♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣

HASTA QUE EL 777 SE MULTIPLICÓ POR CERO

Acceso al 777 en 1997, con su clásico cartel de menú y precios. Fuente imagen: diario "La Tercera".

En la Alameda Bernardo O'Higgins, entre las calles Tenderini y San Antonio, existió por cerca de un cuarto de siglo un oscuro pero popular bar-restaurante, o más bien una cantina roñosa con perfil de “picada”, cuyo nombre ha pasado a la historia bohemia nacional coincidiendo con el número que ostentaba en aquella cuadra: El 777 (Siete-Siete-Siete). Para ahorrar tiempo, algunos impacientes lo llamaban simplemente El Siete.

Aunque se lo identificaba como un lugar "subterráneo" (underground), paradójicamente la cantina se encontraba en el tercer piso de un hermoso edificio residencial de estilo neoclásico, con balaustras y ventanas en arcos, diseñado por el arquitecto Ricardo Larraín Bravo y fechado en 1916. El inmueble era propiedad original de doña Marta Morandé de Reyes y que vino a reemplazar un antiguo caserón que allí existió. El mismo espacio central dentro de él, destinado después a la cantina, había sido una pensión con cocina establecida por don Arturo Sapiaín en 1924, con arriendo de piezas ocupadas por matrimonios, soleteros y estudiantes. La puso en venta hacia 1929-1930, aunque siguió después en tales funciones.

Posteriormente, la bella construcción estuvo largo tiempo situada también entre dos conocidas multitiendas de la Alameda y terminó siendo absorbida por una de aquellas casas comerciales. Después que el suntuoso palacete fuera destinado al uso comercial, hacia los años sesenta comenzaron a funcionar en sus espacios una droguería y otras tiendas. Más tarde, esos altos comenzaron a ser arrendados al bar y restaurante de nuestro interés. 

De esa forma, el 777 llega allí hacia el año 1987, llamado originalmente El Donde Aguayo (apellido del patrón), formalizando su patente municipal durante el año siguiente, aunque rumoreaban sus clientes que ocupaba los establecimientos que habían pertenecido a un local anterior de este mismo tipo. Llamado en sus inicios Donde Parrita o Bar Parrita, contaban allí también que su dueño y fundador, don Arturito, había sido un ex militar o un ex carabinero. En realidad había una gran cantidad de historias rondando a este curioso boliche, que siempre permaneció en el desconocimiento de muchos santiaguinos a pesar de su céntrica ubicación.

Se accedía al 777 por una estrecha puerta de madera con dintel de tímpano artístico, subiendo por una horrorosa escalera con más de 60 peldaños pequeños y una odiosa vuelta, además pasamanos lisos. Transcurrido un rato en el local y llegada la hora de irse a casa, esa malvada pesadilla de escalones se volvía todo un desafío para bajar con algunos mareadores tragos de vino pipeño, cerveza mezclada con gaseosas de fantasía o el borgoña de chirimoya dentro del cuerpo. Muchos fueron víctimas de este desafío, de hecho, y por lo mismo la motejaban con apodos tan sugerentes como La Escalera al Cielo o El Camino al Cielo, cuando se subía; y La Escalera de la Muerte o La Bajada al Infierno cuando se descendía por ella, con mucha razón para elegir tales apodos. Varios fueron los que rodaron por sus gastados peldaños de madera opaca y crujiente, decían.

Con el mismo acceso al local, entonces, el aventurero enfrentaba aquella prueba de valor ineludible, empeorada por las leyendas de tantas sacadas de cresta en esos infernales 20 metros de prueba al equilibrio y la motricidad, que eran casi un rito de iniciación entre los concurrentes. La misma escalera, además, estaba cerrada por paredes rayadas con graffitis de todos los tipos imaginables: pintura aerosol, plumones, líquido corrector, bolígrafos, etc. Hasta daba la impresión de que se ascendía hacia un edificio abandonado por ella.

En la proximidad del cambio de milenio, sin embargo, se había reemplazado la vieja puerta de madera en el acceso por un pequeño portón metálico, menos estético pero más seguro para la integridad del local, pues parece que fue objeto de algunos robos. Siempre había algún cartel escrito con plumones sobre una pizarra revestida de acrílico, afuera junto a esa puerta, anunciando las colaciones y platillos de oferta en el día: tallarines, porotos con riendas, mechada con puré, caldo de pata o cazuela, a precios bajísimos. Un cartel fijo más pequeño señalaba la patente de alcoholes del local.

El 777 podía ser cualquier cosa, sin embargo, menos un lugar elegante. Tal vez no hubo otro boliche famoso en pleno centro de Santiago que se pudiera alejar más de ese concepto. Así, al entrar al las salas, el visitante se encontraban los mismos rayados de la escalera en las paredes, puertas, baños y subdivisiones interiores de material ligero, todos ellos como recuerdos de visitantes y clientes. Incluso las mesas y algunas sillas tenían esta clase de mensajes o inscripciones absurdas e inútiles más allá de complacer el ego de algún borrachín. Cuando faltaba dónde sentarse, cosa frecuente, los clientes ponían sus posaderas sobre jabas de cerveza siguiendo la astuta solución propuesta por el patrón.

