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EL LEGENDARIO CLUB DE LOS PICARONES DE LA NEGRA ROSALÍA

Ilustración de la Negra Rosalía hecha por Lukas (Renzo Pecchenino Roggi) para la obra "Sabor y saber de la cocina chilena", de Hernán Eyzaguirre Lyon.

Ya vimos en un artículo anterior que los buñuelos fritos y picarones llegaron desde el Virreinato de Perú hasta Chile, posiblemente en tiempos coloniales tardíos o bien a inicios de la Patria Vieja. Las crónicas de la época señalan que ya eran conocidos por los santiaguinos en los tiempos de la Independencia cuanto menos, de acuerdo a las memorias de don José Zapiola sobre la feria de abastos de la Plaza de Armas que 1810 o testimonios como el de la viajera inglesa María Graham, al visitar La Pampilla en 1822.

Sin embargo, el hito más importante para la popularización del picarón entre los capitalinos tendrá lugar poco después, con la llegada de la diestra y legendaria cocinera conocida como la Negra Rosalía, cuyo nombre real sería Rosa o Rosalía Hermosilla y que ha sido estimada como chilena con larga residencia en Perú o bien como peruana, en ambos casos venida a Chile.

Morena, gorda y risueña según la leyenda, se ha contado que a Rosalía la conocieron los chilenos durante la Expedición Libertadora al Perú, en 1821. Los soldados de esta nacionalidad y también los argentinos destacados en la capital del ex virreinato solían ir a distraerse en el barrio popular de Malambo, que quedaba cruzando el río Rímac. Junto a una vieja iglesia de esos vecindarios habitados por varios negros y mulatos, Rosalía los esperaba con sus canastos de picarones, haciéndose muy solicitada por los héroes de la Independencia de Chile y Perú, en consecuencia.

La mujer exigía que se los llamara picarones y no buñuelos, según la misma narración, argumentando que "los muy bellacos, cuando están enojados o calientes, pican fuerte, pero cuando se les ha pasado el enojo y quedan tibiecitos, no hay en el mundo nada más agradable, dulce y sabroso". Esta sería la razón del curioso nombre dado a tal variedad de frutas de sartén o frituras dulces de masa hecha con harina, zapallo y leche, entonces, cuya receta y forma de cocción están basadas en formas de repostería traídas por los hispanos hasta el Nuevo Mundo, con influencias mediterráneas, sefardíes y árabes.

La versión más conocida dice que la cocinera vivía allá con su marido don Pedrito, un limeño o bien uno de aquellos soldados chilenos que conoció en Lima. El caso es que se vino con él a Chile cuando las operaciones militares de los expedicionarios concluyeron. Así continuó fabricando y vendiendo por cantidades sus famosos picarones de las orillas del Rímac, pero ahora en las riberas del río Mapocho y adaptando sus dulzuras a los gustos locales.

El singular caso de la picaronera inspiró la publicación de la novela histórica de Justo Abel Rosales que tiene por título “La Negra Rosalía o el Club de los Picarones” (1896). Basándose en información de testigos y confiando quizá demasiado en aquello que la memoria e imaginario populares aún recordaban sobre a la Negra, dice allí el investigador, escritor y veterano del 79, a propósito de aquella leyenda:

La negra Rosalía fue un personaje conocidísimo en Santiago, desde el palacio a la choza, como lo fueron también por diversos rumbos el zambo Peluca y la Antonia Tapia y sus once mil sobrinas. No ha sido, sin embargo, tarea liviana la de reunir datos familiares de la negra. Muchos han conocido la casa esquina en donde vivió, otros saben algunas aventuras sucedidas en ella; pero es rara la persona que da datos respecto de la negra misma y su corta familia.

Sobre el cómo pudo reconstruir y salvar de olvido a un personaje como Rosalía,  entonces, Rosales también nos da una indicación de cuáles fueron sus fuentes, buscando dar más confianza al lector en lo relatado a partir de testimonios orales que estaba reuniendo desde 1889. Esto lo redactaba ya sumido en la tórrida y triste pobreza en que se hallaba cuando lo alcanzó la muerte, muy poco tiempo después:

En la época que esto escribo (enero de 1895) vive en la calle del Carmen una negra que conoció a Rosalía en la época de Pinto (1829).

