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CUANDO EL TAP ROOM SE MANCHÓ DE SANGRE

Como todo buen adalid del empresariado de espectáculos nocturnos, Humberto Negro Tobar tuvo sus propios rasgos de claroscuros, a veces más oscuros que claros, aunque en su caso solían ser más bien curiosos, perdonables y hasta pintorescos, derivados especialmente de su carácter desafiante y avasallador que solía meterlo en problemas frecuentemente y terminar así ante algún estrado, en un par de ocasiones.

En 1950, sin embargo, tuvo lugar un hecho particularmente grave del que fue protagonista y que complicó su actividad durante varios meses, amenazando incluso con sacarlo del ambiente de las boîtes y los cabarets: balazos descargados desde un arma en sus manos habían liquidado en extrañas circunstancias, dentro del segundo Tap Room de los tres que tuvo, el de los altos de Estado con Huérfanos, a otro célebre personaje de las lunas llenas de Santiago aunque de negro pasado… Historia poco contada y menos aún conocida.

El infeliz caído en aquella ocasión fue un controvertido sujeto: Olegario Osvaldo Ramírez Guerra, en otras ocasiones reseñado como Orlando Ramírez o Gregorio Osvaldo Ramírez (al parecer usaba varias “chapas”, además). Había sido el hombre de confianza del ex ministro y médico Raúl Morales Beltramí, pero relacionado con algunas acciones de matonaje político y extorsiones, además de jactarse de las palizas que, según se había denunciado junto con su bigamia, daba a su mujer en Antofagasta en otro de sus muchos actos despreciables por los que pasó en total impunidad. También era pariente del agitador Carlos Cuevas Ramírez, otro sombrío nombre ligado al Servicio de Investigaciones, alguna vez guardaespaldas presidencial con denuncias por amenazas a autoridades y por participar de un bullado asalto al diario “La Opinión”.

De la obra “Por los caminos de Chile”, con el valioso testimonio de un autor y protagonista como fue el general Aníbal Alvear Godoy, se confirma también que Ramírez Guerra había sido un carabinero raso despreciado en la institución pero devenido inexplicablemente en agente de seguridad y comisario jefe de la Sección Confidencial de la Dirección General de Investigaciones. Este era un alto e íntimo cargo para Morales Beltramí, mientras ocupaba el Ministerio de Interior.

La meteórica carrera de Ramírez Guerra hacia aquel estamento había comenzado como gendarme de la Cárcel de Antofagasta y después como funcionario de Investigaciones, a partir de 1942, ascendiendo en solo dos meses como detective tercero y por "méritos extraordinarios" al nuevo cargo estratégico. Desoyendo los consejos que intentaron disuadirlo de la extraña elección, el ministro había puesto en este servicio a tan cuestionable tipo dándole una cuota de poder que solo aumentó su temeridad para cometer actos abusivos y violentos, especialmente en los bajos fondos y en el ambiente bohemio de la capital, del que era un adicto visitante.

Las noticias sobre sus calaveradas en casas de diversión y prostíbulos eran cosa habitual por entonces, hasta donde iba invitando a amigos igual de indignos que él, para después no pagar, mostrando siempre su revólver si alguien osaba confrontarlo… Aun sabiéndose esto, no se tomaban medidas desde el gobierno del presidente Juan Antonio Ríos, quedando en el misterio las razones de haberlo dejado en un cargo de tanta responsabilidad y los motivos por los que las autoridades no solo se negaban a bajarlo, sino que hasta le brindaban protección. No ha sido la única vez que se hayan dado repugnantes casos de este tipo, por cierto.

Un día de aquellos, llegó a oídos de funcionarios de Carabineros de Chile una información alarmante, que ya excedía todo lo que debían tolerar en silencio al personaje: Ramírez Guerra podía estar detrás del asesinato de una muchacha en el barrio de los lupanares de calle Camilo Henríquez, el famoso barrio San Camilo. La víctima había sido una asilada, en un crimen del que no estaba enterado aún la policía ni la justicia.

