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UN SIGLO COMENZÓ SOBRE DOS RUEDAS: LA ADOPCIÓN DE LA BICICLETA

Imágenes del campeonato ciclístico realizado en el velódromo del Club Deportivo Cóndor, a beneficio de las escuelas de obreros de la Sociedad Igualdad y Trabajo. Revista “Sucesos” del 15 de febrero de 1912.

En el Museo de Autos Antiguos de Quilicura, de la Fundación Lira, su puede observar una réplica del aparato de madera que el francés Joseph Nicéphore Niépce diseñó y bautizó como “velocípedo”, en 1818. Con él, perfeccionó la Laufmaschine (“máquina andante”) creada un año antes por el barón Karl Christian Ludwig Drais von Sauerbronn, el santo patrono informal de los ciclistas del mundo, la que fue llamada draisiana (draisienne) como homenaje al noble alemán.   

Si bien la bicicleta resultante del desarrollo de aquella ingeniería llega a Chile en el período entre las guerras del 79 y el 91, alcanza su apogeo en el Centenario al involucrar actividades de cicletadas, paseos y corsos con arreglos alegóricos como parte de las fastuosas Fiestas Patrias de 1910. Sin embargo, tras tocar su zenit de popularidad, la creación del barón germano debió competir con los motores rugientes de motocicletas y automóviles, especialmente en áreas deportivas y recreativas, aunque nunca más se apartaría de la sociedad chilena.

Los aparatos rodados de Drais y Niépce son considerados las primeras bicicletas del mundo, aunque hubo antecedentes importantes de la tecnología. También se han montado extraños fraudes historiográficos sobre otros supuestos inventores, como el de un aparato llamado celerífero (célérifère) o adjudicando engañosamente la creación de la bicicleta a los talleres de Leonardo da Vinci. Sí es verdad que versiones primitivas se remontan al Imperio Egipcio, a Roma y la China antigua aunque, técnicamente hablando, no correspondan al mismo transporte.

El sistema de desplazamiento con los pies en el suelo, característico de las drasianas, fue perfeccionado por mecánicos y herreros como el escocés Thomas MacCall, quien presentó en 1830 otro velocípedo con una gran rueda trasera que se accionaba con émbolos y varillas en sus costados, parecidos a las palancas de empuje de antiguos molinillos portátiles. Los pedales de eje moderno aparecen por el año 1860, gracias a trabajos del escocés Kirkpatrick Macmillan (cuyo logro se adjudicó ladinamente para sí su compatriota Gavin Dalzell), y a los franceses Pierre Lallement y Pierre E. Michaux. Estos primeros pedales estaban en el eje de la rueda delantera, algo bastante incómodo, exigente de energías y difícil de controlar.

Para mejorar la estabilidad de conducción y pedaleo, fueron creciendo las ruedas del velocípedo, especialmente la delantera, hasta llegar al famoso y enorme biciclo francés de James Starley, en 1870, con su monstruoso aro que obligaba al ciclista a montar a peligrosa altura. No pocos aficionados murieron en los graves accidentes que podían producirse con estos viejos aparatos, pues la caída era una contusión de cráneo casi segura, fuera de lo difícil que era subir y bajar de ella.

Debido a los peligros que representaba el biciclo para sus usuarios, H. John Lawson, en 1879, y luego John Kemp Starley, en 1884, desarrollaron en Reino Unido las primeras bicicletas de tracción contemporánea, con pedales al centro y cadena a la rueda trasera. La de Starley tuvo el valor extra de tener dos ruedas de similar tamaño, pequeñas si se las comparaba con las del biciclo. De proporciones casi inofensivas para una caída y llamada por lo mismo velocípedo “de seguridad”, fue un éxito encaminado hacia el aspecto definitivo de la bicicleta actual.

Coincidentemente, la necesidad de dar ligereza y maniobrabilidad llevó al inglés John Boyd Dunlop a crear la rueda de cámara inflable en las últimas décadas del siglo XIX. El empresario fundaría también la exitosa compañía con su apellido, a principios del siguiente. A su vez, la firma Michelin lanzó al mercado los primeros neumáticos para bicicletas de competición, en 1889.

Con tales avances, la popularidad de la bicicleta se dispararía a partir de aquel período, llegando a América y, por lo mismo, hasta Chile. Gran importancia tuvo en esta dispersión la influencia de las colonias británicas y francesas, además, aunque el valor del artefacto limitaba su acceso sólo al estrato más acomodado.

