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LA SAGA DE ORGANILLEROS Y CHINCHINEROS

El organillero Moisés Cruz y su hijo chinchinero Pedro, en revista "En Viaje", año 1968.

Entre los personajes más populares y queridos de las artes callejeras chilenas destacaban en el período romántico de Santiago los organilleros y chinchineros, una alianza musical que quizá ha ido cayendo en el ocaso desde hace décadas, irremediablemente para posible opinión de muchos, aunque lo cierto es que sigue resistiendo de manera estoica, negando a ponerse encima la lápida del final de una tradición.

En parte basado en la tecnología de los órganos de tubos, el calíope, la pianola y las cajas musicales, pero con mucho también de relojería y de ingeniería mecánica, el organillo tiene antecedentes en ciertas tecnologías francesas del siglo X, aunque vino a aparecer como tal hacia las primeras décadas del siglo XIX, en Reino Unido según suele indicarse. Se convertiría en el más popular aparato instrumental y musical portátil usado a la sazón en calles, fiestas particulares, ferias de diversiones y carnavales, cuando aún no concluía la Primera Revolución Industrial. Aparecieron con él, además, los operadores y lutieres del organillo: maestros ingleses, franceses, suizos, alemanes, italianos y españoles.

En términos generales, el organillo primitivo estaba compuesto por un cajón y un mecanismo de rodillo similar a las cajitas musicales con cilindro de púas que, en los giros, percutían puentes de bronce interiores produciendo la melodía. Se agregaron sistemas en donde se accionaban claves o macillos, que a su vez, tocaban cuerdas para la música. Llamados también pianitos u organitos, el mecanismo se accionaba con fuerza humana, generalmente con una palanca como manivela para hacerlo rotar a mano, aunque algunas variaciones agregaron pedales para acciones de apoyo con los pies. Cada cilindro producía una o más piezas musicales diferentes, por lo que un organillero podía valerse de varios para un repertorio amplio, especialmente cuando debía animar salones o celebraciones.

Con el tiempo, el desarrollo del organillo agregó una banda o rollo que se desplazaba por el rodillo principal y se fueron desplazando sus sistemas de cuerdas por los de viento, usando el principio del órgano de tubos. Accionado aún con manivela, el principal mecanismo usado hasta hoy es el neumático, perfeccionado también en el siglo XIX: una banda flexible con perforaciones se desplazan en la rotación sobre un sistema válvulas. Como la banda en movimiento las separa de un juego de flautas o tubos, se produce el dulce sonido con la nota y la extensión requeridas cada vez que el correspondiente agujero pasa sobre entre ellas.

Aunque hubo muchos organillos concebidos como muebles fijos y para salas más elegantes, la necesidad de transportarlo en las calles o de llevarlo hasta ferias populares y exhibiciones hizo que la mayoría de ellos fueran diseñados como instrumentos móviles. Los organillos más ligeros podían ser llevados al hombro y montados como se hacía con ciertas cámaras minuteras de pie, o bien en patas plegables; las piezas más grandes y sofisticadas, en cambio, estaban dotadas de un chasis con ruedas al estilo de los viejos calíopes de circos o parques, semejando un poco a los clásicos buques maniseros del comercio urbano.

Se cree que los primeros organillos llegados a Hispanoamérica, hacia el último tercio del siglo XIX, eran de casas alemanas como la Wagner & Levien, conocida principalmente por su fabricación de pianos; después, se importaron los berlineses de Frati & Co., famosa principalmente por sus órganos de tubos. Aunque la técnica para accionar el instrumento parece fácil a primera vista, tiene varias exigencias que los principales maestros dominaban y enseñaban, además de las necesidades de saber dar mantención o reparaciones de estos instrumentos. Tiempo después, comenzaría su fabricación en talleres sobre suelo americano.

Cronistas e investigadores aseguran que los primeros instrumentos de este tipo en Chile aparecieron en Valparaíso, traídos por el comerciante alemán José Strup, en 1895, correspondientes a organillos de la marca ítalo-germana Bacigalupo. Es la teoría defendida por varios cultores antiguos del arte, como Enrique Venegas. Después llegaron los de Frati & Co. y los del taller de Adolfo Jone. Por la misma época, Carlos Pezoa Véliz ya mencionaba a los organillos en sus poemas, dejando constancia de su presencia y encanto.