Fue el propio Alvear Godoy, a la sazón jefe de la institución de Carabineros de Chile y cabeza de los servicios de orden y seguridad, quien procuró que el sujeto fuese apresado.

Ya en diciembre de 1942, además, el ex subdirector general de investigaciones, Luis Tapia Rodríguez, formularía también graves denuncias contra el desempeño de Ramírez Guerra e intentos de sobornos a su favor por parte de funcionarios de la Confidencial, siendo careados el martes 15 de aquel mes como parte del sumario llevado por el ministro de la Corte de Apelaciones, don Moisés Bernales Zañartu.

En aquella ocasión, Tapia Rodríguez entregó al tribunal los testimonios de maltratos que la ex esposa del inculpado había dado antes a la prensa antofagastina. Lo curioso era, sin embargo, que el propio denunciante había recomendado y procurado que Ramírez Guerra asumiera la jefatura de la Confidencial, algo que unos meses después le costó enfrentar una dura polémica con el subprefecto de la Sección de Personal, don Gonzalo Acuña Leiva. Ramírez Guerra había sido acusado también de torturas y vejaciones a un reo, terminando expulsado de las filas policiales y condenado a una pena de diez años.

Cómo sería la sorpresa de Alvear Godoy, entonces, cuando poco después, el 21 de enero de 1943, el delincuente aparece libre y alegre con una mujer en el café de los entonces concurridos Establecimientos Oriente, ubicados en los Edificios Turri enfrente de la Plaza Baquedano. Aunque esto iba a ser negado después por el abogado Manuel Urrutia Salas, quien había asumido la defensa de Ramírez Guerra, vía carta abierta a los medios de prensa, el jefe de carabineros no quiso aflojar y había partido en persona a reclamar ante las autoridades, iniciándose así otra investigación contra el acusado, además de los funcionarios de la Confidencial llamados Julio Fauré Rojas, Enrique Contreras Romero, Guillermo Escobar y David Espinoza Palma.

En mayo de ese mismo año, Alvear Godoy consiguió que se reabriera el sumario administrativo contra el ex jefe de la Confidencial, tras haber quedado cerrado hacía unos días. Denunció ante el propio ministro Morales Beltramí que el hampón había entrado y salido varias veces desde el lugar de su detención. El director general de investigaciones, don Jorge Garretón Garretón, se entrevistó entonces con el ministro subrogante Joaquín Fernández, informando que el fiscal Bertín que atendía el caso había dado un plazo de diez días para el cierre del sumario, al tiempo que los antecedentes eran estudiados por el fiscal militar Hernán Santa Cruz.

¿Qué pudo suceder como para que, ahora, Ramírez Guerra estuviera en libertad? Pues resulta que, no bien había sido encerrado en la cárcel, echó a andar desde atrás de las rejas sus misteriosos contactos con las altas esferas para salir  campante otra vez a las calles. “Hasta se tuvo la impudicia de llamarme a una reunión por el ministro Morales, para que yo dijera que pude haberme equivocado y tomado a Ramírez por un empleado del ministerio”, escribió el uniformado en retiro en sus interesantes memorias... Parte de la política y parte de la delincuencia estaban en simbiosis, como se ve; tanto así que el jefe de carabineros acabó siendo llamado a retiro por su denuncia, poco después.

Por si fuera poco, en 1944 hubo otra polémica aunque supo ser mantenida en baja intensidad, cuando se filtró la grave noticia de que Morales Beltramí, ya alejado del ministerio y ejerciendo como embajador de Chile en Río de Janeiro, habría buscado ayudar a Ramírez Guerra para escapar a Brasil. En esos momentos, el ex jefe de la Confidencial estaba prófugo por otras de sus tantas fechorías, intentando eludir así sus cuentas con las justicia.

El delicado asunto debió ser abordado por la Cámara de Diputados y el Ministerio de Relaciones Exteriores en agosto de ese año. Esto puede verificarse en las actas de sesiones del Congreso Nacional de aquel mes y también en la prensa a inicios del mes, cuando Ramírez Guerra estaba oficialmente prófugo.