El edificio propiedad de doña Marta Morandé, cuando recién había sido concluido. Imagen publicada en la revista "Sucesos" de agosto de 1916.

El mismo edificio de la Alameda en 1918, en imagen de los archivos culturales de la Universidad Diego Portales. Se puede reconocer la que sería la entrada al 777 en la puerta lateral, lado izquierdo de la imagen.

El edificio con sus interiores ya demolidos, incluyendo el espacio del bar que acababa de ser cerrado. Los vanos vacíos que se observan hoy están cerrados por cristalería.

El mismo edificio con los trabajos de construcción ya iniciados tras la fachada, año 2012. Hoy luce muy diferente y, aunque mantuvo el frente del edificio, el lugar está por completo transformado.

La barra del boliche estaba a la derecha del pasillo central, hacia el lado que da a la Alameda, aunque no había ventanas en este espacio en particular, sino una luz amarillenta encendida día y noche. El mesón era antiguo y polvoriento, aunque no más que la caja registradora tras la cual se sentaba don Arturo. Atrás del mismo mueble,  en donde un delgado mesero solía atender en las tardes, se alineaban cantidades de botellas de vino, cerveza y licores, junto a la puerta que conducía hacia la cocina o las dependencias interiores. Desde allí también solía saltar el Cojo con un amedrentador palo como arma cuando estallaban peleas entre ebrios, punkies o chiquillos revoltosos, y no fueron pocas veces en que realmente lo usó. Había por entonces una zona de fumadores y otra de no fumadores, además. El público cambiaba del día a la noche, además, siendo preferida esta última de la gente más joven.

En el día, ventanales aportaban casi toda la poca luz interior en las salas más grandes; a través de ellas se veía parte del entorno en el barrio de la Iglesia de San Francisco. Las mesas eran esas típicas de metal con cubierta de madera. Ya hacia mediados de los noventa, sin embargo, cambiaron las sillas viejas por unas de plástico y suficientemente ligeras para evitar descalabrados en las riñas, es de suponer. Cuando faltaban, cosa frecuente, eran reemplazadas por cajas de madera o jabas vacías de cerveza. El baño era deplorable, por supuesto... Quizá era el precio más evidente de lo barato que resultaba una aventura en este sitio.

Se sabe que, en sus primeros años operando allí y dentro del contexto político de fines de los ochenta, el 777 se convirtió en un circunstancial sitio de reuniones y juntas "dirigenciales" de estudiantes y jóvenes. También hubo un tiempo en que siempre había jugadores de cacho, carta y dominó, pues en este oasis con sus propias reglas las apuestas no eran ilegales.

Los meseros hacían buenas migas con los visitantes más frecuentes y, por largo tiempo, atendió allí también una temeraria fémina llamada Jeannette, la Jeanetsita o Jeanesita para sus clientes de confianza, querida y recordada camarera de los mejores años que tuvo este sitio, amiga especialmente de los universitarios, algunos ciegos y sordomudos que iban también al extraño club, estos últimos discutiendo acaloradamente y con histriónicos gestos del lenguaje de señas cuando el alcohol los penetraba ya hasta la paleocorteza cerebral. Otra mesera famosa, en los noventa, fue la tía Cristi, llamada en realidad Cristina Saavedra, quien sabía lidiar también con aquella fauna inclasificable, cual domadora de fieras.

Muchos elogiaban el aire "porteño" del 777, como de cantina decadente para marinos. Por esto fue que se hizo lugar favorito de estacionadores de vehículos, obreros de la construcción, vendedores ambulantes, artistas callejeros, heladeros en el verano y algunos empleados de las varias casas comerciales del entorno. No faltaron turistas valientes, queriendo conocer la parte "popular" del país, aunque siempre acompañados de anfitriones locales. Se sabe que también iban lanzas, traficantes, prostitutas mujeres y transexuales, carteristas y ciertos personajes de poco prestigio, sentándose a escasa distancia de otras mesas con borgoñas o piscolas rodeadas de ejecutivos de terno o de risueños estudiantes con sus inconfundibles mochilas o bolsos.

A pesar de todo, también pasaron por aquellas salas poetas y escritores como Alberto Fuguet, quien escribió de este sitio en "Tinta roja":

El 777 es un bar ubicado en el segundo piso de una casa de madera que no por casualidad se ubica en el 777 de la Alameda Bernardo O'Higgins. Que esta casa aún exista después de innumerables incendios y terremotos supera lo que comúnmente se denomina buena suerte. Y lo que ya roza con lo milagroso es que ningún constructor la haya demolido para levantar una torre como las que hay en el resto de la cuadra.

Quizás por su ubicación o por el hecho de que funciona toda la noche, el 777 atrae como un imán a lo más radical de la bohemia santiaguina. En el 777 uno se topa con actores y ladrones. Unos y otros se llevan bien, se complementan. Es gente que acostumbra vivir de noche.