Según el deportista, investigador y alguna vez secretario de la Unión Ciclista de Chile, Armando Lazcano, la primera bicicleta llegó a Chile en 1886. Es lo que informaba en un reportaje de la revista “Los Sports” (“El ciclismo en Chile”, 1923). Arribó al país a través del puerto de Valparaíso y fue rotulada como “juguete”, según se ha dicho. También fueron exhibidos como novedad algunos modelos en las exposiciones internacionales montadas en Santiago y en otras que organizaron anualmente entidades como la Sociedad Nacional de Agricultura.

No pasó mucho para que, al crecer la cantidad de usuarios, se realizaran algunas excursiones, carreras de resistencia y andadas entre el puerto y Quilpué, Peñablanca, Quillota, Peñuelas y otras localidades, en las que participaban los ciclistas llamando la atención de la prensa y el público. Y a pesar de lo oneroso que resultaba aún adquirir una, las primeras distaban mucho de ser cómodas y prácticas: solían pesar entre 15 y 20 kilos (cerca del doble de las actuales), carecían de amortiguación, frenos manuales o pie de apoyo. Si se quería montarla de noche, además, era necesario un accesorio de luz de carburo o parafina, a modo de foco.

Antes que la recepción del público fuera masiva, además, las bicicletas cargaban con el estigma de ser “cosa de gringos y de obreros”, anatema que le colgaba la gente más siútica, según comenta Ricardo Puelma en “Arenas del Mapocho”. Y las mujeres tenían prácticamente prohibido montarlas en los inicios: se pensaba que, como también ocurría con la equitación, la práctica podía provocarles algunas enfermedades o afectar sus capacidades reproductivas, algo que causó gran discusión entre los higienistas de antaño. Tampoco se recomendaba para niños, por motivos parecidos. Incluso había quienes creían una leyenda tan necia como oscura: que el ciclismo causaba tuberculosis o tisis, algo absurdo incluso en la ignorancia e inmadurez social de entonces.

El ciclismo competitivo asomó en Chile hacia 1895, habilitándose en el año siguiente un primer velódromo: el Combier del Parque Cousiño, del lado de calle Beauchef, hasta donde iban los deportistas a entrenar y realizar carreras. Su primer torneo fue organizado por el Velo Sport Francés el 8 de septiembre de 1897, según Carlos Ossandón y Eduardo Santa Cruz en “Entre las alas y el plomo”. El recinto fue cerrado en 1901 y puesto en remate, pero la actividad se desplazó a la elipse del mismo parque con más de 400 metros de pista demarcada con estacas y cordeles, recibiendo aquellas viejas competencias ciclísticas de Santiago por varios años.

Algunos de los primeros talleres de armado y reparación de bicicletas aparecerán en ese período, como el de los hermanos César y Félix Copetta, pioneros también de los vuelos en avión y de la mecánica automotriz en Chile, en calle Ejército cerca de la Alameda de las Delicias. Otro muy conocido fue el taller El Cóndor, de Eleodoro Barros, en San Pablo esquina Morandé. Poco después, Carlos Welcher vendía bicicletas, accesorios y repuestos en su tienda de calle Puente llegando a Rosas; y la firma Guzmán e Hijo abriría su Gran Almacén de Bicicletas en Morandé cerca de Santo Domingo. Así, crecía y crecía la oferta.

En tanto, dos grandes socios de los Copetta en el primer vuelo de avión en Chile (1910), Bertrand Tisné Bayle y Gabriel Robin Colliant, ambos mecánicos franceses, comenzaron a fabricar las primeras bicicletas nativas en su taller Estrella Chilena, hacia 1905, como informa Norberto Traub en la “Revista Aerohistoria” del Instituto de Investigaciones Histórico Aeronáuticas de Chile (“Las Escuela de Artes y Oficios y su aporte pionero con la aeronáutica nacional”, 2020). Ese mismo año se realizó la que parece ser la primera cicletada multitudinaria en el país, pues ya había suficientes usuarios como para organizar eventos de gran participación. Se logró unir Santiago y Valparaíso con una gran excusión valiéndose, precisamente, de bicicletas de la marca Estrella Chilena. También se realizaron grandes expediciones rodantes hacia localidades vecinas a la capital y bosques del entorno urbano, desafiando la pésima situación de los caminos en esos años.

Entre los episodios más interesantes e importantes en la historia de la bicicleta en Chile, está la aparición de los clubes ciclísticos desde fines del siglo XIX, primero en ciudades centrales y después en regiones. Como sucedía con el fútbol y el boxeo, además, solían ser creados por grupos de amigos, vecinos, condiscípulos o compañeros de trabajo, aunque inicialmente con fines recreativos más que deportivos, realizando paseos y circuitos como los descritos, hacia el entorno de la ciudad de entonces. Sus alcances más competitivos llegarían de inmediato.

