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BARROCO MUSICAL CHILENO: LOS INSTRUMENTOS DE LOS SALONES DIECIOCHESCOS

Ilustración de un rabel, instrumento predecesor del violín, muy usado por los hispanos especialmente a partir del siglo XVI. Fuente imagen: "Mirador. Leyendas y episodios chilenos" de Aurelio Díaz Meza.

La sociedad chilena experimentaría un curioso auge en las artes musicales durante el siglo XVIII, al final de la inflexible y tradicional organización artística española para esta clase de expresiones. Partió como una tendencia de las clases dominantes y la elite política, sin duda, pero también tuvo alcances en las manifestaciones artísticas de las clases populares que, a falta de guitarras o instrumentos de cuerdas más sofisticados, fueron capaz de construir también sus propias arpas, rabeles y vihuelas básicas, apareciendo así talleres de primitivos luthiers.

Ya en 1708, con fecha 30 de septiembre, el Obispado de Santiago escribía al rey sobre la falta de músicos para el coro de la Catedral de Santiago, sin capellán, ni músicos y con sólo un organista viejo, pero sugiriendo "necesario contratar arpistas y vajoneros". Esto significa, en otras palabras, que ya había por entonces instrumentistas dispuestos a tocar a contrato. Los pianos también acabarían siendo conocidos por maestros de las clases populares, sirviendo después al acompañamiento de la cueca y otras manifestaciones folclóricas.

La primera arpa hecha en Chile parece ser una construida por un soldado llamado Cefederino Trueba, quien estaba inválido en 1709 dedicándose desde ese momento por entero a confeccionar instrumentos musicales como arpas y guitarras. Trueba había sido antes un fabricante de cordófonos en Galicia. Ahora, sus arpas permitirían que muchas señoritas chilenas se interesaran en aprender a tocarla y dar exhibiciones de su dominio de esas cuerdas en sus propias residencias familiares.

Pero el período señalado, situado en los respiros del barroco colonial y la centuria final de plena dominación hispánica, coincide con varias cosas que se relacionaron con el fenómeno despertado por la era borbónica. Una de ellas fue la llegada de instrumentos franceses o desde otros talleres europeos, rápidamente aprendidos en los hogares e incorporados a las sesiones de las tertulias aristocráticas. Así describe Eugenio Pereira Salas el contexto histórico de este fenómeno, en "Los orígenes del arte musical en Chile":

El siglo XVIII representa la soberanía del espíritu francés en el mundo. Mientras Francia decae visiblemente en el panorama político europeo, su cultura llega, tamizada a través de los temperamentos nacionales, a todos los ámbitos. La rígida España adopta la sonrisa gala y no lejos de los yermos del Escorial vemos la eclosión de las rosas de Francia en los jardines de la Granja. Su rey fue francés y en su corte se mezclaron las frivolidades de Versalles con la sobriedad de Castilla.

La entronización de los Borbones marcó una nueva era en los asuntos ultramarinos. A la sombra de la disimulada protección oficial llegaron al Pacífico los armadores y comerciantes de Bretaña y con ellos las variadas manufacturas y adelantos de su civilización. El contagio fue inmediato en las colonias. Los Gobernadores quisieron demostrar su poder con las carrozas y libreas; los billares ayudaron a los señoritos criollos a matar elegantemente el tiempo; alfombras y tapices recubrieron los estrados; jarrones, vasos y cristales, reemplazan los calderos de cobre y la sencilla alfarería nacional.

Esta  disposición de ánimo influyó notablemente en el arte musical, por cuanto, al ampliarse las disponibilidades instrumentales, se formó un ambiente favorable a su cultivo.

Los instrumentos musicales que llegaron con aquella ola también  fueron adicionándose y adaptándose a los gustos de la alta sociedad de la Colonia tardía, un poco menos conservadora que en el pasado. Otros instrumentos de diferente tipo llegaron desde España, Italia y Alemania, pero también hasta familias adineradas. Sin embargo, como hace notar Vicente Grez en "La vida santiaguina", la capital chilena ya estaba modificando costumbres por la fuerte presencia de familias francesas llegadas al país, incluidos los hábitos domésticos ("el vecindario se acostaba más tarde y se levantaba más tarde"), el alejamiento de la vida concentrada obsesivamente en las iglesias para experimentar ahora un acercamiento a los salones, además de los peinados y trajes más coloridos que en los años de los Habsburgo.

