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EVOLUCIÓN DE LA PASCUA DE NAVIDAD EN LA SOCIEDAD CRIOLLA

Escena del Nacimiento de Belén, de camino a "americanizarse", en las páginas de "Nueva Corónica y Buen Gobierno" de Felipe Huamán Poma de Ayala, hacia 1615.

La Navidad del Santiago decimonónico tenía un acervo chinganero y popular muy parecido al estilo adoptado por las Fiestas Patrias, incluyendo las “fondas”, canto a la rueda y el protagonismo de los maestros cuequeros. Sin embargo, el perfil derivado desde lo estrictamente religioso e incluso lo aristocrático hasta la celebración pascuera nacional, se forjó sobre el yunque de los años coloniales y republicanos tempranos con la formación misma del criollismo, precisamente.

Las formas, protocolos, creencias y prácticas navideñas llegaron con los primeros sacerdotes y hombres de armas españoles que pisaron el territorio, al igual que los primeros villancicos e intentos de representación de la Sagrada Familia en Belén. La naturaleza estricta y profundamente cristiana de la fiesta del 25 de diciembre (fecha establecida el dogma por los papas Julio y Liberio, entre los siglos III y IV) la hizo ineludible a fin de cada año, pero con la presencia de las órdenes religiosas en Santiago comenzó a adquirir nuevos bríos y rasgos de celebración que, como era inevitable en la sociedad chilena, también encontró bebidas alegres y melodías socarronas para salirse de los recatos.

El propio nombre que se da en Chile a la Navidad, a la que muchas veces se prefiere llamar Pascua como sinónimo de aquella, procede de usos españoles adoptados temprano en el país. En efecto, se indicaba a la Pascua de Navidad al período de la Nochebuena, incluso hasta la Pascua de los Negros o de los Reyes Magos. Esto, como contraparte de la Pascua de Resurrección en la Semana Santa (Pascua de Flores, Florida o del Espíritu Santo). Jerónimo de Vivar, por ejemplo, habla indistintamente en su crónica de la Natividad de Cristo Nuestro Señor y de la Pascua de Navidad, refiriéndose a la misma y exacta fiesta: “Cumpliendo el gobernador su mandato, se partió con diez compañeros y allegó a la villa de Arequipa víspera de la Pascua de Navidad donde estuvo descansando la Pascua para seguir su jornada con la gente que se allegó”.

Como se ve, el uso de Pascua para aludir a la Navidad aparece validado ya entonces por Vivar, quien escribió de tales aventuras en Chile estando entre 1550 y 1558, en plena Conquista. La Real Academia Española continúa reconociendo esta sinonimia, por lo demás, pues la costumbre se mantendría largo tiempo en el uso hispano. Todavía a inicios del siglo XX era tradición vigente en ciudades como Barcelona el repartir postales a color con imágenes de influencia art nouveau y art and crafts retratando diferentes oficios (carboneros, basureros, panaderos, vigilantes, modistas, carteros, etc.) con el saludo “Felicita a Vd. las Pascuas de Navidad”, piezas hoy apetecidas por coleccionistas.

Quizá como consecuencia de haber perdido las fiestas carnavalescas que precedían la cuaresma, el principal referente de Pascua para los chilenos quedó identificado con la propia Navidad, mientras que la de Resurrección se engloba dentro de la noción general de la Semana Santa. En esta última, el Conejo de Pascua y sus huevos de dulce o chocolate serían los únicos elementos realmente festivos que aparecerán después entre sus restrictivas tradiciones: no comer carne, preferir pescados, evitar bebidas y celebraciones, no usar el fin de semana para paseos, etc.

En cuanto al folclore navideño, una perfecta representación de un pesebre indo-colonial peruano -de camino a “americanizarse”- aparece entre las páginas de la “Nueva Corónica y Buen Gobierno” de Felipe Huamán Poma de Ayala, ilustración elaborada hacia 1610-1615. Después, en su crónica de 1646 sobre Chile, el padre Alonso de Ovalle señala algunos antecedentes del pesebre en las representaciones hechas por indígenas de Santiago durante la Pascua de Resurrección, realizando procesiones callejeras con una efigie del Niño Jesús caracterizado con rasgos indianos nativos, en un anticipo del pesebre “chilenizado” que se verá después, asumiendo elementos localistas y criollos para la representar la escena de Belén. Agrega Ovalle que, en la Pascua de los Negros cada 6 de enero, las cofradías de afrodescendientes sacaban 13 pares de andas con el Nacimiento.

