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LAS FIESTAS DEL SANTO PATRONO DE LA CAPITAL

Figura de Santiago Apóstol en su presentación guerrera como Santiago Matamoros, en la iglesia "vieja" del poblado de La Tirana. La imagen en esta advocación era la que era venerada en la capital chilena.

No ha estado exenta de mitos la razón del porqué la capital chilena fue llamada Santiago de la Nueva Extremadura o del Nuevo Extremo, como la nombraba el propio Pedro de Valdivia en sus cartas. Creencias acogidas por cronistas como Pedro Mariño de Lovera y Jerónimo de Vivar (Bibar), decían que el nombre se debió a una aparición del propio Apóstol Santiago expulsando a los indígenas que destruyeron la joven ciudad en 1541, en el primer 11 de septiembre rojo de la historia chilena.

La ausencia de las actas originales de la fundación de Santiago, perdidas con la misma destrucción e incendio en el ataque de Michimalongo, alimentó aquella creencia sobre las razones para haber elegido al santo patrono de la ciudad chilena que lleva su nombre. La leyenda buscaba establecer, evidentemente, una relación entre la figura del apóstol en Chile y su aparición en la Batalla de Clavijo del año 844, cuando se habría presentado a favor del ejército español y contra los moros, siendo tomado así por patrono de las armas hispanas. Desde aquel momento, Santiago de Zebedeo saltó desde sus representaciones bonachonas como peregrino caminante hasta la guerrera advocación de Santiago Matamoros, a caballo y blandiendo su espada.

Julio C. González, en un artículo publicado en el “Boletín de la Academia Chilena de la Historia” (“Santiago Apóstol el paseo del estandarte real en Chile”, 1955), reseña sobre el patronato del apóstol y las tradiciones jacobeas en la capital:

El singular amparo con que el señor Santiago distinguió a este naciente pueblo chileno, hizo que el Apóstol de los conquistadores se transformase en el Apóstol de los conquistados. Y este símbolo espiritual de España, compenetrado con el de la majestad real, llegaron a ser los vínculos indisolubles de la unidad de España e Indias, que con el tiempo, se perpetuó en la expresión de homenaje hacia la persona del monarca, al través de las insignias de la Corona grabadas en el Real Estandarte.

En 1530, el emperador Carlos V había establecido obligatoriedad para las celebraciones de los actos cívicos en la América hispana, cada una de ellas confiada a un patronato específico. En Lima correspondía a la Pascua de los Reyes y en México al día de San Hipólito, por ejemplo. En la capital chilena y, por extensión, en toda la Nueva Extremadura, la fiesta iba a ser para el mismísimo apóstol y santo patrono de España, cuya fecha en el calendario caía el 25 de julio.

La situación de la colonia de Chile, constantemente acosada por la amenaza de los ataques y habiendo sido reconstruida a poco de su fundación, fue postergando las solemnidades que exigió la corona para los santos patronatos. Haciéndose cargo de tal problema, el Cabildo de Santiago tomó conocimiento de la necesidad de cumplir con esto y dejó en actas su decisión, en 1556:

Que por cuanto esta ciudad es la primera que se fundó y pobló en este reino y es cabeza de él, y su nombre es del Señor Santiago, es justo que el día del Señor Santiago se regocijen por la fiesta de tal día, y que para ello se nombre un Alférez; el cual nombraron que lo sea el capitán Juan Jufré, vecino y regidor de esta dicha ciudad, para que sea tal Alférez de esta dicha ciudad tanto que S.M. o el Gobernador de este reino provean y manden otra cosa, y que dicho capitán Juan Jufré haga a su costa un estandarte de seda, y que en él se borden las armas de esta ciudad y el Apóstol Santiago encima de su caballo, y que desde hoy en adelante, durante dicho tiempo, sea habido o tenido por tal Alférez de esta ciudad.

