Portada de una edición del “Himno de Yungay” de 1839, publicada por Carlos F. Niemeyer. Una nueva etapa en la diversión santiaguina coincidía con el momento en que se dio también la explosión patriótica y triunfal que sobrevino con la victoria de Yungay.
Un formidable golpe vitamínico para la sociedad chilena, cargado de energías patrióticas y triunfales, provino con la hazaña militar de la expedición del Ejército Restaurador del general Manuel Bulnes, poniendo fin las amenazas e intervencionismos de la Confederación Perú-Boliviana con la Batalla de Yungay y en alianza con las fuerzas rebeldes peruanas. Aquel 20 de enero de 1839 brindó, además, una victoria póstuma a la figura del ministro Diego Portales, a dos años de su asesinato y con su mítica figura ya idealizada en el imaginario político.
Prácticamente todo el resto de aquel año y gran parte del siguiente fueron dedicados a la celebración aquel triunfo bélico de Chile: el primero después de las guerras de Independencia, aportando así a las efemérides ese gustillo de orgullo nacional que ya empezaba a incubarse en el sentir de esos años, cuando los pueblos americanos y sus clases gobernantes comenzaron a correr por las vías históricas decididos a pavimentar caminos propios y destinos independientes. Iban quedando atrás, en consecuencia, las antiguas y románticas ilusiones de confraternidades continentales entre las que discurrió el pensamiento de los libertadores.
Por otro lado, tras el fracaso rotundo de primera expedición restauradora de 1836-1837, dirigida por Manuel Blanco Encalada y abortada de súbito en el bosquejo de paz de Paucarpata, este acuerdo había sido rechazado ni bien retornó con él a Chile, algo que casi le cuesta una grave sanción marcial de la que parece haberse salvado en el juicio, únicamente, merced a sus influencias, su prestigio y sus círculos más íntimos de militancias. El deseo general era, entonces, lavar aquella afrenta, vengar la muerte de Portales y enfrentar al arrogante protector de la Confederación Perú-Boliviana, el mariscal Andrés de Santa Cruz. Todo eso quedó cumplido en Yungay al norte de Perú, entonces, en los cerros Punyán y Pan de Azúcar y a orillas del río Áncash.
Incluso don Bernardo O’Higgins, amigo de Santa Cruz y a la sazón exiliado en Perú, debió echar reversa a sus insistencias contra la intervención chilena sobre la Confederación y celebrar ahora el triunfo en cartas como la que dirigió al presidente José Joaquín Prieto. El prócer hasta organizó un brindis en Lima, escribiendo con ufanía al mandatario chileno:
La victoria de Yungay vuelve a poner la pluma en mis manos no para distraerlo de sus graves atenciones, sino para felicitarlo por un triunfo que nuestra querida patria ha obtenido todo cuanto podía desear, su honor, seguridad y la independencia del Perú, por lo que Chile ha hecho tan grandes como generosos sacrificios.
Pero los expedicionarios chilenos debieron permanecer algunos meses más en Perú, intentando apartar los peligros de hostilidades entre ese país y Bolivia que, de todos modos, harían dura eclosión con la invasión de Agustín Gamarra al Altiplano, en 1841. Y, a pesar de la animadversión generalizada contra Santa Cruz, cuando este fue atrapado mientras huía y entregado al gobierno chileno, fue tratado con guante de seda y confinado a Chillán con grandes comodidades y hasta lujos, antes de partir a Francia.
J. Rafael Carranza sintetizó las felices consecuencias del triunfo de 1839, en el prólogo de su obra “La Batalla de Yungay”:
El parte oficial de la batalla de Yungay pasado al Presidente del Perú General D. Agustín Gamarra, ilustrará a las nuevas generaciones sobre el valor técnico de tan atrevida acción guerrera; y leyendo estas páginas, asistiremos a presenciar en la antigua Cañada de Santiago la entrada triunfal del ejército de Bulnes y lo acompañaremos en su marcha apoteósica hasta el Palacio de los Presidentes, en la Plaza de la Independencia.
Como era de
esperarse, entonces, los expedicionarios chilenos serían recibidos de manera
enardecida en Santiago a su regreso, con una gran caravana por casi la totalidad de lo que era la extensión de la Alameda de las
Delicias en aquellos años. Esto sucedería el miércoles 18 de diciembre de 1839. El despliegue de propaganda oficial por parte de las clases gobernantes había sido fundamental para estimular el imaginario patriótico en aquel momento, apareciendo las figuras de exaltación heroica nacional y la consolidación del roto chileno como símbolo popular.