Sin embargo, un reglamento sobre las casas de diversiones públicas del departamento de Freirina que aparece en el decreto del 1 de septiembre de 1854, durante el gobierno de Manuel Montt y con firma del ministro Antonio Varas, establecía ya entonces que, por concepto de patentes “canchas de bolas y de palitroques pagarán diez pesos, y dos los organillos ambulantes” (“Boletín de las leyes y de las órdenes y decretos del gobierno”, Libro XXIII, 1855). Y, si corresponde entonces al mismo instrumento de nuestra atención, parece que eran comunes en esos territorios nortinos porque reaparecen después con gravámenes departamentales posteriores.

Del mismo modo, encontramos una referencia en el periódico semanal “La Estrella de Chile” del 25 de mayo de 1873, en un relato de Enriqueta González H. titulado “Media noche”, ambientado en Santiago:

Ni un grato rumor, sino el de las pisadas vacilantes de algún ebrio. A la distancia, suena un organillo, parece un canto de muerte; apenas se oye. Aquí murallas y techumbres por todos lados; no llega a mis oídos el dulce quejido de las olas; no brilla aquí la luna sobre un mar plateado y tranquillo acariciado por las brisas quejumbrosas.

Sobre el desarrollo del oficio organillero en el país, Agustín Ruíz Zamora informa en un valioso estudio presentado en el III Congreso Latinoamericano de la Intemational Association for the Study of Popular Music, realizado en Bogotá (“Organilleros de Chile: de la marginalidad al patrimonio”, 2000):

El uso del organillo en la sociedad chilena comenzaría su apogeo mediante la emisión pública de ciertos repertorios del salón y la escena populares, que iniciaron una masificación progresiva a través de la partitura de arreglo y el uso del piano como instrumento de música doméstica. La impresión y comercialización masiva de partituras de música popular, que tuvo lugar en Chile a partir de la segunda mitad del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, incidió directamente en el repertorio de los primeros organillos públicos. Posteriormente, el disco tendrá igual incidencia en el proceso de recambio y de la actualización repertorial de estos aparatos. Durante las cuatro primeras décadas del siglo XX, algunas casas de música y principalmente empresarios dedicados al rubro, importaron gran parte de los organillos que hubo en Chile. Las mismas casas de música proveían también de partituras para la realización de nuevos cilindros encargados a Europa.

En un artículo para la revista "En Viaje" ("El organillero, una vivencia infantil inolvidable", mayo de 1968), el profesor Armando Cassigoli traía de vuelta algo más sobre el trabajo de los clásicos maestros del oficio y su comunión cultural con el contexto de aquel Santiago que ya no existe:

Antes de la invención de la victrola, la radio, el pick-up y los sistemas audio de frecuencia modulada estereofónica y de alta fidelidad, la máquina llegó a nuestra civilización acústica para traernos el ritmo y la melodía de los cantos populares. Primero, es cierto, fueron las cajitas de música, pero estas eran egoístas; satisfacían solo a su dueño y familiares para luego enmudecer bajo la madera. El organillo, en cambio, salió a la calle, conquistó las veredas, pobló de armonías los rincones de las callejuelas y se hermanó a los habitantes de los barrios; se hizo popular.

"La chica del 17", "Valencia", "Besos y cerezas", "Quisiera amarte menos", "Isabel", "Virgencita" y "Corazones partidos", llenaron de nostalgias a más de un corazón adolescente de la época. Aún vivía Carlos Gardel. "Los estudiantes rítmicos", todavía no interpretaban "El pobre pollo" y "Volando voy" de José Goles. En las fiestas se bailaba paso doble y Tito Guizar empezaba a hacer furor en el cine cantando "Allá en el rancho grande". Los adultos usaban coliza o hallulla, cuello blanco duro y camisa a rayas; los muchachos vestían pantalones de golf y a los niños les pegaban los calcetines con engrudo para que no se les cayesen durante la misa dominical. Por aquel entonces, el dueño de todos los organillos era don Antonio González quien los arrendaba a los músicos transhumantes por algunas monedas. Era la época de oro de los organilleros. Inclusive el cine se encargó de dignificar la profesión: un joven actor y cantante de moda aparecía en un filme interpretando a un organillero y cantando: "Asomada a la ventana, hay una mujer bonita, hay una costurerita", asomada a la ventana". Era José Mojica, hoy monje franciscano rebautizado como fray José de Guadalupe. Por no solo el cine se ha preocupado de este personaje popular; el organillero es ya ha sido una fuerte de inspiración para los más variados artistas.

