Ilustración de Pedro Subercaseaux retratado la escena de una Pascua de Navidad en un campamento de la guerra, publicada por la revista “Zig-Zag” a fines de 1905. La vida en el frente no era solo de enfrentamientos, sino también de largos espacios de ocio que se intentaban llenar con funciones inspiradas en el volatín y los títeres.
Si las obras teatrales y circenses patrióticas fueron del deleite de la sociedad santiaguina en los días de la guerra contra la alianza de Perú y Bolivia, no cuesta imaginar cómo habrán gustado también en los campamentos militares, en donde cada manifestación de este tipo era esperada con ansias por la sed de entretención y de distracciones entre la sufrida tropa. Muchos hombres de la oficialidad tenían cierto contacto con las artes doctas de literatura, música, teatro y ópera, además, caso del general Marcos Segundo Maturana, quien fue uno de los impulsores de la fundación del Museo de Bellas Artes entre 1879 y 1880, junto al escultor José Miguel Blanco y algunos intelectuales que se acoplaron al proyecto.
A pesar de las resistencias de algunos jefes militares, fue el propio Ministerio de Guerra el que procuró la presencia de tales espectáculos, haciendo que llegaran al frente bélico. Se ofrecían allá casi con la misma clase de contenidos que podía ver la ciudadanía en las urbes lejanas a las campañas del norte, de hecho, a pesar de la precariedad material con la que debían ser desplegadas en campaña y de la simplificación técnica de los espectáculos adaptados a la soldadesca. Lo propio sucedía en las celebraciones de Fiestas Patrias o Navidad, aunque con gran exigencia moral por parte de los jefes en lo referido a los comportamientos.
Se hace necesario apartarnos un poco de la actividad geográficamente localizada y concentrada en Santiago, entonces, y desplazarnos otra vez hasta la vida en los campamentos militares de la Guerra del Pacífico, aunque con una razón holgadamente justificada: aquel quehacer desarrollado en los teatros guerreros tuvo implicancias directas sobre lo que después se vería en la escena de espectáculos de las ciudades y pueblos por todo el país, una vez concluida la contienda. Es el motivo por el que sentimos que tal capítulo debe ser abordado acá.
Resulta un hecho confirmado el que, además de contar con compañías de espectáculos y maestros titiriteros, el Gobierno de Chile dispuso de una gran cantidad de artistas de teatro y de circo para que cumplieran montando sus funciones en los campamentos, frecuentemente ayudados y “parchados” en algunos roles por los propios soldados, cantineras, funcionarios delegados, miembros de la cruz roja y otros de los muchos elementos humanos dispuestos en el frente de guerra.
Cuando no había novedades con el enemigo, las pequeñas presentaciones para diversión de los campamentos podían tener ocasión en horas de descanso. Las paradas, dicho sea de paso, generalmente estaban programadas en la rutina diaria en las mañanas, hacia las ocho, y pasadas las 15 horas antes de los ejercicios y del segundo rancho alimenticio. La hora de dormir solía iniciar a las 21 horas, aunque abundarían las excepciones. Los permisos eran los sábados y especialmente domingos, pero estos últimos eran tomados como día de reposo. Y, en un notable acierto de la política chilena de guerra, se procuró que las necesidades básicas de soldados y personal en campaña quedaran cubiertas por líneas de abastecimiento formal, a diferencia de la errada decisión tomada con el Ejército de Perú, al proporcionar dinero a sus hombres para muchos requerimientos diarios abriendo la puerta, de este modo, al mal empleo de los recursos o hasta casos de corrupción.
Los momentos de tranquilidad dentro de la vida en el frente eran, en consecuencia, de una rutina que podía resultar abrumadora, por lo que solo el ingenio y la creatividad servían para escapar de la monotonía marcial de la jornada. De acuerdo a Francisco Machuca en “Las cuatro campañas de la Guerra del Pacífico”, las horas que los jefes solían autorizar para tales entretenciones eran en las tardes, en los descansos. Los números de velada eran en las noches, en cambio, bajo el cielo y la fría intemperie, alumbrados por chonchones o fogatas. Incluían fiestas, bailes y comedias. “El día se pasaba en trabajos duros; pero las tardes, frescas y apacibles se consagraban a representaciones dramáticas, circos y títeres”, escribió el veterano.