La descrita imagen de Santiago Apóstol “encima de su caballo” corresponde a la de su modalidad como Matamoros, justamente, empuñando con agresividad su espada salvadora en América, tal como lo había hecho abriendo los cielos de la Península. Hasta se habló de un Santiago Mataindios en el Nuevo Mundo, algo que no impidió que el apóstol se hiciera popular entre muchas comunidades indígenas.

En la víspera de la fiesta, hubo una reunión en la residencia de Jufré enfrente de la Plaza Mayor o de Armas. Concurrieron al encuentro el gobernador Francisco de Villagra y los señores Francisco de Riberos y Pedro de Miranda, acompañados por otras autoridades y el escribano público. Tomaron el recién terminado estandarte del apóstol, lo asomaron por la ventana colgando de una lanza y proclamaron allí mismo:

Este estandarte entregamos a vuestra merced, señor Alférez de esta ciudad de Santiago del Nuevo Extremo, en nombre de Dios y de S.M. nuestro Rey y Señor natural, y de esta ciudad y del Cabildo, justicia y regimiento de ella, para que con él sirváis a S.M. todas las veces que se ofreciere.

Desde aquel momento Jufré se comprometía a las obligaciones del alférez real mientras el público se asomaba mirando el inicio de la ceremonia. Comenzaba así la procesión, encabezada por las autoridades: gobernador, corregidor, alcaldes y cabildantes, oyéndose en el camino las vísperas. La ruta principal de la romería era por la llamada calle del Alguacil Mayor, a partir de entonces renombrada del Alférez Real y luego calle del Rey, la oficial en el paseo del estandarte. Tras recorrer varias cuadras, volvieron a la plaza y llegaron nuevamente al punto de inicio en la casa de Jufré quien, como alférez, debía resguardar aquel símbolo hasta el año siguiente.

La celebración había nacido, de esta manera, con rasgos de religiosidad y de fiesta cívica. No sin dificultades, sin embargo, el acto solemne se fue repitiendo y el alférez comenzó a ser nombrado entre los propios regidores. Pero esto se convertiría rápidamente en un problema: varias veces, los designados no podrían cumplir con el deber de sacar el estandarte real por las calles de Santiago durante lo que quedaba del siglo XVI, debido a la constante ausencia de los regidores en la ciudad.

La adopción de Santiago Matamoros por parte del mundo indígena y andino, reconociéndolo como un "liberador" del sometimiento inca, queda expuesta en esta ilustración de Guamán Poma de Ayala para su "Nueva Corónica y Buen Gobierno", de c. 1605. La lámina lleva escrita la leyenda: "MILAGRO DEL S(EÑ)OR S(an)tiago mayor, apóstol de Jesucristo", para despejar toda duda, refiriéndose a su supuesta intervención en la batalla del Cuzco y a favor de los hispanos.

Aspecto de la ciudad colonial de Santiago, en el 1600. Fuente imagen: Imagina Santiago.

Ya en 1575, el festejo santiaguista comienza a tomar nuevas características de fiesta pública, pues ese año se permitieron las corridas de toros como actos oficiales en el reino y con motivo de la celebración para el apóstol, a realizarse también en la Plaza Mayor. La tauromaquia, de hecho, iría convirtiéndose en una característica de la misma, primero como manifestación ceremonial y después como espectáculo. Sin embargo, se encargó en la ocasión que los propios vecinos cerraran las calles alrededor de la plaza, con la amenaza de una multa de diez pesos en caso de no cumplir. Los tablados se construyeron rodeando la cancha y así quedó lista la improvisada rueda de lidias.

La fiesta seguía pasando por varios problemas, mientras tanto. Entre otros baches, estaban los desórdenes protocolares y de etiqueta en las ceremonias (algo que siempre causó roces y desencuentros entre autoridades civiles, militares y eclesiásticas), la mala fecha en que caía la misma celebración justo en las temporadas de lluvias y las persistentes ausencias de los poco comprometidos alféreces. Por esta última razón, el 1 de julio de 1580 el cabildo nombró alférez real a don Alonso de Córdova, dejando establecido que los regidores no podrían salir de la capital hasta después de celebrada la fiesta de Santiago Apóstol, bajo amenaza de tener que pagar la friolera de 2.000 pesos oro en caso de incumplir, dinero que se repartiría entre las arcas de la Cámara Real y las obras de la cárcel. Creyendo que la costumbre hacía derecho, sin embargo, Córdova faltó a la obligación y acabó siendo sancionado con las señaladas multas.