Carranza da más detalles de aquella memorable ocasión, cuando Santiago fue convertido en escenario de una enorme fiesta patriótica:
En la tarde del día anterior, había acampado el General Bulnes, con su división en el Poniente de la ciudad, en los suburbios de Chuchunco, donde estaban las coloniales casas de los Ruiz Tagle.
S. E. el Presidente de la República, Excmo. señor General don Joaquín Prieto con sus Ministros y rumbosa comitiva llegaron hasta esa hermosa mansión campestre a saludar al ínclito vencedor.
Los vecinos aristocráticos, fueron también en sus carrozas a cumplimentar en esa grande tarde al ilustre General Bulnes y también al benemérito General don Fernando Baquedano.
Cuando al día siguiente hizo Bulnes su entrada a la ciudad, la vieja Cañada de la Alameda de las Delicias, que iniciaba por el Occidente frente a la Ermita de San Miguel (hoy templo de la Gratitud Nacional) estaba convertida en un mar humano. “Jamás se había visto en Chile una reunión más popular y grandiosa”, decía un cronista de la época. Los corpulentos árboles estaban repletos de muchachos y mocetones que se habían trepado hasta los cogollos, formando verdaderos racimos.
La ex Cañada fue engalanada con decoración gallarda, jubilosas escarapelas y arcos triunfales, más la música de las bandas de los batallones cívicos tocando a lo largo de la misma. Banderolas y gallardetes atados a cuerdas cruzaban de lado a lado, desde el óvalo de San Lázaro (entre calles San Martín y Manuel Rodríguez) hasta calle Ahumada. Se habían construido palcos y las familias lanzaban flores a la caravana, además.
La muchedumbre también recibió con loas al cortejo, con el general Bulnes a la cabeza. “¡Viva el vencedor de Yungay!”, “¡Viva el mariscal de Áncash!”, gritaba la multitud a quien era presentado ahora como toda una estrella, mientras caían encima copos blancos y chaparrones de pétalos. Buen preludio y vaticinio para quien iba a ocupar la siguiente Presidencia de la República, por cierto.
Aquellos elogios populares también alcanzaron para otros héroes como José María de la Cruz y Fernando Baquedano. Un arco triunfal instalado por los organizadores decía allí a los homenajeados, al paso de los mismos: “Al Ejército y la Escuadra de la República Chilena, por sus triunfos en Matucana, Buin, Casma y Yungay”. Iba acompañado de los siguientes versos:
Viva perpetuamente en la
memoria
El día en que la Patria vuelve a verte
¡Oh, bandera de Chile!, astro de gloria
Que sus valientes a las lides guía
Meteoro de muerte,
Que al suelo derribó la tiranía.
Cubra la sien del ínclito guerrero,
Laurel que viva en todas las edades,
Y que recuerde a Chile venidero
Que fueron tres deidades
Autoras de su gloria:
La Libertad, la Patria y la Victoria.
Fieles hijos de Chile,
Intrépidos guerreros,
¿Quién no se inflama, al veros,
De generoso ardor?
Chile os fió su causa,
Su espada, sus pendones,
Y le traéis blasones,
Trofeos, fama, honor.
La prende que partiendo
A vuestra Patria disteis,
Valientes redimisteis
En una y otra lid.
Volvéis al fin triunfantes,
Volvéis a su regazo:
Su maternal abrazo,
Guerreros recibid.
Más al oriente, ya por la calle Ahumada, el vecino Diego Antonio Barrios había hecho levantar de su propio peculio otro arco justo delante de su casa, en la vereda poniente entre Agustinas y Huérfanos. Podía leerse en él: “Gratitud a los vencedores de Yungay”. Las descripciones que quedaron del mismo señalan que tenía columnas coronadas de laureles y las banderas de Chile y Perú, más la efigie de un cóndor con una rama de laurel en el pico y afirmando el pabellón chileno en sus garras.
Así era la Alameda de las Delicias cuando tuvieron lugar las caravanas de los festejos, en detalle del Plano de Santiago hecho por el francés Herbace con colaboración del cartógrafo Nicolás Boloña, en 1841. Fuente imagen: Archivo Visual de Santiago.
Don José Zapiola, compositor del "Himno de Yungay", y una vista de la Plaza de Armas de Santiago hacia mediados del siglo XIX.