Ya en 1707 había llegado el primer clave barroco a país. Correspondía este a un instrumento que estuvo de moda en Europa durante aquella centuria y hasta finales de la misma, con teclados y cuerdas, estas últimas con la particularidad de tener un mecanismo que pulsaba, a diferencia de la acción de clavicordios y pianos que consiste en percutirlas o punteralas para sacar cada sonido. El instrumento fue considerado por algunos como impulsor de la llamada música galante.

Dicho ejemplar de clave venía a bordo del Maurepas, navío fondeado en Penco hacia fin de año como lo hicieron también las embarcaciones francesas Jacques y San Luis. Según comenta Aurelio Díaz Meza en "Leyendas y episodios chilenos. En plena Colonia", este instrumento fue "el primer piano que sonó en Chile y en el lujoso estrado del Presidente Ibáñez de Peralta", además de permitir que, en torno al mismo, se realizara una pionera tertulia musical a la francesa. Fue "el primer simulacro versallesco en la noble y leal Santiago del Nuevo Extremo", agrega Pereira Salas.

Sólo una década después, al venir a Chile a asumir su cargo, el gobernador Gabriel Cano y Aponte traía un clavicordio en su equipaje de 23 cargas con finos muebles y vajillas. También venían allí cuatro violines, un arpa y varias panderetas del tipo andaluzas, además un cargamento de finos trajes distribuidos en quince 15 mulas acémilas. El caso es comentado por Eduardo Solar Correa y el propio Pereira Salas.

El interés mundial por el clave y su primo el clavicordio había comenzado en el siglo XVI, habiendo grandes exponentes y compositores en el mismo siglo cuando habían llegado a Chile, como fue el germano Carl Philipp Emanuel Bach, hijo de Johann Sebastian Bach. Su empleo en fiestas de alta sociedad y bailes elegantes se fue generalizando, aunque por las características sonoras de estos instrumentos no era frecuente que formaran parte de alguna orquesta, siendo acompañado solo por unos pocos músicos más a lo sumo, con laúdes y arpas generalmente tocados por mujeres, como era tradicional.

El clavicordio de Cano y Aponte fue usado con maestría por su distinguida esposa, doña María Francisca Javiera Veloz de Medrano, con el objetivo de entretener a sus invitados en tertulias, saraos y la todavía floreciente vida de las clases más altas, fuese acompañando algún canto lírico o dando la melodía de algún afrancesado minué. Tanto ella como don Gabriel eran, además de autoridades políticas, dos referentes sumamente relevantes en el concierto de las artes y la elegancia de la vida cortesana en Santiago, justo en el florecer de sus primeras controversias y escándalos, además. El matrimonio había estrenado sus lujosos instrumentos allí con un concierto dado el Palacio del Presidente, durante una noche de julio de 1718.

La fama que tenía el clavicordio del gobernador motivó a otros vecinos para comprar y traer instrumentos parecidos, poniéndose a tono, como haría el oidor Francisco Sánchez de la Barreda y Vera, organizando muy selectivas fiestas y exhibiciones en su casa. La respetada y culta Pabla Verdugo se haría también de un clave corriente propio para tocarlo en sus reuniones con amistades, instrumento que fue tasado "en su inventario de bienes al precio irrisorio de 100 pesos", comentó una vez Benjamín Vicuña Mackenna. Por su parte, don Francisco Javier Errázuriz poseyó otro clave acordado que fue descrito como de bisagras y chapas de plata, además de dos violines para sus encuentros con amigos en casa.

También se sabe que un rico residente de Aconcagua, don Andrés Toro de Hidalgo, obsequió un clavicordio a su prometida la señorita Ignacia Hidalgo, como regalo del día de bodas. El problema sin embargo, era que doña Ignacia no sabía tocarlo, por lo que la propia esposa del gobernador se ofreció enseñarle interesada en expandir el conocimiento musical sobre el instrumento.