 

Réplica del velocípedo diseñado por Joseph Nicéphore Niépce en 1818. Museo de Autos Antiguos de Quilicura, de la Fundación Lira.

Taller de armado de bicicletas de los hermanos Copetta, en calle San Martín. También fueron pioneros de la aviación chilena. Aviso de la revista "Pluma i Lapiz", año 1901.

El velódromo del Club Cóndor de calle San Pablo, en el "Plano General de la Ciudad de Santiago e Inmediaciones" de Nicanor Boloña de 1911. El lugar corresponde hoy a la Plaza Bolívar de Quinta Normal.

Destacado grupo de ciclistas chilenos hacia 1910, en imagen de la revista “Los Sports” de 1923, todos destacados deportistas nacionales: M. Romero, Luis Alberto Acevedo, Juan E. Guillaume, Juan Vuscovich y Luis Badalla. Junto con ser uno de los pioneros de la aviación nacional, Acevedo había logrado una marca en los 100 kilómetros y de forma autodidacta, careciendo de entrenador propio.

Sin embargo, posiblemente debido a las dificultades y retrasos que todavía arrastraba la introducción y masificación del vehículo de tracción humana, de los tres primeros clubes ciclistas formados en Santiago ya no quedaba ninguno activo a principios del siguiente siglo. El último de ellos, resistiendo estoicamente, fue el Velo Sport Francais, disuelto en 1901 tras cinco intensos años de existencia.

Intentando llenar el vacío dejado por la partida de esos primeros clubes, un grupo de entusiastas se reunió y fundó del Club Ciclista Cóndor, el 5 de noviembre de 1902. Entre muchos otros próceres, la histórica agrupación tuvo por miembros a figuras como Juan Ramsay, J. M. Dussert, Amador Mateluna, Enrique Ramírez y los hermanos Alfonso y Dante Panelli, además del multifacético señor Tisné. Junto con las necesarias carreras, también organizaron nuevas y concurridas excursiones hasta localidades como Peñaflor y Quilicura, ampliando su campo de acción deportivo con la creación de un equipo de fútbol propio, poco después.

El espacioso velódromo del Club Cóndor, denominado sencillamente como la Cancha Cóndor, estaba en San Pablo 4848, en un sector de la antigua Chacra Acevedo, en los límites urbanos del Santiago poniente de entonces. Existen algunas imágenes fotográficas mostrando aquel complejo con su doble torre-tribuna para el público. Más tarde, estas instalaciones pasaron al Club Ciclista Barcelona, a fines de 1923, realizándose en ellas importantes competencias, muchas a beneficio de instituciones caritativas como la Liga de Estudiantes Pobres. También era pista hípica, hacia 1930. Hoy, en el lugar que ocupaba este velódromo está la Plaza Simón Bolívar de Quinta Normal y una chancha deportiva a su espalda.

En aquella generación de clubes ciclistas del Centenario estuvieron otros como el Estrella de Chile, Iquique, Royal de Talagante, Ibérico de Valparaíso y Santiago, Independiente de Renca, O’Higgins de Rancagua, Audax Italiano, National Sporting, Concepción, Magallanes, Chacabuco, Temuco, Arco Iris, etc. De esta forma, a menos de dos décadas desde la llegada del primer velocípedo a Chile, ya se vendían diferentes marcas de bicicletas, especialmente en casas comerciales de Valparaíso como la italiana Ferro, Sanguinetti y Ca. de avenida Brasil 66-68 y calle Blanco 465-467, que en publicidad de 1903 en revista “Sucesos” ofrecía: “Bicicletas Cristóbal Colón, Cañón y Mundo. Como las mejores que se importan, las cuales se encuentran en venta, en todos los almacenes”. Agregaba como garantía: “Una sola prueba bastará para convencer al más pesimista”.

La Unión Ciclista de Chile fue sido fundada el 1 de octubre de  1905, presidida por Erasmo Vásquez, considerado por muchos como el fundador del ciclismo deportivo nacional. Apoyado por otros profesionales como médicos, mecánicos, ingenieros y abogados, nacía esta entidad para reunir a los practicantes y canalizar sus intereses, logrando obtener personalidad jurídica el 15 de junio de 1909. La actividad combinada de los clubes ciclistas con la Unión, fue de enorme fomento y apoyo a la popularidad que estaban adquiriendo las bicicletas en la ciudadanía, terminando de superar las barreras que enfrentaba la actividad.

