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DON CRISTÓBAL Y OTROS TÍTERES VETERANOS DEL 79

Función de títeres al aire libre en Peñalolén, organizada por el general Elías Yáñez, a la sazón comandante en jefe de la II División (dato de Herkovits Álvarez). La imagen fue publicada por la revista “Sucesos” del 10 de marzo de 1910, con el siguiente texto: “Un tony anuncia que va a empezar la representación de títeres. El general y su familia entre los asistentes a este suceso teatral”. La simpatía del mundo militar y los veteranos del 79 con los títeres venía desde las funciones que presenciaron en campaña, durante la Guerra del Pacífico.

En su trabajo titulado “El anónimo oficio de los titiriteros en Chile”, Sergio Herskovits Álvarez define la centuria decimonónica como “el siglo de oro” del teatro de títeres chileno, cosa que queda demostrada en los relatos de algunos cronistas e historiadores. Dedicando varias páginas al mismo tema, detalla también cómo las chinganas y las fondas habían adoptado números títeres dentro de sus programas de funciones. Ya en 1852, además, se había establecido una patente para los establecimientos de ese tipo que tuviesen billar, música, baile, volatín, canto y a los mismos títeres, para beneficio de las municipalidades.

Ya destacaba en aquella época un muñeco que llegó a ser protagonista antológico entre las compañías, de origen español y arribado al país en los albores de la Independencia, según se cree: Don Cristóbal Polichinela, inspirado en el personaje Pulcinella del teatro popular de la commedia dell’arte en la Italia medieval, que influyó muchísimo en el arte de los titiriteros, por cierto. Don Cristóbal será convocado incluso por Federico García Lorca en “Los títeres de cachiporra”, muchos años después de los tiempos por los que paseamos. Era, por lo tanto, una especie de personaje de reiteración casi en florilegio, cuya vigencia y popularidad perduraron hasta el siglo XX.

Técnicamente, se trataba de un títere “de palo” tipo marotte, de los que siguieron siendo populares en Chile sin poder ser superados por las marionetas italianas o pupis de mandíbula articulada, a diferencia de lo que sucedió en Argentina, en donde la situación fue a la inversa. Don Cristóbal tenía un acompañante casi infaltable llamado Josecito Debajo del Mate, que se encargaba de las travesuras gozando también de mucho aprecio en el público. Aparecía en escena con Mamá Laucha, llamada a veces Mamá Clara, otro de los títeres más queridos de la época y cuya identidad también fue, esencialmente, una importación cultural desde España.

A diferencia de los títeres de guante españoles, sin embargo, el modelo chileno de Don Cristóbal era más sencillo, de acuerdo a la descripción que hacen de estos muñecos los testigos de la época. Carecía de brazos, por corresponder sólo a una cabeza, generalmente de pelo rubio y piel colorada, manipulado con un palo largo bajo el cuello, oculto tras un cambucho de telas. Con este simple sistema, se agitaba, daba golpes, estiraba el cogote hasta lo absurdo y “hablaba” de manera irreverente, causando las risas del público. Todo indica que su factura siempre fue básica, más elemental de lo eran las representaciones del mismo en España, pues allá tenía brazos y otras piezas adicionales, como una porra o maza. Era un “títere de cachiporra”, propio del llamado teatro de Guiñol o Guignol, y con esa arma agredía a otros personajes. Los cabezazos, en el caso chileno, solían suplir muchas veces esta última característica.

Herskovits Álvarez identifica avisos publicitarios en “El Mercurio de Valparaíso” de enero de 1867, anunciando presentaciones de Don Cristóbal en el puerto, específicamente en el Jardín de Recreo de los señores Long y Cazenave, por una compañía del Negro Espejo, conocido en el rubro. Las funciones fueron de un tremendo éxito y de buena convocatoria, con intermedios musicales de zamacueca a la chilena, como se desprende de la prensa que describía las presentaciones en un lenguaje bastante lúdico, haciéndose parte del humor ofrecido por los muñecos.