A pesar de las tantas previsiones del cabildo, de todos modos perduraron los problemas en la ejecución de las celebraciones de Santiago. Por esta razón, el organismo tomó una decisión fundamental, en 1590: dispuso que la elección de los alféreces fuera a principios de cada año, período en que también se realizaban las elecciones de regidores. Con esto, esperaban bloquear la posibilidad de evadir las responsabilidades del cargo o de desconocer el compromiso de estar para la fiesta con el estandarte disponible.

Sucedió también que, en 1592, se agregaron otras actividades a las fiestas, como el llamado juego de la caña, consistente en arrojarse cañas contra escudos y repetir de vuelta la acción simulando un enfrentamiento con lanzas. En estas entretenciones participarían varios vecinos de la floreciente ciudad, todos ellos de las clases más nobles o relacionados con el cuerpo militar.

La festividad se había vuelto de largo tiro, en esos momentos: comenzaba con la novena, el 16 de julio, y se concentraba con la mayor intensidad en dos o tres días principales alrededor del santoral. Se engalanaba para el período el templo, con suntuosa decoración; las calles, los edificios públicos y las sedes del poder eran ornamentados también, principalmente a expensas del cabildo. Los vecinos hacían lo mismo con sus respectivas residencias y todo el ánimo santiaguino se predisponía para la gran fiesta central.

Empero, la protección apostólica comenzó a fallar: los retrocesos en la lucha contra los indígenas y el empobrecimiento de las arcas reales motivaron medidas urgentes, buscando salvar a la colonia de la ruina. Entre otras cosas, la autoridad reaccionó poniendo el cargo de alférez mayor de las fiestas a la venta. Para inicios de 1613, entonces, había sido adquirido por el capitán Isidoro de Sotomayor, jurando ante el cabildo el día 3 de febrero. Sin embargo, la Real Audiencia impugnó la adjudicación y anuló la venta, obligando a Sotomayor a iniciar un litigio judicial ante el fiscal y luego en la corte.

En el año siguiente, el nuevo alférez Alonso del Campo Lantadilla pidió renunciar a tales deberes ante el cabildo. La investigadora chilena y experta en el tema del paseo del estandarte real, Olaya Sanfuentes, en un artículo publicado en el medio español “Revista de Indias” (“Santiago en Santiago. Desde una devoción religioso-militar hacia una celebración cortesano-cívica”, 2018) informa que el ya anciano alférez fue perdonado al excusar su falta en condiciones de salud. La renuncia al cargo tenía una multa de 9.500 patacones, en esos momentos.

De acuerdo a González, recién en 1618 se normalizó la situación de los alféreces mayores y el título fue obtenido por Francisco de Erazo en remate, jurando para ejercer el cargo. Posteriores disposiciones para la forma en que debía darse la misa en el día del santo patrono, sin embargo, trajeron nuevas tensiones, esta vez entre el obispo Francisco González de Salcedo y el cabildo. Una larga disputa de poder permaneció tensionando las fiestas durante esos años, más por razones de orgullos y vanidades personales que por auténticas discrepancias técnicas.

En 1630, el patronato único de Santiago Apóstol sobre España fue formalizado por el papa Urbano VIII, haciendo ineludibles las ceremonias debidas a sus honores. Sin embargo, en 1654 la situación climática en la capital chilena volvió a golpear la fiesta, obligando a suspender las lidias de toros en la misma hasta fines del mes de octubre, para cuando terminara la amenaza de lluvias.

