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CRÓNICA DE LA CALLE DE LAS RAMADAS

La antigua Calle de las Ramadas, actual Esmeralda, con vista de la Posada y la Plazuela de las Ramadas. El dibujo parece pertenecer al destacado ilustrado Luis F. Rojas y aparece en la publicación de "Pacífico Magazine" que reprodujera una conferencia de Sady Zañartu de 1919.

Una de las primeras calles de Santiago que comienza a configurarse y distinguirse con un carácter independiente (casi autónomo) en cuanto a propuestas de diversión, identidad y popularidad, fue el llamado callejón de Las Ramadas, que corresponde a la actual Esmeralda, en los límites del barrio Mapocho. El singular nombre lo recibió por la cantidad de chinganas y ramadas que se instalaban en ella, precisamente, establecimientos que llenaron de música, baile y fiesta un largo período y cuya fama se extendió hasta parte de la República. Llegó a ser patrimonio de la mitología bohemia de la propia metrópolis, de hecho.

Como ocurrió también con la calle de las Rosas y la de San Pablo, ambas más al poniente pero en el mismo eje este-oeste, la calle de Las Ramadas fue -por largos años- parte del límite más septentrional de la ciudad, en su caso antes de tocar el río. Más allá de la vega mapochina, en cambio, comenzaba esa jungla sombría pero también de diversiones misteriosas y tentadoras, que se presentarían como posibilidad para los santiaguinos abarcando el área de chacras, terrenos agrestes y de extramuros, pues La Chimba no era considerada parte de la ciudad principal.

El sector de la calle de Las Ramadas estaba flanqueado por el terreno del Convento de Santo Domingo y, todavía en los albores de la Independencia, por un enorme basural a espaldas de aquel monasterio, hasta el borde mismo del Mapocho. Aquel vertedero, con algunos miserables ranchos y chozas por habitaciones, era responsabilizado -en la creencia de esos años- por causar enfermedades y pestes extrañas, como una plaga llamada vulgarmente chavalongo, posiblemente fiebre tifoidea... A pesar de todo, era territorio ideal para servir de cómplice a la plebe.

Las chinganas de la calle de marras y de su entorno deben haber sido una de las escasas entretenciones reales para el pueblo adulto y más audaz en aquellos años. Vicuña Mackenna refiere que, en 1614, en Santiago no había más que dos únicos establecimientos públicos alrededor de la plaza, útiles para la reunión y las conversaciones: una barbería del fígaro Pedro Pozo y una cercana sala de trucos, nombre que se daba por entonces al juego de tacos y bolas que, con más afrancesamiento, sería después llamado billar (billard).

En esos años, además, gobernadores como don Francisco Antonio de Acuña Cabrera y Bayona y don Tomás Marín González de Poveda, menos militarizados que sus predecesores, quisieron ampliar las entretenciones cortesanas y abrieron salones familiares, costumbre que sería copiada por los vecinos más ricos y que dio origen a tertulias, saraos y los llamados malones, estas últimas correspondientes a fiestas más joviales e improvisadas que persistieron como concepto por largo tiempo en la sociedad chilena. Fueron llamadas así por el nombre dado a los ataques indígenas sobre aldeas o campamentos, pues eran llegadas imprevistas de visitas a una casa y una rápida organización para celebrar el encuentro.

Intentando superar aquel déficit de diversión, entonces, las chinganas de la ciudad vinieron a llenar gran parte de ese mismo vacío material y espiritual, pero a nivel popular. Como parte del fenómeno, el barrio riberano se volvería abundante en esa clase de locales, frecuentados por criollos y mestizos para desatar sus ruidosas fiestas de música, en donde los pañuelos se intercambiaban con las cañas de chicha. Cantadoras y tocadoras de oficio pusieron la canción en aquellos intensos barrios chinganeros del Santiago de entonces.