Durante el año siguiente y el de 1946, valiéndose -como siempre- de sus vínculos con la vernácula corrupción moral de la clase política chilena, el criminal había conseguido con truculencias la libertad condicional. Estaba nuevamente en las calles, oportunidad que no iba a dejar pasar para sus innumerables atracos y golpes, pues ya no conocía otra forma de vida. Estaba a punto de hacer nuevas noticias en el ambiente, esta vez a nivel internacional.

La condena de diez años nunca se haría efectiva, como podrá adivinarse: indultado también en controversiales y poco transparentes condiciones, hacia 1948, durante los más complicados días del gobierno de Gabriel González Videla, el truhán realizó un completo periplo de estafas y nuevas fechorías fuera del país, pasando por Brasil, Bolivia y Perú durante aquel período. De hecho, desde último país hizo una solicitud formal para su encargo, pero las peticiones nunca llegaron a la Corte Suprema.

De vuelta en Chile y domiciliado en calle Ahumada 83 y Cotapos 1316, sus fechorías se cometían con el mayor desparpajo imaginable. Poco antes de su muerte, además, se había establecido como supuesto agente de ventas de una fábrica de tejidos, trabajo que en realidad era fachada para sus negocios nocturnos relacionados con trata de blancas y narcotráfico.

Sucedió entonces que Ramírez Guerra, fiel a su estilo y acostumbrado a hacer lo mismo en cuanto restaurante, night club o lupanar ingresara, continuó por otro largo tiempo repitiendo sus impunes fechorías, extorsiones y abusos. Un sistema judicial perpetuamente débil e influido por los venenos políticos como el chileno, ya entonces permitía esta clase de situaciones y era permeable a las formas más grotescas de corrupción por "amiguismo". Tuvo manga ancha para continuar cometiendo nuevas fechorías durante dos cómodos años más, por consiguiente.

Así fue como el malvado sujeto llegó acompañado de un par de murciélagos hasta el Tap Room del Negro Tobar en la madrugada del lunes 17 de abril de 1950, convencido de que sus métodos de intimidación y su revólver bastarían para unas horas de diversión gratuita, para él y sus amigos, licencias a las que estaba tan acostumbrado. Como era un tipo conocido en el ambiente bohemio y procuraba expandir su fama para infundir “respeto”, el momento de tensión debe haber sido instantáneo, apenas entró y pudo ser reconocido por el personal.

A la sazón, el Tap Room en los altos de Estado 265 con Huérfanos era célebre por sus shows de buen pelo y las visitas ilustres, incluso de algunos senadores, ministros y futuros primeros mandatarios. También eran corrientes las llegadas de intelectuales y escritores para ver los shows bailables, como Guillermo Atías o Hernán Millas, entre muchos otros. Las reputadas orquestas Lecuona Cuban Boys, la del pianista Armado Oréfiche y la típica del maestro Lorenzo D'Acosta, solían tocar en vivo en esos años. La Leucuoa atraía miradas también con su esbelta bailarina, la negra Estela, exótico encanto para el público masculino.

Sin embargo, como todo centro bohemio, el segundo Tap Room debía convivir también con indeseables y con las consecuencias que esto significara. Al respecto, este problema llegaría a su peor ejemplo con el caso de aquella noche, a mediados del siglo XX.

Publicidad para el primer Tap Room de Humberto Tobar, en "El Mercurio", año 1940.

El Tap Room en las notas de espectáculos de "Las Noticias de Última Hora", año 1954.

Bosquejo representando la situación de la muerte de Ramírez Guerra, publicado en "La Nación".

Izquierda: Humberto Tobar, en una de sus escasas imágenes fotográficas. Derecha: el detestado rufián Ramírez Guerra. Ambas imágenes publicadas por el diario "La Nación" en 1950.

Caricatura del Negro Tobar en publicidad del Tap Room, en enero de 1960. Publicada en el periódico "Las Noticias de Última Hora".