Si bien se desconocen las estadísticas de antiguas importaciones, la mayoría de los organillos ingresados a Chile siguieron siendo de factura alemana. Rondaron quizá las 200 unidades hacia 1930, pero frenaron su llegada al país a fines de esa década, en 1937 según el maestro Venegas. Para Ruíz Zamora, esto explica el que los cilindros existentes en Chile no tengan piezas musicales posteriores a 1940, salvo algunos corridos mexicanos y otras preparadas por el propio Venegas hacia mediados del siglo, como se confirma en un organillo de tipo “violín con joroba” descubierto en Viña del Mar, en 1999.

 

Ilustración de un organillero antiguo hecha por el ilustrador italiano residente en Chile José Foradori, revista "Zig-Zag", año 1909.

Humor gráfico con un organillero antiguo ("organista") en la revista "Zig-Zag", julio de 1910.

Un músico acordeonista acompañado por un chinchinero en ilustración de la revista "El Peneca", en mayo de 1915.

Organillero y chinchinero junto a imagen de la Virgen del Carmen en Santiago, hacia 1940. Proveniente de la colección de Octavio Cornejo, hoy en el Archivo Fotográfico de la Biblioteca Nacional.

Organillero Polo y chinchinero Tito Lizana en calle Dávila, Santiago, año 1948. Fuente imagen: sitio Organilleros y Chinchineros Lizana.

Los hermanos Luis y Héctor Lizana, en organillo y chinchín respectivamente, en avenida Diego Portales con Matucana, año 1959. Fuente imagen: sitio Organilleros y Chinchineros Lizana.

Por lo anterior, la mayoría de las piezas musicales de organillos disponibles en el país se basan en temas de vals, cueca, pasodoble, foxtrot, tango, charleston y shimmy de los años veinte y treinta, mientras que un grupo menor es de tonadas. Y agrega también el mencionado investigador, como hallazgos a destacar sobre la contemporaneidad del organillo y el fonógrafo: 

  1. Entre los ocho temas de un organillo de la ciudad de Valparaíso, se halla la cueca Ciento cincuenta pesos, la misma que en 1906 fuera grabada por Fonografía Artística bajo el título La japonesa.

  2. Tres organillos de Santiago llevan en sus cilindros el tema Nerón, y un cuarto el tema Julián. Ambos temas corresponden a sendos lados del disco Columbia serie 2274-X, matrices 93962 y 93982, respectivamente.

  3. Dos organillos de Valparaíso y uno de Santiago poseen entre su repertorio el vals Ramona, grabado por el sello Víctor durante la década de 1930.

Llamados en el pasado también como organistas, una costumbre del gremio -en varios aspectos bien sólido y organizado en esos años- era que cada organillo tuviese su propio nombre, generalmente jocosos o pícaros y parecidos a los que se dan a sus caballos los criadores hípicos.

Sin embargo, no todos los operadores eran dueños de los instrumentos: entre principios y mediados del siglo proliferaron "empresarios" que ponían a trabajar sus varios organillos con diferentes empleados o arrendadores, especialmente en la zona central, recibiendo dinero por un concepto parecido a un alquiler o con el porcentaje de ganancia. Entre los más conocidos emprendedores de este tipo en Santiago estuvo el apodado Barquillero y doña Raquel Hernández de Gran Avenida. Hubo otros mencionados por el maestro sanmiguelino del organillo y chinchín don Héctor Lizana Gutiérrez, como el Cachete, Ramón Opazo y un señor Corrales de Rancagua.

Lizana, o don Tito y Patitas de Oro para los amigos, también trabajó de organillero arrendando instrumentos ajenos. Nacido en 1928 y siendo aún niño, fue admirador de un antiguo organillero de Santiago conocido como el Abuelito Celedonio. También fue alumno del maestro chinchinero apodado el Bombilla. Tocaba por los barrios de calle Ñuble y Franklin trabajando con Luis Patilla, otro organillero conocido en esos años, con quien se había iniciado en el ambiente como asistente vendedor de juguetes.

El nombre de Tito Lizana se repetirá varias veces en esta historia por su importancia, relevancia y legado en el ambiente. También el de su hijo, Manuel Lizana Quezada, quien comenzó como otro ayudante y juguetero de sus presentaciones y terminó siendo uno de los más reputados fabricantes y reparadores de organillos, además de conocido operador de los mismos.

Siguiendo el modo europeo, algunos antiguos organilleros iban por las calles acompañados de un simpático mono amaestrado, generalmente un capuchino, macaco o un tití llamado mono cilindrero en países como México, importantísimo centro cultor y difusor del mismo oficio en el continente. El primate iba vestido de botones o conserje, llevando “por lo general una pollerita y un chaleco viejo, raído, astroso”, según lo que anota Oreste Plath en “Folklore chileno”. Salvador Reyes también describe a uno de aquellos organilleros que eran acompañados por monos, en este caso el señor Petersen y su mascota Bibí, en uno de sus "Cuentos de cabecera". Lo propio hizo Juan Donoso inventando al personaje del organillero Braulio y su mono Juancho, con quienes visita el famso bar Quintapenas del barrio de los cementerios en "Las leyendas del hombre", como observa también Cassigoli.