Muchas otras personas existen que la conocieron en los años posteriores, y por esto no ha sido difícil agrupar estas noticias sobre la picaronera.

Con la manera singular que esta tenía para atraerse las voluntades de cuantos la conocían por vez primera, obtuvo al fin una clientela tan numerosa como distinguida, a la cual surtía de picarones en las casas.

Pero esto no fue bastante, porque la fama de esos dulces trajo a la esquina de la negra una corriente abundante y diaria de parroquianos y parroquianas de las mejores familias de Santiago, no menos que del pueblo trabajador.

Muy posteriormente, Eugenio Pereira Salas fundará toda su confianza en aquel relato de Rosales, y así repite la afirmación de que el picarón llegó a Chile tras la Expedición Libertadora, con la Negra Rosalía. Autor del conocido trabajo “Apuntes para la historia de la cocina chilena” de 1977, aporta en él muchos antecedentes que completan la historia de los picarones en Chile:

Su incorporación al repertorio gastronómico del país remonta a los años de la Expedición Libertadora del Perú. Las tropas chilenas que habían participado en las campañas de San Martín, tomaron en Lima, como centro de recreación popular, el paseo del Barrio del Malambo. Allí, arrimada a una vieja iglesia, junto al Rímac, pregonaba su sabrosa mercancía una simpática negra, la negra Rosalía. Los soldados gustaban de acercarse a sus plenos canastos, a preguntar por los dulces manjares que allí se escondían. Nada de briñuelos, ni de buñuelos, replicaba la pícara negra a los soldados. Estos pajaritos son picarones, porque los muy bellacos, cuando están enojados o calientes, pican fuerte hasta quemar traidoramente, como grandísimos pícaros, pero cuando se les ha pasado el enojo y quedan tibiecitos, entonces no hay en el mundo nada más agradable, nada más sabroso que ellos.

La negra Rosalía casó luego con un chileno, Pedro Olivos, y en 1825 se establecía en Santiago. Regentó en la calle de San Pablo, en la esquina del Correo Viejo, un negocio de su especialidad, picaronería, que fue el centro de atracción de todo el barrio. Para apagar el dulce de los picarones, la voluminosa ventera ofrecía un granadero o un cazador, vasos de pisco de capacidad diferente o bien una mistela especial, dedicada al bello sexo, llamada la Señorita.

Rosalía Hermosilla no habría sido tan peruana como sus picarones, sin embargo. Rosales, quien suele ser reconocido por su precisión investigadora en muchos temas, y tiempo después Hernán Eyzaguirre Lyon en "Sabor y saber de la cocina chilena", señalan con seguridad que la Negra era chilena de origen. De acuerdo a esta versión, entonces, la famosa cocinera había sido llevada a vivir en Perú siendo aún una niña, pero volvió con el Ejército Libertador y se estableció a continuación en la capital chilena, como hemos dicho.

La Escuadra Nacional Libertadora, con los buques San Martín, Lautaro, Araucano y Chacabuco. La leyenda dice que los chilenos de la expedición conocieron y saborearon los picarones de Rosalía al llegar a Lima.

Detalle de una acuarela de 1835, con vendedores de la Plaza de Armas. Fuente imagen: Archivo Visual.

Este retrato fue hecho para la Casa de la Moneda por el artista francés Narciso Desmadryl, hacia el año 1854. El ministro era un visitante frecuente de la picaronería de Rosalía en Santiago, hasta donde también iban sus adversarios pipiolos.