Sin embargo, en la función del 19 de enero de la misma temporada, hubo un gran escándalo y hasta enfrentamientos, con los títeres y su corral siendo atacados por parte del público que arrojó peras y duraznos, desatando el caos. La desastrosa obra pretendía representar el reciente Combate del Callao con modelismos navales incluidos, batalla que habían puesto fin a la guerra de Chile y Perú contra la flota española de 1865 y 1866. Pero los ánimos aún estaban acalorados por el bombardeo hispano a Valparaíso en el mismo conflicto, de modo que la explosión emocional fue inevitable y el señor Long debió salir a terminar abruptamente la función, viendo imposible continuarla. Al día siguiente de la calamidad, la compañía de títeres se presentó otra vez en el Jardín de Recreo, casi como desagravio, pero ahora a cargo del maestro peruano Mateo Jeria, que tenía más experiencia que el señor Espejo en estas labores. Por precaución Don Cristóbal, tan asociado a la Península, no fue incluido. De todos modos, a los pocos días los empresarios decidieron terminar con las presentaciones y, ante la hostilidad del público, anunciaron su partida.

Ya en 1871, la Municipalidad de Santiago contrató a la compañía del maestro Fernández, versátil titiritero de “monos de palo”, para que realizara una serie de presentaciones en la ciudad durante las Fiestas Patrias. Por la misma época, también se presentaba en los fines de semana el penquista José Santos, quien realizaba funciones de títeres en Plaza Andrés Bello, ex Plaza del Reñidero de Gallos a una cuadra del cerro Santa Lucía. Lo propio hacía el titiritero Jeria, quien había realizado funciones en la Plaza Nueva de calle Gálvez, hoy llamada Zenteno, presentando populares personajes entre sus muñecos incluyendo a Don Cristóbal, según Enrique Cerda Gutiérrez en “El teatro de títeres en la educación”.

Con la creación del paseo del cerro Santa Lucía gracias a los trabajos del intendente Vicuña Mackenna, entre 1872 y 1874, se hizo corriente que algunos circos levantaran carpas en la plaza al pie del mismo, área verde que hoy lleva el nombre de don Benjamín. Además, en 1875 llegó a instalarse en un teatro al aire libre del cerro una compañía que ofrecía funciones de títeres al público capitalino, todo como consecuencia de la vitalidad que trajo al barrio la creación del paseo. De hecho, un proyecto de esos años liderado por el futuro héroe de guerra Domingo de Toro Herrera, al que suscribieron varios voluntarios, quiso mejorar esta integración del cerro con su entorno arreglando y pavimentando las calles de alrededor, pero problemas presupuestarios acabaron frenándolo.

Sin embargo, es sabido que el intendente y conspicuo intelectual no estaba del todo contento con la presencia de las chinganas, espacios en donde se daban también funciones de sainetes, volatines y títeres. De este modo, en otra de las grandes e incomprensibles contradicciones de su vida personal y profesional, quiso prohibirlas para ser reemplazadas por casas de diversión popular con mejor perfil, haciendo para esto una propuesta formal al Ejecutivo y Legislativo en 1872.

La portada del libro francés "Le Petit Théâtre de Guignol", de 1874, muestra un típico "títere de cachiporra" de la época, categoría a la que pertenecía don Cristóbal.

Función de los títeres Punch and Judy, equivalentes ingleses de Cristóbal y Mamá Laucha, en las calles de Londres durante la época victoriana. Caricatura histórica publicada en el sitio Titeresante.es.

Caricatura "A diestro y siniestro", en donde se ve al títere Don Cristóbal armado con su cachiporra y todo un teatro de muñecos con caras de políticos de la época, en el primer ejemplar del periódico satírico llamado también "Don Cristóbal", del 1 de abril de 1890.

En esos años, se hacía costumbre ir a las funciones de don Samuel Tapia, Ño Tapia para sus espectadores. Entre sus títeres destacaban Don Cristóbal, Mamá Laucha, Don Canuto de la Porra y el Negro, tan populares que llenaron de fama al maestro y lo convirtieron en atracción necesaria. Don Cristóbal seguía siendo el más conocido y divertido muñeco, a la sazón, gracias a él y a otros titiriteros.