Aunque se dice que, por su grandeza e importancia, San Juan Crisóstomo consideró la celebración del Nacimiento de Cristo como “la metrópoli de las fiestas” en el siglo IV, en Chile la Semana Santa parece haber sido más importante y enfatizada para la sociedad criolla en formación: la Navidad o Natividad resultaba un tanto pequeña, menos ostentosa de lo esperable, reducida principalmente a la noche del 24 de diciembre esperando la llegada del día principal. A pesar de la actividad que lograban movilizar, sin embargo, a mediados del siglo XVII había en Santiago sólo algunos sacerdotes dominicanos, franciscanos y jesuitas, por lo que el grueso de la tradición pascuera y pesebrera recaía sólo en la fe y en el compromiso ciudadano.

Como ocurre con todas las grandes fiestas religiosas y patronales, el período navideño comenzaba con la Novena: oraciones y ritos iniciados nueve días antes de la fecha principal, alguna vez poniéndose en marcha a fines de cada noviembre. Oraciones específicas y cantos ancestros de los villancicos navideños eran los que se oían en todo período, en el que se armaban los pesebres o Nacimientos de Belén y pasaban por las calles las primeras procesiones de la temporada, acompañadas de pitos, flautas, panderos, pífanos, tambores y cascabeles.

Los cantos religiosos eran parte importante de la solemnidad navideña, por cierto. En el Sínodo de Santiago de 1689, se establecieron normas en lo referido al canto del Oficio Divino en los encuentros de la fiesta de la Catedral:

Cantaranse siempre las primeras, y segundas Vísperas todas las Fiestas de Cristo Nuestro Señor, y su Madre Santísima: las de los Apóstoles, y de Ángeles, las de Santa Rosa, San Saturnino, y la Dedicación, y Consagración de esta Iglesia, que fue a diez y nueve de octubre de ochenta y siete; y porque este Coro no puede sustentar cantores, y capellanes, ni los tiene, se dirán en tono los maitines de las festividades referidas, menos las Pascuas de Navidad y Resurrección; que entonces serán todos cantados; y después de media noche; conviene a saber, los de Navidad a las dos de la mañana, y los de Resurrección a las tres; también se cantarán los del Miércoles, Jueves, y Viernes Santo, que el vulgo dice Tinieblas.

Pero, como el pueblo iba tomándose con alegría aquellos encuentros navideños incorporándole elementos lúdicos y de folclore, la misma Iglesia debió restringir las esas manifestaciones y establecer prohibiciones a la presencia de cantos y letras burlescas o satíricas dentro de la Catedral de Santiago, durante el siglo siguiente.

Aquella reserva no pudo impedir, sin embargo, la incorporación de bromas y travesuras del Día de los Santos Inocentes (28 de diciembre), conmemorativo de la matanza bíblica de niños menores de dos años en Belén, que se acompañaría de esa suerte de frase expiatoria o justificativa de cada “inocentada” cometida:

Herodes mandó a Pilatos,
Pilatos mandó a su gente;
el que presta en este día
pasará por inocente.

Cabe observar que los jesuitas estuvieron especialmente interesados en fomentar las actividades y celebraciones de fin de año, por aquel entonces. Y si bien la fiesta tuvo algunos rasgos carnavalescos, de desfiles y de murgas populares, continuaba prevaleciendo en ellos la doctrina rectora de la fe, debido a medidas como las comentadas.

Empero, las tradiciones y símbolos navideños más trascendentes de la cultura occidental procedían de la influencia franciscana, no de la ignaciana. Además, la coincidencia de las estaciones cálidas del hemisferio sur con la Pascua navideña, permitía la presencia de frutas, flores y cuelgas de naranjas en las celebraciones, dando más sabor y colorido a las mismas. Los festivos ramitos de albahaca tampoco faltaban acá, como reminiscencia del pasado rotundamente agrícola de la sociedad chilena. Las monjas, por su parte, solían regalar algunas canastas dulces y jugosas naranjas.

Al avanzar esos mismos tiempos coloniales se iría volviendo una especie de obsesión de las clases más acomodadas el desafío de armar los mejores pesebres de la ciudad, como si esta ya no estuviese bastante hermoseada y ornamentada para la ocasión. Esta tradición pesebrera también estaba vinculada a San Francisco de Asís, quien montó una escena del Nacimiento en la Ermita de Greccio, en Italia, ayudado de un soldado llamado Juan al aproximarse la Navidad de 1223. Se habría valido de actores humanos para los personajes y su reconstrucción de la escena se hizo de acuerdo al Evangelio de San Lucas y una representación que él tuvo ocasión de presenciar en su visita a Belén, pidiendo autorización hacer lo mismo al papa Honorio III. Aunque pudieron existir reconstrucciones previas del nacimiento de Cristo, entonces, todo indica que la popularización de esta escena en las Navidades se hizo tradición a partir de la presentación que hiciera San Francisco. Así, el pesebrismo se expandió primero gracias a los mismos sacerdotes franciscanos y luego por las monjas clarisas, pasando desde Europa al Nuevo Mundo.