En una mañana de aquellas, el general José de San Martín habría pasado hacia Malambo con Juan Gregorio de Las Heras y otros oficiales, justo por enfrente del puesto de Rosalía. Vestida de blanco con delantal azul y paño rojo al cuello en la ocasión, decía Rosales que se dirigió al jefe militar argentino diciéndole: "Mi general, ruego a su señoría que me haga el favor de pasar a ver a su negra que aquí lo aguarda con un rico gloriado, un pan caliente con mantequilla y una copa de pisco de aquel que toman los ángeles antes de cantar en el cielo el gloria in excelsis Deo...". Contra lo que solía hacer con su carácter adusto y poco dócil, San Martín accedió y bajó de su caballo para conocer las delicias de la vendedora:

San Martín quedó admirado de aquella singular actitud de una negra desconocida para él. Cuando terminaba esta sus últimas palabras, el general miró a Las Heras como preguntándole qué significa eso.

-Esta debe ser la famosa negra que cuentan que fabrica unos picarones como no se hacen en muchas partes.

La mañana era fría y una fina garúa, la camanchaca peruana, caía sobre Lima, a esas horas en tranquilo sueño.

-Vamos a ver esta negra tan parlera, dijo San Martín, encaminándose hacia donde esta aquella con su cara de perpetua pascua.

Todos le siguieron, y llegaron cuando la negra acomodaba tazas, fuego, teteras y otros utensilios, con gran rapidez. Parecía que esos útiles se movían al influjo de un calor magnético de aquellas manos tan negras como limpias.

-A ver negrita, qué es lo que tienes de bueno, le dijo el general tomando asiento.

No necesitó más la negra para que se le desatara la lengua y se volviera una máquina parlante, en tanto que arreglaba un buen ponche de café y leche, oloroso y que abría el apetito con solo verlo humeante.

Y tanto habló la negra, que San Martín admiradísimo, dijo a sus acompañantes y saboreando el buen café:

-Esta negra es el mismo diablo; así son todas las limeñas...

-Perdone, mi general, dijo la alegre mujer; yo no soy de esta tierra, porque nací en aquel país de limpio cielo, de lindo sol, en cuyos campos tapizados de flores y de sembrados canta el jilguerito y el zorzal, la tenga y el tordo, la diuquita y el chincolito.

Una carcajada resonó entre aquellos militares; pero la lengua aquella estaba con cuerda para hablar más, y continuó risueña con mímica graciosísima:

-Soy de aquel hermoso valle que riega el Aconcagua y en donde hoy luce orgulloso el tricolor con estos colores.

Y mostraba su traje con ademán cómico.

-¡Cómo! le dijo el coronel Las Heras; ¿sois chilena?

...Cómo no, pues, por la gracia de Dios y la buena ocurrencia de mis padres...

-¡Calla, negra! dijo San Martín, levantándose en ademán de retirarse, y lo mismo hizo la comitiva; pero dime, ¿cómo es que sois negra como las limeñas y graciosa como ellas?...

-Mil gracias por el cumplido, respondió la negra. Le diré, señor general, que me trajeron de Chile cuando yo tenía unos tres o cuatro años. Aquí entré más tarde a ayudar a hacer dulces a una negra como yo; perfeccioné el método usado para trabajar y ahora no hay quien haga picarones mejor. Mande, señor general, a un asistente para que le lleve una muestra y probará cosa rica. Yo le aseguro que después de probar un picarón, va a decir que la negra Rosalía tiene una cosita más dulce que todas las limeñas.

Y dijo esto con tal salero, que San Martín se rió de buena gana, él no reía casi nunca.

Rosales detalla también que la Negra Rosalía tenía unos 24 años a la sazón y se había casado en Lima con don Pedro Olivos, el ya mencionado don Pedrito, con el que decidió venirse a Chile en 1823. Esto había sucedido después de la renuncia y alejamiento de San Martín, por lo que el mando de los expedicionarios estaba ya en manos del coronel Francisco Antonio Pinto, futuro general y presidente de la República en 1829. La pareja se embarcó con Jacoba, una hermana de Rosalía, en las naves de la flota chilena, desembarcando primero en Coquimbo. Un par de años después, estaban establecidos ya en la capital chilena.