Imagen de la Plaza de Armas, aproximadamente de 1860, con detalle de su fuente de aguas y círculo de jardines. Atrás se observa parte de la fachada de la Catedral de Santiago y la esquina de calle Catedral con Puente.
El Monumento al General Bulnes en la Alameda, obra de Mariano Benlliure y Gil, hacia los años setenta o inicios de los ochenta. Fuente imagen: Educar Chile.
Detalle del monumento ecuestre con su caballo "cansado", señalando el regreso después de la larga lucha en territorio peruano.
Cuadro de la sargento Candelaria Pérez, la heroína chilena e impropiamente llamada "cantinera" de la Guerra contra la Confederación, en el edificio de la la Caja Previsional de la Defensa Nacional (CAPREDENA), paseo Bulnes. Obra del maestro Héctor Robles Acuña.
Finalmente, enfiló la caravana hacia el norte y llegó al Palacio de la Casa de Gobierno, que quedaba en esos años en la Plaza de Armas (el propio Bulnes lo trasladó después hasta La Moneda), mientras sonaban las salvas desde los cañones del cerro Santa Lucía. En la entrada de la plaza había otra arquería triunfal con una inscripción cuyas loas aludían a los héroes y también a Portales, el alma en pena de todos aquellos festejos:
Pueblo dichoso, abraza a
tus campeones:
¡Dichoso tú, pues tienes el solaz
De ver en los que ilustran tus pendones
Las columnas del orden y la paz!
En medio del himno de fausta victoria,
Al hombre en suspiro consagra, ¡oh nación!
Que quiso ardoroso comparte esta gloria,
Y víctima de ella cayó en el Barón.
-¿De dónde venís guerreros?
-De triunfar
-¿El fruto? -los patrios fueros
Afianzar.
Y ahogar en sangre enemiga
La ambición.
-Que vuestras armas bendiga,
La Nación.
Esforzado caudillo, triunfaste;
¡Que esa Patria, que intrépido y fiel
En Yungay defendiste y honraste,
Enguirnalde tu sien de laurel!
La célebre sargento Candelaria Pérez fue una de las principales estrellas de la misma jornada, saludada con honores al ser reconocida en el convoy por el público. La mujer ídolo de aquel momento y a quien una imprecisión historiográfica ha inmortalizado con el rol de cantinera del Ejército, algo inexacto, era de origen muy humilde y se unió a sus compatriotas cuando residía en el Callao, puerto al que había llegado en 1833. Hasta poco antes de su aventura militar, trabajó como sirvienta de una familia holandesa y después abrió allá un puesto propio de pescado frito y otros bocadillos, que era llamado La Fonda de la Chilena según Roberto Hernández en “El Roto Chileno”.
Aunque Candelaria había instalado aquel negocito con ahorros y grandes esfuerzos, el local fue saqueado por peruanos partidarios de la Confederación al estallar la guerra, acabando encerrada en una mazmorra de las infernales Casa-Matas del mismo puerto, antes de conseguir la libertad y, a continuación, correr a enrolarse en el Ejército de Chile. Tuvo destacada participación allí hasta el mismísimo día del triunfo final. Había sido el propio Bulnes quien le otorgó el grado de sargento primero. Poco después de su regreso fue ascendida a alférez, recibiendo una pequeña pensión que no lograría evitar que cayera en la pobreza y el olvido antes de su muerte, acaecida en marzo de 1870.
Carranza aporta un dato más sobre Candelaria Pérez, particularmente sobre su vida después de la guerra:
Solo una vez disfrutó, en esos años, de un fugaz lapso de gloria. El 25 de enero de 1849 se presentaba en el Teatro de la República en Santiago un drama de mucho aparato, escrito por don Manuel Santiago Concha y titulado “La Batalla de Yungay”. Uno de los personajes más interesantes era la Sargento Candelaria. La actriz que tenía a su cargo ese papel arrancaba frenéticos aplausos a la concurrencia. Pero el original asistía también al teatro, aunque desde un sitio poco visible; y advertido esto por la concurrencia todo el mundo se puso de pie y aclamó con delirio a la heroína.
Según algunos
autores clásicos como Francisco A. Encina, sin embargo, la carga más emotiva durante la recepción de
los héroes se habría dado no por alguna de las figuras allí presentes, sino por la ausencia del
capitán de origen mapuche Juan Lorenzo Colipí, quien había fallecido hacía un
mes casi justo, al retornar a Chile. Como en el caso de Portales, entonces, debió ser otro vacío importante en el ánimo y la emotividad de la fiesta.