Probablemente, por esos mismos reveses y dado el cambio de mirada del público hacia los juegos, las corridas taurinas habían ido pendiendo importancia como actividad dentro de la celebración de Santiago y fueron adoptando, en cambio, más características de diversión popular. Evitando los contratiempos, fueron trasladadas hasta la Inmaculada Concepción de diciembre (coincidente con la victoria española en la Batalla de Empel), a partir de 1666.

González realiza una descripción precisa sobre cómo iba desarrollándose la fiesta del apóstol a esas alturas:

A pesar de la división producida por los choques de los dos poderes, el singular brillo de las festividades no decayó en nada. Los caballeros siguieron revitalizando el derroche de los jaeces de sus cabalgaduras o en los gastos invertidos en cera para la iluminación del templo y su retablo, donde en mística unción, pasarían velando el preciado símbolo la noche de la víspera. Por otra parte, el Cabildo, para no restarle tono, pidió también a sus miembros que se quitaran los lutos, que muy a menudo cargaban como signo de condolencia por la muerte de algún personaje de la realeza, y que igualmente, contribuyeran al ornato de la ciudad colocando luminarias en los solares más caracterizados. Además, don Francisco de Erazo, después de servir escrupulosamente al cargo de Alférez durante cuarenta y cinco años, y aquejado de una grave enfermedad, hizo entrega de su título a su hijo don Domingo, regidor del Cabildo; y los destacados méritos de su padre, como de alguno de sus antepasados -entre los cuales se encontraba el maestre de campo don Antonio de Escobar, uno de los primeros conquistadores de los reinos del Perú-, favorecieron para que la Real Audiencia fallara favorablemente el despacho de dicho título, prestando el juramento acostumbrado en 1683 después de haber pagado un subido derecho de medianata.

Los grandes juegos y desfiles de la celebración santiaguesa se hacían en las tardes del 24 al 26 de julio, también como ítems de gastos del cabildo. Las corridas de toros reaparecieron por un tiempo más a pesar de ir tomando vida propia como atracción, convirtiéndose en otro motivo para prácticas de celebración popular en los verdaderos campamentos que se armaban alrededor del ruedo taurino. Las actividades incluían fuegos artificiales, juegos de pelota y los de práctica más militar como las alcancías, hachazos y sortijas. Sus demás expresiones festivas incluían pasacalles con disfraces de fantasía, como cabezas, gigantes y las llamadas invenciones, visibles también en varias otras celebraciones religiosas.

Figura de Santiago Apóstol sobre la fachada de la Catedral de Santiago.

Figura de Santiago Apóstol en la Catedral de Santiago, de fabricación francesa Maison Verrebout de París, hacia 1890.

Estatua del Santiago Apóstol junto a la Plaza de Armas de Santiago, obsequio español para la ciudad. Se ubica por donde estuvo la primera casa del Alférez Real y hacia donde comenzaban las procesiones del santo patrono de la capital chilena.

La de Santiago era ya la principal fiesta pública de la capital colonial, sólo equivalente a las Fiestas Patrias o las celebraciones de fin de año en nuestra época. Era, también, la más antigua que se realizaba en el país, al igual que lo fue su ceremonial paseo del real estandarte y los sellos. Sin embargo, algunas alteraciones al espíritu de estos actos iban a comenzar poco después, anota González:

El cambio de la concepción del estado que coincide con la subida al trono de la dinastía francesa, inicia una serie de transformaciones en el alma española. Ahora todo favorece a un robustecimiento del poder central en su esfuerzo por absorberlo todo, lo que transforma la simbólica ceremonia en un homenaje reverencial suplantando la tradición santiaguista.

La llegada de las primeras calesas y su introducción en reemplazo de la antigua modalidad ecuestre, hizo que muchos puntillosos personajes levantaran sus voces escandalizados ante el uso de tan llamativos vehículos. Entre ellos, el Obispo de Santiago don Luis Francisco Romero, considerando esta novedad un desacato a las buenas costumbres, no titubeó en informar al Rey “que el paseo del Estandarte se estaba haciendo con indecencia”, debido a que muchas veces iban en una sola calesa el presidente, Alférez Real y demás miembros de la comitiva.