Empero, no bien estalló la Guerra del Pacífico, en 1879, Tapia partió a ofrecer entretención a los soldados con su set de personajes. Muchos colegas, de hecho, fueron contratados para el mismo propósito y después comenzaron a llegar voluntariamente a brindar diversión con títeres “de palo”, una valiosa distracción para la soldadesca en los teatros estériles y agrestes de la guerra. Habría sido el propio ministro de guerra, don Rafael Sotomayor, quien buscó reclutar espectáculos de circo, música y títeres para la entretención y la moral de las fuerzas chilenas.

La actividad de los muñecos en escena, sin embargo, no provino sólo de los maestros titiriteros, sino también de la improvisación entre los propios soldados en algunos casos, como se desprende de palabras de Vicuña Mackenna al escribir que hubo muñecos fabricados por ellos mismos y que estuvieron presentes entre los pasatiempos principales de los campamentos. Y Herskovits Álvarez agrega sobre estas distracciones, de las pocas al alcance de los chilenos en el frente:

Se comentaba que en una marcha forzada, los soldados preferían abandonar las frazadas que los protegían de las bajas temperaturas nocturnas del desierto, antes que dejar a los muñecos. Aunque no eran muy diestros para la confección de los títeres, para “emperejilarlos”, recurrían al buen gusto y delicadeza artística de las “cantineras”, -mujeres que acompañaban a las tropas como enfermeras, para prepararles “el rancho” y otras labores domésticas- las que con mucho gusto y gracias, les adornaban “los monos” para presentarlos al “respetable público”.

Fue por aquellas razones que Nicolás Palacios, intelectual de ideas nacionalistas y quien estuvo también empuñando las armas en los desiertos en llamas, conocía tan de cerca al muñeco de marras como para nombrarlo en “Raza chilena”, su conocido y controversial libro sobre el origen de la chilenidad:

También son góticas las interjecciones “¡hupa!” que decimos cuando ayudamos a alzarse a un niño u otra persona, y el grito de entusiasmo o contento “¡hia!” como el “¡hopa!” u “¡houpa!” para detener con imperio.

Entre las muchas costumbres godas que conservamos los rotos existe en los campos la de detener al conocido que pasa con la frase: “¡Hopa, amigo!, ¿p’onde he va pasando? ¿Qué no ve qu’ethoi yo aquí?”, con tono de reconvención o desafío en broma.

El héroe invisible de los títeres de Chile, don Cristóbal, aparece en el retablo desafiando a cielo y tierra y diciendo a grandes voces: “¡Yo soy don Cristóbal!, ¡hopa!, ¡hopa!, ¡hopa!”, cacarea como gallo y bromea el gorro. Es una parodia de la antigua costumbre de los desafíos entre los godos, como es una reminiscencia atenuada de lo mismo la costumbre dicha de los campesinos chilenos.

Esa interjección no la he encontrado documentada, por lo que persistió, como tantas otras palabras del mismo origen, sólo en el habla, y por ese mismo camino llegó a nosotros, siendo por tal motivo mirada como nacida en nuestro suelo.

El héroe titeresco agrega generalmente a su nombre el del lugar de su nacimiento, como acostumbraban los Godos: “Yo soy Ruy Díaz, el Cid Campeador de Vivar”. El de mi tierra, de voz estentórea, gritaba: “Yo soy don Cristóbal de Colchagua, ¡hopa!, ¡hopa!, ¡hopa!, ¡hopa!”.

Como Ud. sabrá, los títeres chilenos son unas figuras de madera más bien pintadas que talladas, con escasa indumentaria y sin brazos, y el retablo, que representa el palenque, está reducido a una cortina por sobre la cual las figuras asoman de medio cuerpo arriba.

Por su parte, el cirujano Senén Palacios, hermano de Nicolás y veterano del 79 como él, también recordaba aquellas funciones titiriteras de los días de guerra en su obra “Otros tiempos”, al referirse a las fiestas y distracciones dispuestas en el campamento del valle de Sama:

El vivac del ejército chileno estaba formado de ranchos y rucas de cañas que servían de cuarteles a las tropas, extendiéndose sobre la barranca del río en una larga calle que iba desde las Yaras hasta el caserío de Buena Vista, cuya  iglesia servía de hospital. Desde la torre podía observarse el conjunto animado y pintoresco de todo el campamento y una gran extensión del ancho valle, entre cuyos verdes y tupidos cañaverales se deslizaba como una serpiente el río.

