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LA TRADICIÓN DE LOS CUCURUCHOS DE SEMANA SANTA

"El Cucurucho" nacional según cuadro de Manuel Antonio Caro, reproducido como grabado por Recaredo S. Tornero en su "Chile Ilustrado" de 1872. El terrorífico personaje ingresa a una casa causando pavor.

En algunos países del barrio latinoamericano, como Perú, Ecuador, Guatemala y México, el período de la Semana Santa y otros parecidos de las fiestas religiosas aún son acompañados por la presencia de un misterioso personaje llamado popularmente cucurucho, penitente o cofrade del Santo Sepulcro, entidad que aterra en especial a los niños sospechosos de ser “herejes”. Acosa con mirada inhumana y sus vestimentas de ánima en pena, además de recordar a los adultos que la espada del castigo pende también sobre sus almas, invitándolos a una vida correcta en la fe.

Proveniente de tradiciones remontadas a la Edad Media, era tarea del controvertido cucurucho asustar a los que no participaban de las procesiones o que pudiesen estar flaqueando en su fe, estimulándolos a darles dinero como limosna y haciéndolos recuperar la senda de la salvación con la pequeña indulgencia. Por esto, siempre paseaba una alcancía y exigía asistencia para que los feligreses pudiesen hacer la obra de Cristo gracias a aquellas dádivas.

El cucurucho llegó a ser importantísimo en la tradición religiosa chilena, desde tiempos de la Colonia y por gran parte de la República, infaltable en las procesiones de celebración de la Pasión y Muerte de Jesucristo, el Viernes Santo de cada año, además de otras romerías y fiestas como el Cuasimodo o la Navidad, en algunos lugares. Tornero registra su presencia en 1872, aunque acusando también que ya era una figura en aparentes vías de extinción, por aquel entonces:

El cucurucho, detalle indispensable hasta hace poco, de toda procesión de Viernes santo, ha sido desterrado de las ciudades de alguna importancia. La esfera en que ejerce su ministerio, antes tan vasta, ha quedado hoy reducida al campo y a los pueblos de tercera categoría, donde continúa su tarea de alarmar a los niños y espantar a todos los canes de la vecindad. ¿Quién no recuerda, cuando niño, la terrible amenaza el cucurucho, al presentarse este ridículo fantasmón a la puerta de casa, con su negra túnica de coco, cubierta la cabeza con el puntiagudo bonete y oculta la cara tras una sombría careta? ¿Quién puede haber olvidado la impresión que en toda la casa producía el grito formidable: para el santo entierro de Cristo y soledad de la Virgen al que respondía el llanto de los niños, las carreras de las sirvientes y el ladrido de los perros?

Con cierto grado de complicidad de los tutores, o al menos de permisividad, la representación del penitente con el sombrero puntudo o encapuchado pasó a ser la del engendro que invadía las casas persiguiendo y aterrando a los moradores mientras pedía dinero, como si quisiera estimular la fe y la generosidad (conceptos que, para la Iglesia, eran más o menos lo mismo) desde el espanto y el pánico.

En “Folklore religioso chileno”, Plath dice que obraban reuniendo este dinero para los gastos de la Semana Santa, como labor central, y después participaban en las procesiones. Agrega sobre su indumentaria que “iban vestidos de una larga túnica negra y sobre la cabeza, abarcando la cara, un largo cambucho o cucurucho”. Otros posteriores tendrán la cara despejada, pero con el mismo cono en la cabeza, además de incorporar las prendas blancas.

El traje y la figura del cucurucho se remontarían hasta la Europa del siglo X, se cree, cuando comienzan a incorporarse vestimentas propias de órdenes religiosas a las procesiones, como la de los peregrinos de Santiago de Compostela. Algunos las suponen inspiradas también en los uniformes de los caballeros cruzados, en su custodia del Santo Sepulcro. Llegaron a América seguramente como el traje de los que pagaban penitencias en las fiestas, con el característico capuchón o capirote cónico muy parecido al que adoptará después el movimiento de supremacía blanca Ku Klux Klan en los Estados Unidos, este último proveniente desde las representaciones cinematográficas y el imaginario popular más que desde su propia tradición pues, originalmente, ellos usaban sacos o cambuchos blancos sin forma cónica. Fue este capuchón en forma de cucurucho, precisamente, el que dio nombre a su representación en las viejas procesiones de penitentes y sus incursiones limosneras.