Las celebraciones continuaron íntegras durante el día siguiente, con una revista en la Plaza de Armas al mando del coronel Pedro Urriola y con la presencia de representantes de diferentes instituciones en los actos oficiales. Se realizó en la ocasión el Te Deum y, ya de noche, Bulnes y Urriola fueron invitados a una función teatral, como personalidades de honor.
Mientras tanto, el “Himno a la Victoria de Yungay” sonaba insistentemente por todo Santiago, desde las partituras de bandas civiles y orfeones militares. Compuesto en abril por el maestro José Zapiola con letra de Ramón Rengifo Cárdenas, rápidamente quedó convertido en una segunda Canción Nacional de los chilenos, alcanzando una enorme popularidad entre todas las clases sociales e instancias de reunión social.
El coro de la canción de Zapiola y Rengifo, considerada por algunos como de las mejores obras musicales de corte marcial producidas en Hispano América, se celebró durante largo tiempo incluso en quintas y cantatas populares:
Cantemos la gloria
del triunfo marcial
que el pueblo chileno
obtuvo en Yungay
(bis)
El tenor en la letra del himno, si bien sonaba más conciliador que el dirigido por la canción patria oficial hacia el otrora enemigo español, de alguna manera ya acusaba nuevos sentimientos nacionales en juego, para aquellos días:
(Coro)
Del rápido Santa
pisando la arena,
la hueste chilena
se avanza a la lid.
Ligera la planta,
serena la frente,
pretende impaciente
triunfar o morir.
(Coro)
¡Oh, patria querida,
qué vidas tan caras,
ahora en tus aras
se van a inmolar!
Su sangre vertida
te da la victoria;
su sangre, a tu gloria
da un brillo inmortal!
(Coro)
Al hórrido estruendo
del bronce terrible,
el héroe invencible
se lanza a lidiar.
Su brazo tremendo
confunde al tirano,
y el pueblo peruano
cantó libertad.
(Coro)
Desciende Nicea,
trayendo festiva,
tejida en oliva,
la palma triunfal.
Con ella se vea
ceñida la frente
del héroe valiente,
del héroe sin par.
(Coro)
Cabe añadir que, tras las misiones de delegaciones militares chilenas de principios del siglo XX a Colombia, el "Himno de Yungay", como suele ser llamado más simplemente, entró al cancionero marcial colombiano junto con otros himnos de la tradición chilena y alemana. Allá fue adaptado y renombrado "Canción de Boyacá" y "Carga de Boyacá". Más información al respecto se puede encontrar en el artículo de Mayra Fernanda Rey Esteban titulado "La educación militar en Colombia entre 1886 y 1907", el que forma parte del estudio “Las reformas político-militares de los gobiernos regeneradores, 1886-1904” de 2005, publicado desde la Universidad Industrial de Santander en Bucaramanga, Colombia.
El festejo provocado por la victoria en Yungay se prolongaba en Santiago todavía sobre las fiestas de fin de año y parte de 1840, desatando sentimientos colectivos y compromisos con la patria que volverán a ser puestos a prueba con rudeza durante el resto del siglo. Incluyó loas, banquetes, desfiles de carretas, retretas, poemarios populares y declamaciones de todo tipo, tanto en las fondas más copetudas como en las chinganas más decadentes, curiosamente.
La parte conmemorativa, por su lado, se extendió durante décadas incluyendo la construcción y denominación del Barrio Yungay, el monumento al Roto Chileno en la plaza de este vecindario, la renovación de la Alameda de Matucana, la fundación de la localidad de Buin y la inauguración del monumento ecuestre del general Bulnes en plena Alameda, que después daría nombre al Paseo Bulnes que se prolongó hacia el sur el barrio cívico.
Finalmente, las fiestas patrióticas por la victoria de Yungay vinieron a señalar una especie de ruptura entre el antiguo período criollista de las formas de diversión en Santiago, a la sazón divididas por gustos de clases o segmentos sociales (y tantas veces opuestas entre sí), con la entrada a un nuevo cuadro cultural en el que la República abordó grandes sucesos del siglo XIX, en donde los eventos masivos y festejos participación multitudinaria irían hallando ocasión en los calendarios. ♣
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