Un paso importante para la cultura ciclística en Chile fue también la llegada de las bicicletas italianas Bianchi, cuya planta existía en Milán desde el año 1885. Fueron traídas a Chile por la firma Cattoretti y Cía. de Viña del Mar, representantes y agencia de ventas exclusiva, después que Bianchi fuera premiada en la Exposición Internacional de Buenos Aires de 1910 y la Exposición Internacional de Turín de 1911. Además de facilitar su entrada a los mercados de Sudamérica, estos premios le permitían publicitarse como “las mejores del mundo” y “la mejor bicicleta que se conoce”. Para el año siguiente, los agentes de Cattoretti y Cía. en Valparaíso, para la rentable venta de la misma marca Bianchi, eran de la sociedad L. Jovenich y Cía.

Otra importante marca llegada al país cuando recién pasaba el Centenario, fue la de bicicletas Griffon, cuyo agente exclusivo era F. Mercier, en Teatinos 348 de Santiago. Mantuvo en la capital un taller de composturas y un club permanente, con una cuota semanal de cinco pesos. También enviaba gratuitamente sus catálogos y presumía de ofrecer bicicletas “elegantes, robustas, livianas”. Algunas de las primeras motocicletas llegadas a la ciudad fueron del mismo fabricante, en esos años. Su publicidad en “Sucesos” decía, hacia fines del verano de 1912:

Se ha preguntado Ud. por qué motivo le decimos: “La Griffon es la bicicleta que Ud. al fin comprará…?” Le hablamos así porque sabemos que Ud. busca una bicicleta cuya forma sea elegante y no canse, cuyos movimientos sean suaves hasta hacer un placer de la obligación que algunos tienen de usar diariamente la bicicleta. La “Griffon” es la bicicleta que Ud. al fin comprará, porque su cuadro es ideal y que su forma no cansa, porque sus movimientos son tan bien ajustados, tan suaves y de calidad tan buena que el andar en ella es un verdadero placer y no una tarea como sucede tantas veces a los ciclistas que compran bicicletas a ojos cerrados, sin tomar en cuenta que hay bicicletas… y bicicleta “Griffon”.

Una curiosidad sucedida hacia 1915, sin embargo, fue la llegada de las bicicletas inglesas Rudge-Whitworth, pues, si nos fiamos por su publicidad, parece haber apuntado especialmente al gusto de las secciones ciclistas de los boy-scouts, probablemente por el hecho de que hacía concesiones especiales en el precio de pago a los jefes de brigadas que lo solicitaran. Debió ser una de las marcas más usadas en excursiones, campamentos y paseos por las afueras de las ciudades, por lo tanto. Su agente en Chile era la Sociedad M.R.S. Curphey, en calle Blanco 441 de Valparaíso y en Estado con Agustinas en Santiago.

Dada su popularidad, la bicicleta reemplazaba a caballos y mulas en zonas rurales y servía en trabajos citadinos de carteros o repartidores, uniendo eficiencia y sana ejercitación. Empero, por razones que hoy suenan incomprensibles, no todos estaban complacidos con esto, apareciendo los infaltables críticos no convencidos del aporte. Uno de ellos, Oscar N. García, reclamaba desde la revista “Zig Zag” (“El Ciclismo”, 1911) que el rol dado en Chile a la bicicleta no era el de su creación como aparato deportivo, pasando “a ser un el utensilio de la pereza, porque se han cambiado su verdadero objeto”, ya que “se le utiliza sólo para trasladarse más rápidamente desde el hogar al taller, o a la oficina o viceversa”, reduciendo las caminatas de la mañana al aire libre, al inicio cada jornada, a sólo “un cuarto de hora y durante este tiempo el desgaste físico es mucho menor”.

García contrastaba también la situación chilena con la de Europa, en donde creía ver más interés deportivo con paseos por carreteras parisinas y bosques de Boulogne o Vincennes, a diferencia del poco entusiasmo por las carreras cortas de Versalles, Poissy o Chantilly. De paso, hacía reverencia a lo que quedaba de los prejuicios paternalistas que persistían sobre el uso de la bicicleta entre las mujeres, aunque intentando hacer una defensa de su participación en el pasatiempo:

Sobre la bicicleta la mujer es más fácilmente graciosa que el hombre. Su naturaleza le prohíbe los esfuerzos desordenados y rudos que constituyen los peores defectos de los malos ciclistas; la necesidad que siente de economizar su potencia muscular, la lleva por instinto a pedalear con flexibilidad.