Además de encantar al público con su sola presencia, el mono debía recoger los aportes en cada presentación en esquinas o plazas, así que sus pequeñas manos solían cargar una taza o alcancía para recibir el sustento del hombre y el animal. Por eso, muchos suponen que el dicho popular “por plata baila el monito” proviene del pago que estas mascotas recibían al hacer sus gracias dancísticas con la música, aunque el profesor y escritor Héctor Velis-Meza sostiene que era, en realidad, una frase popular entre las prostitutas de antaño y con picante connotación sexual. Algunos maestros reemplazaban a este animalito con un perro pequeño, el que también “bailaba” caracterizado y en dos patas

Otro de los organilleros más famoso de su época en Chile y que se hicieron acompañar por monos fue Lázaro Kaplán. Según información de José Donoso citado por Ruíz Zamora, el artista había llegado desde Rusia a principios del siglo XX y paseaba por las calles no solo con organillo y su mascota, sino también con un bombo para acompañamiento, en otro posible antecedente de los chinchineros que acompañarán tales presentaciones hasta nuestros días.

En Sudamérica, sin embargo, tal vez por economía o comodidades de sus dueños, los monos terminaron siendo menos usados y su labor acabó confiada a aves psitácidas: loros, papagayos, cotorras, cartitas, pericos, etc. En países como Chile, Argentina y Uruguay, suelen ir en una pequeña jaula sobre el organillo, siendo liberada durante el rato en que el maestro ofrecía su función. Estas aves, además, daban un ingreso adicional en el show: por una moneda, el animalito “adivinaba” la suerte del cliente sacando con su pico una tarjeta de un lote en una cajita, con pronósticos sobre el futuro o mensajes reflexivos. Por esta razón, eran conocidos como loros de la suerte y los maestros organilleros realmente los adoraban, por tratarse de su compañía en cada jornada. Fotografías de los años veinte confirman la presencia ya entonces de tales criaturas en el equipo de los organilleros chilenos. Algunos tenían comportamientos traviesos y sabían decir palabras que resultaban divertidas al público.

El quizá principal impresor de tarjetas de la suerte en Santiago fue don Abel Rivas, quien tenía su taller Abecé en calle Gorbea. De acuerdo a la información dada por Donoso, se metió en el negocio cuando un francés llevó un pliego para que las produjera, pero nunca pasó a retirarlas, por lo que decidió venderlas a organilleros y, cuando se acabaron, procedió a imprimir unas nuevas. Lo poco que daba aquel concepto, sin embargo, llevó a omitir tal función en muchos casos y las aves terminaron siendo solo en un elemento decorativo de varios organillos.

Cuando la ley y la fiscalización eran menos rigurosas, los organilleros chilenos solían llevar por aves de compañía a loros choroy y, supuestamente, hasta cachañas. Sin embargo, la protección de estas especies nativas fue apartándolas del servicio y así algunos maestros se quedaron con mascotas de origen exótico, como cacatúas, ninfas, loros argentinos y pequeñas catitas o periquitos australianos. Este cambio no los zafó de frecuentes problemas con instituciones fiscalizadores, en lo referido al empleo de especies que también se hallen protegidas por convenios internacionales.

El tipo de organillero chileno más popular fue el que usaba un instrumento portátil de pie y luego el de coche con ruedas, convertido en pequeña tienda de pequeños artículos artesanales: chicharras, remolinos de papel, globos, pelotas, muñecos y una colorida variedad de productos. El período de fiestas patrias agrega a toda esta venta las banderas chilenas y escarapelas. Desde los años treinta, además, vendían pequeños libros humorísticos, catálogos de chistes y cancioneros.

Dada la inocencia y el encanto del espectáculo callejero de los organilleros, los niños eran, tradicionalmente, los principales atraídos por sus breves funciones, seducidos por la característica música cuando comenzaba a sonar en alguna parte del vecindario. Este rango de edad del público permitió a varios maestros del organillo ser contratados para animar encuentros infantiles y, a su vez, les facilitó ofrecer al público algunos caramelos, barquillos, cuchuflíes y golosinas, como parte de sus ventas.