Fueron de importancia los espectáculos de volatines en los mismos campamentos, antecedentes del mismo circo criollo que reconoceremos como esencialmente chileno ya en el siglo XX, ese con dos partes típicas: una de artistas propios de su arena (payasos, acróbatas, magos, trapecistas, murgas, etc.) y una segunda de pantomimas o representaciones teatrales con actores mudos, valiéndose únicamente su histrionismo y coordinación coreográfica con la orquesta. En general, sus temáticas determinadas por la situación de la guerra tenían que reflejarse en el espectáculo de trincheras: el humor se elaboraba a expensas del enemigo, con los consabidos estereotipos y zahiriendo a los principales líderes políticos o militares de la Alianza Perú-Boliviana. Cuando el ambiente estaba tolerante, además, alcanzaba a salpicar a oficiales o personajes de la política chilena, en especial a los que no gozaban de gran afecto dentro del mundillo uniformado.
Aquellos grupos tampoco se componían solo de artistas profesionales, sino también de funcionaros que, queriendo hacer su aporte, decidieron armar o incorporarse a compañías que llevaran la diversión a las tropas. Lo mismo sucedía con los músicos de bronces y percusión que se unieron a las bandas militares, estableciendo cruces y relaciones bastante curiosas entre la música militar, la de los circos y la de fiestas religiosas, por tratarse de los mismos artistas participando en las mismas instancias y con repertorios muy parecidos resultantes de esto.
Aquellas compañías circenses también recurrían a la evocación de episodios militares heroicos para las pantomimas, tanto los previos a la Guerra del 79 como los que señalaron las primeras acciones épicas de esta, para la diversión y abono al necesario orgullo patriota. Parece ser que estuvieron presentes ya en la víspera del primer enfrentamiento, inclusive: la tradición habla de un circo animando a las tropas chilenas en Calama, horas antes de la batalla del 23 de marzo de 1879, y que habría sido una compañía de paso por la zona.
A pesar de que no quedó demasiada información como quisiéramos, existen varios indicios o rastros concretos de la presencia de esos elencos artísticos, especialmente entre los testigos de las gestas. El propio Machuca describe con detalle a una de las compañías de circo que conoció allá:
El Coquimbo tenía una compañía numerosa de circo, en cuyo elenco figuraban payasos, bailarines en la cuerda tersa o floja, con o sin balancín, maestros de trapecio que ejecutaban el vuelo de los cóndores, bufos, payadores a lo divino y lo humano, zapateadores de sajuriana y zamacueca, a la usanza minera, con gorro, culero y ojota, cantor de tonadas y especialmente de “Qué gran mancha es la pobreza” con acompañamiento de banda.
Esta Gran Compañía de volatín, pantomima y equitación (había un burro amaestrado) recorría diversos cantones, a pedido de los jefes que solicitaban sus servicios.
Así pasaba el tiempo, cuando no había expediciones a cazar montoneros, cuyas incursiones se extendían hasta las quebradas de Tarapacá y Camiña, pues el almirante Montero no se resignaba a abandonar la rica provincia de Tarapacá; de cuando en cuando enviaba pequeñas expediciones destinadas a levantar el espíritu de los nativos, alimentándoles la esperanza de la próxima llegada de gruesos contingentes, para arrojar a los chilenos al mar.
Quizá no sea coincidencia, entonces, que casi apenas terminara la Guerra del Pacífico aparece en Valparaíso la primera compañía circense netamente chilena y con perfil de espectáculo moderno, cuando los hermanos Pacheco se establecen en el puerto en 1885 y crean un exitoso equipo de espectáculos acrobáticos y artísticos.