Otros clavicordios y claves, además de rabeles y laúdes, se trajeron a Santiago en los años posteriores dada la demanda que tenían en los salones domésticos para baile y salas de tertulia. Según el cálculo que hace Díaz Meza, hacia 1740-1741 ya había unos 20 clavicordios en Santiago, cinco en Concepción y uno en La Serena. De hecho, los rabeles tendrían gran presencia en la gestación del canto a lo humano, a lo divino y la paya, la mismísima trilogía folclórica del guitarrón chileno tan asociado a la vida rural.

Laud español del siglo XIV. Fuente imagen: "Mirador. Leyendas y episodios chilenos" de Aurelio Díaz Meza.

Plano de Santiago del viajero francés Amadée Frezier, en 1712. Era el pequeño tamaño de la ciudad a la sazón.

Registro del baile del zapateo observado por Frezier, 1713. Reproducido en la obra "Los orígenes del arte musical en Chile" de Eugenio Pereira Salas.

Familias completas se iban relacionado con los instrumentos y la actividad musical, de esa forma. Don Juan Francisco de Larraín, por ejemplo, poseía un clave propio tasado en $100 en 1777, nada sorprendente para un clan en donde fueron famosas sus tertulias y reuniones sociales con música. De hecho, su pariente doña María Josefa de Larraín y Cerda también tocaba guitarra y violín en el hogar antes de enclaustrarse en el convento carmelita del Carmen Bajo de San Rafael, en La Cañadilla o actual avenida Independencia, en donde llegó a ser priora fundadora.

También llegarían a Chile en el período los primeros salterios o psalterios, hacia 1765, varios de ellos fabricados en madera de bálsamo por un maestro alemán instalado en Lima, don Enrique Kors, por un costo de $600 los de dos varas de largo y $400 los de menor tamaño. Este antiguo instrumento remontado al mundo clásico consistía en una caja de resonancia con cuerdas encima que deben ser pulsadas a dedo, sino con una púa o uñeta, parecido a una lira o una pequeña arpa cerrada. Había algunas versiones en las que su sonido cordófono se obtenía con un arco de cuerda tensada, y tenían gran popularidad desde los tiempos de la Edad Media.

Don Manuel de Salas había encargado un salterio y una flauta a su cuñado José Antonio de Rojas, aprovechando un viaje de este último a España. Dicho sea de paso, Salas, quien era otro señor de las tertulias del Santiago de entonces, solía lucir su habilidad con aquella flauta ante sus invitados, durante las reuniones en su casa. Su hermana Mercedes de Salas y Corvalán, en tanto, fue autora del libro de método "Lecciones de clave y principios de armonía", el que se utilizó hasta fines de la Colonia para aprender el instrumento y otros de teclado.

Doña Isidora Riveros de Aguirre también tenía y tocaba un salterio que pudo ser de aquel fabricante, desde 1781. Había algunos cuantos salterios más en el país al final del siglo, pero el sucyo correspondía a una pieza suma y particularmente elegante además de artística, con pinturas y motivos que aludían a la capital peruana.

Sin embargo, cuando el intendente Vicuña Mackenna redactó el catálogo para su "Exposición del Coloniaje" que iba a realizarse en el Castillo Hidalgo del cerro Santa Lucía en septiembre de 1873, refiriéndose al mismo salterio dice que fue hecho por el taller limeño de Pascual Castellón en abril del año señalado, siendo en la época de la muestra de propiedad de don Ramón Santelices:

Tiene este instrumento, que en algo se parece a la antigua cítara, un curioso paisaje pintado en Lima, en el que están representados con escrupulosos detalles los curiosos faldellines a media pierna que fueron la gala predilecta de nuestros bisabuelos. El paisaje representa una fiesta campestre, probablemente a los alrededores de Lima, y aunque los trajes son de mucho lujo, no parece que las damas allí exhibidas sean de la aristocracia de Lima, por la lisura de sus actitudes. Probablemente el grupo más cercano pertenece a la gente de "medio pelo" y el más remoto a su servidumbre.