Se estaba casi en vísperas de una gran batalla.

Al toque de diana, tocado alegre y ruidosamente por todas las bandas, despertaba el campamento, oyéndose conversaciones, risas y el ir y venir de los soldados, que se distraían jugando como niños, luchando unos con otros, mascando charqui y galleta, chupando cañas de azúcar, diciendo dicharachos intencionados. El día se dedicaba a ejercicios; en las tardes los soldados distraían sus ocios en representaciones de títeres, en los que don Cristóbal, Severico, Josecito bajo el mate, o Mama Laucha hacían alusiones picantes a los incidentes de la campaña y a la actitud de algún oficial o jefe. La superioridad militar se vio obligada a tomar medidas disciplinarias.

Aquellas reacciones de la jefatura con medidas austeras también son confirmadas por Gonzalo Bulnes en su “Guerra del Pacífico”, particularmente por la burla que hacían de los altos oficiales, en lugar de solo emitir arengas de gallardía y patriotismo entre las tropas. No pocas veces habría sucedido esto.

Una chingana de San Bernardo en la revista "Zig-Zag", publicada en el Centenario Nacional (1910). Herskovits Álvarez observa que atrás de las cantoras y los bailarines de cueca, en donde están las cortinas, se ve un telón que se levantaba por los titiriteros para sus funciones.

Un corral de títeres y sus muñecos en anuncio de exposición navideña de juguetes de la Casa Falconi, de Santiago, en revista "Zig-Zag" a fines de 1913.

Caricatura de funciones de títeres de las fiestas del 18 de septiembre, en revista "Zig-Zag" de 1915.

Así las cosas, varias funciones de los personajes titiriteros tendrán lugar en diferentes momentos de las campañas. Y si bien trascienden a lo geográficamente relacionado con Santiago, se nos hace necesario repasarlo por sus alcances en lo que seguiría siendo después la actividad en la capital y en otras ciudades.

 La noticia de las funciones a realizarse corría de boca en boca y llegaba rápidamente a oídos de todos, partiendo así hasta el campamento de la respectiva unidad en donde sería la presentación. Algunos personajes fueron actualizados o creados de acuerdo al contexto mismo, como un títere del presidente boliviano Hilarión Daza, quien era caricaturizado como un borrachín; otro del presidente peruano Mariano Ignacio Prado, aparecía como altanero y engreído; y uno del dictador peruano Nicolás de Piérola, era muy vanidoso. Había algo de crónica en los contenidos del sencillo espectáculo, en consecuencia.

El maestro Ño Tapia, en tanto, seguía entre los principales exponentes del arte de los títeres al avanzar el conflicto. Sin embargo, llama la atención la presencia de un artista peruano como era Jeria, en estas mismas funciones para los chilenos, de acuerdo lo que señalara el corresponsal de guerra Eloy T. Caviedes, citado por Roberto Hernández en “El roto chileno”. El ya mencionado señor Espejo fue, por su lado, otro de los más populares titiriteros ofreciendo entretención en los territorios beligerantes. Tan importante era su labor que, en mayo de 1880, cuando fallece Sotomayor en el campamento cercano a Tacna, no se suspendió su función y la realizó de todos modos, dedicándola como homenaje al ministro.