Puede afirmarse que, en rigor, desde el mismo desembarco en Antofagasta muchos chilenos estaban buscando esparcimiento escénico en esta ciudad y las otras por las que avanzarían las tropas. En sus memorias tituladas “Mi campaña al Perú”, por ejemplo, Justo Abel Rosales menciona varias presentaciones de obras, funciones de homenaje y bandas de guerra en los teatros de los centros urbanos comprometidos en la conflagración.
Lo propio hace Antonio Urquieta en los "Recuerdos de la vida de campaña en la Guerra del Pacífico", al mencionar la presencia de obras de teatro y maromas que improvisaban los soldados destacados en los campamentos dispersos por Tarapacá, al interior de Pisagua, y a las que incluso acudían altos oficiales, algunos de ellos haciéndose cargo de los costos de los trajes, de hecho. Sin embargo, agrega que las presentaciones de títeres acabaron siendo prohibidas por sus contenidos lindantes en la indisciplina, muchas veces.
Hay un episodio especialmente curioso en los apuntes de Rosales en el puerto antofagastino, el 8 de abril de 1880, tras los funerales del joven sargento del Regimiento Aconcagua, F. Javier Santander, fallecido por enfermedad. El teatro al que asiste el autor debió ser el construido en 1871, en donde estará después el actual Cuartel de Bomberos de Antofagasta tras ser destruido por un incendio de 1890:
La función teatral se había anunciado pomposamente, engalanando con banderolas el frente del teatro y haciendo circular la hoja impresa que acompaño, con una hermosa dedicatoria.
A instancias de Bysivinger y otros sargentos, fui al teatro. A la derecha de la entrada a la galería, única a que se nos permitía entrar, había una especie de hoyo, como de dos metros de profundidad. Me estiraba sobre mis talones para ver, por sobre la mucha gente que delante de mí había, que orquesta tocaba. Tanto me estiré, que perdí el equilibrio y... cataplún... caí al fondo dando un estruendoso batacazo. Se entiende que hubo risas y bromas de los compañeros; pero luego se apagó la bulla y todos pusieron atención a la música, con gran satisfacción mía.
El teatro es pequeño, y los palcos son inferiores a la galería del Municipal de Santiago. En uno de los palcos de 1ª había una dama vestida con cierta elegancia. Me pareció ser una de las principales del pueblo. Sin embargo, una mala lengua me dijo que en Valparaíso era una vendedora de licores. En platea había sombreros de pita y de paño alones. Pero en los palcos se veía gente de frac y de casaca, lo que formaba un aspecto más serio. Sobre todo, ahí estaban los uniformes del Aconcagua, a quienes se dedicaba la función.
Poca cosa vi, pues además del porrazo y de las copas bebidas, me entró un sueño soberano y me salí al 2° acto.
Volante promocional del Circo de la Libertad, anunciando sus funciones de gimnasia y equitación en calle Dieciocho de Santiago, para el domingo 2 de octubre de 1864. Este tipo de espectáculos ya era popular en Chile desde mediados del siglo, aproximadamente, pero durante la Guerra del Pacífico cobra especial importancia para la tropa, tanto por las versiones más sencillas de sus espectáculos que ofrecieron las compañías artísticas en el frente de guerra, como por los equipos que se improvisaron entre los propios soldados y voluntarios. Fuente imagen: Memoria Chilena.
Portada de "El General Daza. Juguete cómico en un acto y en verso” del Juan Rafael Allende, obra teatral humorística de 1879 y hecha especialmente para inflar de ánimos patriotas al público, cuando la guerra ya había estallado.
Debe insistirse en el hecho de que no todas las entretenciones de batallones y regimientos del 79 provenían de los teatros establecidos o de las compañías profesionales llegadas por contrato o voluntad patriótica hasta los campamentos de los soldados, aportando su fracción a las motivaciones de la lucha. En realidad, buena parte de las mismas actividades artísticas era la improvisada en forma amateur por los propios hombres y mujeres de la guerra, en otra de las muchas búsquedas rápidas y eficaces de recreación, cuando la muerte violenta no acechara.