El prepotente e insoportable tipo de mirada furiosa y bigote tipo Clark Gable, con 41 años de vida a la sazón, se sentó en una mesa cerca de un cliente que era conocido como el Guatón García-Huidobro. El delincuente le estaba exigiendo dinero "prestado", según se dijo después. También se cuenta que, tras hacer allí su consumo y pasar el rato bebiendo con su potencial víctima, entonces llegó la hora en que la persona que atendía su mesa procedió a llevar la cuenta… Y, como era esperable, el bravucón ignoró el emplazamiento, convencido de que no habría voluntad suficiente para tratar de detenerlo o forzarlo a pagar.

Ante las insistencias en que pagara la cuenta, entonces, Ramírez Guerra hizo lo de siempre: se escudó en sus fanfarronerías sobre los contactos que mantenía con altas autoridades y, acto seguido, mostró el revólver que llevaba con él, su pase seguro a la gratuidad en toda clase de servicios decentes o indecorosos que fueran en cada noche, en sus circuitos hedónicos. El periodista Tito Mundt escribió también que el tipejo siempre “se sentía dueño de Chile”, simplemente, y por eso no iba a ceder.

Esa noche, sin embargo, también se encontraba el Negro Tobar en el club, quien estaba al tanto de lo que sucedía y de las intenciones del maleante. Por esta razón, el empresario se armó de valor y fue personalmente hasta la mesa para insistir, preguntando si pagaría. Como príncipe de las noches santiaguinas, el que fuera también dueño del famoso cabaret Zeppelin ya lo conocía: sabía qué clase de carroña problemática era y hasta dónde podía llegar, por lo que, discretamente, estaba preparado para usar el arma de fuego que mantenía en el local y que llevaba en sus bolsillos, por una muy razonable precaución.

Emplazado nuevamente entre la música de la Orquesta de D'Acosta y las luces del Tap Room, Ramírez Guerra contestó en forma agresiva. Tobar lo exhortó a entrar en razón pero el sujeto ya estaba enfurecido y fuera de sí luego del altercado, con el orgullo herido tan propio de los criminales más brutos al sentir que no se “respetaba” su fama.

En una respuesta negativa que iba a ser la última de su vida, entonces, Ramírez Guerra tomó iracundo el revólver que mostraba en su cinto y disparó, dando un tiro contra el Negro. Lamentablemente para el matón, el dueño del local tuvo reflejos más veloces y respondió de vuelta con tres balazos a quemarropa según Mundt, que llevaron el salón de estruendos, olor a pólvora y salpicaduras sangrientas.

Una crónica del diario "La Nación", publicada al día siguiente del incidente, describía otros detalles de la situación vivida de aquella noche:

Ramírez Guerra se sentó en su mesa. Era la primera, entrando a mano izquierda. A 12 metros, cruzando en forma recta la pista de baile, otra mesa estaba ocupada por los señores Eduardo Olmedo Vargas y Marcial García-Huidrobro. Al medio, una tercera mesa estaba ocupada por don Humberto Tobar González, el dueño del Tap Room. Ellos, junto con los dos hasta ahora desconocidos acompañantes de Ramírez Guerra, los seis garzones que estaban en el establecimiento y los músicos de la orquesta de Lorenzo D'Acosta, iban a ser testigos y protagonistas de los dramáticos hechos de sangre que estallaron precisamente a las 4.40 horas.

La llegada de Osvaldo Ramírez Guerra fue saludada con un silencio glacial por Humberto Tobar, quien ordenó a D'Acosta, en forma terminante:

-¡Alto a la orquesta!

Parece que Ramírez Guerra no tomó en cuenta este hecho y tranquilamente se sentó en una mesa junto a sus dos acompañantes. Pidieron tres gin con gin. Pero solo durante cinco minutos estuvo sentado tranquilamente. Repentinamente decidió levantarse. Al hacerlo sacó su revólver desde la parte interior del vestón y lo colocó en el bolsillo exterior derecho. Cruzó todo el pasillo de la boite, pasó frente a Tobar que lo miró con ojos soñolientos y llegó hasta la mesa donde ambos caballeros conversaban amigablemente.