Famoso óleo de Goya, retratando un proceso de la Inquisición. Los trajes del cucurucho podrían remontarse a la Edad Media y fueron usados en algunos prisioneros, aunque tendrían influencias de la indumentaria de órdenes como las de San Benedicto y San Benito.

"Aquellos polvos", aguafuerte de Goya con un cucurucho de condena.

Figura de un cucurucho con alcancía recolectando limosnas, en el Museo Histórico Nacional de Santiago. Miniatura de cerámica moldeada y policromada, de fines del siglo XIX.

Cucuruchos de Salamanca, descendiendo representación de Cristo, en imagen de "Folklore Religioso Chileno" (1966) de Oreste Plath. La tradición aún se mantiene en aquella zona.

Cucurucho o cofrade del Santo Sepulcro en una revista "Zig-Zag" de 1909.

Penitentes del siglo XVIII, en ilustración publicada por la revista "Pacífico Magazine", en 1913.

Sin embargo, muchos ven claras alusiones a las víctimas de la inquisición en esos atuendos, especialmente la española. En este sentido, el capuchón y el aspecto general de los cucuruchos es asociado a los gorros de burla que se ponían a los acusados de herejía durante la Santa Inquisición y que incluso perduraron hasta avanzado el siglo XX pero como “gorro de burro”, para castigar alumnos flojos o desordenados colocándoles este cono en la cabeza y volteándolos contra la pared. De ahí viene también la expresión “tonto de capirote”. El carácter de penitente explicaría el uso de la infame prenda, entonces, como se observa en el famoso óleo del pintor español Francisco de Goya retratando un proceso; lo mismo sucede en su aguafuerte “Aquellos polvos”, en la que se ve a un condenado con el capirote también usado por los cucuruchos. En ambos casos, se observa una indumentaria para el procesado parecida también a la de ciertas órdenes religiosas, como las de San Benedicto y San Benito.

Se hace extraño el rol del misterioso cucurucho, ya en tiempos posteriores. Parece estar relacionado con otros personajes que aparecían también en las fiestas religiosas, a modo de figurines, diablos o personajes de fantasía con algo de carnavalescos. Desde antaño, además, en las fiestas religiosas de poblados nortinos chilenos como Andacollo, Coquimbo o Copiapó, algunos bailarines se disfrazaban de demonios bufonescos como los llamados catimbaos, que también salían a asustar a niños y mujeres de la misma forma en que lo haría el temido cucurucho acá en Santiago y en otras grandes ciudades.

Por lo anterior, mientras el susto en las procesiones del Choapa estaba encargado a los catimbaos y a otros personajes grotescos caracterizados de diferentes formas, los cucuruchos tenían una labor parecida pero mucho más digna, que es reportada también por los trabajos de Plath: debían acompañar a Jesús por 14 de las 15 estaciones del Vía Crucis, para finalmente descenderlo, envolverlo en mortajas y entregarlo a la Virgen, parecida a la forma en que operan en otros países del continente, como Guatemala. Además, los cucuruchos continuaron siendo importantes en esas funciones en antiguas localidades chilenas como Salamanca, el famoso pueblo de las brujas también situado en la ribera del Choapa, bajando cada año desde la cruz un Cristo articulado al que pasearán por las calles, antes de devolverlo en la fiesta hasta su lugar en el calvario.