Benjamín Vicuña Mackenna, en “El Álbum de la Gloria de Chile”, expresó singular encanto por la inventiva demostrada por los soldados chilenos durante sus actividades de esparcimiento:
Largo, pero gratísimo trabajo sería el que modesto pero perseverante patriotismo impondría al cronista de la pasada guerra: el acopio de todas las comprobaciones del heroísmo individual del soldado en los combates, de sus ingeniosas invenciones y de sus felices dichos en el campamento, fuera en el volatín, fuera en el drama, fuera entre los muñecos de sus títeres, por ellos mismos fabricados, pruebas todas las ingenuas y decidoras del inagotable buen humor del roto chileno hecho peregrino combatiente por su patria.
De aquellas palabras se desprende, también, que muchas de las presencias del teatro de muñecos, magia y volatines en el frente bélico no provenían entonces solo de los maestros del oficio, como los titiriteros Jeria, Tapia o Espejo, ni de las demás compañías dramáticas o circenses contratadas por el ministro Rafael Sotomayor: también dependían de las improvisaciones y las artesanías hechas por los propios soldados.
Aquellas expresiones recreativas organizadas por los soldados trascendían al teatro, por supuesto: incluyeron todo lo que hoy podríamos imaginar, incluyendo montajes de comedia, música de bandas militares, folclore, tonadillas, juegos de pelota (no fútbol, aún), peleas de gallos, naipes, tiro al blanco, rayuela, competencias deportivas, artesanía de trincheras, etc. Además, es probable que en el caso de algunas instancias más dramáticas o de pretensiones realmente artísticas, las mujeres de la guerra, las cantineras y luego las llamadas camaradas, hayan tenido su contribución protagónica: era tanta la comunidad y participación que mantenían con los hombres de las tropas que, a veces, ni siquiera había grandes pudores a la hora de la desnudez o del baño personal, como señalaron en su momento escandalizados testigos de la vida en los vivacs.
Algo más aporta Vicuña Mackenna al tema de aquellas diversiones, sobre una obra de 1880 interpretada por el sargento Rodolfo Prieto y una cantinera:
El 18 de septiembre, los sargentos del Atacama, entre muchas y variadas funciones patrióticas, representaron con general aplauso la linda comedia “Flor de un día”, siendo protagonizada por el sargento Prieto y la dama una señorita Ipinza que acompañaba a su marido, sargento de la banda del Atacama.
Don José Toribio Medina, en tanto, deja también un interesante testimonio sobre el tema de atención, en un texto de la obra “Una excursión a Tarapacá. Los Juzgados de Tarapacá. 1880-1881”:
Ya con el Valdivia pasa otra cosa. Llama desde luego la atención el cómodo alojamiento que poseen, y el patio de las casas útiles de una maroma y el proscenio de un teatro. A cualquiera que no haya presenciado lo que los soldados chilenos son capaces de ejecutar en este orden, aquellos aparatos parecerían un contrasentido, una muestra completamente “desplacé” de una cultura y de un ingenio que no quiere reconocerse en nuestros rotos, tan trabajadores, tan calumniados, tan sufridos, tan patriotas y tan fieles.
Pero es necesario oír contar lo que ellos han realizado en este orden durante la presente campaña para estimar como perfectamente natural el maroma y proscenio a que nos hemos referido. Pregunten ustedes quién les ha enseñado a “jugar” los títeres, quién les ha proporcionado dramas y quién se los ha ensayado para representarlos; pregunten ustedes de dónde han podido proporcionarse en los calichales del desierto trajes adecuados para sus fiestas; pregunten ustedes cómo, en recuerdo de las funciones de Pascua, las más populares en nuestro país después de las del Dieciocho, supieron representar en grande y al natural las ventas de la Alameda, los bailes del tabladillo con disfraces femeninos, y al decantado minero; y lo que es más admirable, cómo el ingenio festivo de los soldados ha sabido idear y escribir en verso dramas de circunstancia en que figuraba el incomparable Daza y demás acompañamiento de los ridículos personajes y sucesos de la alianza.