Para que la práctica del ciclismo sea fuente de gracia y de placer al sexo bello, es indispensable que la mujer tenga algunos buenos principios técnicos; es necesario impedirle acomodar el pedal bajo su talón Luis XV, porque cómodo al principio, se hace incompatible con un movimiento correcto y elegante, es menester también cuidarse de no proporcionarle bajo el pretexto que es mujer, una máquina especial: el modelo “Gran lujo”, que provisto de todos los accesorios y perfeccionamientos y que pesando demasiado le impide seguir a su compañero y se desespera, fatiga y desalienta.

El movimiento sportivo egoísta de estos últimos años en Chile, ha olvidado completamente a la mujer, y mientras el hombre corre a los campos de football, ciclismo, tiro, etc., ella queda en su hogar inactiva, vegetando en una estrechez que carece de aire, de sol y de vida.

Lejos de atender cuestionamientos, en el verano de 1912 el Club Royal de Talagante organizó agotadoras carreras entre Santiago y aquella localidad, partiendo desde el Cousiño. La jornada fue descrita en “Sucesos” del 29 de febrero:

El domingo se llevó a cabo la gran carrera de resistencia en bicicleta al vecino pueblo de Talagante, ida y regreso, con una distancia de 74 kilómetros, organizada por el Club Ciclista Royal de esta ciudad. A las 6 ½ de la mañana los 17 corredores inscritos partieron desde el Parque Cousiño, tomando por el Ejército, Alameda y camino directo a Talagante, en un tren bastante ligero. Los controladores ambulantes en motocicletas y automóviles y los fijos destacados en diversos puntos del camino, inspeccionaban detalladamente la marcha de cada uno de los competidores. Antes de llegar a Talagante formaban la delantera José Torres, Manuel Figueroa y Arturo Fernández, seguidos a larga distancia del resto del numeroso lote.

Una rotura de gomas de la bicicleta de Torres obligó a este a dejar la marcha momentáneamente, para arreglar los desperfectos, volviendo a la carrera distanciado de Figueroa, que llegó primero a Talagante, ganando así uno de los premios de la carrera.

El Cousiño y los costados de la calle de acceso se llenaron de gente hacia las diez horas, al regreso de los competidores. Llegó primero Figueroa, del Club Ciclista Estrella de Chile, en su bicicleta Dürkopp, con estupendas 3 horas 55 minutos. Detrás del ganador, Torres del Club Ciclista Ibérico, a las 10:34, en su Diamant. Tercero, Honorio Méndez, un minuto más atrás; cuarto, Gabriel Benito, a las 10:39; y quinto Matías Menchaca, a las 10:50. Siguió Fernández, del Club Ciclista Royal en su Griffon, a las 11:10; y J. Morgado a las 11:15. “Los demás distanciados, llegaron poco después de las 12, y los rezagados en uno de los automóviles de los contralores, instantes después”, aclaraba el reportero de “Sucesos”.

Intensa y exigente actividad de ciclistas santiaguinos que viajaron al puerto, en nota de revista "Sucesos" de marzo de 1905.

Publicidad para bicicletas, en revista "Sucesos": marca Griffon, de enero de 1912, y Bianchi, de julio de 1913.

Carreras de bicicletas en el Velódromo del Parque Cousiño, en la revista "Zig-Zag" del 11 de noviembre de 1911. Se observa su rudimentaria pista y las tribunas para el público.

Algunas innovaciones del mismo período histórico: bicicleta de carga, cuando recién comenzaba a introducirse el concepto del transporte sirviendo también al manejo comercial de cargas, y la bicicleta "blindada", que protegía con una plancha metálica las piernas del ciclista ante posibles golpes y hasta disparos. Publicado en revista "Sucesos" del 4 de marzo y el 27 de mayo de 1915, respectivamente.

Curiosamente, otro pionero de la aviación chilena, Luis Alberto Acevedo, también fue un gran ciclista de la época, miembro del Club Estrella de Chile. Se repetía esa relación entre ciclismo y aeronáutica, con varios ejemplos. Acevedo ya había saboreado la consagración con su bicicleta antes ser estrella del aire, al lograr una marca en los 100 kilómetros de forma autodidacta, sin entrenador. Cuando regresó desde Francia en marzo de 1912, un comité ejecutivo organizó una recepción en Santiago con pasacalle y corso de bicicletas adornadas con linternas luminosas, luces de colores y farolitos chinescos. El desfile de sus colegas lo acompañó a su casa, ovaciondo por ser el primer miembro de las sociedades deportivas chilenas que alcanzó el título oficial de piloto de aviación en tierra gala. Paradójicamente, esos mismos camaradas ciclistas acompañarían después su cortejo fúnebre, tras estrellar su monoplano Blériot XI en San Pedro de la Paz, el 13 de abril de 1913.

