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ALBERTO ROJAS JIMÉNEZ: EL BOHEMIO VIAJE DE VIDA Y MUERTE DE UN POETA

 

Retrato del poeta Alberto Rojas Jiménez hecho por su amigo pintor y camarada de correrías, Isaías Cabezón, ambientado dentro de algún secreto bar. El trágico escritor fue inspirador de brindis y despedidas dentro del Hércules, como ex cliente habitual del mismo.

1934… En medio de una década prodigiosa para la poesía y literatura chilena en general, una tragedia enlutó a la incorregible bohemia intelectual de Santiago, cuando el destino arrebató con un inclemente chaparrón a uno de sus racimos de vid más dulces y queridos entre vates y hombres de letras de la época.

El poeta y cronista Alberto Rojas Jiménez nació el 21 de julio de 1900 en Valparaíso, y comenzó su carrera de escritor en 1918 en la revista “Zig-Zag”, con el alias Pierre H. Lhéry, trabajando ya hacia 1921 en la revista “Claridad”, la “Gaceta de Chile” y la “Revista de Arte”. Usó también los motes Zain Gimel y Ramiel. Hacia el final de su corta vida, publicaba también en los periódicos “La República” y “El Correo”, ambos de Valdivia.

Ex alumno de Internado Nacional Barros Arana, Rojas Jiménez había viajado de muy joven a Santiago, integrándose con rapidez al ambiente bohemio de los más célebres boliches del “barrio chino” de Mapocho, en el sector de Bandera con San Pablo. También estudió en la Escuela de Arquitectura y Bellas Artes en la Universidad de Chile.

En las aguas noctámbulas de su acuario, el escritor fue llamado el Marinero: siempre andaba de viaje y usando una camiseta a rayas horizontales, recordaba décadas después su amigo y colega Oreste Plath. Y aunque lo suyo era la poesía y la crónica, sus secuaces amigos pintores tuvieron fuerte influencia en su vida: con Lalo Paschín Bustamante viajó a Francia, en 1923, experiencia de la que nació “Chilenos en París”, su único libro publicado; y con el ecuatoriano Diego Muñoz pintó parte de la decoración interior del local Hércules, restaurante de calle Bandera 840, mismo sector de cuadras en donde hubo otros célebres clubes como el Zeppelin y el Teutonia.

Varios encuentros de la cofradía en la que estaban Pablo Neruda y Rojas Jiménez se realizaron allí en el barrio. Plath decía que en el mismo Hércules, en 1926, celebraron la despedida de soltero de Tomás Lago. Ambos poetas estaban presentes, además de Julio Ortiz de Zárate, Diego Muñoz, Raúl Fuentes Besa, Renato Monestier, Eduardo Rodríguez Mazer, Antonio Roco del Campo, Homero Arce, Carlos Dallens, Abelardo Bustamante, Lalo Paschin, Julio Barrenechea y Orlando Oyarzún García, entre otros. Ciertas fotografías tomadas en el comedor y en donde aparecen con una especie de diadema o penacho improvisado en las cabezas correspondería a aquel encuentro, aunque la fecha que reporta el Museo Histórico Nacional para ambas imágenes es posterior: 1932.

Sí se sabe que el dueño del Hércules era amigo de Rojas Jiménez: don Saturnino Pisson, a quien Neruda convenció de que el entonces recientemente llegado pintor Muñoz era un afamado artista de Ecuador, por lo que el propietario accedió a atender sus pedidos solo a cambio de un trabajo de pinturas artísticas dentro del local, que hizo con alguna ayuda de Rojas Jiménez mientras todos bebían a crédito con este particular trato. La verdad es que Muñoz recién comenzaba su carrera profesional en esos años. Entre ambos pintaron allí también un rostro del escritor español Ramón Gómez de la Serna, fumando pipa, como recuerdo a su visita de 1931.

No fue su único paso en las artes gráficas: Rojas Jiménez incursionó en el dibujo con buenos resultados y logró algunas publicaciones. Su compañero de trasnochadas el pintor Isaías Cabezón, hizo uno de los pocos retratos que existen de él: aparece vestido de abrigo o sobretodo en un día frío, sentado en la mesa de un bar, curiosa obra cuyo original se encontraría extraviado, según parece.