De ese modo, la presencia del organillero  en las calles a nadie resultaba indiferente y las turbas de chiquillos corrían a buscarlo hasta el lugar desde donde proviniese su melodía. Fueron conocidos, por esto, algunos que tocaron en barrios capitalinos de Yungay, Conchalí, Recoleta, Mapocho, Matta y Matadero, dejando su recuerdo en generaciones de habitantes. Lo mismo sucedía en otras ciudades como Valparaíso, en donde destacará la dinastía de los Castillo paseando por plazas y cerros. El organillero llega a ser otro de los personajes típicos del ambiente urbano, junto a fotógrafos y afiladores de cuchillos, de hecho, con todo un folclore asociado al mismo como describe Plath:

Los músicos callejeros, los músicos ciegos que colocan la guitarra bajo la barbilla y cantan, mientras la lazarilla hace sonar las monedas en el cantarito enlozado u oferta los últimos cancioneros; el organillero con sus antiguas melodías y sus cajitas de cédulas, con viejos y desplumados loros o con el monito vestido con el clásico chaleco; el hombre-orquesta que toca el bombo y los platillos con el pie, mientras el mismo, o una mujer, baila una danza de su invención; el fotógrafo ambulante con su máquina de trípode y su cabeza siempre dentro del cajón, cubierta con el paño negro.

Tito Mundt dice en “Las banderas olvidadas”, además, que el entonces dirigente estudiantil Claudio Costa Casaretto contrató a todos los organilleros de Santiago para que tocaran juntos en una Fiesta de los Estudiantes, en el Palacio del Museo de Bellas Artes.

Desde los años treinta estaban integrándose a las presentaciones los chinchineros o bombistas, criollización y adaptación del “hombre orquesta” popular en calles de otros países. Esta figura artística callejera ya existía desde antes en Chile, sin embargo, cosa que se verifica, por ejemplo, en una ilustración humorística de la revista infantil "El Peneca", en mayo de 1915. La alianza estrecha y estratégica entre estos exponentes y los chinchineros, sin embargo, parece consumarse después.

Organillero Jorge Gutiérrez (otro hermano de Tito Lizana) con los chinchineros el Loco Benjamín (izquierda) y Santiago Poblete (derecha), apodado el Patito , en la Plaza Victoria de Valparaíso, año 1966. Fuente imagen: sitio Organilleros y Chinchineros Lizana.

 

Chinchineros y organillero en las calles de un barrio modesto, en imagen publicada por la revista "En Viaje", año 1968.

Izquierda: un organillero de Santiago en revista "En Viaje", 1968. Derecha: vieja caricatura de Pepo (René Ríos Boettiguer), con dedicatoria para Andrés Rojas, mostrado a los personajes Guaripola y Condorito, más el loro Matías, publicada en "Las Últimas Noticias" en 1995.

Tevito fue, alguna vez, la mascota del canal TVN. Creado en 1970 y debutado en televisión durante el año siguiente, representa a un perrito tocando el chinchín.

Otra dupla musical por las calles de Valparaíso, hacia 1970. Fuente imagen: sitio de fotografía histórica En Terrerno.

Organillero del sector centro de la ciudad de La Serena, calle Gregorio Cordovez, en febrero de 1997.

Los chinchineros o bombistas se caracterizaron por su frenética pero rítmica percusión múltiple, con el gran bombo en su espalda que recibe golpes de varilla a modo de baquetas o mazas. Acciona con juegos de cuerdas en la pierna los platillos, hi-hat y triángulo situados en el mismo armatoste que carga. Adicionando a veces sonajas o cascabeles a sus prendas o platos en las rodillas, ejecuta su oficio de manera tan tradicional como pintoresca: con una danza de piernas, saltos, cruces, rodeos y giros, a veces muy intensos, por lo que requiere de espacio holgado entre el público alrededor. Los más diestros incluyen un gracioso pero complicado paso: “meter el pie”, consistente en cruzar y sacar velozmente la extremidad entre la pierna de apoyo y el cable que acciona el platillo y el triángulo adosados en el bombo, observa Ruíz Zamora.

La vestimenta del chinchinero, con sombrero de ala y cierta pretensión profana de elegancia (parecida a la versión chilena de ciertos bailes religiosos, como morenos y los “de paso”), al igual que sus modos siempre festivos, delatan cierta relación de origen con circos, mojigangas, murgas y carnestolendas. Tiziana Palmiero, en un artículo de la “Revista Chilena de Semiótica” (“Sobrevivencia de arquetipos en fenómenos musicales actuales: análisis semiótico del chinchinero”, 1999), lo conceptualiza de la siguiente manera:

El término chinchinero se puede considerar como una onomatopeya de una parte esencial de los instrumentos usados por este tocador ambulante: los platillos o, como son vulgarmente llamados chin-chin. Los platillos van montados en la parte superior del bombo que el músico lleva colocada en su espalda. El chinchinero baila y toca contemporáneamente. El instrumento más funcionalmente ligado a la danza está representado por los platillos (cimballum, cimbali) dependiendo su percusión directamente del movimiento del pie; están de hecho amarrados a este por medio de una cuerda.