Es de sentir que no obstante activas diligencias no se haya podido procurar un clave, instrumento que servía de intermediario entre el piano y el salterio y que como este se fabricaba en Lima.

Cabe observar que, durante el mismo siglo XVIII y el siguiente, las mujeres mantuvieron cierta preferencia en el rol de quienes tocaban instrumentos de cuerdas, castañuelas y panderetas durante las señaladas reuniones sociales. Es lo que ya reportaba haber visto, hacia 1709, el viajero francés M. Durret en su "Viaje de Marsella a Lima y a otros lugares de las Indias Occidentales". También fue importante la presencia de las espinetas, un viejo instrumento derivado del clavecín y de origen italiano, con teclas y cuerdas cuerdas activadas por martilletes, parecido a un piano horizontal de pequeño tamaño y, generalmente, con artístico y elegante acabado del mueble de la caja.

Quizá hubo, además, alguna influencia del mundo sacerdotal y monasterial, al menos de los elementos que tenían formación musical renacentista y quienes manejaban el órgano de las iglesias, por ejemplo. Esto, considerando su importancia en algunos aspectos de la educación, como fue el caso de los jesuitas.

Las tertulias y encuentros de sociedad seguían siendo la gran oportunidad para escuchar a los instrumentistas. Música dieciochesca y arias se oían en el salón con biblioteca de la gran residencia del Marqués de Casa Real don Francisco García-Huidobro, hacia 1770, con piezas como "Quejas amorosas" del compositor David Pérez, discípulo de Giovanni Battista Pergolesi, en las que sonaban violines, viola y contrabajo.

La gran ventaja que tomarían arpas y guitarras por sobre muchos de los instrumentos barrocos que llegaban al país, sin embargo, fue su confección iniciada en Chile, lo que facilitó el mencionado acceso popular a ellas. El fabricante Trueba había expandido el gusto de las jóvenes de buena posición social por el arpa, pero desde ellas fluyó también hacia la servidumbre y la gente de pueblo. Además, como los instrumentos de su taller eran demasiado caros, aparecieron otros luthiers competidores con precios más accesibles a las clases modestas.

Sobre lo anterior, el famoso viajero francés Amédée-François Frézier ya había observado y registrado en su "Relación de viaje a las costas de Chile y Perú" la presencia del baile llamado zapateo, que asegura era muy popular en el territorio de Perú y Chile en 1713. Consistía en una especie de tonada alegre con cierta estética musical parecida a la del Medioevo y de tufillo cortesano, la que se bailaba haciendo pasos de manera rítmica y alternada entre el talón y la punta del pie. Algunos investigadores han puesto mayor atención en tiempos recientes a esta curiosa danza, que parece ser la primera documentada como presente en Chile, además. La versión que presenta Frézier está adaptada al gusto europeo, sin embargo, con el bajo compuesto en Francia y "en el gusto del arpa", por lo que no sabemos sin el protagonismo de este instrumento corresponda al que originalmente tenía en esta expresión musical y dancística.

Famosos fueron, además, dos arpistas mencionados por Zapiola como los músicos de la tertulia de don José María Artorga: Salinas y Barros, artistas estrellas entre la aristocracia de la época. Mientras el señor Artorga asumía el rol de profesor de baile durante esos encuentros, además tocaban el flautista "orecchiante" Cartavia y el violinista portugués Juan Luis. En esta tertulia cantaba doña María del Carmen Oruna Velasco y, cerca del cambio de siglo, la reputada dama cortesana Luisa Esterripa, esposa del gobernador Luis Muñoz de Guzmán.

En sesión del 4 de mayo de 1725, el Cabildo Eclesiástico atendió las señaladas demandas de músicos para el coro de la Catedral de Santiago, buscando dignificar el ejercicio litúrgico con la contratación de un maestro de capilla por $350, un organista por $120, un músico extra por $80 y un arpista por la misma cantidad. Posteriormente, en 1782 la misma Catedral formaba un nuevo equipo musical con un maestro de capilla, dos sochantres, dos voces, dos organistas, dos obuses, dos violines y cuatro niños de coro o seises.