Sotomayor fue reemplazado por su secretario José Francisco Vergara, hombre de gran importancia y alto cuño en su época, pero uno de los cucalones más despreciados en el Ejército y por quien escasamente había simpatías entre los uniformes. Vino a suceder, así, que en una reunión del 13 de octubre de ese año entre los altos mandos y el nuevo ministro Vergara, fue llevado Espejo para que se presentara con Don Cristóbal y otros muñecos manipulados por asistentes asignados en el momento. Por experiencia y costumbre, todos menos Vergara sabían ya que saldrían expresiones irreverentes desde los títeres, en este caso en contra del ministro o su distinguido círculo…

Y así fue: en una escena desfilaban varios muñecos vestidos de paisas y con sombreros de cucalones, y allí Don Cristóbal le dice a Federico, que preguntaba quiénes eran: “Estos caballeros, Federico, son ‘cucalones’, es decir, los futuros vencedores de Lima y del Callao, que se llevarán la gloria de la campaña… ¡Y la riqueza del salitre!”. Primero un silencio sepulcral, y después la carcajada fue general, según Francisco A. Machuca, testigo de los hechos y quien adjudica la distensión del momento gracias a don Eusebio Lillo, quien se encontraba allí presente.

Por motivos como el expuesto, no solo algunos altos jefes vieron con desconfianza la realización de estas funciones en los campamentos, sino también los cucalones corrientes o civiles entrometidos, dados al intrusismo en las cuestiones militares y que, como queda en evidencia con la obra de Espejo, eran objeto de burla y sátira de parte de las compañías de muñecos teatrales. Antonio Urquieta lo explica en sus "Recuerdos de la vida de campaña en la Guerra del Pacífico", al recordar las obras de teatro, maromas y números de títeres que los soldados improvisaban para matar el tiempo al interior de Pisagua, entre los campamentos chilenos del desierto:

Los títeres fueron prohibidos porque los monos eran muy francos y se descomedían en sus gracias: hacían reclamos que podían considerarse como graves faltas de disciplina. Pedían cosas que en muchas ocasiones fueron faltas que no se pudieron subsanar, reclamos por comida, por vestuario, por los castigos, etc.

Los soldados eran muy diestros para manejar a los habilidosos monitos, echar en cara sus agravios y reclamos.

Por su lado, el mencionado veterano recordaba en “Las cuatro campañas de la Guerra del Pacífico” que los títeres del Regimiento Cuarto de Línea fueron populares en Dolores, Tarapacá, además de otras manifestaciones de entretención autorizadas por los jefes:

Se hicieron famosas en Dolores las funciones de títeres del 4° de Línea; con su don Cristóbal, Federico y mamá Laucha, hacían las delicias de esos niños grandes que se apretaban para no helarse, pues las representaciones se efectuaban bajo la estrellada bóveda del cielo, a la luz de algunos chonchones de grasa raspada al charqui.

Los personajes de los títeres vistos por Machuca eran los mismos de todas las principales presentaciones en Santiago, Valparaíso y ahora en los teatros de la guerra, como se aprecia. “Don Cristóbal salía a veces con ciertos desentonos; pero las funciones eran sólo para hombres”, agrega el veterano. Saltaba a la vista, también, que los títeres fueron más protagonistas que sus propios titiriteros durante  todas aquellas tareas para diversión a los hombres: los personajes, en efecto, aparecían y reaparecían en diferentes equipos o compañías artísticas, siempre con Don Cristóbal como el más importante y recurrido de todos.

Regimiento Lautaro en Iquique, en lo que ahora es la Plaza Prat, hacia 1879. El perro que se ve echado al final de la segunda fila de formación, podría corresponder al mítico can Lautaro, la mascota de la unidad.

Lámina de la Batalla de Tacna o del Campo de la Alianza del 26 de mayo de 1880, publicada en la revista "El Peneca".

Ilustración de Pedro Subercaseaux retratado la escena de una Pascua de Navidad en un campamento de la guerra, publicada por la revista “Zig-Zag” a fines de 1905. La vida en el frente no era solo de enfrentamientos, sino también de largos espacios de ocio que se intentaban llenar con funciones inspiradas en el volatín y los títeres.

Montaje completo de un teatro Guiñol en la revista "Zig-Zag" de 1910. 

Los titiriteros y las compañías de teatro que se mostraron ante los soldados de la Guerra del Pacífico o al público civil en el mismo período, también fueron parte de las celebraciones para el final del conflicto, ya firmada la paz de Ancón y regresando los héroes a Santiago. De este modo, las rutinas irreverentes de Don Cristóbal continuaron después como cualquier veterano del 79 que se niega al retiro, manteniendo su popularidad en el imaginario nacional. Incluso hubo un periódico satírico y medianamente gobiernista durante la crisis política de 1890 y la Guerra Civil del año siguiente, que ostentaba su nombre: "Don Cristóbal", del hiperactivo Juan Rafael Allende.