La reacción de la corona a las denuncias del obispo fue pedir un informe a la Audiencia de Chile, en los días del polémico gobierno de Juan Andrés de Ustáriz, participando en este trámite el alférez Antonio Jofré de Loayza. Los potentados refutaron al religioso apoyándose en el testimonio de 12 ilustres, en donde describían el esplendor y el lucimiento que alcanzaba la festividad, además de informar que esta había sido trasladada hasta la primera quincena de octubre para alejarla de la temporada lluviosa.

Aunque hubo intentos del cabildo por mantener en las celebraciones las descritas actividades de lidias de toros, tan características y populares, e incluso por reponerlas en su totalidad a partir de noviembre de 1711, la idea no pudo afirmarse en los hechos, por diferentes razones. Como después del paseo del estandarte, estas corridas habían sido un evento central de la fiesta apostólica, quedaban muchos extrañando su presencia. Empero, cuando se habían iniciado ya algunas obras públicas alrededor de la Plaza de Armas, como ocurrió con la catedral y otros edificios, sólo pudo acatarse el traslado definitivo de las mismas desde el toril de este lugar hasta un nuevo ruedo, perdiendo importancia y presencia con relación a la efeméride. Jamás retornarían a aquel sitio y fecha, de hecho.

En tanto, las tensiones entre la Iglesia y el Cabildo de Santiago persistían, manifestándose incluso con escandalosos desaires que se realizaron entre sí los representantes de ambos estamentos. Al mismo tiempo, medidas dispuestas sobre el número de concurrentes, limitando la participación en la fiesta de funcionarios públicos y vecinos aristocráticos, generaron otros tirones de mechas y codazos soberbios, involucrando en peleas ajenas al apóstol.

A mayor abundamiento, sucedía que algunos ostentosos vecinos llegaban a la procesión con escoltas en monturas, sus sirvientes y toda clase de lujos a la vista, pretendiendo destacar hasta lo absurdo por sobre el resto de los mortales, en otro reflejo del estado infantil de desarrollo en que se hallaban las conciencias en aquel entonces. Amunátegui lo explica de la siguiente manera, en “Los precursores de la Independencia de Chile”:

Los magnates de Santiago lucían en aquellas fiestas trajes y arreos magníficos.

Se presentaban seguidos de lacayos espléndidamente vestidos.

La ostentación se cifraba, sobre todo, en los caballos en movimiento, como entonces se llamaban, o de brazos, como ahora se llaman, los cuales eran criados y mantenidos ex profeso a gran costo para aquella función.

El asunto del caricaturesco exhibicionismo aristocrático llegó a tal punto, que el gobernador Antonio de Guill y Gonzaga dictó una orden de 1764, para que los paseos del estandarte real se hicieran con seguidores en calesas y no más a caballo. Pero poco duró la medida porque, en 1767, la corona española exigió que la procesión se hiciera a montura y no en carruajes, algo con lo que estuvo de acuerdo el entonces alférez, don Diego Portales y Andía-Irarrázabal, el distinguido abuelo de don Diego Portales Palazuelos.

Las fastidiosas lluvias y el estado lodoso de las calles en la temporada siguieron siendo un obstáculo frecuente. Incluso obligaron, en varias ocasiones, a olvidarse de los caballos y volver a los carruajes, o bien a acortar la celebración. La peor circunstancia fue la que enfrentó el gobernador Ambrosio de Benavides, en 1785: deseoso de subir la espectacularidad de la fiesta, había preparado la participación de todos los cuerpos orgánicos del gobierno real, con cabildantes, milicianos, vigilantes, grupos de vecinos, gremios, etc. Sin embargo, un fuerte temporal de invierno anegó las calles y provocó una peligrosa crecida del río Mapocho que amenazaba con derramarse sobre ciudad, haciendo abortar los planes y quedando suspendida la fiesta aquel año. No pudo realizarse, finalmente.