Básicamente hablando, podemos decir que Eyzaguirre Lyon repetirá lo mismo señalado por Rosales, ya en su época. De este modo, en su obra sobre cultura culinaria chilena podemos leer:

Pocos nombres le han dado un carácter tan especial a nuestra cocina criolla como el de la negra Rosalía Hermosilla, nacida en un rincón de Aconcagua y llevada a Lima por sus padres cuando apenas tenía cuatro años. Allí se casó con el peruano Pedro Olivo y se hizo famosa vendiendo exquisitos buñuelos bañados en almíbar. Quienes la conocieron guardaron de ella un recuerdo inolvidable por su simpatía, su pícara verbosidad y su ingenio.

En 1821 Lima se vio conmovida con la presencia de cientos de soldados chilenos y argentinos que la ocuparon para consolidar la independencia del Perú. La alegría de la muchachada y su predisposición a entretenerse, cuando sus tareas militares se lo permitían, le dio a la ciudad de los virreyes un movimiento inusitado que contrastaba con la quietud de los años de la Colonia.

El paseo favorito era el Puente de cal y canto, que unía, sobre el río Rímac, el barrio principal de Lima con Malambo. Allí se apostaba un gran número de vendedoras de comida, frutas y bebidas. Entre ellas estaba la negra Rosalía, la cual al poco tiempo se vio favorecida por la mayor parte de los parroquianos habituales. No era, sin embargo, porque su mercancía fuera notablemente mejor que la de las otras vendedores, sino porque su figura irradiaba una extraordinaria simpatía. Era amable, no inmutable como el común de las indias, y tenía a flor de labios requiebros y dicharachos que todos celebraban.

Agrega el autor que los chilenos compraban sus picarones "sin saber que era compatriota", pero de todos modos "se fueron encariñando con esta negra". 

Por lo que se ve, mucho de la leyenda de Rosalía ronda más en el mito que en lo histórico, por supuesto. Es difícil encontrar alguna clase de confirmación a las aseveraciones de los mencionados autores, en consecuencia. Hay ciertas cosas dudosas en el relato de Eyzaguirre Lyon, además, tanto en lo hasta acá citado como en la continuación del mismo.

Continuando con su semblanza, ya establecida en Santiago desde inicios de 1925 cuanto menos, la Negra salía por las calles y por la Plaza de Abastos (mismos sector del actual Mercado Central) pregonando aquellas delicias fritas y calentitas con su gruesa corpulencia y su cargado maquillaje de polvos o coloretes. La fama que alcanzaron en poco tiempo aquellos productos tan valorados por los soldados, ahora se extendería sobre el amplísimo mundo civil.

Mamá Rosalía, la llamaba de niño el escritor, político y hombre público Javier Vial Solar, cuando ya era una mujer mayor. Gran conocedor de Perú y su historia, además de casado con una dama peruana de alta sociedad, doña Cristina Espantoso y Bergmann, el señor Vial Solar dedicó un capítulo completo a Rosalía en sus crónicas "Tapices viejos", la que ha pasado poco advertida a los estudiosos del caso, curiosamente. En ella señala que la Negra habría sido en realidad una sirvienta de confianza y apreciada criada de su bisabuelo J. Gaspar Marín (1772-1839), el secretario de la Primera Junta de Gobierno del 18 de septiembre de 1810, a cargo de los departamentos de justicia, guerra y negocios extranjeros.

En efecto, en aquel interesante y ameno texto el autor agrega algunos datos biográficos que son totalmente reñidos con los de otros autores, relativos a la vida de Rosalía Hermosilla y de la que alcanzó a ser un contemporáneo:

Criada había sido en la casa de mi bisabuelo don Gaspar Marín y con su aspecto sano y fuerte de mulata criolla representaba ese tipo especial de mujer de casa grande, respetada y querida, que hace tanto tiempo ha desaparecido de entre nosotros, como una planta sana, criada en el huerto antiguo y que ahora no podría vivir en el espacio estrecho y mezquino en que el mercantilismo arruga la vida (...)