La marcada presencia de animales en el diorama de Belén (vacunos, ovejas, equinos, caprinos, etc.) puede ser otra impronta dejada por el santo en la tradición, pues se sabe que Francisco de Asís pedía que, en Navidad, los propietarios de animales, ganado y mascotas les diesen el doble de ración alimenticia. De hecho, hubo una época en que se hacía una Oración por los Animales similar a la de su santoral, con personas llevando mascotas o seres de corral para recibir bendiciones, recordando así que el Salvador nació entre bestias, hermanas menores de los hombres, estando ellos entre los primeros testigos de aquel suceso.

Más tarde, las representaciones del pesebre fueron reemplazadas por figuras de arcilla, siempre con Jesús, José y la Virgen María como personajes centrales, más los animales de la escena, los Reyes Magos, la estrella de Belén coronando el establo o gruta y algunas otras adiciones. Estas también se harían en Chile una vez instalada la tradición, agregando diferentes personajes que realizaban oficios propios (pastores, campesinos, carpinteros, artesanos, etc.) alrededor de la Sagrada Familia. La mencionada tradición rural del entorno de las ciudades hizo crecer el bestiario del pesebre: vacas, ovejas, burros, cabras, gallinas, gallos, bueyes y patos.

Se cree que el pesebre, casi tal cual lo conocemos hoy y que también debió llegar con los conquistadores, fue igualmente desarrollado por sacerdotes franciscanos, considerando su lugar pionero como orden religiosa establecida en Chile. Influjos posteriores sobre la tradición podrían atribuirse a inmigrantes germánicos, itálicos y católicos de otras procedencias. Su “chilenización” estética aparecerá después.

A pesar de lo aristocráticas que eran las “competencias” por ofrecer los mejores pesebres en las ciudades, la tradición demandaba la generosa actividad de carpinteros, talabarteros y artesanos varios, los que a veces regalaban su trabajo a la fe diseñando, confeccionando y levantando estos Nacimientos de Belén en las Iglesias o en los solares más nobles. El pesebrismo saltó, así, a las residencias del pueblo y también hasta edificios institucionales o salones comerciales

Las piezas más valiosas representando belenes o la Sagrada Familia, sin embargo, solían provenir de artistas peruanos y ecuatorianos fabricantes de labrados, policromados, fanales y retablos, obras representantes del barroco mestizo o criollo y del que hay hermosas piezas en exhibición en los museos del Carmen de Maipú, de la Merced y de San Francisco, por ejemplo. De hecho, los fanales eran obsequios de gran valor monetario y artístico que se daban entre familias de las clases más altas, algunos con escenas del nacimiento y otros solo con el Niño Jesús. En los conventos y claustros se los atesoraba con particular interés.

Imagen de un ostentoso y recargado pesebre antiguo, en la revista "Sucesos", enero de 1909.

Piezas de cerámica perfumada de las monjas clarisas, cuyo convento quedaba en donde está ahora la Biblioteca Nacional de Santiago. Esta cerámica era muy apetecida especialmente en el período de fiestas de fin de año. Imagen de 1960, publicada en Memoria Chilena.

Antigua figura de un Niño Dios vestido en modo festivo, procedente de la localidad de Huite, en Chiloé. Publicado en "Costumbres religiosas de Chiloé y su raigambre hispana" de Isidoro Vázquez de Acuña, en 1956. Fuente: Memoria Chilena.

Retablo con escena del nacimiento en el Museo del Carmen de Maipú. Obra de escuela quiteña en madera tallada y policromada del siglo XVIII. Donación de doña Amparo Martínez en memoria de doña Chita Ortúzar de Blasco Ibáñez.

Fanal con escena de la Sagrada Familia en el Nacimiento de Belén. Obra del siglo XIX estilo escuela quiteña, en madera tallada y policromada, más detalles en plata, con la cúpula de cristal. Donada por el señor Víctor Figueroa al Museo del Carmen de Maipú.