Y en esto, preciso confesarlo, han superado a los expedicionarios del año 38, que sólo supieron comprar romances relatando sus propias hazañas y las de la sargento Candelaria. Aquí se encuentran también bardos de poncho, que no han dejado ni dejarán en adelante de relatar la historia de esta prodigiosa campaña, pero con la tinta negra y verídica (aunque sin hiel) en que han de ser justos como siempre, quitando reputaciones usurpadas y máscaras grotescas para colocar en su lugar al valor, a los buenos y a los inteligentes.
La ocupación de los chilenos de la ciudad de Lima, el 17 de enero de 1881, era recordaba vívidamente por Rosales, aportando algo más al tema de nuestras atenciones:
La infantería continuó la marcha, atravesando el corazón de la ciudad, arma al brazo, y las bandas tocando sus mejores pasodobles. A medida que avanzábamos, la muchedumbre crecía y se apiñaba en las veredas, plazuelas y bocacalles. Ni de nuestras filas, ni de las del pueblo, salió una sola palabra descompuesta.
La llegada a la capital peruana daría oportunidad a nuevas y refrescantes instancias para la recreación y el esparcimiento, con la comodidad de los establecimientos dispuestos a tales servicios y no en las ásperas condiciones del teatro o el circo al aire libre en noches frías. Incluso el zoológico limeño se volvería otro centro de distracción para los soldados, admirando las bestias enjauladas. En sus “Seis años de vacaciones”, Arturo Benavides Santos recuerda la vida cultural en la recién tomada Lima:
Cierta noche salí con permiso del comandante Carvallo Orrego hasta las doce; y acompañado del subteniente señor Carlos Reygada nos fuimos curioseando por diferentes barrios y llegamos hasta el de los chinos, a cuyo teatro entramos.
La admiración de la concurrencia fue grande, pues éramos los primeros oficiales que asistíamos a su teatro, según nos dijeron. Algunos chinos, que parecían de los principales, nos ofrecieron comestibles, frutas y comidas, guisadas y calientes, pues el teatro era a la vez restaurant. No aceptamos sino unas frutas y permanecimos solo como media hora. El estruendo que producían la orquesta, con muchos bombos y platillos, nos dejó como ensordecidos.
Nos retiramos y no encontrando a dónde ir llegamos al paradero obligado de casi todos los oficiales chilenos: una confitería en uno de los portales de la plaza principal. Tomamos unos helados y aproximándose las doce nos dirigimos al cuartel en un coche de alquiler.
Refiriéndose también a la actividad de los chilenos en Lima, José Miguel Varela comenta en las memorias de “Un veterano de tres guerras” (rescatadas y estructuradas como relato por Guillermo Parvex) sobre la importancia que tuvo en los encuentros sociales de los recién llegados y de la aristocracia local el clásico Hotel Maury y su reputado café, a solo media cuadra de la plaza mayor. En los salones del elegante y conocido sitio los oficiales podían compartir un café o una jarra de cerveza, en el caso de Varela quedándose a veces hasta la medianoche en entretenidas tertulias con don Hermógenes Pérez de Arce, quien había sido asignado en el cargo de director de las aduanas de Perú, y con el teniente de navío de la Armada de Francia, el agregado Michelle Le León, entre otros personajes.
Regimiento Lautaro en Iquique, en lo que ahora es la Plaza Prat, hacia 1879. De acuerdo al investigador histórico Marcelo Villalba, el perro que se ve echado al final de la segunda fila de formación, podría corresponder al mítico can Lautaro, la mascota de la unidad y que fuera protagonista de un simulacro de juicio marcial en Perú.
El empresario de espectáculos Sócrates Capra, destacado director de circos y teatros nacionales a inicios del siglo XX, y atrás la pionera troupe de acróbatas los Pacheco, en el Circo Delphin y Feltorelli. Imagen publicada por la revista "Sucesos" en 1910.
Función de títeres al aire libre en Peñalolén, organizada por el general Elías Yáñez, a la sazón comandante en jefe de la II División (dato de Herkovits Álvarez). Imagen fue publicada por revista “Sucesos” en 1910. La simpatía del mundo militar y los veteranos del 79 con los títeres venía desde las funciones que presenciaron en campaña, durante la Guerra del Pacífico.