En los días en que el viejo secretario de la Primera Junta Gubernativa necesitaba enviar a alguien algún papelito peligroso o alguno de esos recados secretos que un hombre público no podía confiar a cualquiera, era la pobre Rosalía la dueño de los secretos de su amo. Cuando él, después de la derrota de Rancagua, hubo que ir a buscar en el destierro una esperanza de redención para la patria, ella quedó aquí, al lado de su señora, sirviendo al amo siempre, que desde lejos con ella se comunicaban. A la vuelta del ejército restaurador, nadie sintió más alegría que ella ni repitió de memoria la lista de nombres de los que habían venido del otro lado a redimirlos. Después murió el amo y ella pidió permiso para abrir una puerta a la calle y se puso a vender picarones, para endulzar, siquiera con azúcares y mieles, su destierro en esta vida, que ya no vivía sino para la otra, donde estaba su amo que Dios tendría en su gloria.

Pero, no era cierto que estaba sola, aunque ella a veces lo sintiera así, por lo mucho que en su corazón había perdido, pues todos los hijos del Doctor Marín eran también como suyos, si a todos les había recibido en sus brazos cuando su señora los echara al mundo y en sus brazos habían seguido hasta poder saltar solos y con ella habían continuado hasta ser hombres y señoras de distinción; lo mismo que los chicos de la tercera generación, que al lado del fogón donde ella hacía sus deliciosas fritangas, que se disputaban los señores y señoronas del barrio, se ponía a mirar cómo saltaba la almíbar en el sartén y gorgoreaba cual si cantase el momento de gustar de su sabor delicioso.

Entonces, rodeada de todos sus chiquillos, como decía, era de ver sus ojos negros, grandes y dulces que nos miraban y tenían quietitos junto a ella, su boca ancha, de labios gruesos y frescos a que unos dientes albísimos daban el color y el gusto de la fruta del granado abierta, sus pechos robustos y abundantes, donde todos habíamos dormido algún ratito, su aspecto todo, que revelaba, en suma, la fuerza, la robustez y el amor.

El local que señala Vial Solar es el que Ña Rosalía, astutamente, había instalado para la venta de sus picarones en almíbar en la calle San Pablo, según recuerdan algunos autores. Se dice que habría ofrecido allí también pisco para acompañar el consumo de sus dulces. Otros memorialistas como Rosales y Eyzaguirre Lyon, sin embargo, dicen que en realidad su establecimiento y residencia estaba en Teatinos con Santo Domingo, en el vetusto caserón llamado Correo Viejo (porque había existido antes allí este servicio) que arrendó a la testamentaria del doctor Fernando de Urízar. Benjamín Vicuña Mackenna también aseguró alguna vez que la residencia y negocio de Rosalía estaba en calle Teatinos con Santo Domingo, en "un barrio de medio pelo".

Maqueta de Santiago hacia 1840, en el Museo Histórico Nacional. Se ve el sector que correspondía al Mercado de Abastos (N° 31), en donde está ahora el Mercado Central. Habría sido este otro de los sitios en donde fue popular la venta de picarones en la ciudad.

La alguna vez famosa Posada de Santo Domingo, según dibujo de Eduardo Secchi en "Arquitectura en Santiago". Este habría sido otro de los primeros locales comerciales que popularizaron el consumo del picarón por la ciudad de Santiago.

Izquierda: típicos picarones secos y pasados (fuente imagen: sitio de Nestlé). Derecha: picarones con salsa dulce (fuente imagen: Portal El Morrocotudo).

Dicho local de la Negra en el Correo Viejo contaba con un salón con mesas y divisiones pequeñas hechas con papel pintado, además de una sala adjunta que funcionaba como espacio reservado, más cómodo y separado del primero por cortinas. Esta sala fue llamada Club de los Picarones, según el recuerdo de Rosales, nombre que se extendió al establecimiento mismo y que fue tomando después para intitular ese primer libro sobre esta historia. Su receta ya habría sido desde entonces la base de la actualmente usada: masa de harina, zapallo, levadura y azúcar, a los que vertía encima miel o salsa de chancaca aromatizada con raspaduras de cáscara de naranja y limón, además de canela. Salvo por uno que otro aditivo o sustitución, esta fórmula nunca cambió.