La Iglesia no vio con tanta simpatía la presencia de pesebres afuera de sus palizadas, sin embargo, y menos la adopción que se estaba haciendo de la fiesta en las antiguas chinganas y ramadas durante aquel siglo, entre otras formas de popularización de sus símbolos. Tras varios atisbos de reclamos en el territorio chileno y por exigencia del obispo Alday y Aspée, el Sínodo de Santiago de 1763 estableció una restricción a los montajes de aquellas representaciones navideñas:

La segunda parte de este precepto, que mira al culto de Dios prohíbe, con la mayor razón, en esos días, aquellos pretextos de devoción, que comúnmente ocasionan ofensas de la Divina Majestad, como son los Nacimientos, que en la Pascua de Navidad y los Altares, que en las Fiestas de Nuestra Señora u otras semejantes, se forman en algunas casas, exponiéndose públicamente e iluminándose de noche, con que hay concurso de ambos sexos con bastante desorden, y así manda este Sínodo: no se hagan tales nacimientos, ni altares en la forma expresada, pena de excomunión mayor, declarando, no se prohíben los que en alguna pieza secreta y sin permitir concurso, se hicieren para que los de la familia hagan oración a Dios.

La tremendista medida, que en la práctica impedía armar pesebres en casas particulares y lugares públicos si no eran escondidos, llegó a ser imitada en Perú durante el Sínodo de Lima de 1772. Sin embargo, como la costumbre ya estaba enraizada en las clases más pudientes y la Iglesia no tenía el mismo poder de antaño sobre las autoridades, no pudo contener del todo la ya instalada práctica.

No fue el único roce con la iglesia al respecto. Durante el gobierno de Jáuregui, en la Navidad de 1777 se puso en marcha una larga temporada de teatro con comedias y sainetes, que se extendió hasta el carnaval del año siguiente, dejando incorporada formalmente a la Pascua navideña al sentimiento de diversión popular veraniega de fin de año. Una veintena de obras se ofrecieron en el período, incluyendo entremeses con algunas tonadillas o piezas menores. Habría sido algo impensable en tiempos anteriores, quizá, dada la resistencia de la Iglesia a quitar solemnidad a estas fiestas y la mirada desconfiada que prevalecía en el clero hacia las artes teatrales. La temporada logró cumplirse, a pesar de las protestas del Obispado de Santiago.

Iniciativas posteriores pero derivadas de la experiencia impulsada con Jáuregui se repetirán tras la aprobación de una solicitud, en noviembre de 1795, por parte del Cabildo de Santiago: se acogía la propuesta del escribano Ignacio Torres para presentar unas pocas comedias a partir de la Navidad y también hasta el período del carnaval. Sólo se pusieron algunas restricciones al comercio dentro del lugar escogido como corral para las presentaciones teatrales.

En tanto, aunque con el tiempo se iba a hacer preferencia montar los pesebres y dar inicio al período de Navidad el día 8 de diciembre en la Purísima, la vieja tradición era que los belenes de carácter oficial o público armados con antelación, recibieran al Niño Dios alrededor de la medianoche del 24 al 25 de diciembre, coincidente con la llamada Misa del Gallo de la Nochebuena, tradicional encuentro religioso que probablemente haya sido la principal expresión de celebraciones desde los inicios de la sociedad criolla en plena Conquista. Nadie de prestigio o que aspirara al auténtico respeto podía faltar a la famosa ceremonia en la Catedral de Santiago.

Según autores como Maximiliano Salinas en “Canto a lo divino y religión popular en Chile hacia 1900”, aquella ceremonia nocturna se celebró en alguna época con un aditivo carnavalesco que asombraba a los visitantes extranjeros y que fue denominada “bullanga de Navidad”, aunque parece estar relacionada también con la filosofía animalista franciscana. Consistía en que muchos concurrentes a la mismísima Catedral de Santiago hacían una enorme sonajera de gritos, cacareos o chillidos imitando animales, usando sus propias gargantas, labios o instrumentos especiales, y a veces hasta con cerdos o pollos vivos que eran molestados para que causaran ruido en ese momento preciso en que se anunciaba la llegada de Jesús de Nazaret. La irreverente costumbre, que pretendía simbolizar a la fauna avisando de que ya había nacido el Mesías, se mantuvo hasta alrededor del Centenario, cuando fue desterrada de entre los fieles.

En aguas mucho más elegantes y refinadas de la sociedad santiaguina, elogiando el pesebre familiar de doña Paula Verdugo (la madre de los hermanos Carrera), doña María Luisa Esterripa de Muñoz, esposa del gobernador Muñoz de Guzmán, redactó una breve pero interesante carta fechada el “último día del año 1803”. Iba dirigida por la remitente a doña Dolores Aráoz y Carrera (hija de doña Damiana de la Carrera y prima de los próceres de su apellido) y, decía su texto:

Mi muy querida amiga: Recibo en este día el pescado y la hermosa ternera que se sirve Ud. remitirme como fineza de su cariño, cuya memoria me ha sido del mayor aprecio. Doyle a Ud. infinitas gracias. Celebro mucho que mi señora doña Damiana vaya restableciéndose. Hágale Ud. en mi nombre las más finas expresiones, como también al señor don Ignacio y otros reciban de las Muñoz y Luchita, que me dice muchas cosas para Ud.