Cabe añadir que los corsos de bicicletas adornadas estaban de moda desde el Centenario. Y en el mismo mes de marzo de 1912, en el aniversario de la fundación del “pueblo” de Lo Espejo, las bicicletas se unieron a la caravana floral de carruajes que, con serpentinas y fuegos artificiales, fueron a la gran kermesse de la quinta de don Guillermo Tagle Álamos, hecha beneficio de la nueva iglesia local. En la misma localidad se realizaba un raid anual hasta Viña del Mar y luego de vuelta a Lo Espejo, en donde participaban ciclistas civiles y militares de Santiago. Y es que a esas alturas, pues, casi no había celebración pública que no incluyera carreras o paseos de bicicletas, engalanadas con cargas alegóricas o acompañando juegos populares. En abril de 1916, además, en el tercer centenario de la muerte de Miguel de Cervantes, el Club Ciclista Español participó de los festejos en Valparaíso con una gran representación de 18 repúblicas de habla castellana. Es presumible que ya sucediera algo similar en fiestas religiosas como el Cuasimodo, con sus aún populares y folclóricas bicicletas adornadas recargada y profusamente.

Por entonces y durante varios años más, el velódromo del Parque Cousiño seguiría siendo el más importante de Santiago, haciéndose habitual encontrar allí a cantidades de ciclistas que entrenaban incluso hasta altas horas de la noche, apenas iluminados por luz de los postes. De hecho, hubo una controversia en 1912 entre los ciclistas y algunos practicantes de deportes de pie que también se ejercitaban en la elipse, pues estos últimos reclamaban contra las bicicletas al sentir que, en la práctica, se habían tomado los espacios centrales del parque.

El Club Ciclista Internacional organizó exigentes carreras de cinco horas en el velódromo, con jueces, personal de la cruz roja y buen público en sus tribunas con balaustras, entre 1910 y 1920. El Club Ibérico, en tanto, hizo allí también la Copa España, con carreras de 3.000, 5.000, 10.000 y 20.000 metros. Y el Club Ciclista Centenario ejecutaba en él su Campeonato Ciclista Centenario, otro de los masivos eventos del velódromo. Sin embargo, una de las experiencias más curiosas de esta pista tuvo lugar en marzo de 1916, con una carrera de exhibición entre dos ciclistas “monópatas” (amputados de una pierna): Pedro Curriel, de Concepción, y Erasmo Quintana, de Santiago. Fueron presentados como ejemplos de superación y una demostración de que, venciendo dificultades, la bicicleta podía ser usada también por personas con impedimentos físicos.

Sin embargo, el velódromo comenzaría a ser muy criticado por sus pobres características y su precariedad a la hora de recibir delegaciones extranjeras en las competencias. “Los Sports” no contenía sus críticas, en marzo de 1923:

Y la historia se repite. Los grandes en honores y merecimientos, apenas tienen una humilde guarida en que alojar a sus huéspedes. El Ciclismo chileno, apenas tiene un insignificante Velódromo de tierra, mal cerrado, con pésima pista y sin comodidad alguna; sin agua, sin baños, sin gimnasio y sin salones de recibo, y todavía ajeno y con el fantasma inmenso de que, como vence la concesión actual en los primeros meses del año, este Velódromo sea destruido.

Tenemos un compromiso internacional. Gozamos del prestigio de ser gentiles y atentos con nuestros huéspedes. Nuestra caja está vacía, rica en bellas obras pero pobre en metálico, y la realización de un Velódromo moderno cuesta la alzada suma de medio millón de pesos.

Aunque hacia ese año se sumaron velódromos en el Estadio Santa Laura y los Campos de Sports, Santiago aún no contaba con uno a la altura de las máximas exigencias que el del parque no cumplía. Si bien el Club Miramar inauguró un velódromo en 1910, el primero trascendente de Valparaíso aparece en 1923 en la Escuela Industrial, reemplazando al más modesto que existió en el Sporting Club, desmantelado por la sociedad administradora. Las carreras de Iquique, en tanto, se hacían en el cómodo Velódromo Municipal. Por fin llegaría un buen velódromo para la capital, entonces, en el complejo del Estadio Nacional de Ñuñoa: primero, integrado al peralte del coliseo principal; y después de la gran remodelación ejecutada a inicios de los sesenta, como un anfiteatro independiente dentro del parque deportivo, que también ha servido para eventos espectáculos y otros torneos atléticos sobre su carpeta de pasto.