Aunque la fiesta santiaguesa llegaría vigente al siglo XIX, el inicio del proceso independentista fue apartando casi connaturalmente el interés que quedaba por ella. Así, acabó omitida o subordinada, una afrenta para los hispanos y su devoción al apóstol. Lo que se celebraría ahora sería el Día Nacional, aniversario de la Primera Junta Nacional de Gobierno. Además, los patriotas capturaron en El Roble un signo realista de la Cruz de la Orden de Santiago y lo incorporaron como trofeo al diseño de la bandera de la Patria Vieja. A su vez, un documento atesorado en el Museo del Carmen de Maipú confirma que los próceres firmantes, José Miguel Carrera y Bernardo O’Higgins, ya habían comprometido a la Virgen María en su causa, el 5 de diciembre de 1811. Carrera también habría querido reconocerla como reina y patrona de Chile al presidir la Junta de Gobierno, que asume tras la revuelta del 23 de julio de 1814, ocurrida justo en las vísperas de la fiesta de Santiago.

Pero, en la Reconquista, el interino Mariano Osorio repuso casi de inmediato la fiesta intentando borrar el agravio. De hecho, el propio Fernando VII dictó un bando exigiendo restablecer las solemnidades antiguas “destinadas a inspirar en el corazón de sus vasallos los sentimientos de que deben estar poseídos respecto de su real persona”, informa Diego Barros Arana en la “Historia General de Chile”.

El último paseo del estandarte se realizó en Santiago el 24 de julio de 1816, en el gobierno de Casimiro Marcó del Pont. Como símbolo de sumisión colonial, gran parte del pueblo ya lo miraba con indiferencia o desprecio; más aún si la autoridad realizó esta fiesta sólo para exigir lealtades, con amenazas de terminar presos en el archipiélago de Juan Fernández para quienes no participaran de las alegrías obligatorias. La concurrencia fue numerosa, en efecto, pero no sincera.

Así las cosas, la tradición y sus símbolos no sobrevivirían a la ola final de la Independencia, cayendo en el olvido tanto la fiesta como el famoso estandarte del paseo. O’Higgins, además, instaló exitosamente el culto a la Virgen del Carmen como patrona nacional con su fiesta de cada 16 de julio, justo el día en que comenzaba antes la novena del santo patrono de la capital. Se daba por superada, entonces, la época en que Santiago de Zebedeo regía los destinos espirituales de Chile… Hasta el nombre de la calle del Rey, por donde era paseado con ceremonia y pompa su estandarte, fue escrupulosamente cambiado al republicano título de calle del Estado, en enero de 1825, ya sin más evocación a coronas, cetros o tronos.

Cabe indicar que la historiadora Sanfuentes también ha reunido una gran cantidad de información sobre aquel ocaso de las celebraciones del apóstol en Chile, del que acá hemos hecho sólo una breve síntesis.

Motivado por las nostalgias y su tradicionalismo, y queriendo agradecer su designación por el cabildo antes aún de ser confirmado en el cargo por Pío IX, el Arzobispo de Santiago, don Rafael Valentín Valdivieso, logró reponer los festejos del apóstol en julio de 1845, integrándolos al calendario de celebraciones municipales. Esta nueva versión de la fiesta para Santiago el Mayor se realizó el 27 de ese mes, con una gran procesión por las calles de la capital, participando autoridades, bandas de guerra y batallones cívicos. Empero, como la época de los jolgorios santiaguistas ya había pasado, rápidamente se desinfló el entusiasmo una vez disipado su brillo de novedad, quedando reducida -con el tiempo- a simples ceremonias eucarísticas en la Catedral para el día del santo patrono, ejecutadas aún en nuestra época.

Incluso la imagen del apóstol se apartó para siempre de la advocación de Santiago Matamoros, retrocediendo hasta la pacífica e inofensiva representación que se ve hoy en el templo y en la escultura ubicada desde 2004 al costado de la Plaza de Armas, obsequio español para la ciudad. Aparece allí como un mero peregrino, sin caballo, sin espada y sin sus grandes festejos de otra época.

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