Paralelamente al apogeo del afrancesamiento de la música instrumental en la vida chilena, entonces, también hubo un apogeo de la música sacra. En este caso, instrumentos más tradicionales y mestizos que los revisados aparecían durante las procesiones y fiestas patronales. Y es, por otro lado, la época de desarrollo de las artes de tonadilleras, género musical y teatral que logró instalarse con éxito en el país hacia 1750 traído desde España, con presentaciones entre los actos de comedia.

Todas aquellas influencias pudieron cruzarse, pero los instrumentos conservadores y el canto ya estaban anudados a asuntos de la referida actividad social, según se desprende de lo que agregará Pereira Salas:

La música en el siglo XVIII no quedó confinada a las iglesias y en las festividades cívicas, sino que formó parte integrante de la vida social, como arte apropiado especialmente al lucimiento de la mujer.

A este respecto el Padre Vidaurre, al hablar de la educación femenina, escribe: "las hacen aprender a leer, escribir, contar, algo de baile y un poco de música así instrumental como vocal". Fuenzalida Grandón, inserta un documento de 1790, con el caso de dos niñas prófugas de la Escuela de Peumo, una de las cuales de 12 años era de buena voz y hacía el oficio de maestra de música en el convento.

Estas aficiones no pasaron inadvertidas a los extranjeros que nos visitaron en dicho siglo.

De todos modos, la descrita aparición de cada vez más arpas, guitarras y otros instrumentos populares representó un cambio importante en la sociedad chilena de aquellos años. Lo mismo sucedería en el rango de la percusión con el surgimiento de instrumentos como el tormento, por ejemplo, caja dispuesta como pequeña mesa con patas plegables y tablillas que reciben golpes de dedos para producir su sonido, paseando tanto por salones como por chinganas coloniales. Este idiófono quedó fuertemente incorporado a la instrumentación de la cueca, así como de la música folclórica y campesina en general.

Salterio de doña Isidora de Riberos, en imagen publicada en la obra "Los orígenes del arte musical en Chile" de Eugenio Pereira Salas. Esta reliquia se encuentra a resguardo del Museo Histórico Nacional.

Uno de los primeros pianos que llegaron a Chile, en imagen publicada en la obra "Los orígenes del arte musical en Chile" de Eugenio Pereira Salas. Se encuentra en el Museo Histórico Nacional.

Tertulia de 1790, de acuerdo a la lámina publicada por Claudio Gay en su "Atlas de la historia física y política de Chile". Las damas tocan arpa, laud y clavicordio.

Piano francés Érard con caja de resonancia hecha de Palisandro. Perteneció a don Andrés Bello y se encuentra en las colecciones del Museo del Carmen de Maipú.

Piano vertical de principios del siglo XIX. Perteneció a doña Isabel Riquelme, madre de Bernardo O'Higgins. Museo del Carmen de Maipú.

Varias cantantes, tocadoras y exponentes de las artes musicales en general destacarían acompañadas ahora de guitarra, rabel, arpa y voces segundas de canto, en la transición desde la música barroca colonial hacia la más auténticamente criolla que será desarrollada en el siglo XIX. Un caso interesante fue el de la bella hija de doña Francisca Girón, de quien se asegura que tocaba y cantaba en forma notable al punto de ser considerada la mejor voz santiaguina de su momento, según el testimonio del viajero inglés John Byron. "Recibía muchas visitas y siempre que queríamos llegábamos con toda confianza a esta casa", indica en sus memorias.

El abuelo de Lord Byron y protagonista de las desventuras del naufragio en la fragata Wagner por el sur del país, había conocido a aquella residencia de la capital hacia 1741. Agrega como observación que todas las señoritas chilenas tenían "un oído privilegiado para la música y hay muchas que tienen voces deliciosas", tocando con talento el arpa y la guitarra. Otro viajero anónimo que fue citado por Ricardo Cappa en "Dominación española", refiriéndose a las mujeres de Valparaíso, agregaba: "Son muy afectas a la música y se las oye tocar clave, arpa, violín y hasta flauta".