Así hablaba Vicuña Mackenna de la calle de Las Ramadas y su propuesta de diversión, en uno de los pasajes reunidos en “Una peregrinación a través de las calles de la ciudad de Santiago”, aunque muy peyorativamente, como salta a la vista:

Preciso es anticipar aquí, sin embargo, que el Mapocho, a fuer de temido por sus recios aluviones, fue siempre plebeyo y de aquí su calle de Las Ramadas, con este nombre conocida a causa de las enramadas que el movedizo pobrerío levantaba en el abierto pedregal de su cauce, y otro tanto decía del arrabal de las Capuchinas su fundadora, la exaltada beata Briones cuando edificó allí en 1717 el santo muro y ató a la mística viga su fatídica campana de media noche, destinada a redimir los pecados de aquellas bárbaras tribus. Llamábase toda aquella faja del río, Guangualí y era un cacicado digno de su cruel soberana, doña Catalina de los Ríos, “cacica de Guangualí”, que de allí sacaba sus esclavos para matarlos a azotes o asarlos vivos en hornos que para el caso tenía construidos, a su atroz sabor.

Poco se conoce de los orígenes urbanos de Las Ramadas, sin embargo. “Nació la callejuela como Dios o el Diablo, sin que nadie supiera cuándo ni cómo”, decía Sady Zañartu, sentencia que sirve para explicar también las diferencias entre una fuente y otra sobre la fecha en que habría aparecido trazada en la ciudad. Aunque existen otras teorías sobre su extraña denominación, la conformidad general es que el mote se debió a la presencia de aquellos establecimientos tipo ramadas folclóricas, cuando varias de las más viejas de ellas se habían ido abriendo en este callejón bravo del borde sur del Mapocho, como explica el mismo autor:

La callejuela, con sus barrizales en el invierno y sus nubes de polvo en el verano, parecía la prolongación del cascajal del río por su aspecto sucio y desamparado. A la vera del camino, hombres del pueblo dormían su borrachera, con los velludos pechos al sol, y otros, en pequeños grupos, jugaban a los naipes y tabas, mientras los chiquillos disputaban las clavadas de los trompos, riñendo porque estaba “cebito” o porque estaba “cucarro”.

Algunas mujeres, en las puertas de los ranchos soltaban sus moños de trueno para asolear las matas negras de cabellos, como los ricos hacían con su plata en los pellones. La vida íntima salía a la calle en los tendidos de ropa blanca y en las cocinerías de los braseros. Las comadres terminaban sus grescas disparando pedruscos a los chanchos invasores. Más tarde, los vecinos aprovecharon su proximidad a la Plazuela de Santo Domingo para adquirir el pescado de primera mano, y establecer ventorrillos de fritangas, que fueron muy favorecidos por los abasteros y comerciantes del centro.

Evidentemente, no era un callejón al estilo del alegre y pintoresco Pueblito del Parque O’Higgins, ni cercado por lindas ramadas de techo pajizo, como podría sugerir la imaginación mezclada con el engañoso costumbrismo de nuestros días. Como bien relaciona Zañartu, se trató más bien de un terreno pobre y marginal, dominado por pedregales ribereños, suelos eriazos y la proximidad de los mencionados grandes basurales.

Lo mismo había concluido Thayer Ojeda, al advertir que Las Ramadas ni siquiera aparecía mencionada en el mapa de Frézier en 1712, considerado el primer plano “científico” de la capital chilena. A Vicuña Mackenna, en tanto, le parece que la calle no fue incluida en dicha carta “por su tortuosidad y su propio nombre”.

Posteriormente, en 1721, se había ordenado desocupar un terreno en la bajada del llamado Puente de Palo del Mapocho, que empalmaba desde el sector de la entrada del camino de la Recoleta con la calle Las Ramadas, abriéndole espacio suficiente a la histórica plaza del lugar, coincidente en la actualidad con la plazoleta junto a la Posada del Corregidor. En aquellos días, fue llamada Plaza de las Ramadas, de enorme importancia en la historia teatral chilena, pues algunas de las primeras funciones dramáticas conocidas en el país, en la Colonia y todavía en la Independencia, se ejecutaron en este sitio, precisamente.

Detalle del "Plan de la Ville de Santiago, capitale du Royaume de Chili" del francés Amadée F. Frezier, confeccionado en 1712. Aunque el autor no lo señala, justo el sector central de la imagen corresponde a la calle y la plaza de Las Ramadas, vecina a los Tajamares del Mapocho. El antiguo Puente de Ladrillo señalado con la letra "E" (que aparece cortado en aquel período), desembocaba justo sobre la Plaza de las Ramadas.