No hubo total licencia para chilenos, sin embargo: Maximiliano Salinas, refiriéndose a la historia del carnaval en Chile, nota que a los soldados se les prohibió celebrar la fiesta de chaya en Lima el 17 de febrero de 1882, por orden del coronel José Domingo Amunátegui y bajo amenaza de multas de cinco a 50 pesos en plata, de acuerdo a las circunstancias del desacato. Aunque había un desprecio de las élites hacia las tradiciones populares del carnaval, consideradas imprudentes e insultantes en algunos casos (al arrojarse agua o harina en las chayas), puede ser, sin embargo, que aquella medida decidida en la capital peruana haya sido tomada para no provocar innecesariamente al ya herido y sensible orgullo de los limeños.
Volviendo a las funciones recreativas armadas solo con la voluntad y el ánimo de los soldados, se conoce que estas pasaban por todas las posibilidades de las artes escénicas de esos años e incluían también algunas jugarretas y simulaciones humorísticas en donde la participación se disfrutaba tanto como la posición del espectador. En el campo escénico informal, por ejemplo, existieron varias otras posibilidades que encontró la creatividad para hallar relajos y liberar las tensiones naturales al estado de alerta permanente en que se vivía. Destacaron, entonces, curiosos montajes lúdicos de sendas cortes marciales para salvar de la “ejecución” a algunos reclutas e incluso animales que acompañaran a las tropas, verdaderas actuaciones de teatro de improvisación, diríamos hoy. Como también estas simulaciones tenían una fuerte carga de teatralidad, o más específicamente de comedia, calzan perfectamente en las instancias de la diversión lúdica y escénica, con soldados convertidos ahora en verdaderos y convincentes actores.
Uno de los casos más conocidos por los memorialistas y recopiladores de la Guerra del 79 fue el del “juicio” a una cabra realizado cerca de camino a Tacna, poco antes de la Batalla del Campo de la Alianza de 1880. En medio de la escasez de alimentos y con dificultades para recibir más provisiones, los hambrientos soldados decidieron dar muerte a un caprino que los venía acompañando desde Sama, ante la resistencia de otros que ya se habían encariñado con el simpático animal. Por esta razón, el entonces oficial Ignacio Carrera Pinto organizó un excéntrico consejo de guerra para decidir el destino que iba a tener la pobre cabrita de monte.
El futuro héroe inmolado en el combate del poblado serrano de Concepción ya tenía fama de divertido e ingenioso entre sus pares del Regimiento Esmeralda. El capitán de la unidad, Alberto del Solar Navarrete, recordaba en su “Diario de Campaña” que el nieto del general Carrera se distinguía por “sus genialidades humorísticas y carácter afable y bondadoso” y que en “los circos de campaña que se efectuaban en los breves descansos de la guerra, Carrera Pinto se encargaba de entretener a sus camaradas” inventando chistes y bromas que fueron célebres en la tropa.
Con aquel mismo espíritu, entonces, dio inicio al ejercicio lúdico que resultó en una notable puesta en escena, con la representación del Hambre alegorizada por el mismo organizador, más un personaje defensor que desplegó todas sus capacidades tratando de salvar la vida del animal, el que era acusado de provocar a los soldados hambrientos y de martirizar sus estómagos, todo con el tribunal correspondiente. También se presentaron víctimas y testigos durante el proceso, confirma Del Solar:
El hambre, personificado por Ignacio Carrera, hizo su acusación en discurso monumental, que fue una verdadera apoteosis, no ya tan solo del carnivorismo, sino hasta del canibalismo.
Siguieron los testigos en sus declaraciones; dio después su dictamen el fiscal; hizo un brillante alegato el defensor, quien conmovió al auditorio en masa, y por fin sentenció el tribunal después de deliberar en vista de los antecedentes.
¡La muerte del inocente reo quedó pérfidamente firmada!
-Pero, ¿no se comió, acaso, el conde Ugolino a sus propios hijos en la Torre del Hambre? -observó como argumento final, Ignacio.