Esto ha estado en la Pascua muy divertido, los tres días muy brillante y concurrido el paseo y teatro, muchos carruajes nuevos, las damas muy petimetras.

Anoche he visto el nacimiento de mi señora doña Paula Verdugo que está precioso.

Son las novedades que ofrece nuestro Chile por ahora, donde siempre puede Ud. contar tiene una verdadera amiga que la aprecia de corazón y S.M.B.

Por supuesto, aquellas expresiones más aristocráticas o acomodadas convivían en la ciudad con las más propias de la alegre plebe. Endulzada por las delicias salidas desde las cocinas de monjas pasteleras, como las rosas y las claras, la Navidad de las clases populares se iría refugiando en barrios chinganeros y en ferias de entretención masiva. Su proximidad con el Año Nuevo, celebrado entre los santiaguinos desde el siglo XVII cuanto menos y por posible influjo jesuíta, dio la oportunidad para instalar otra tradición del bajo pueblo en los calendarios: el forzar como “feriados” todos los días entre el 25 de diciembre y el primero del año siguiente, cuanto menos, algo por lo que tanto alegaba también Benjamín Vicuña Mackenna, en su momento. Peor aún si el 1 de enero caía cerca de algún domingo porque, a pesar de que la fiesta no tenía la energía de nuestros días, de todos modos la ausencia laboral se extendía hasta el martes siguiente, pasando de largo por el San Lunes.

Volviendo a las tradiciones más religiosas, algunos memorialistas hablaron de un registro del año 1833 de la Parroquia de La Estampa de Independencia, mostrando que ya estaba presente entonces un cántico popular hispano dedicado al Nacimiento y que, probablemente, era entonado en esta iglesia antes o durante la descrita colocación del Niño “nacido” en la escena de Belén:

Esta noche es Noche Buena
y no es noche de dormir
que la Virgen está de parto
a las doce ha de parir.

Mencionado por autores como María Elena Morales en un artículo de la revista “En Viaje” (“Artesanía navideña de los pesebres”, 1967), se sabe que dicho canto se hacía todavía en pleno siglo XX, en templos como la iglesia de la Parroquia de la Vera Cruz de calle Lastarria, según constata Eugenio Orrego Vicuña en “O’Higgins: vida y tiempo”.

La tradición de las Pascua de los Negros o Epifanía cerraba las fiestas religiosas y ponía conclusión a la temporada navideña. No es casual que, en otros tiempos y lugares, los obsequios para los niños se hicieran a veces para ese mismo 6 de enero, conocido como el Día de los Reyes Magos, cuando se supone que llegaron a Belén siguiendo la estrella, regalando oro, mirra e incienso como ofrendas al recién nacido. Era, también, el momento en que se guardaban los pesebres y, después, los árboles navideños y adornos de las residencias.

La tradicional Pascua de los Negros era muy seguida en países como Perú, y tendría tal nombre por haber sido el momento en que la Iglesia celebraba la fiesta navideña para los esclavos negros y los mulatos, pasando así a Chile. Y, como dato curioso, cuando Tarapacá aún era territorio peruano, hubo allí un incidente en el que la figura de plomo del Niño Jesús en el gran pesebre del pueblo, justo un 6 de enero, debió ser fundida para los proyectiles de la resistencia que logró expulsar a los invasores bolivianos en 1842, a pesar de la desventaja en que se encontraban los vencedores durante la guerra entre ambos países. Conocido como el Milagro de las Balas del Niño Dios, fue rescatado del olvido por el escritor Ricardo Palma.

Ya a principios del siglo XIX y en los albores de la Independencia, era frecuente que el espacio para montar los grandes pesebres fuera proporcionado aún en iglesias y conventos, además de algunos pertenecientes a la administración municipal, las plazas y algunas casas de familias acomodadas. Estas últimas dejaban sus puertas abiertas a quienes quisieran conocer los espectaculares Nacimientos de Belén que habían dispuesto, en varios casos importados. También había surgido un gran comercio y obsequios de piezas típicas de la época, destacando casos como el de las exquisitas cerámicas perfumadas que fabricaban las monjas claras en su convento ubicado en donde hoy está la Biblioteca Nacional y que servían, además, como aromática decoración del período y ganancia de algunos tenderos.

En este mismo siglo, sin embargo, se haría más o menos común que, aprovechando los calores del período navideño (tan contrastantes con el clima desde donde provienen muchas tradiciones del hemisferio norte adoptadas acá), ciertas familias decidieran partir en caravana a pasar la celebración en balnearios o lugares de descanso fuera de las ciudades. En el caso de Santiago, esta posibilidad la daban los pozos de El Resbalón, el entonces pueblito agrícola y ecuestre de Renca, los baños termales de Colina, el folclórico poblado de San Bernardo y otros destinos campestres aún más distantes que eran frecuentados también el período del carnaval y las Fiestas Patrias.