En la tradición se sostiene que los primeros dos pianos conocidos entre los chilenos parecen haber llegado hacia fines del siglo, por el 1792. Ambos eran del taller sevillano del maestro Juan del Mármol, conocido músico y constructor de pianofortes, clavecines y otros instrumentos de teclado en aquellos años. De acuerdo al historiador Jaime Eyzaguirre, además, Mármol había creado un nuevo tipo de clave de gran tamaño en 1779, combinando los dos modelos que conocían hasta entonces y produciendo así un magnífico y exitoso nuevo instrumento musical. Como premio a su creatividad, recibió del rey Carlos IV una pensión vitalicia a partir de 1791.

Uno de aquellos pianos habría quedado en propiedad de don Agustín de Eyzaguirre y su admirada e inteligente esposa, la artista Teresa Larraín, en Huérfanos con la calle del Rey, actual Estado, residencia que fue otro lugar de grandes tertulias y saraos. Hay una versión de Vicuña Mackenna redactada para su "Exposición del Coloniaje":

Este piano fue encargado por la señora doña Ana Josefa de Guzmán para el uso de su hija doña Teresa Larraín y Guzmán, esposa que fue más tarde del ilustre patricio don Agustín de Eyzaguirre.

Es propiedad actualmente del hijo de este don Juan Félix Eyzaguirre.

La llegada de este instrumento después de los desapacibles claves y de los chilladores salterios de la fábricas de Lima, produjo una sensación más viva en Santiago que la entrada de los prisioneros del Covadonga. Todo el mundo quiso verlos y quiso oírlos, y lo admirable es que después de haber sonado un siglo en los salones de nuestra capital, sus frágiles teclas obedezcan todavía a la presión del arte.

La placa interior que establece la autenticidad de su fecha dice así: "Juan de Mármol en Sevilla, pensionado por el rey nuestro señor. Año de 1791".

Sin embargo, el escritor Eyzaguirre aseguraba que este piano salió desde Cádiz hacia costas peruanas recién en la segunda quincena de abril de 1809, a bordo de la fragata Carlota con matrícula de Bilbao, y que la caja en donde iba embalado estaba rotulada como "M.E.N°.I". Había sido adquirido en Sevilla por Ramón Errázuriz a la sucesión de don José María Formas, por la friolera de $3.400. De todos modos, el instrumento no habría cumplido con las expectativas del comprador, según se revela en una carta posterior, en donde se dice que quería deshacerse de él al precio de costo ya que no resultó ser tan bueno.

El otro piano pertenecía a la familia de don Manuel Pérez-Cotapos, siendo observado en uso allí por el viajero inglés George Vancouver en 1795, como recuerda en sus memorias "Voyage Of Discovery To The North Pacific Ocean, And Round The World In The Years 1791-95". Con toda seguridad, ya entonces se encontraba en aquel siglo en el país:

En la tarde nos llevaron donde el señor Cotapos, negociante español muy considerado. La descripción de su casa dará una idea de a manera como están construidas las casas de Santiago (...) En cada extremo de la sala, grandes puertas de dos hojas. La concurrencia estaba dividida en dos partes, las señoras sobre cojines a un lado de la sala, y los hombres frente a frente de ellas sentados en sillas. Las diversiones de la velada consistieron en un concierto y baile, en los cuales hacían los principales papeles las damas y parecían tener gran placer; las mujeres fueron los únicos músicos; una de ellas tocaba el piano y las otras el violín, la flauta o el arpa. La ejecución nos pareció muy buena y nos dio una especie de distracción a la cual éramos extraños desde largo tiempo.

Cabe agregar que varias de estas piezas con las que se montó la Exposición del Coloniaje de 1873, permanecieron en el mismo lugar del cerro tras concluirse e inaugurarse el paseo del mismo y fundarse el Museo Histórico e Indígena. Siguieron por algún tiempo allí antes de pasar a las colecciones del Museo Histórico Nacional, que estableció su sede en lo que hoy es el Archivo Nacional y después en su actual ubicación en ex Palacio de la Real Audiencia, enfrente de la Plaza de Armas.