A pesar de la magnífica oratoria que también tuvo el defensor, la tarea resultaba demasiado difícil y la cabra no sobrevivió al extraño proceso. Terminó esa misma noche desperdigada y echando vapor en parrillas y platos del Esmeralda.
Benavides Santos, en tanto, revive en sus propias memorias -y con gran emoción- las aventuras y anécdotas de su unidad con un perro que los acompañó incluso en combate, llamado Lautaro como su batallón, el can más recordado de todos los que estuvieron en la Guerra del Pacífico y que recibiera algunos ascensos simbólicos, con ceremonia y todo: “A poco de llegar a Pachía los soldados acordaron ascender a ‘Lautaro’ a cabo, por su comportamiento en la batalla de Tacna, y un día se le dio a reconocer y se le colocó la jineta en la pata derecha delantera”, ceremonia con la que “se pasó una hora de gran alegría”.
No fue el único can que recibió solemnes condecoraciones: en sus “Crónicas de guerra”, J. Arturo Olid Araya recuerda al perrito Paraff, premiado por la oficialidad tras la ocupación de Lima atándole en una pata la jineta de sargento. Puede que sucediera algo parecido con Coquimbo, que acompañó al regimiento homónimo y cuyo trágico final fue relatado por el corresponsal de guerra de “El Heraldo”, Daniel Riquelme, en un artículo reproducido en “Bajo la tienda”.
Sin embargo, informa también Benavides que, ya llegados a Lima, el ingrato condecorado Lautaro se extravió y reapareció muy lejos de allí, en el poblado de Matucana, a unos 80 kilómetros:
En ese pueblo se notó que “Lautaro”' se había perdido. Algunos aseguraban que al bajar del tren en Lima había salido a la carrera, y uniéndose a otros de su especie se había alejado sin obedecer los llamados que se le hacían.
Se le declaró desertor al frente del enemigo. A los tres o cuatro días apareció flaco, sucio y con heridas de mordeduras sin cicatrizar. Había recorrido “a patas” el largo trayecto de Lima a Matucana.
Se le recibió con grandes demostraciones de alegría, que él agradecía restregándose con los soldados, carreras de unos a otros y cortos ladridos; se le dio de comer y se le curaron las heridas.
Fue entonces que, como castigo por su desobediencia y a pesar de las muestras recíprocas de júbilo por el reencuentro, los jefes decidieron ir adelante con un sumario por deserción y se hizo así la representación de un proceso marcial con todas las investiduras requeridas:
Pero los soldados, sus jefes, determinaron seguirle sumario por desertor. Y este se siguió sin omitir ningún trámite, nombrándose fiscal y secretario, y el sumario se elevó a proceso y después se designó presidente y vocales del consejo de guerra y defensor. Este estuvo, según me contaron después, elocuentísimo al hacer la defensa y consiguió que no lo condenaran a muerte. Adujo como circunstancias atenuantes el largo tiempo que había estado acuartelado y que las bellezas de Lima lo habían ofuscado y hecho olvidar sus deberes; y terminó su defensa diciendo más o menos: “El vocal del Consejo de Guerra que en caso análogo al del ‘Lautaro’ no hubiera procedido como él, que vote la pena de muerte”, arranque oratorio que conmovió a los miembros del tribunal. Se le condenó a ser degradado de cabo y veinticinco azotes, castigo que se le impuso ante todo el batallón.
De ese modo, con un discurso tan convincente, “zafó” el querido Lautaro del pelotón de fusilamiento, continuando sus andanzas con los chilenos.
Como sucedió con otros canes mascotas de los soldados de la Guerra del 79, muchas otras aventuras se vivieron con el extraordinario perro que, por paradoja cruel, no moriría en manos enemigas, sino de sus propios compatriotas humanos, cuando un soldado de vigilancia del Regimiento Coquimbo lo atacó con su sable luego que Lautaro se enfrentaba con otro perro adoptado por aquella unidad, en el campamento cerca de Puno. La situación fue tan grave que ambos regimientos estuvieron al borde de enfrentarse, por causa de la muerte del querido can. ♣
¡¡Muchas gracias!! por esta nueva Crónica. Un abrazo.
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