Otra curiosidad de entonces era que los fieles iban a dejar modestas ofrendas al Niño Jesús o la Guagua Linda, Lucerito y Preciosura de los pesebres, como lo llamaban con ingenuidad ciudadanos y niños: panes amasados, tortillas de rescoldo, trozos de quesos, huevos cocidos, frutas, hortalizas, granos, etc. Las ofrendas eran regaladas después a familias y niños pobres, completando el círculo de bondades. Además, los visitantes eran atendidos con mistela, horchata y helado de canela, comentan autores como Oreste Plath.

El canto a la rueda, las tonadas y los cuequeros tradicionales agregaron a la celebración otras canciones populares relacionadas con el mismo culto pesebrero, incluyendo un villancico trascrito también por Plath en "Folklore chileno" y que decía así:

De Renca te traigo choclos
y unos porotos pallares
para que con un buen pilco
Chiquillo Dios te regales.

Con doña María
Tu querida Madre
También don Chepito
Puede acompañarte.

Cabe indicar que, aunque muchos pesebres mantenían el estilo usado preferentemente entre los creyentes de Europa todavía en el cambio de siglo (es decir, con los personajes vestidos y ambientados fielmente a tiempos bíblicos y como si tratara de un cuadro histórico), la tradición popular había comenzado a intervenir también en esta estética y sus características, adicionándole elementos localistas y propios del folclore, más reconocibles para la cultura chilena. Las figuras del Niño Jesús, María y José, por ejemplo, muchas veces eran donadas como ofrenda por algunas familias, siendo la del bebé la más valiosa y atesorada. Los pastores y Reyes Magos comenzaron a ser tallados con poncho y manto huaso, en tanto, a veces con el típico sombrero campesino, y los animales de corral propios de los campos chilenos quedaron incorporados a la escena general, ya no sólo en el ámbito rural.

Un pesebre de estilo "rural", tradicional chileno (Revista "En Viaje", 1967).

Lámina litográfica con la enorme feria navideña que se montaba en la Alameda de las Delicias. Publicada por R. S. Tornero en “Chile ilustrado”, 1872. Imagen basada en la ilustración "La Noche Buena en La Cañada” de Paul Treutler, en 1860.

"Visita al pesebre", ilustración de la "Lira Popular", a fines del siglo XIX. (Fuente: "Aunque no soy literaria : Rosa Araneda en la poesía popular del siglo XIX" de Micaela Navarrete).

Pesebre con diseño de inspiración mapuche o araucana, en imagen publicada por "La Nación" del 25 de diciembre de 1964.

"La Noche Buena en el Campo", según revista "Zig-Zag" a fines de 1905.

Integrantes del Ballet Folclórico Nacional (BAFONA) llevando un pesebre tradicional en una recreación del rito popular de instalar el Nacimiento. Imagen publicada en el diario "La Nación" del 28 de octubre de 1969.

Con el correr del tiempo, guitarras, arpas, barricas, fardos de paja, ruedas de carretas, mujeres gordas tomando mate o un perro quiltro echado junto a la cuna de paja, terminaron de “chilenizar” la composición de la imagen de Belén, sea a escala natural o sólo en miniaturas para instalación doméstica, como se usa aún en nuestra época. Algunos llegaron a parecer realmente una ramada o “fonda” dieciochera, dentro de un establo o corral como maqueta del pesebre betlemita. Ya en tiempos de la consolidación de la República, además, se suman al conjunto las banderas chilenas, las escarapelas y otras señales patrióticas más propias de unas Fiestas Patrias que de la Pascua de Navidad, propiamente. Surge, en definitiva, toda la ambientación costumbrista para los mismos, que hace al pesebre una práctica de carácter tan popular y tradicional como religiosa.

La descrita evolución pesebrera fue comentada por autores costumbristas, folcloristas y musicólogos como Raquel Barros. Otros investigadores, como Lucy Lafuente, maquetista organizadora de talleres de construcción de pesebres y quien estuvo realizando exposiciones en España, y René Arabena Williams, quien fue en los años sesenta presidente del Instituto de Conmemoración Histórica y miembro de la Asociación de Pesebristas de Barcelona, observaron que dicha evolución no sólo lo “chilenizó”, sino que fue dándole al Nacimiento diferentes rasgos localistas, de acuerdo a las distribuciones geográficas.