La investigadora señala también un origen europeo en la pareja bombo-platillos tras la derrota definitiva de los turcos, cuando aparecen las bandas de giannizzeri con bombo, platillo y triángulo. Sin embargo, matiza este alcance con respecto al chinchinero:

La derivación turco-occidental del siglo XVIII del instrumento no basta para explicar el  personaje chinchinero en su totalidad. Este humilde tocador ambulante, sea en la versión chilena que, en la europea, tiene evidentemente poco que hacer con bandas militarescas, giannizzeri y sinfonías. Si consideramos el chinchinero en su contexto, demasiados elementos importantes aparecen contrastantes con el aspecto militar y docto ya señalado.

El chinchinero es, de hecho, un personaje poco institucional; no obstante, esté perfectamente inserto en el contexto social chileno a menudo es perseguido y obstaculizado por los representantes del orden público. Este músico aparece en las plazas y calles en todas las ocasiones festivas, la calle es su escenario y los transeúntes ocasionales su público.

Otros célebres chinchineros del ambiente clásico han sido Santiago Patito Poblete, el Polo y el Loco Benjamín, con Actividades en Santago y Valparaíso. En la capital estuvieron también el Ñato Lata y el mencionado Bombilla, en aquellas generaciones. Ya a mediados de los treinta, relucía Luis Pirulí Contreras, considerado pionero en el paso de “meter el pie” y quien era, además, un eximio organillero en la capital.

Sin embargo, don Héctor Lizana parece haber sido también el mayor aporte a la modalidad del bombista entre los músicos populares, armando presentaciones con dúos cuando era muy joven, con solo diez años, introduciendo en ellas los redobles con segunda varilla que hoy son propios del oficio. De hecho, sus inicios fueron en esta tarea, antes de dedicarse al organillo. Como parte de un trío artístico hizo giras por el Norte Grande y por Perú, Bolivia y Argentina, ya en los años cuarenta.

En Santiago, además, Lizana solía acompañar con su percusión al organillero porteño Raúl Allende, quien trabajaba desde los 12 años en este oficio, y hacía presentaciones de chinchín en los barrios de calle Eyzaguirre y Santa Rosa, aportando muchísimo al inicio de la tradición que separó al músico chinchinero de otros artistas parecidos, desde que comenzó a acompañar con su percusión al organillo de su colega el Patilla. Con más de 30 años de profesión hacia 1968, Lizana tampoco dejó de trabajar en organillos, arrendando para sus presentaciones un modelo violinopan en esa misma década.

Durante los años sesenta, además, fue popular entre los niños un personaje llamado Guaripola, creación del escritor Luis Alberto Tito Heiremanns e interpretado en la estación de televisión de la Universidad Católica de Chile, Canal 13, por el recordado actor Andrés Rojas Murphy. El propio Heiremanns eligió al artista para encarnar a Guaripola y escribió los guiones dirigidos a público infantil y familiar hasta que la muerte obligó a su relevo, en 1964. Esto fue un importante impulso para el oficio en las comunicaciones y varios infantes de la época creían ver a su querido personaje televisivo en los maestros organilleros que quedaban por las calles de entonces.

Uno de aquellos veteranos era don Moisés Cruz, entrevistado por Cassigoli en el señalado reportaje de 1968 y cuando la sumaba tres décadas de trabajo en el rubro. El organillero trabajaba con su hijo Pedro, quien a sus 18 años lo acompañaba en labor de chinchinero en la Quinta Normal, hasta donde solían ir en las tardes de los domingos con la catita argentina llamada Pascuala. "Los organilleros somos artistas, por eso deberíamos pertenecer a un sindicato musical", decía don Moisés en esos días, tocando su modelo G. Bacigalupo Schönhauser 79 - Berlín, como se leía en el frente del propio aparato. También participó de aquellas presentaciones Pascual Rojas, apodado el Negro Batería, ex organillero que Cassigoli confirma sumido en el vicio de la bebida en esos días, lamentablemente.