Las tortuosas escaleras de ingreso, lugar de varios accidentes. Fuente imagen: grupo FB "El 777", dedicado a recuerdos del mismo bar.

El famoso mesón principal de atención. Detrás de la registradora solía estar sentado don Arturo, el dueño. Fuente imagen: grupo FB "El 777".

Aspecto vetusto y maltratado del que fuera el acceso al bar 777, en 2012 y no mucho después de haber sido cerrado.

En esos mismos años, el local tuvo especial atracción para círculos alternativos o undergrounds, especialmente para amantes del rock metal y del punk, aunque esta característica se fue perdiendo un poco en la década siguiente. Quizá por eso fue que Mike Patton, vocalista de la célebre banda Faith no More, también concurrió hasta este sitio brevemente una noche, con algunos fans y gente de la producción durante su segunda visita a Chile, en 1995 y tras una excelente presentación en un festival rock en el Teatro Caupolicán, por entonces rebautizado Monumental.

Lo mismo hicieron en su momento actores, compañías de teatro completas, además de cantantes populares y grupos musicales emergentes, que llegaban con sus propios instrumentos en andas hasta alguna de las mesas, retirándose solo en horas de la madrugada. Decían también que alguna vez se realizó una exposición fotográfica en su interior, y las leyendas agregan que el músico argentino Gustavo Cerati lo visitó una vez, también, mientras estuvo alternando su vida en su país y en Chile.

Era un lugar bravo, sin embargo: entre sánguches de pernil, arrollados, empanadas y jarras de schop, las miradas eléctricas se cruzaban, fueraa entre aspirantes a choros, entre tribus urbanas adversarias o entre barristas de fútbol de clubes enemigos por antonomasia. Varias veces hubo escaramuzas, entonces, incluso con armas blancas a la vista, y el bar habría sido castigado con cierres temporales y amenazas de retirarle la patente. En alguna ocasión hasta el dueño o un mozo tuvieron que echar mano a algún objeto contundente para amansar a los infaltables curados odiosos y a los ladronzuelos de "recuerdos", según su propio legendario.

Pese a todo, por su privilegiada ubicación en la Alameda y obviando las inseguridades dentro y fuera del mismo, el 777 era preferido por muchos temerarios para jornadas largas, especialmente en las noches. Con la llegada del infausto sistema del Transantiago, sin embargo, se instalaron enormes paraderos justo antea la entrada del local, enfrente de su vertiginosa escalera. Coincidió que la clientela comenzó a bajar drásticamente, también a causa de las dificultades en el transporte.

Contaban algunos de sus ex clientes que los dueños habrían tenido dificultades para renovar la patente de alcoholes en este mismo tiempo, pues la reputación del local continuaba siendo altamente discutible, debiendo lidiar con denuncias por consumo de drogas y ciertos casos de supuesto desenfreno sexual de algunos de sus visitantes, además. Cierto o no, esto ocurría ya en los últimos años de vida que tuvo la taberna. El truco de evitar multas de fiscalizadores por venta de alcohol sin comida, poniendo marraquetas con rellenos improvisado de ensaladas o bien platos con restos de papas fritas, ya se había agotado y no tenía efectos. Otra historia decía incluso que un mozo fue asesinado en el local una vez, por un delincuente que le habría tocado de cliente, desgraciadamente, aunque al parecer no pasa de ser una leyenda o una exageración surgida de alguna riña.

Aunque la gloria de la cantina se venía abajo desde hacía tiempo, su muerte ocurre tras la compra del edificio por parte de las multitiendas Corona, pero como secuela de los daños producidos en el edificio por el terremoto del 27 de febrero de 2010 y que llevaron a ponerlo en venta. Las redes sociales difundieron la triste noticia ante la desazón de los parroquianos: El 777 había cerrado súbitamente, la triste noche del sábado 13 de noviembre, cuando se anunció a los presentes que sería su última vez allí. No había vuelta atrás. 

Empero, aunque fueron muchos los que lloraron aquella partida, la lealtad a la verdad obliga a admitir que la mayoría de ellos ya había dejado de concurrir al lugar que, de alguna manera, ya venía agonizando desde hacía tiempo.

En marzo del año siguiente, las maquinarias demolieron casi todo el edificio, dejando solo el frente: un proyecto de reconstrucción conducido por el arquitecto Max Peña, según tenemos entendido, fue el que conservó de su aspecto original esa fachada neoclásica, desapareciendo las casi centenarias y ya ruinosas salas con pisos de madera y paredes neuróticamente rayadas que habían pertenecido al recordado bar. Todo fue cerrado con cristalería y el palacete remodelado por completo permanece hasta hoy como sede de multitienda.

Fue así como El 777, esa trilogía numérica coincidente con los símbolos de las tradiciones cabalísticas y cifra perfecta representativa de Dios, desapareció de la Alameda tan fácilmente como multiplicando su cifra por cero. ♣

Comentarios

♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣ ♣