En sintonía con lo anterior, mientras en el norte del país eran montados en mesas con indios de aspecto incásico o aimara, con animales domésticos propios y muchos juguetes (mezclándose villancicos con bailes “chinos”, de mucha influencia indígena), en Valparaíso se armaban conjuntos de grandes dimensiones decorados con símbolos náuticos (anclas, velas, adornos marinos, timones, faros móviles, miniaturas de los ascensores de los cerros, buques, etc.) y en otras zonas de la región aparecían referencias al mundo de los pescadores. En la zona centro sur y en el territorio eminentemente huaso de Colchagua, Curicó, Talca y Maule, en cambio, el pesebre incluirá caballos, fajas, arreos, herraduras, barricas y lucidas mantas. Y en la Araucanía habrá esperables alusiones al mundo indígena y al folclore mapuche en las representaciones. Mientras, en el territorio patagónico y austral el pesebre se adornaba con “carretitas chanchas”, pequeñas embarcaciones, lagunas de espejos y los rebaños de ovejas como los típicos de las postales magallánicas.

El propio hermano de René Arabena, el escritor y poeta Hermelo Arabena, creó para él un cántico al pesebre que dice lo siguiente, rindiendo homenaje a la descrita geografía cultural de las representaciones del Nacimiento, forjada en tantos siglos de tradiciones y adaptaciones:

...Niño de la Cañadilla
quién te pudiera ofrecer
una alfombra de diamantes
y la corona de un rey.

Quien pudiera regalarte
oro de Andacollo fiel,
salitre de Antofagasta,
ovejitas de Aisén.

Muchos años después, la Navidad ya acusaba una conjunción de elementos tradicionales y criollos más otros incorporados por la fuerte influencia de colonias extranjeras como la española, alemana, francesa, italiana, británica y norteamericana. Probablemente, desde la vertiente europea se haya incorporado el pavo en la cena navideña o de la víspera, por ejemplo, extensiva también al banquete de Año Nuevo en muchos casos. Así las cosas, en la Navidad de 1946, un editorialista del diario "La Nación" recordaba las formas de celebración de la Navidad criolla en los referidos años, antes de su modernización y la introducción de elementos culturales más propios del hemisferio norte:

La Alameda era nuestra Vía Apia, y nadie que se preciara dejaba de echar una mirada las fondas, a las ventas y al movimiento profuso que se desbordaba allí. Pero nadie tampoco que se sintiera persona de rumbo o categoría rehuía la asistencia a la Misa del Gallo de la Catedral. En otras partes había pesebres más populares y nacimientos que deslumbraban a los visitantes, pero la Catedral mantenía, dentro de sus pesados mudos, el acento antañón de un Santiago que descendía de encomenderos y corregidores, de graves funcionarios y militares de la Patria Vieja, de constituyentes de 1833 de pelucones y de cepa.

Mientras tanto, el pueblo se moviliza en torno a los pesebres de las Monjas Clarisas y de las Monjas Rosas, que estaban decorados con delicada e ingenua fantasía, o se animaban con orquestas de violines y rabeles. Las ruedas infantiles volteaban siguiendo el sencillo coro de los villancicos trasplantados a América por los conquistadores:

Vamos partorcitos
Vamos a Belén!
Que ha nacido un Niño
Para nuestro bien.

Qué bonita mano,
Qué bonito pie,
Qué bonito el Niño
De María y José. 

La introducción de Santa Claus, con su imagen nórdica, empezó a desterrar a la Pascua criolla, de colorido chileno y prestancia santiaguina, cuyo centro natural era la vieja Alameda de las Delicias. Por ahí discurría la gente y todo se animaba como atracción de las ventas de juguetes, de ponche con malicia, de juguetes toscos, pero significativos, de farolitos chinescos que colgaban de los árboles y de las montañas de frutas, ofrecidas a la glotonía infantil.

Fuera de Santiago, el pesebrismo también fue adquiriendo características folclóricas y pintorescas especiales, siempre relacionado con los oficios de artesanos y maestros. Abundarán, así, en figuras típicas de greda y cerámica producidas por las conocidas artistas de Talagante y El Monte, sucediendo algo parecido en localidades como Quinchamalí.

En Melipilla, en tanto, destacaban también los pesebres de gran tamaño reproduciendo escenas en vivo de distintos pasajes bíblicos, y con vecinos peleando por tener el mejor de ellos a la vista. Cerca de allí, en el pueblo alfarero de Pomaire, las figuras eran hechas por artistas de la greda, totalmente a mano. En esta localidad, además, fue costumbre muy propia entre las mujeres residentes el cantar un villancico al pesebre que decía:

Yo soy una pobre huasa
que de Pomaire ha venido
a celebrar su niñito
que dicen que ha nacido.