La calle y plaza de Las Ramadas en la maqueta de la ciudad de Santiago a inicios del período republicano, en el Museo Histórico Nacional. La plaza corresponde a la explanada entre los edificios coloniales que está enfrente de la bajada del Puente de Palo, que sustituyó al antiguo Puente de Ladrillo.

Los antiguos edificios de la Posada del Corregidor y del inmueble que estaba enfrente y parte de la Plaza de las Ramadas, hacia 1926. Fuente imagen: Fotografía Patrimonial, Museo Histórico Nacional (Donación de la Familia Larraín Peña).

Como todo contorno de río y sus plazas eriales, Las Ramadas era un lugar poco saludable, algo que se confirma en la descripción que hace de ella José Zapiola en “Recuerdos de treinta años”, con un crudo retrato sobre los rincones del antiguo barrio riberano:

Continuando por la misma calle, al norte, nos encontramos con la de las Ramadas, tapada hasta hoy, al poniente, por una pared del convento de Santo Domingo. Allí, por un derrame de una acequia inmediata, se formaba, decimos mal, había en permanencia una laguna pestilencial cubierta con las yerbas que produce toda agua detenida. Su hondura no permitía el paso de ningún carruaje y sólo la atravesaba gente de a caballo. Estaba justamente frente a la casa de esquina, que era entonces de un señor Carrera.

Como se lee, el autor anotó que la continuidad del feo callejón terminaba enfrente del mencionado muro. Sin embargo, estas paredes existieron allí hasta poco después de su indicación, siendo demolidas en 1885. Y si bien la vista de la calle quedó despejada en ese extremo, nunca se prolongó más al poniente. Hoy, está cerrada por la cuadra de comercio de 21 de Mayo entre Rosas y San Pablo.

Ediciones posteriores del mismo trabajo de Zapiola, además, aclaraban que el aludido en la cita era don Francisco de la Carrera, “complicado, según rumores en el asunto del Escorpión”, el escándalo de contrabando de 1809 que sucedió a la captura de la fragata ballenera y comercial británica HMS-Scorpion y que costara caro al gobernador Francisco Antonio García Carrasco. En los muros exteriores de la propiedad “había escrito muchos ceros” y los siguientes versos:

Al que cuente estos millones
participo la mitad,
porque en su necesidad
tenga el dinero a montones.

 A pesar del muy poco alentador paisaje en Las Ramadas, agregaba Zañartu que la avalancha de gente fiestera no tuvo problemas en elegir la misma calle como su favorita. La fiebre habría comenzado, más exactamente, cuando la residente Juana Carrión, interesada en atraer más clientes a su chingana, puso a su hija a cantar contagiosas tonadas con esas mismas letras ladinas que horrorizaban al pijerío citadino. Su idea comenzó a ser copiada por las vecinas al advertir el éxito de la carnada para los parroquianos que allí llegaban, originándose el que podría ser el primer barrio de espectáculos y diversiones populares de Santiago, lleno de “cantos y rasgueos” como música y de “viejos verdes y mozalbetes” como clientes.

A su vez, los concurrentes que frecuentaban la folclórica calle, al confabularse para asistir a los establecimientos de la misma, hablaban en sus hogares de ir “a las ramadas” en lugar del más explícito referente de “las chinganas” según la teoría nominal defendida por Zañartu, motejándose el lugar, entonces, como la legendaria calle de Las Ramadas. De ser así, se explicaría en parte por qué duró tanto tal denominación sobre la misma. Esta teoría podría ser verosímil considerando que las ramadas eran tendales más benignos y de connotación menos provocativa; en cambio, las chinganas eran expendedurías y pequeñas quintas con fama mucho menos inocente, más cercana a los vicios del pueblo y a la diversión de trasnoche, aunque en nuestros días las hagamos sinónimos entre sí. Las chinganas incluían, invariablemente, el enganche de la música en vivo, mujeres alegres y los bailables, todas características de aquella calle.

Sin embargo, el crecimiento urbano fue absorbiendo esos terrenos adyacentes al río y les haría perder el carácter periférico que tenían en un principio, por lo que muchas de las más antiguas ramadas y casas de parranda mapochinas,  convertidas en centros de jarana estables, pudieron disfrutar de la bonanza sólo por algunas décadas más, mientras que otras comenzarían a emigrar con su público hacia el lado norte del río, al atrevido barrio de La Chimba.