Resulta significativa en aquel período, además, la creación del personaje animado Tevito, en 1970, por el entonces joven estudiante Carlos González: corresponde a la caricatura de un perro chinchinero para la estación de Televisión Nacional de Chile, a partir del año siguiente y tras haber llamado a concurso para elegir una mascota corporativa que ganó su propuesta. Debutado en la pantalla durante el año siguiente, Tevito estaba inspirado en un perro quiltro real que González recogió de la calle y alimentó con sus compañeros de la Escuela de Bellas Arte, mientras que su rol de chinchinero era una confirmación del valor cultural del mismo artista popular en Chile. La cortina del perro bailando y tocando la música del tema instrumental "Charagua" fue retirada en 1973, pero el personaje ha reaparecido en posteriores homenajes y recuerdos de la misma estación televisiva.

Cabe advertir que, en 1959, el documentalista Sergio Bravo había estrenado el filme "Día de organillos" dedicado a este oficio, considerado en su momento una de sus mejores obras. El director estimaba que esta conformaba una especie de trilogía sobre la identidad popular chilena con otras dos obras suyas previas: "Las banderas del pueblo" y "Mimbre". Durante el mismo período, además, el artista porteño Alfonso d'Albora Correa realizó al menos cinco exposiciones con figuras cerámicas de su autoría que recreaban a los personajes del organillo y el chinchín. Montó muestras en la Sala del Banco de Chile en 1955 y otra del Instituto Chileno-Italiano de Cultura en 1967, ganando también el Primer Premio en Cerámica de la VII Feria de Artes Plásticas por dichas estatuillas.

Quizá previendo que la actividad de los organilleros podía perder terreno en el futuro, el editor de grabaciones Leonidas René Ortiz, quien era dueño de una tienda de discos en la calle Unión Central de Santiago, actual paseo Bombero Ossa, comenzó a preguntarse sobre las posibilidades de dar perpetuidad a la música de los organillos y así hizo llamar a prácticamente la totalidad de los principales maestros del instrumento que había en aquel momento, sumando poco más de una docena. Los ocho más diestros de ellos fueron elegidos para producir un disco LP con 18 temas en 1965, titulado "Los Organillos" y con sello del propio señor Ortiz. Entre aquellos organilleros que participaron del proyecto estaba don Ebraín Chávez, tan famoso por su destreza con la manivela como por su extraño nombre que, según explicaba Ortiz, en realidad iba a ser Efraín, pero su padre no pudo pronunciarlo bien ante el oficial del Registro Civil a la hora de inscribirlo, pues venía de haber celebrado toda la noche en parranda por el nacimiento del niño.

Empero, y aunque el organillo ha sido reivindicado en escenarios internacionales de nuestra época por músicos como el francés Jean-Michel Jarré o la compañía del Cirque du Soleil, el uso del instrumento entraba en decadencia desde mediados del siglo XX cuanto menos, reduciéndose cada vez más a la categoría de reliquias pintorescas que complacen la curiosidad más que cualquier necesidad.

Al ser incapaz de competir con gramófonos y tocadiscos, además, el organillo comenzó a desaparecer del mismo modo que sus históricos expositores, fabricantes y maestros reparadores, siendo sobrevivientes y continuadores verdaderos tesoros humanos del oficio.

La retirada desde las calles chilenas comienza en los mismos sesenta y setenta, casi con la jubilación de Guaripola, coincidentemente. Algunos organillos comenzaron a ser vendidos como antigüedades u objetos coleccionables poco después, varios de ellos llevados al extranjero, según sugiere Ruíz Zamora. Tal rezago en la tradición hizo, además, que los chinchineros comenzaran a actuar ya sin alianza estratégica con los organilleros en extinción. Proliferaron así los bombistas independientes o en grupos de percusión, algo facilitado por las menores demandas técnicas y más económicas de sus instrumentos. Muchos organilleron comienzan en el chinchín, de hecho, dejando habitualmente la percusión hacia los 45 o 50 años y procediendo a tomar el organillo desde ese momento de madurez.

Palmiero describe así el fenómeno que arrojó casos de disociación entre chinchineros y organilleros en Chile:

Según una comunicación personal de la folclorista Gabriela Pizarro los dos personajes son indivisibles, y la actual vivencia del chinchinero solista sería una degradación del original, debido al empobrecimiento y a las pocas ocasiones de exhibición. Hay que recordar a este propósito que en la actualidad algunos chinchineros actúan acompañándose con una grabadora que, en este caso, cumple la función del organillo. La indisolubilidad de la pareja está justificada por el hecho que el chinchinero baila y ejecuta la parte rítmica sobre la base de las músicas del organillo. Estas músicas pertenecen, generalmente, a un corpus de músicas del siglo pasado, entre las cuales sobresale la zamacueca.