Como puede verse, entonces, la tradición de los grandes pesebres originada en tiempos coloniales se mantuvo por largo tiempo en la sociedad santiaguina de la República, incluso en ese talante de competencia que sostenían las familias por ofrecer el mejor montaje de todos.

El tiempo agregó elementos nuevos a las tradiciones, como los pinos de Pascua aparecidos hacia mediados del siglo XIX y procedentes del símbolo del árbol de San Bonifacio, con el que reemplazó los cultos paganos germánicos. Llegó gracias a los colonos alemanes, por supuesto, siendo adoptado después por hogares y templos católicos y evangélicos. Claramente, sin embargo, se estaba ya en un período de apertura a tradiciones navideñas foráneas, que iban a acabar sepultado una gran fracción de las que habían acompañado hasta entonces a la sociedad chilena, en todo su espectro.

Antes de que la principal atención de la fiesta y del comercio se mudara a la Alameda de las Delicias durante el mismo siglo XIX, uno de los principales puntos de encuentro familiar en la ciudad de Santiago, durante la Novena y la celebración misma de Pascua, siguió siendo la Plaza de Armas. Incluía presentaciones de orfeones y puestos de comercio. Lo propio sucedía en la Plaza de Abastos a orillas del Mapocho, creada por Bernardo O’Higgins en donde estará después el Mercado Central. Aún se lucían las frutas, claveles, albahacas y otras generosidades del reino vegetal. Las residencias y chinganas engalanaban sus fachadas por igual, confundiéndose el aspecto de las mismas con el que ofrecían también en otros períodos de celebraciones, como las dieciocheras.

Ya pasado el medio siglo, sin embargo, la concentración comercial navideña era en la enorme feria del paseo de Las Delicias, con todos esos mismos elementos folclóricos y costumbristas que podemos reconocer en las Fiestas Patrias: baile, canto a la rueda, músicos de arpa y vihuela, chicha, ponche de leche, chacolí, comida, recuerditos en venta, etc.

La cena de Navidad fue otra tradición importante forjada en tiempos coloniales y los primeros republicanos, perdurando por largo tiempo. Las cazuelas y los pollos eran la favorita de los hogares modestos, aunque a veces aparecía también el estofado y, tiempo más tarde, el mencionado pavo horneado o relleno. Las frutas de estación, las frutillas, los higos secos, los duraznos de la Virgen, las peras del Niño Dios y otros productos de la flora solían ir también en las mesas, en una velada que podía extenderse hasta la mañana siguiente, iluminada sólo por la luz de los candelabros y la fe.

Los juguetes para niños, en tanto, se popularizan gracias al comercio del siglo XIX, incluyendo la costumbre de dejar sus zapatos afuera de sus piezas para que aparezcan al día siguiente junto a ellos los regalos, costumbre más practicada entre las clases modestas todavía en la siguiente centuria, y que se relaciona con las leyendas milagrosas de San Nicolás de Bari dejando premios en las calcetas de los infantes.

La influencia alemana e italiana pudo haber traído también a Chile la receta y consumo del pan de Pascua hecho de frutas confitadas y frutos secos (muy parecido al panforte y el panettone italianos, al lebkuchen germano y al roscón de reyes mexicano) y las galletas navideñas, mientras que el ingenio criollo incorporó a las bebidas deleitosas y embriagantes disponibles, más allá del ponche a la romana o los apreciados vinos con fruta picada, maravillas refrescantes como el clásico cola de mono, por excelencia el ponche de la temporada aunque esto sucedía ya en otras épocas, distantes de las que acá repasamos.

Los hitos históricos de las Navidades de Santiago desde sus orígenes hasta el arribo del siglo XX, van desde el desarrollo de la mencionada feria folclórica que se ejecutaba antaño en la Alameda hasta la introducción del Viejito Pascuero en la misma tradición, pocos años antes del Centenario, dejando atrás la época en que era el propio Niño Dios quien llevaba los obsequios a los infantes de cada hogar. Las antiguas tradiciones que unían como pocas veces en el año a plebeyos y aristócratas, entonces, acabaron decayendo y diluyéndose entre las sombras del tiempo. La introducción de pautas internacionales llegadas al país gracias al mismo comercio navideño también fue modificando notoriamente a la fiesta, despojándose de muchos elementos más criollos que fueron característicos en ella.

Afortunadamente, varios autores recuperaron gran parte del recuerdo de aquellas Pascuas de Navidad de antaño, salvándolas así de su total desaparición entre las memorias de la ciudad. Destacan Vicente Reyes, Justo Abel Rosales, Luis Orrego Luco, Moisés Vargas, Aurelio Díaz Meza, Sertorio Candela, Manuel Gandarillas y Oreste Plath, por mencionar sólo a los más consultados.

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