-Préstame cien pesos. Los necesito con urgencia.

Así, en forma brusca, tajante, como era su costumbre, interpeló Ramírez Guerra al señor García Huidobro. Le respondió que no podía. Ramírez Guerra insultó al señor García Huidobro. Y entonces fue cuando el señor Olmedo, en un gesto de caballero y amigo salió en defensa de su acompañante, al cual recomendó:

-No siga discutiendo con ese maleante.

No había terminado de pronunciar las últimas palabras, cuando llegó el ataque cobarde, traicionero de Ramírez Guerra. Pero el señor Olmedo fue más rápido y le replicó enérgicamente. Cayó Ramírez Guerra.

De acuerdo a la descripción que hace el periódico, el rufián iba a terminar con una fractura frontal de cráneo provocada con el "certero golpe aplicado con una mesa", y luego con una bala metida en el cuerpo:

A todo esto ya Tobar había abandonado su mesa y apresuradamente se dirigió hasta el sitio donde ocurría el incidente. Se inclinó sobre el caído Ramírez Guerra y trató de ayudarlo. En esos mismos momentos el peligroso individuo extrajo su pistola del calibre 6,35, disparando seis balas sobre el señor Olmedo, quien se refugió apresuradamente tras la octava columna que adorna el cabaret de la calle Estado. Una de las balas, al desviarse, hirió de cierta gravedad en el muslo a don Humberto Tobar.

Simultáneamente, y mientras la mayor parte de los disparos iban a destrozar una ventana de la boite, el señor Olmedo no halló a mano más arma de defensa que una de las frágiles mesas. La tomó, arrojándola hacia la cabeza de Ramírez Guerra. El improvisado proyectil dio en el blanco, produciéndole al provocador una profunda herida en la frente. Después se comprobó que había sufrido la fractura del cráneo.

Aún halló fuerzas Ramírez Guerra para alzarse y fue en esos precisos instantes cuando Tobar gatilló su revólver Colt del 7. Solo tres balas alcanzaron a salir por la boca del arma, una de las cuales hirió a Ramírez Guerra en la región abdominal. Después el arma se atascó.

Ramírez Guerra quedó tirado allí, entonces: tendido a todo su largo en el suelo, encharcándose en su propia sangre y arruinado el siempre limpio piso del local, mientras miraba su propia herida. La bala que había intentado meterle en el cuerpo a Tobar había pasado a unos veinte centímetros de la cabeza del asustado García Huidobro, según se dijo. Cierta versión agrega que la chaqueta de este último quedó con dos perforaciones producto de los tiros, así que su salvada habría sido providencial. Volvamos al relato de "La Nación":

En medio de la espantosa confusión que se había originado en la boite, uno de los garzones llamado Luis Llados acompañaba a Tobar, que se sentía herido, a la Posta Central de la Asistencia Pública en un taxímetro. Por otra parte, los dos acompañantes de Ramírez Guerra salían apresuradamente por la puerta para no verse enredados en el incidente. A los pocos minutos abandonaron también el campo de batalla, donde quedó un hombre agónico, tres botellas destrozadas y dos mesas agujereadas por los disparos, los señores Olmedo y García Huidobro.

Los últimos minutos de Ramírez Guerra fueron dramáticos. Herido de muerte se sentó en una silla, mientras sus ojos inyectados en sangre miraban hacia un punto lejano. Permaneció en esa actitud casi 4 minutos, hasta que se desplomó. Su agonía fue corta. Cuando la Ambulancia de la Posta se detenía a la entrada de la ahora silenciosa boite, veinticinco escalones más arriba dejaba de existir uno de los peores peligros de la bohemia de Santiago.

Exactamente a las 5.10 horas llegaban al sitio del suceso el Comisario de la Brigada de Homicidios don Miguel Basaure Disset, con los detectives Arturo Roa Trujillo y Jorge Estibill Mahuida. Detuvieron a Tobar que regresaba en esos instantes de la Posta. Jorge Olmedo, conocido comerciante de 41 años, se entregó en la mañana de ayer a Investigaciones.