De seguro era en aquellos amigos bohemios que meditaba el poeta, justamente, cuando escribía los versos de “Tu gesto era dulce y gris”:

Pienso en mis amigos, en mis buenos amigos que están lejos...
Aquellos hablan poco. No dicen casi nada...
Si es, como ahora, invierno
se reúnen para soñar, junto al fuego.
No disputan. Piensan con sencillez.
Dicen: “Anoche cayó una estrella...”.
Y fuman. Fuman largamente.
Miran el fuego rojo
y se quedan mucho tiempo en silencio.
¿Por qué yo estoy tan lejos?

He aquí también otro de sus poemas más célebres, “No encendáis las lámparas”, de la misma y evidente evocación noctívaga:

No encendáis las lámparas
ni me llaméis.
Dejadme aquí sin luces
Mi alma está mejor en la penumbra.
Ved cómo la sombra maravillosa
envuelve mi frente.
Mirad mis manos,
mirad mi aspecto dulce
y que os oiga decir:
“Dejadlo está soñando,
dejadlo solo, allí sin lumbre”.

La noche mágica de Mapocho alegró sus días, sin duda, y quizá por ese destino fue que en una de sus visitas a la Posada del Corregidor de calle Esmeralda, tan cercana al “barrio chino”, comenzó el capítulo final de su existencia...

El autor de “Chilenos en París”, mismo que regalaba sus poemas y que descuidaba irresponsablemente su propia grandeza creativa o sus proyecciones profesionales como literato, llegó hasta el restaurante del caserón colonial en otra de aquellas tantas noches de seducción aventurera, creyendo que ese carisma suyo que le facilitaba beber y comer gratis en los cercanos locales de Bandera, funcionaría también en este sitio... Pero se equivocó trágicamente.

La reunión de Eduardo Rodríguez Mazer, Abelardo Bustamante, Antonio Roco del Campo, Homero Arce, Carlos Dallens, Alberto Rojas Jiménez, Pablo Neruda, Julio Barrenechea, Julio Ortiz de Zárate y Renato Monestier, entre otros, en el Hércules de Bandera 840. Fuentes como el sitio Biblioteca Nacional Digital fecha esta imagen en 1932.

Retrato fotográfico del poeta Alberto Rojas Jiménez. Fuente imagen: sitio del escritor Jorge Arturo Flores.

La Posada del Corregidor y la fuente de aguas de la plaza. Fotografía de Baltasar Robres Ponce en el libro “Un testigo de la alborada de Chile (1826-1829)” sobre las memorias de Eduard Poeppig, en su edición de la editorial Zig-Zag de 1960, traducido al castellano y con anotaciones de Carlos Keller.

Reunión del Sindicato de Escritores de Chile, con homenaje a Alberto Rojas Jiménez en el 20° aniversario de su fallecimiento. Nota del periódico "Las Noticias de Última Hora", mayo de 1954.

Su intento de hacer un diplomático “perro muerto” falló, desatando la furia de un mozo corto de paciencia e intolerante con los frescos, cuando llegó con la cuenta a la mesa. Dice Plath que dejó empeñada su chaqueta al no poder cubrir el consumo, siendo arrojado en desabrigo a la calle, donde caía un intenso aguacero. Otros autores, como Raúl Morales Álvarez y Naín Nómez, adhieren a la versión de que Rojas Jiménez primero fue golpeado y despojado de sus ropas a la fuerza, antes de ser expulsado con la misma violencia.

El poeta habría intentado comprometer su palabra con el pago de la deuda, pero este gesto que no fue comprendido por el garzón quien, finalmente, lo arrojó a rastras o empujones a la calle. Una leyenda alrededor del caso omite o reduce la importancia de la lluvia, de hecho, y dice que fue a parar al agua de la fontana al centro de la plaza, arrojado por los empleados.

Empero, quien entrega la mejor descripción de incidente parece ser Enrique Bunster, en un emotivo homenaje para el trágico escritor y que forma parte de una recopilación hecha por Plath en “Alberto Rojas Jiménez se paseaba por el alba”:

Una lluviosa noche de invierno falló por primera y última vez el encanto personal del rey de los noctámbulos. En la Posada del Corregidor le pasaron la cuenta por una suculenta comida con aperitivos y bajativos, que no pudo cancelar. Como a esta deuda se sumaban otras, el inflexible concesionario resolvió que el poeta dejaría en prenda su sobretodo (algunos dicen que también la chaqueta). Y el pobre salió a la intemperie y caminó desabrigado a lo largo del Parque Forestal. Llovía a cántaros y el Mapocho en crecida pasaba rozando la ferralla de los puentes.