Las presentaciones de chinchín continúan en nuestros días, especialmente en encuentros masivos, celebraciones públicas o lugares de gran concurrencia popular, siendo frecuentes las de padres acompañados por uno o más hijos. También han adicionado la venta de remolinos y otros artículos a su trabajo. Sin embargo, es un gusto más bien local y, hasta cierto punto adquirido, pues a muchos extranjeros y turistas los desconcierta o perturba un tanto, dada la sonajera que son capaces de producir de manera tan ágil y enérgica, sea en barrios bohemios o en ciudades turísticas durante el período veraniego, hasta donde llegan algunos haciendo giras. Varios perros de calle tampoco suelen parecer muy afectos y respetuosos de estas artes.

Arregladores y mecánicos del organillo, como Edgar Ugarte o Enrique Venegas, también se fueron retirando y apagando. De hecho, hubo un momento a fines de los sesenta en que Venegas, con 36 años de actividad en esos días, aseguraba ser el único maestro sudamericano que sabía arreglar correctamente los rodillos de estos instrumentos. Él informaba a Cassigoli en 1968, aportando también jocosos dato s sobre el que quizá fuera de los últimos monos reclutados en la actividad organillera:

Un organillo no tiene precio pues todos los días da de comer, no mucho, pero da, a mí, a mi familia y a mi animalito. Porque yo he tenido muchos animalitos; mi actual catita australiana se llama Rosita. Tuve otras pero se murieron porque alguna mala persona me las "ojeó". Además tuve un mono, Pancho, pero me vi obligado a vendérselo al dueño de la yerbatería El Indio porque se puso muy grosero; además este mono se lo llevaba jugando naipe. ¿No habría hecho usted lo mismo con un mono de esa índole?

Países de América Latina como México, Guatemala, Argentina y Chile han sido bastiones prolongando la vida del organillero criollo, pero se cree que en tierra chilena ya no quedan más de 50 de ellos, sobreviviendo en las calles o de contratos para eventos. Unos diez de los aún activos pertenecen a la familia de Luis Lara, y destacan también los Lizana en Santiago, habiendo sido su patriarca el último restaurador y fabricante reconocido de Chile. Y, entre las alianzas de organillero y chinchinero, aún resaltan ejemplos como los descendientes de Luis Toledo Salvatierra, la familia Saavedra Toledo.

A pesar del ocaso, en 1996 vio la luz el trabajo discográfico “Organilleros y chinchineros de Valparaíso”, con un instrumento de tipo dieciséis grande, con pitos de bronce y bajos de madera, primer organillo fabricado enteramente en Chile gracias a las manos de Lizana, y que pasó a propiedad del maestro Camilo Chacón. Ruíz Zamora agrega que, entre 1998 y 1999, el maestro fabricó otro instrumento: un diecinueve grande hecho con pitos de bambú y bajos de madera.

El oficio del organillero fue declarado Tesoro Humano Vivo de Chile en 2013 y Patrimonio Cultural Inmaterial en 2017. Los maestros de organillo y chinchín cuentan también con una Corporación Cultural Organilleros de Chile. Fue fundada con ayuda de Lizana quien, a los 80 años, viajó en 2008 al OrgelFest de Waldkirchi, Freiburg, siendo reconocido y homenajeado por el público y los instrumentistas alemanes. Se retiró de estos quehaceres nueve años después, aunque recibiría el Premio Margot Loyola en 2018.

En pleno período de la crisis sanitaria mundial, en 2021, fallecería el respetado fabricante y reparador Manuel Lizana Quezada a los 73 años, durante el mes de agosto y tras haber sido reconocido en Alemania como gran maestro  luthier en el Orgelfest de 2014, certificado por la Waldkircher Orgelbau Jäger & Brommer, firma organizadora del encuentro. Menos de un mes después, tocaría partir a su padre Héctor Lizana Gutiérrez a los 93 años, dejando otro tremendo vacío para la familia y todo el gremio, pero una huella enorme para el oficio.

Entre otros logros, los tradicionales artistas chilenos lograron iniciar la Semana de la Tradición Organillera a partir de las Fiestas Patrias de 2020, aunque lidiando con las restricciones y complicaciones derivadas de la misma situación sanitaria del período en que perdieron a dos de sus valiosos exponentes. A partir de noviembre de este año, además, se realizará en la Plaza Sotomayor de Valparaíso la primera versión del Festival Internacional de Organilleros y Chinchineros Manuel Lizana, organizado por la Corporación Cultural de Organilleros con apoyo del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio.

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