Puede que los cucuruchos de Santiago y la zona central, entonces, hayan adquirido más características de asustadores y fantasmales al irse desprendiendo de sus funciones originales, como alegorías de las almas en penitencia. En general, adquirieron rasgos de castigadores y acosadores más que de meros flagelados, de sayones de las procesiones o de recolectores de limosnas, a diferencia de lo que sucede en otros países en donde aún sobrevive con fuerza el personaje.

El cucurucho santiaguino, más precisamente, tenía cierta semejanza con los roles de las representaciones de demonios: se aparece amenazante a los injustos para castigar, hacer travesuras y cometer irreverencias con su mensaje repetitivo e insistente, en una especie de juego consensuado de amenazar y causar pavor: “Una limosna para el Santo entierro de Cristo y la soledad de la Virgen”. Su tarea principal en Santiago y otras ciudades era la de esparcir terror como advertencia, real o fingido, pero siempre apareciendo muy semejante al servicio de los mencionados catimbaos y otros seres parecidos de las celebraciones religiosas, que paseaban por las antiguas calles chilenas en las fiestas del pasado.

En los archivos del Museo Histórico Nacional existen fotografías de 1860 mostrando cucuruchos penitentes de la Semana Santa en Santiago, de las pocas que hay tomadas en estudios y con ambientación escénica. También hay una curiosa imagen de un grupo de cucuruchos de la misma fecha, insertas en el libro escrito en el siglo XIX por Moisés Vargas y titulado “La diversión de las familias. Lances de Noche Buena”, recuperado años después (1954) por el Instituto de Investigaciones Histórico-Culturales de la Universidad de Chile. Otra rareza salida de las imprentas nacionales, sin duda. La misma obra incluye la imagen de un cucurucho y un paco (guardia público, germen del mote que reciben hoy los funcionarios de Carabineros de Chile) entre penitentes de sociedades religiosas en 1859.

Por su parte, el reportero gráfico Melton Prior fue creador de una imagen para “The Illustrated London News” del 16 de agosto de 1890, en donde se ve un cucurucho o “santero penitente” de rostro descubierto, en una tarde dominical de la Alameda de las Delicias. Un perro callejero aparece pacífico junto al personaje pero, como confirmamos en Tornero y Vicuña Mackenna, lo usual era que los canes ladraran e intentaran atacarlos en las calles, percibiéndolos como seres molestos o malignos. Los disfrazados, a su vez, llevaban un garrote o una varilla para defenderse de las fauces agresivas, además de acrecentar con ella el miedo entre sus pares humanos. Al decir de Tornero, los perros eran “sus eternos perseguidores”.

"Cucurucho o Penitente de la Semana Santa", hacia 1860. Una de las poca fotografías de estudio y escenografía que deben existir con un auténtico "Cucurucho" de Santiago. Imagen de los archivos del Museo Histórico Nacional. En el Museo Histórico Nacional existe la pequeña figura policromada de un "Cucurucho" muy parecido al de la fotografía.

Grupo de cucuruchos o penitentes de Semana Santa, en 1860, según imagen publicada por Moisés Vargas en "La diversión de las familias. Lances de Noche Buena" (Instituto de Investigaciones Histórico-Culturales de la Universidad de Chile, 1954).

Un cucurucho y un "paco" entre penitentes de sociedades religiosas en 1859, según Moisés Vargas en "La diversión de las familias. Lances de Noche Buena" (Instituto de Investigaciones Histórico-Culturales de la Universidad de Chile, 1954).

Tarde dominical de la Alameda de las Delicias, en dibujo del reportero gráfico Melton Prior, en “The Illustrated London News” del 16 de agosto de 1890. Se distingue un cucurucho o “santero penitente” de cara descubierta.

Cucuruchos de Semana Santa en la Procesión del Señor Cautivo de 1912, Parroquia de San Miguel. Página de la revista "Zig Zag".

