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LOS PRIMEROS CAFÉS REPUBLICANOS: BILLARES, LOTERÍAS, NAIPES Y OTROS APORTES A LA RECREACIÓN

Aviso del Café de La Nueva Bolsa en la "Guía de Santiago" del año 1886. Fue, de alguna manera, el continuador del clásico Café de La Bolsa.

"El café cae en nuestro estómago e inmediatamente todo entra en acción; las ideas empiezan a moverse como batalladores del grande ejército en el campo de batalla. Los recuerdos llegan a estandartes desplegados; la caballería ligera de las comparaciones rompe en magnífico galope; la artillería de la lógica abre sus fuegos; los pensamientos se despliegan en tiradores; los caracteres brotan en todas partes y el papel se cubre de tinta, pues la lucha ha comenzado y termina en torrentes de agua negra como las batallas en negra pólvora" (Honoré de Balzac)

Los cafés fueron fundamentales en la consolidación de los espacios especialmente dirigidos a las tertulias y los encuentros sociales en el siglo XIX, instancias de reunión e intercambio a las que ya hemos dedicado acá un texto. Provenientes de algunas experiencias del siglo anterior e identificados como cafés de tertulias o cafés literarios, es probable que estéticamente y funcionalmente no se diferenciaran mucho de una taberna corriente en sus primeras propuestas disponibles al público. El mejor acceso comercial al producto cafetero, además, debe haber abonado a la rápida aparición de estos establecimientos en un período visible después de la Independencia.

Otro factor interesante era que en aquellos establecimientos estaban permitidas algunas licencias inofensivas acompañando a las de poder conversar, discutir de literatura o simplemente leer: prácticas no mal vistas en estas mismas reuniones, pero que sí lo serían un tanto a nivel doméstico, al menos en ciertos círculos sociales. Entre ellas, por ejemplo, estaba la posibilidad de jugar partidas de cacho, naipes o dominó con “pequeñas” apuestas, inclusive. Tanto fue así que las salas de juegos también acabaron siendo llamadas tertulias, en aquel período.

En sus "Recuerdos de treinta años" don José Zapiola trae de vuelta algo interesante sobre varios de aquellos primeros cafés santiaguinos surgidos durante el ordenamiento republicano. En ellos, solo a prueba y error, se intentó dar refugio a la parte más sosegada de la recreación decimonónica que se acomodaba bajo techo. Tiempo después, autores como Oreste Plath han rescatado esa nómina, en su caso con textos reproducidos en “El Santiago que se fue” y “Geografía gastronómica de Chile”.

Enrique Bunster, por su lado, aportó también una breve pero inteligible descripción del ambiente social imperante por entonces, en su obra "Casa de antigüedades". Se refiere al lánguido clima recreativo imperante en la sociedad santiaguina cuando recién comenzaban a aparecer aquellos cafés:

Como solo había un teatro en la ciudad, y uno o dos cafés, la gente de copete y tono se aficionaba a las diversiones de la chusma. Cronistas y pintores describieron con lujo de detalles las carreras de caballos de Renca, adonde las damas elegantes se trasladaban a paseo de buey en carretas entoldadas y llevando consigo su servidumbre y canastos de provisiones para merendar sentadas en el pasto campestre.

Otros santiaguinos saldrían en las fiestas de Pascuas formando caravanas hacia la aldehuela y los baños de El Resbalón, siguiendo una ruta de aproximadamente una legua y pasando por el cerrillo de una guaca indígena llamado cerro de Navia, que da nombre a la comuna de Cerro Navia. No pocos hacían lo mismo pero con dirección a los Baños de Colina y otros destinos periféricos que suplían con su frescura y grato ambiente a la falta de balnearios costeros de la urbe.

La aparición de centros de reunión y esparcimiento ocurrida precisamente en aquellos años, como eran los casos de los cafés, vino a presentarse entonces ante el público como una valiosa nueva opción pero disponible a la actividad recreativa diaria y permanente para una parte de la población, sin tener que esperar temporadas cálidas ni la posibilidad de salir de la ciudad o de apartarse hasta sus márgenes siquiera, pues se encontraba la oferta ahora en pleno centro urbano.