Eran los últimos años de la Colonia, quedando todavía una fila de chinganas y tiendas de confiteros paralelas al paseo de los tajamares del Mapocho pero del lado opuesto, en la orilla norte. Básicamente, su ambiente era el mismo que se había cultivado por tanto tiempo en la ribera sur por la popular calle Las Ramadas y sus boliches. Y cuenta Armando de Ramón en “Santiago de Chile” que allí se reunía el pueblo a escuchar a sus cantantes acompañados por instrumentos, mientras los bailarines zapateaban danzas que tampoco fueron del gusto de las élites, pues el Cabildo de Santiago quiso perseguir las coplas populares y otras manifestaciones parecidas en 1805. Las expresiones germinales del canto a la rueda y de la cueca, sin embargo, ya se hallaban firmes en aquel ambiente.

Las chinganas de la primitiva calle Las Ramadas acabaron desplazadas en ese proceso. Lamentablemente, casi no quedaron memorias ni registros de los primeros artistas de guitarras y vihuelas llegados a sus amparos, en coloridas tardes y noches pertenecientes a la prehistoria de clubes o boîtes de la capital chilena. Con el tiempo, además, iba a ser el mundo del espectáculo teatral el que modificaría el cariz histórico de aquel territorio de cantores y barricas, aunque su fama de indecente y pecaminosa persistiera por largo tiempo más.

Sí se sabe, al menos, que para el siglo XVIII ya estaban definidos los roles de cantoras y de payadores en aquella escena folclórica citadina: mientras las primeras se centraban en cantos de estrofas alegres y de cuatro versos, ideales para las fiestas del pueblo, los segundos convivían con el arte del poeta y ofrecían corridos o romances, con líricas más serias y reflexivas, pero conectadas siempre con el sentir popular. Acompañados de vihuela, guitarrón, arpa y rabel, solían ser el tipo de artistas que enseñoreaban las ramadas, posadas y chinganas de entonces, paseando por diferentes ciudades y dejando para la posteridad algunas letras que pudieron salvarse del olvido, transcritas por Pereira Salas en su libro sobre los orígenes de las artes musicales en Chile.

Ya hallándose en crisis el poder colonial y durante el período comprendido entre la Patria Nueva y la Transición, llegaron a la misma calle establecimientos con corrales de teatro y algunas de las primeras presentaciones más serias de este tipo en Santiago, además de cafés y negocios relacionados con una recreación moderna. Iba quedando atrás, paulatinamente, la propuesta más rústica y de factura folclórica que había dominado por tantos años esas cuadras.

Concluida ya la tormenta independentista, además, en el libro de "Sesiones de los cuerpos legislativos de la República de Chile. 1811 a 1845" encontramos algunos informes sobre las cuotas mensuales que se cobraban a "los vecinos pudientes de esta capital" durante el gobierno de Bernardo O'Higgins, presentado en la sesión del 18 de junio de 1819. En calle Duarte aparecen mencionados, para entonces, los siguientes establecimientos y personajes locales:

  • Bodegón de la esquina de doña Dolores Meneses.
  • Doña Dolores Meneses
  • Ramón Chavarría
  • Don Rosario Bezanilla.
  • Don José Tomás Ovalle.
  • Bodegonero de la casa de doña Josefa Vivanco.
  • José Maniel García, bodegonero.
  • Las casas de doña María del Rosario Morales.
  • Don Juan Romero Montemayor.
  • Don Ángel Maseira
  • Don José Manuel Gamboa.
  • Don José María Espinosa.
  • Francisco Ibarra.

Aunque calle Las Ramadas ahora se llame Esmeralda, como un homenaje de la ciudad a la gloriosa Macarrona de los héroes de Iquique (al igual que sucede con calle 21 de Mayo, en donde comienza aquella), un pequeño pasaje ciego ubicado enfrente de la célebre Posada del Corregidor, correspondiente a un callejón cerrado, aparece llamado con el nombre antiguo de la misma calle principal en la que está: Las Ramadas, cual residuo toponímico de aquella época.

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