El piano se iría volviendo fundamental en la formación de toda persona culta de aquellos años, en sus versiones horizontal y vertical. Competía en las tertulias con el clave y el salterio en la tarea de dar animación hogareña. Y aunque aquellos primeros ejemplares también tenían por objetivo llevar la necesaria música a tertulias y bailes, con el tiempo y la llegada de nuevos instrumentos fueron siendo adoptados también por un bajo pueblo que no tardó en incorporarlos a su propio ecosistema. Famosos serían después los pianos de las fondas y casitas de huifa, por la misma razón. Lo mismo sucedería con estilos bailes de adopción aristocrática que se valían del instrumento y otros mencionados, como el cuando traído desde Argentina, el que terminó ocupando un lugar muy parecido al de la cueca en las chinganas y quintas de recreación más profana de la República.

Por otro lado, cabe indicar que la mencionada exposición incluía otro piano de Mármol, con inscripción de 1800 y numerado como el 973 que salía de esos talleres. Propiedad de don Juan de la Cruz Cerda en los tiempos de Vicuña Mackenna, este último decía que tal tipo de pianos eran los mismos a que se había referido José Zapiola en sus memorias, "y no sería extraño que el último fuera el que por esa misma época (1802) compró el general O'Higgins en Cádiz y del cual hace memoria en una de sus cartas a su padre".

El gusto y el cultivo musical se generalizaba en  el período, pero la presencia de instrumentos sofisticados va reduciéndose en muchos casos, o saliendo del círculo exclusivamente aristocrático y ampliándose con otros  ejemplos. La expresión musical ya en plenas guerras de Independencia se vería bastante impregnada también del mundo eclesiástico y militar, como lo refleja el norteamericano Amasa Delano en "A narrative of voyayes an travels", de 1817:

Los instrumentos más empleados son la guitarra que tocan casi todas las damas para acompañar sus voces, que son muy melodiosas. Tienen, además, arpas, clavecines y pianofortes, los que son muy comunes; los caballeros tocan flauta y clarinete. Bailan todos con más majestad y gracia que todos los pueblos que he conocido. Sus danzas son el minué, el cotillón, y una muy singular que se llama fandango en España.

Se ha escrito que, al comenzar ya el siglo XIX, en todo Chile existían de 50 a 60 clavecines, unas 20 a 30 arpas y una cantidad incontable de guitarras, dato defendido por Samuel Claro Valdés en "Oyendo a Chile". Y aunque la resistencia de laúdes y clavicordios pudo prolongarse por largo tiempo más en salones de tertulias y bailes, los cambios se  confirman en posteriores relatos de viajeros europeos llegados al país hasta inicios de la República, como ya hemos visto. 

Muchas de aquellas reliquias del siglo XVIII y otras adquiridas a inicios del XIX quedaron como herencias familiares o curiosidades para anticuarios, con frecuencia subvaloradas o cayendo a veces en manos inapropiadas. Acabaron perdiéndose o desapareciendo, en ocasiones de manera bárbara, pues el demonio de la ignorancia pudo haber metido la cola en la destrucción de varios tesoros.

Respecto de lo anterior, conocemos con detalle el caso de una abuela de la comuna de La Cisterna, doña Tita Gajardo, cuyo clavicordio (o acaso un clave) terminó reducido a leña para chimenea hacia 1973, tras destrozarlo a chuzo y arrojar sus teclas de marfil al basurero: su dueña había estimado que ocupaba demasiado espacio y trató de adaptarlo como mueble escritorio, sin conseguirlo. De acuerdo a la tradición de su familia, el malogrado instrumento pudo haber sido propiedad del mismísimo Mateo de Toro y Zambrano o de alguien entre su parentela. El mismo clan sospechaba, además, que parte de la motivación de doña Tita fue el terror que le causó el instrumento colonial al comenzar a sonar solo una noche, creyendo que la "penaban" fantasmas de antiguos dueños, antes de descubrir que un gato intruso había quedado atrapado en su interior.

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