Sady Zañartu, por su parte, reafirmaría esa misma ubicación de la vieja casona colonial esquinera de Teatinos conocida como Correo Viejo, pero nombre confunde con otra llamada La Bastilla, sin embargo, una cuadra arriba. Es de observar que este autor, además, retrotrae la presencia de Rosalía a varios años antes que el relato de Rosales, sin embargo, hasta el Santiago en la víspera de la Primera Junta de Gobierno de 1810, tal vez buscando ajustes con el relato de Vial Solar aunque entrando en contradicciones con el suyo propio, pues también señala después que ella se vino con los expedicionarios desde Lima. En palabras textuales suyas:

La única vecina que transitaba por la calle, amamantando feliz en sus abultados senos los vagidos de la nueva "guagua", era la Negra Rosalía. Ama de la hospedería "La Bastilla", pregonaba sus picarones en almíbar, tentando y enturbiando el magín de sus tiesos parroquianos. La llamaban "negra" por lo moreno del color de su piel, que ella atenuaba con polvos y carmines.

Ña Rosalía regresaba esa tarde de la Plaza de Abasto conforme con los tiempos, pues sus canastas venían vacías. ¡Qué  sonrisa más dulce era la suya! ¡Cómo bailaban sus monedillas en el enjuague de sus manzanas! Sacaba la lengua y chupábase sus labiotes sensuales para decir:

En tiempos de picarones
se hacen las revoluciones.

A lo largo de la existencia de su expendio de picarones con vasitos de pisco, clientes especialmente leales al boliche  de Teatinos fueron los soldados de los batallones 2, 4 y 5. Ellos ya la habían conocido en Lima, de acuerdo a la versión de Rosales y sus ecos.

Vial Solar, por su lado, agrega que la picaronería de la Negra era frecuentada por los santiaguinos especialmente cuando llovía, costumbre que aún se conserva en los hogares chilenos para los días favoritos en los que preparan tan dulces bocadillos. En aquellas ocasiones, los niños iban a ver cómo la gruesa mujer sacaba del aceite sus picarones con un cucharón de palo, siendo servidos en "fuentes de plata cubiertas por limpias servilletas" que los sirvientes de las casas señoriales llevaban hasta aquella esquina haciendo fila, encargados por sus patrones de comprarlos:

Un día se le quebró el cucharón de palo con que espumaba la fritanga, y fuimos todos los chiquillos a acompañarla a la tienda de ño Jelves, para comprar uno nuevo. Aquella desgracia no era tal para nosotros, porque daba ocasión para esa fiesta improvisada, en que ella caminaba delante, seguida de toda la cría. La carpintería de ño Jelves estaba cerca y fue para admirar la bocaza, tan grande como la de un horno de pan, que abrió el buen hombre para manifestar su asombro al vernos. ¿Le iban a destruir la tienda esos chiquillos?

"Esa Rosalía  podría hacerse rica con sus picarones", comentó una vez don José Santiago Gandarillas, al detenerse afuera del establecimiento, de acuerdo a la misma historia que recupera Vial Solar.

Habiéndose hecho muy conocida ya entre los estratos más populares, entonces, era inevitable que la noticia de su fama llegara también hasta importantes autoridades como parlamentarios, ministros e incluso presidentes de la República, que ordenaban comprar los sabrosos bocadillos que la Negra aún acompañaba también con aguardiente o pisco para refrescar la garganta aceitada de los comensales. Parte de la astuta estrategia de Rosalía había sido enviar a las más influyentes familias de Santiago grandes bandejas de picarones y botellas de ponche preparado por ella misma.