Es presumible que el literato estuviese demasiado acostumbrado a beber gratis o a cuenta de otros en los boliches en donde los propietarios aguantaban esta licencia, como en el Venezia de calle Bandera y El Jote de San Pablo, pues lo consideraban animador de ambiente. O, como dice Bunster, confió demasiado en sus simpatías para salir de situaciones problemáticas. El caso cierto es que, aquella noche, puso marcha en retorno a su casa bajo esa copiosa y fría lluvia, empapado, sin ese sobretodo o chaquetón que, quizá, hasta corresponda al mismo que lleva retratado en la obra de Cabezón.

Los expertos hoy discuten la relación entre el pasar frío y enfermar de catarro o gripe, lo sabemos... Pero Morales Álvarez señalaba incluso que la propia paliza de la que fue objeto, iba a incidir en su trágico destino:

El cuerpo de Rojas Jiménez fue recogido en el Parque Forestal, ya en estado agónico, sin chaqueta, sin abrigo y sin sombrero, esto es, sin nada para precaverse de la terrible lluvia que terminó por matarlo casi con cariño, empapándolo primero, para luego hacerlo dormir en su húmedo regazo, botado en un recodo cercano al Bellas Artes, sin que el poeta siquiera pudiese despertar.

Los principales biógrafos del débil y enfermizo Alberto aseguran que su salud se dañó irreversiblemente a partir de aquel incidente, contrayendo una grave bronconeumonía que iba a arrebatarle la vida a las cinco de la mañana del 25 de mayo de 1934, a los 33 años… Víctima de la noche; víctima de su propio instinto aventurero. “Con él se va un prototipo de la vida bohemia”, diría el diario “La Nación”, al avisar de su partida.

Un artículo de “En Viaje” (“La bohemia que no muere”, 1964), recuerda algo que Luis Enrique Délano escribió con lo sucedido después de la tragedia:

Cuando la noticia de su muerte llegó a España, el pintor Isaías Cabezón y el poeta Pablo Neruda, que se hallaban en Barcelona, fueron a encender un cirio en su memoria en la iglesia de Santa María del Mar, esa catedral marinera y sombría que se alza en medio de las callejuelas tortuosas del barrio gótico, donde los tripulantes que han sobrevivido a los naufragios depositan barquitos de vela y exvotos dando gracias a la Providencia por sus mercedes.

Tras su velorio en la Quinta Normal, amigos y compañeros de parranda hicieron una sentida despedida y su ánima continuó rondando en los recuerdos del Hércules, recordaba Plath:

A la muerte del poeta Rojas Jiménez, los garzones solicitaron permiso y formaron en el cortejo. Y en El Hércules se recordó al amigo y bebieron por el desaparecido, Orlando Oyarzún, Tomás Lago y Lalo Paschin. Y los inesperados, como Renato Monestier, el ciego Monestier, El León de la Metro, por su apariencia un tanto hosca, se llamaba Juan Riquelme, vestía siempre de negro y usaba por su miopía unos anteojos de gruesos cristales.

Neruda también dedicó para su amigo los versos de “Alberto Rojas Jiménez viene volando” en la revista “Occidente”, en donde menciona una lluvia como parte de la tragedia:

Sobre tu cementerio sin paredes
donde los marineros se extravían,
mientras la lluvia de tu muerte cae,
vienes volando.

Mientras la lluvia de tus dedos cae,
mientras la lluvia de tus huesos cae,
mientras tu médula y tu risa caen,
vienes volando.

Y ya cerrando su elogio, el futuro Premio Nobel de Literatura se despedía al final del mismo poema, con este sentido mensaje:

Vienes volando, solo, solitario
solo entre muchos muertos, para siempre solo
vienes volando sin sombra y sin nombre,
sin azúcar, sin boca, sin rosales,
vienes volando.

Un año después de su fallecimiento, varios de aquellos colegas, artistas y camaradas de intelectualidad lo recordarían en las reuniones de la Sociedad de Amigos del Arte. Por extraña ironía, las charlas de la agrupación habían comenzado a realizarse en la misma casona colonial de Esmeralda, esa desde donde el atrevido Rojas Jiménez fue expulsado a la lluvia despiadada del último banquete de su vida.

Quizás la Posada del Corregidor se liberó, así, de dolos o de culpas… Pero jamás devolvió al poeta.

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