No fueron personajes dispersos o autónomos, sin embargo: los cucuruchos solían pertenecer a cofradías religiosas correctamente organizadas, y la mayoría de los que hubo en Santiago pertenecían a la Hermandad del Santo Sepulcro. Es posible que detalles o colores en sus vestimentas distinguieran e identificaran a los grupos, además de permitirles la hoy inconcebible licencia de poder penetrar al sagrado hogar para erizar los pelos a niños y adultos. Todavía hacia los años cincuenta existían localidades cercanas en donde sobrevivía la tradición, como San José de Maipo, aunque allá salían montados a caballos para espantar chiquillos.

A aquellas representaciones espectrales les bastaba con aparecer en sólo una o dos fiestas al año para convencer a los infantes, durante el resto del mismo, de que comieran toda su cena o tomaran sus medicinas, ante el sólo peligro del regreso de su amenaza. Como llegaron a relacionarlo directamente con el cuco, según Plath, cabe preguntarse si provendrá del cucurucho el hecho de en Chile se le diga cuco al coco, ese imaginario espectro del armario o del ático que mete miedo a los niños porfiados. No es gratuita esta asociación: abusando del sentir festivo, los propios cucuruchos así lo procuraban escondidos tras sus máscaras, haciendo gestos bruscos, gruñidos y pidiendo limosnas con voz gutural, amenazando con golpear.

La parcialmente desaparecida costumbre de “Quemar a Judas” en el Domingo de Cuasimodo, que sobrevivió en ciertos lugares de Santiago como Recoleta, Independencia y Conchalí, antes señalaba el final de las correrías del polémico cucurucho en la temporada de celebraciones religiosas, guardando el traje hasta el próximo año, cuando volvían a ser requeridos sus favores.

Después de siglos formando parte de la fauna de Santiago, el cucurucho se diluyó en los vientos del tiempo casi sin dejar huellas de su larga tradición en la ciudad. El cómo sucedió esto, fue explicado por el cronista Raúl Morales Álvarez, escribiendo con el pseudónimo Sherlock Holmes el artículo “Semana Santa ‘a la chilena’” de 1967, en el diario “El Clarín” de Santiago. Informa que se extinguió abruptamente por un escándalo hecho público por el controvertido jefe de la Policía de Seguridad de Santiago, Eugenio Castro Rodríguez, ya en los alrededores del Centenario. La polémica se relacionó con las limosnas y recolecciones que se hacían casa a casa:

Nadie fue reacio en estas ocasiones. Todos daban, lo mismo los ''picantes'' que los ''futres'' o los de ''medio pelo'', cada cual de acuerdo a sus haberes. La alcancía, de este modo, se iba repletando de cinco, dieces, chauchas, y algunos billetes haciéndose los lesos por el medio.

Todos daban, cada cual lo que podía, hurgando en los bolsillos con dedos generosos. Nadie fue jamás remiso en la solicitada empresa de enterrar a Cristo y consolar a la Virgen. Los más pobres de los pobres, naturalmente, a veces no tenían ni siquiera cinco centavos con qué contribuir al óbolo colectivo (...)

Los cucuruchos asentían gravemente con sus largos bonetes puntiagudos, diciendo que sí, que bueno, que lo aceptaban todo y muchas gracias, porque todo también servía “para el Santo Entierro de Cristo y consolación de la Virgen’’.

El hecho llamó la atención de Eugenio Castro, famoso jefe de la romántica Sección de Seguridad, barbecho germinal de la actual Policía de Investigaciones, que advirtió esto de “la gallinita, los huevos frescos y el par de quesillos” (...)

El escándalo estalló en la sorpresiva redada de cucuruchos que organizó Eugenio Castro después de observarlos bien con sus ojos de peuco. Treinta fueron detenidos, “sólo como muestra”, dijo el jefe de la policía ante los periodistas. Los treinta resultaron ser cofrades del demonio... más que fieles de la Virgen o de Jesús (...)

Desde ese instante ya no hubo más cucuruchos en Santiago, ni a la vista en el resto de Chile.

De esa manera, en Santiago no quedó más del cucurucho que algunos recuerdos ambiguos en el folclore religioso, además de los escasos registros sobre la existencia de semejante extravagancia en la tradición y en la fe popular.

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