El Parque de la Quinta Normal, por su lado, si bien era por entonces un lugar de práctica aficionada que no llegó a ser importante al ciclismo, sí lo fue para algunas de las varias celebraciones y banquetes de clubes ciclísticos en sus antiguos pabellones, como el Ibérico de Santiago y la propia Unión Ciclista de Chile.

Más paseos y carreras de la época se realizaban en el contorno de Santiago, en tanto: El Salto, La Cisterna, Puente Alto, La Granja, Las Condes, San Bernardo o Renca. Por su proximidad con la capital, también eran concurridos los raids de Rancagua a Curicó, o el de Los Andes a San Vicente. Ya destacaban también nuevos y jóvenes campeones o promesas como Francisco R. Juillet, Jorge Videla, Agustín Saavedra, Norberto Morales, Salvador Morales, Fernando Primard, Alberto Benítez, Ricardo Bermejo, Manuel Araya, Heriberto Díaz, Ernesto Gaete, Miguel Paredes, Bartolomé Coll, José Maizá, Alfonso Pau, Carlos Rocuant, Rafael Pérez, Luis Meoot, Marcos García, Alfonso Acevedo, Pedro Jiménez, Horacio Acevedo, Joaquín Billumilla, Oscar Fuenzalida, Salvador Morales, Augusto Banda, Luis Mantelli, Gumersindo Salinas y mujeres iniciadoras del ciclismo femenino nacional como Rebeca Lara y Marta Lassen, entre muchos otros nombres.

Lamentablemente, los accidentes de tráfico involucrando a ciclistas, sea con tranvías o algunos de los primeros automóviles llegados al país, comenzaron a hacerse frecuentes en el período. Un chiste gráfico de “Sucesos” ya mostraba el 29 de junio de 1916 a un pobre sujeto tirado en el suelo y con su bicicleta destruida por algún choque o arrollamiento, mientras un guardia policial preguntaba: “¿Es la primera vez que monta usted una bicicleta?”, a lo que el maltrecho y destartalado herido respondía: “No, señor… La última”. No pocas figuras de las ruedas cayeron tocados por aquella terrible forma de morir, caso de Salvador Vallejos, miembro del Club Estrella de Chile, quien pereció montando su bicicleta al ser atropellado por un tranvía en abril de 1923. En su funeral hubo una inmensa caravana de ciclistas, llevando a un lado sus transportes y cargando estandartes del club.

En tanto, la Unión de Ciclistas de Chile continuó siendo la máquina de desarrollo a nivel profesional y aficionado. Entre sus méritos estuvo el reglamentar la actividad, organizar paseos capital-puerto, iniciar los Campeonatos Ciclistas de Chile (con circuitos de 1.000, 2.000, 4.000 y 12.000 metros en el Cousiño) y armar exitosas delegaciones que conquistaron importantes premios. También impulsó a la Confederación Panamericana de Ciclismo, creada en Uruguay en 1922; por esta razón, se asignó al país la realización del primer campeonato sudamericano con delegaciones de Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay. Y desde la misma Unión surgió, entre fines de los años veinte e inicios de los treinta, la Federación Ciclista de Chile, formalmente reconocida en 1931 y que aún es el máximo ente organizador de torneos y calendarios en el país.

Una de las extenuantes pruebas cumbres de la Unión sería la carrera 24 Horas Ciclistas, cuya primera versión formal fue en la Navidad de 1929, en el velódromo de Ñuñoa. Ganaron Raúl Ruz y Juan Estay Silva, quienes se impusieron a los hermanos Carmelo y Remigio Saavedra, argentinos que parecían sus más serios contendores. Y aunque sólo alcanzó el tercer lugar con Leoncio Minchell, fue aplaudido el rendimiento de Raúl Torres, joven estrella de sólo 16 años del Club Green Cross. Esta experiencia tuvo una connotación trágica, sin embargo: mientras entrenaba para competir en el certamen, poco antes, el campeón nacional José Ñato Gamboa comenzó a sentir una grave dolencia que lo postró en cama, impidiéndole participar, y quitándole la vida a los pocos días. El joven triunfador del desafío 10 Horas Ciclistas junto a Estay y socio destacado del Green Cross, moría casi al mismo tiempo en que eran premiados los ganadores del 24 Horas, por lo que aquella jornada acabó siendo una amarga victoria para el ciclismo nacional.

Otra de muchas hazañas fue el raid Concepción-Santiago de 672 kilómetros, logrado en sólo cinco días por Florencio Vargas y Emilio Miquel, en 1930. Por entonces, los caminos interregionales eran un verdadero infierno: rutas sin pavimentar y pendientes agotadoras, pero la tenacidad y energía que ponían las nuevas camadas de campeones pudo ejecutar con éxito tan tremendos desafíos.