Alvear Godoy, sin embargo, tiene una versión un poco diferente sobre el punto preciso de la muerte de Ramírez Guerra: asegura que el primer tiro dado por el criminal iba contra el propio García-Huidobro, cuando este se vio superado por el miedo y había comenzado a pedir auxilio dentro del local, sin recibirlo. Solo la intervención de Tobar pudo impedir que el incidente resultara peor.

Para aquel caso y las otras versiones descritas, el dueño del Tap Room habría actuado solo por principios y solidaridad, entonces, viéndose a punto de ser baleado en esta intervención antes de abatir al asesino. También existe cierta crónica asegurando que Ramírez Guerra recibió la bala en la unión de la pierna con la ingle, destrozándole la arteria renal y desangrándose rápidamente en el lugar, en donde quedó frío y endurecido por el rigor mortis, sentado o aferrado a una silla tras tratar inútilmente de reincorporarse.

Jorge Orellana Mora, otro buen conocedor del Tap Room y del ambiente descrito, también reporta una versión con ciertas discrepancias sobre lo sucedido aquel día en "Una mirada hacia atrás", involucrando en la historia a otros conocidos personajes de la realidad nacional:

En el nuevo Tap Room, encontró la muerte un policía odiado, especialmente, por los restaurantes y centros de diversión. Ramírez Guerra, una especie de guardaespalda de Morales Beltramí, Ministro del Interior; había ascendido meteóricamente, de simple detective a Comisario. Él y sus acompañantes, bebían y comían a destajo, en los restaurantes, pero nunca pagaba ni un centavo.

Ramírez Guerra era prepotente y una noche, en el nuevo Tap, fue hasta la mesa en que Raúl Rettig y Raúl Fernández Longés compartían con unas damas. El inspector Ramírez Guerra se acercó e invitó a bailar a una de ellas. Rettig y Fernández se opusieron a tal pretensión y comenzó el incidente. Entonces, intervino Tobar, pero el policía, al descuido, empujó al Negro haciéndolo caer suelo, amenazándolo con su arma de reglamento. Tendido en el suelo, Tobar sacó su pistola y de un balazo le rompió la vena femoral. Ramírez Guerra cayó al suelo perdiendo sangre a chorros. Intencionadamente, dejaron pasar preciosos minutos antes de telefonear a la Asistencia Pública. Al llegar esta, Ramírez Guerra, desangrado, agonizaba.

Lo curioso de este hecho es que, por primera vez, prensa y radio, estuvieron de acuerdo en que la desaparición de Ramírez Guerra dejaba más limpia la ciudad. Tobar, en el juicio, alegó defensa propia, lo que testificaron todos los clientes que se encontraban tratando de pasar una agradable noche, en un local donde se iba a bailar en un ambiente muy grato.

No cabe duda de que el fallecido era totalmente despreciado en el ambiente, algo repetido también en un relato de Carlos Peters, en “Zaquizamí”. Su muerte seguiría siendo celebrada en la prensa y el medio bohemio, de hecho. El rufián fue sepultado en el Cementerio General el día 19 siguiente, y el obituario publicado por sus amigos Carlos Ahumada y Luis Cifuentes lo despediría de forma un tanto escueta en las páginas de los periódicos.

Probablemente, después de que los aseadores limpiaran con aserrín la sangre, muy pocos lloraron al personaje “novelesco y elegante”, como lo define el recién mencionado autor, destacado entre “el bajo mundo de copetineras, bataclanas, choros, guapos y rufianes de la noche” y con un mal prestigio que no lo libró de las balas justicieras. Este descrédito general le valió puntos favorables al Negro en defensa de su inocencia, por lo demás.

Por la muerte del infeliz y tras un largo proceso judicial, Tobar “salió totalmente limpio de polvo y paja”, como dirá Mundt, volviendo así a su actividad en la que cimentó su leyenda como uno de los más grandes constructores de la diversión nocturna contemporánea en Santiago. ♣

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