Herskovits Álvarez trae de vuelta el recuerdo del crítico, dramaturgo y periodista Nathanael Yáñez Silva, quien vio al muñeco en funciones que se realizaban en la década del 1890 en el llano de La Palma, en donde está ahora el Hipódromo Chile, comuna de Independencia. Las presentaciones se ejecutaban en un solar, en un espacio de unos 15 metros cuadrados cubierto por sábanas y cuatro palos clavados en las esquinas. El “auditorio” tenía asientos preferenciales, al frente, unas dos o tres filas de sillas de totora a 20 centavos, y el resto permanecía de pie sobre la bosta de ganado cubierta por aserrín.

Agregaba de memoria el señor Yáñez Silva que Don Cristóbal era “un muñeco de palo, muy mal esculpido, más mal aún que esas esculturas de la Isla de Pascua, para engañar a los coleccionistas de esos que les gusta guardar golpeadores viejos o monos feos”. Tenía esta figura “una boca apenas insinuada, y acentuada con carbón, en calidad de rouge, y unos ojos que eran dos puntos, también de carbón o de tinta de mora”, además de “un cogote extremadamente largo, tan largo que también era recurso de gracia”, pues el operador lo estiraba para asomar a Don Cristóbal hacia el suelo de la platea. Aparecía allí con Mamá Clara, “un muñeco cuyo sexo le daba solamente el pelo, una especie de pelaje de choclo”, y el ya mencionado Josecito Debajo del Mate, que intentaba cortejar a Mamá encendiendo las iras de Don Cristóbal. Además, se incorporaba un toro en la rutina, hecho con una calabaza y dos defensas de madera a modo de cuernos.

Finalmente, Yáñez Silva recordaba también que, en una noche de aquellas, entró discretamente al solar y tuvo su “primer desencanto del teatro”: cerca del rancho en donde vivía el misterioso artista bajo el muñeco, pudo ver “a Don Cristóbal, cuyo cuello tan gracioso servía a la titiritera para atizar el fuego”.

A la sazón, ya quedaba poco al siglo dorado del teatro de títeres y marionetas en Chile, con el avance de la oferta recreativa y el advenimiento de otras atracciones como el cine. Los muñecos de ventrílocuo ganarían terreno a los viejos títeres en los espectáculos, además. Una pista de qué sucedió después del apogeo del rubro, la proporciona J. Rafael Carranza en “La Batalla de Yungay” en 1939, cuando se refiere a las celebraciones de cada aniversario de aquella gesta:

Últimamente, se están celebrando los 20 de enero con misas de campañas, entretenimientos populares para los niños y funciones de biógrafos al aire libre, que han venido a reemplazar a los famosos títeres de Samuel Tapia, los palos ensebados, los globos de grotescas figuras, los fuegos artificiales y las maromas de los circos con sus payasos que enardecían los ánimos del auditorio con sus canciones impregnadas de patriotismo y de sabor criollo.

A pesar de todo, Don Cristóbal había continuado apareciendo en algunas adaptaciones de farsas teatrales, como fue una de José Ricardo Morales, español nacionalizado chileno tras llegar como refugiado en el SS Winnipeg, cuya obra se titulaba “Burlilla de don Berrendo, doña Caracolines y su amante”. El personaje del títere antológico salía a escena ahora con otros como Berrendo, su esposa Caracolines y un botiquero llamado Infiernillo.

Como conclusión, puede decirse que los títeres estuvieron entre los principales y más relevantes pasatiempos en la guerra, a pesar de los pocos registros de esa epopeya paralela a la militar, extendiendo por varios años su reinado en la diversión popular. Sin embargo, estos muñecos no estaban solos: los números circenses, el teatro profesional y el autodidacta, más los shows artísticos de los mismos batallones o regimientos en sus campamentos, también ocuparon gran parte del poco tiempo de relajo entre las tropas.

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