A todo esto, en esos años treinta la venta de bicicletas se instaló en todas las casas comerciales. Incluso la Armería Franco Italiana de Concepción las ofrecía junto a sus artículos de caza y pesca, mientras la Mercería Marchesini tenía modelos con su propia marca en Viña de Mar, entre sus maquinarias. En Santiago, lo propio sucedía con casa de electrónica y radios Phillips, en el Portal Fernández Concha y en Ahumada con Alameda; y con la Radio Federal de la Alameda. Ya existía, a la sazón, la diferenciación industrial y comercial de modelos de paseo, de media pista y de carrera: el francés Charles Moché había estrenado, por el año 1932, la bicicleta de velocidad con innovador diseño, cómodo y aerodinámico, aunque las deportivas dignas de competiciones modernas aparecerán en los sesenta, más o menos. Surgió así otra generación de deportistas y la Temporada Ciclística Metropolitana, del período de vacaciones estivales, organizada por la Asociación Ciclista de Santiago.

En tanto, el rasgo de calle San Diego de Santiago para las ventas de artículos, repuestos o aparatos ciclísticos y talleres de reparación, comenzaba al otro lado de la Alameda: por Bandera, con tiendas como La Universal, de Schkolnik Hnos., en el 621, y la Casa Juillet, en el 640. Entre las que llevaron este comercio a San Diego, estuvo la tienda de Graf y Ca., que ya en 1900 vendía gomas para bicicletas en el 185; después la importadora Anglo-Americana del número 69 y la Casa Americana del 189, también de Schkolnik. Estos negocios cercanos al período del Centenario Nacional fueron concentrándose más tarde hacia el tramo de Plaza Almagro a avenida Matta, destacando desde temprano, ya en 1927 y  justo al lado de la plaza, el taller de Oscar Quinteros, en Inés de Aguilera 1114.

A su vez, la llegada al mercado de bicicletas cada vez mejores y a buenos precios permitió el negocio de compra y venta de las usadas, como hacía el taller Silverman de Portugal 622 a fines de los treinta. Otras, como Grandes Almacenes de Alameda y avenida España, se concentraron en ofrecer bicicletas para niños y niñas, también durante la segunda mitad de la década. Despreciable consecuencia de estos mismos cambios en el comercio, sin embargo, fue el creciente y rentable robo de bicicletas.

La primera fábrica realmente relevante en Chile, muy por encima de los talleres de mecánica casi artesanal que existieron antes, parece ser el de la Bicicletas Centenario, creada formalmente en 1941, en los orígenes de lo que será la conocida marca Bicicletas CIC, con sede en Beauchef 1621, vecina al Parque Cousiño. Esta compañía siempre hizo alarde en su publicidad de ser un fabricante nacional, induciendo con ello al orgullo y la identificación de sus clientes.

La penetración cultural de la bicicleta era formidable, con jornadas que, como las carreras hípicas, convocaban a nobles y plebeyos. Sin embargo, su línea de masificación enfrentó a motocicletas, ciclomotores o “bicicletas automóviles”, como eran llamados. Si bien el Moto Club Chile había sido fundado a fines de 1913, en la siguiente década estos vehículos logran mayor atención de público y más emoción deportiva que las cándidas carreras de bicicletas, arrojando nuevos campeones como Carlos Valencia, Carlos Wartch y Arturo Friedemann, este último con un negocio de artículos y accesorios ciclísticos en Moneda llegando a Ahumada. Incluso ciclistas célebres del momento como Francisco Juillet, se convirtieron al mundo del motor, en su caso también como acróbata, aunque mantuvo largo tiempo más la tienda de bicicletas con su apellido. Algo parecido sucedió con Julio del C. Alvarado, quien fue además nadador, futbolista y tirador antes de dedicarse al motociclismo.

Como dato curioso, la bicicleta fue tan popular entre la bohemia que, en los altos de un boliche del desaparecido “barrio chino” de Bandera cerca de San Pablo, existió un bar-restaurante con dancing llamado El Ciclista. Aunque nadie supo bien la razón de su nombre, decían que se debió a un supuesto vínculo con un club de ciclistas; otros, en cambio, lo tomaban sólo como un homenaje al pedaleo.

Cabe cerrar recordando que un gran paso en la recuperación de esta epopeya sobre dos ruedas la ha conseguido el proyecto “Historia del Ciclismo Chileno”, puesto en marcha en 2005 por el fundador de la agrupación Vive la Bici José Vásquez, dedicado a recolectar imágenes, recuerdos e información al respecto.

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