitas de papel y faroles chinescos. El centro del paseo era ocupado por los santiaguinos en jarana. Unos paseaban en espera del último repique de San Francisco para la Misa del Gallo, otros compraban duraznos tempraneros de la Virgen, las brevas curadas, las ollitas de greda y mil y una otras baratijas que se hallaban siempre en las antiguas ventas.

En muchos de estos locales se vendían, en doradas calabazas, la picante aloja, el ponche en leche y en culén.

Para los que deseaban “echar una canita al aire” tampoco faltaba en la Alameda su ramada con “tamboreo y huifa”, con “chinas” emperifolladas y con aros de vino tinto y del otro.

Esta era la Pascua nuestra, la Pascua chilena. El viento de las Nochebuenas de antaño barajaba música de villancicos, de cuecas y tonadas y gritos de vendedores ambulantes que se perdieron para siempre en la larga noche del recuerdo.

Aquellos gritos pregonaban, a través de la noche, “los claveles y albahacas para las niñas retacas...”, “mote e mey pelao, buen medio calentito...”, y otros más, se fueron definitivamente con las viejas costumbres. Ya no existen, por ejemplo, los dichos de nuestros abuelos: “esos están de priva”, para significar la estrecha intimidad de una pareja o de un par de compadres, y la exclamación admirativa del “habrase visto” con que nuestras madres y tías demostraban su admiración o extrañeza por algún hecho de la vida diaria.

Las costumbres cambian, porque así está dispuesto en el orden de la vida. Sin embargo, creemos que debe mantenerse la celebración de la Pascua florida y no de una pascua invernal que los chilenos no podremos sentir nunca.

Olaya Sanfuentes, en su artículo titulado "Tensiones navideñas: Cambios y permanencias en la celebración de la Navidad en Santiago durante el siglo XIX" (revista "Atenea" de Concepción, 2013), describe algo más sobre las características de la Noche Buena en la Alameda, con los rasgos barrocos y religiosos presentes en ella durante casi toda esa centuria:

Por esta razón es que la visualidad de la celebración navideña siempre incluía elementos tomados de un tiempo y espacio contemporáneo y chileno. Efectivamente, las ofrendas navideñas eran aquellas que proporcionaban el campo chileno con sus cosechas estivales. Sandías, duraznos, frutillas, ciruelas y brevas son las frutas que crecen en los alrededores de Santiago, llegan en carretas hasta la capital y protagonizan comercios y regalos navideños. Flores y frutas se constituyen en las ofrendas al niño Jesús en fanales y pesebres, así como eran el regalo preferido entre aquellos que se quieren. Los hombres regalaban albahaca a las niñas retacas y los duraznitos de la virgen y las brevas de la estación se regalaban a grandes y niños.

Es la importancia absoluta de la fiesta navideña en el sistema de valores de esta sociedad tradicional la que explica todo el derroche pero, al mismo tiempo, los desórdenes aparejados a la celebración. El acontecimiento es tan magno y su conmemoración tan genuina, que no hay área de la vida que no se afecte, ya sea mundana o religiosa.

Ya en el período entre el cambio de siglo y el Centenario Nacional, la Alameda todavía era lugar de celebraciones patrióticas y navideñas, montándose las ferias respectivas en las fiestas del 12 de febrero, a propósito del aniversario de la Batalla de Chacabuco, y las del 18 de septiembre. También era ocupada por corsos forales, desfiles, procesiones y las famosas Fiestas de los Estudiantes, después por las Fiestas de la Primavera. Si bien el ya debilitado carnaval se estaba extinguiendo en las tradiciones chilenas, el afán popular por festejos masivos se drenaba con aquellas alternativas y, por supuesto, con la gran feria de toldos, puestos y fondas ligeras en el período de Pascuas de Navidad.

Sin embargo, la tradición de la Noche Buena en la Alameda caminaba hacia hacia su ocaso, viviendo el último par de décadas que le quedaba a la feria.

Así como la fiesta navideña en la ex Cañada había creado antes algunas discrepancias internas en la Iglesia y que llegaron a la prensa, las denuncias por alcohol y otros excesos ponía a las autoridades en grandes dilemas que se extenderían hasta el siglo XX, ya que la feria, siendo incluso un dolor de cabeza para algunas administraciones locales, seguía generando grandes ingresos para la municipalidad.

Dada aquella situación, las desordenadas celebraciones de fin de año en la Alameda de las Delicias continuaban con algunos tropiezos hasta pasado el Centenario, aunque sin dejar de ser criticadas a causa de la falta de decoro de los enfiestados. La feria, afectada también por nuevas restricciones y modificaciones en el paseo en años posteriores, perdía la lucha ante el afán por depurarlo socialmente y frente a los cada vez mayores requerimientos funcionales para tráfico y transporte en el plano urbano, muy visibles a partir de los años veinte. Aun así, en 1930 se anunciaba en los periódicos la presencia de 400 fondas y puestos comerciales a lo largo de la feria navideña de la Alameda.

Aquellos mismos intereses por cambiar el giro completo de la Alameda, incluido su viejo nombre, acabaron con el antiguo paseo de Las Delicias en donde se instalaba la feria y, años más tarde, hicieron desaparecer también la romántica Pérgola de las Flores. Hasta el templo de San Francisco se quería echar abajo en algún momento, de la misma manera que había sucedido ya con la Iglesia del Carmen Alto, enfrente del cerro Santa Lucía. Los óvalos y plazas verdes del paseo también fueron cayendo en este cuasi frenesí de progreso.

Así se fue apagando la hermosa época que iluminó las noches navideñas de la Alameda de las Delicias, hoy oficialmente llamada avenida Bernardo O’Higgins: avenida ya sin fonderos, comerciantes de artesanías, bodegueros con horchatas, folcloristas de chingana, albahacas, ni flores de pascua.

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