Se sabe que el ministro Diego Portales era otro de los concurrentes habituales al salón de la Negra, quien lo llamaba cariñosamente "mi amito". De acuerdo a Rosales, además, allí proclamaba la patrona el derecho de todos a probar sus productos: "mis picarones son los mismos diablos y por eso entran a todas las bocas y pasan por todas las lenguas, y pasan suavísimamente por entrepecho y espalda". Esta democrática política se cumplía al pie de la letra: curiosamente, los del bando pipiolo también iban seguidamente a conspirar contra los pelucones en la misma casa-negocio frecuentada por Portales.

Los precios eran tan convenientes que el Club de los Picarones se había convertido con velocidad en lugar de reuniones para todo tipo de personalidades, unas luminosas y otras oscuras. Los licores estaban entre las principales atracciones en esos momentos, ciertaente. Sin embargo, a pesar de procurarse un ambiente de paz, Rosales dice que Portales, Manuel Rengifo, Joaquín Prieto y otros reconocidos estanqueros o conservadores a veces llegaban al local vestidos con sobreros de alón, mantas campesinas y barbas postizas, tan bien caracterizados que ni la policía secreta lograba identificarlos.

Rosalía no se enredaba en esas discusiones e intrigas dentro de su casa. "¡Vivan los picarones, muera la política!" era su pragmático lema. De ser real la historia y el período de tiempo en que se la sitúa, sin embargo, ya faltaba poco para que todas las disputas y complots quedaran resueltos a la fuerza con la Batalla de Lircay, que pondría fin al período de la Organización Republicana y marcaría la ruina de los pipiolos.

Se cuenta también que cuando en 1829 la cocinera quiso llevar una de sus bandejas de obsequios al propio presidente Pinto que había conocido en Lima de acuerdo a la versión de Rosales, estado este próximo a dejar el mando supremo, los guardias no querían permitirle el ingreso a Rosalía hasta el Palacio de Gobierno en el costado norte de la Plaza de Armas. Tras mucho insistir y recordar cómo había hecho amistad con los chilenos en Perú, un alférez se ablandó y partió a consultar directamente al mandatario. Este, sin olvidar a la Negra, habría exigido que la dejaran entrar, pasando con ella una agradable reunión rememorando aventuras y nombres, además de saboreando sus golosinas. Los mismos guardias que no le permitían ingreso, ahora en la salida la saludaban cuadrándose y con las manos en sus quepís, en doble formación. Ella habría bromeado retirándose entre ambas filas con un paso marcial.

A los bocados de Rosalía se sumaron otros sabrosos ponches de aguardiente que los soldados clientes de su establecimiento llamaron según la unidad que provenían, algunos ya mencionados acá: el granadero, de vaso grande (que costaba un real), y el cazador, más chico, además del otro de mistela y correspondiente a la señorita (por un medio o seis cobres).

La fama de sus picarones perduró por varios años, en tanto, y nadie habló más de ellos como buñuelos o briñuelos, ni volvió a prepararlos sin el hoyo característico al centro. Este característico detalle continuaría siendo logrado en el aire por las diestras manos cocineras, al momento de arrojar la masa blanda al aceite hirviendo como hacía Rosalía, pero con el tiempo aparecieron máquinas y dispositivos que facilitaban darle forma al producto.

Los picarones ya habían sido adoptados también en otros famosos negocios y comerciantes del período, como los del Mercado de Abastos de la ribera del Mapocho. Los había también algunas posadas de la ciudad, entre las que estuvo la de Santo Domingo enfrente del templo del mismo nombre, lugar que aparece mencionado por Blest Gana en su "Martín Rivas".

La herencia de la Negra reaparecía especialmente durante cada invierno y en las horas de la once, con esas esponjosas ruedas fritas a la venta en diferentes negocios, fondas y restaurantes. Ensartadas como piezas de un ábaco en palos o varillas, esperaban al cliente con sus apetitosos vapores luego concentrados en algún cambucho de papel y conservando un hilo de oro a través del tiempo hasta la época de Rosalía Hermosilla y su Club de los Picarones. ♣

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