Manuel Peña Muñoz, en su conocido trabajo “Los cafés literarios en Chile”, habla también de un primitivo establecimiento que equivalía a café y fonda en la calle del Rey, después llamada Estado, a cuadra y media de la plaza. Probablemente se trata de uno de los precursores de este servicio comercial en la capital chilena:

…de sólidas proporciones, donde se reunía la juventud a jugar al “monte de baraja”, conversando ruidosamente. Por las calles empedradas y bajo la luz de los faroles, ya sea a pie o en carruaje, los caballeros también acudían a estos cafés que estaban en las inmediaciones de la Plaza de Armas en donde se jugaban distintos juegos de naipes, entre ellos “la malilla”, “el mediador” o “la primera”, alumbrados por las velas de sebo.

Pero, para comenzar a sondear mayores precisiones sobre el tema, volvamos a la introducción de Zapiola contextualizando la situación de los cafés en la vida social de Santiago, partiendo por aquellos de los que fue testigo:

El que escribe estas líneas empezó a conocer estos lugares en 1819, a la edad de 17 años. Por estas fechas ya caerán en cuenta nuestros lectores que cuando vinimos al mundo “este siglo tenía dos años”.

Por nuestras indagaciones hemos calculado que los cafés fueron conocidos en Chile poco antes de 1808, pero bajo el nombre de trucos, con alusión a un juego muy parecido al de billar, que solo se introdujo en Santiago en el año de 1812 a 1814.

Estos establecimientos son más antiguos en Lima. El primer café se instaló en el año de 1775, media cuadra al oriente del templo de Santo Domingo. Hace algunos años ha desaparecido con el edificio en que estaba.

Sin embargo, Francisco A. Encina refuta con observaciones interesantes una creencia de fondo, defendida tácitamente en las palabras de Zapiola: que las salas de truco fueran traídas desde Lima en el último tercio del siglo XVIII cuanto más temprano, o aun después. El responsable de esto habría sido don Francisco Leiva, se supone. Empero, si bien  Encina supone que la tradición puede estar señalando lo correcto en cuanto a los cafés, como se indica, esto no sucede con los trucos que tan vinculados solían estar a los mismos durante aquel período. Esto se infiere considerando, por ejemplo, que en el inventario de bienes del corregidor de Copiapó, don Juan Antonio Gómez Granizo, fallecido el 5 de mayo de 1724, figuraba ya entonces una mesa de truco o billar.

Dicho de otro modo, entonces, y como sucedería también en el caso de su mención sobre el supuestamente tardío arribo de la zamacueca en Chile, Zapiola parece haber fallado su puntería al hablar de las estimaciones cronológicas sobre la llegada del truco al país, tal vez por un sesgo demasiado centralista y, acaso, una excesiva confianza en los recuerdos de observaciones personales.

A renglón seguido y corregido ya aquel dato, Zapiola describirá con detalles un local de café y truco que estuvo en el desaparecido Portal de Sierra Bella, del lado sur de la Plaza de Armas. El establecimiento fue conocido para la posteridad como el Café de Dinator:

Uno de estos cafés (no había más que dos) estaba situado en la plaza principal, en el mismo lugar que ahora ocupa el Casino del Portal Fernández Concha. Los altos, con vista a la plaza, y que estaban en un cuerpo, constituían el mejor salón para los concurrentes. Este salón servía de comedor, de centro de tertulia y de sala de juegos de carteo.

Los tales altos se elevaban poco más de tres metros del suelo. Esto es tan cierto, que, en el terremoto de 1822, que nos sorprendió en ese lugar, vimos gran número de personas descolgarse por ellos a la plaza, sin que ninguno recibiera daño de consideración. Al cuartito, a que acabábamos de llegar en ese momento en busca de un amigo, le viene como de molde la descripción que hace Gorostiza de un garito español, y que deben conocer muchos de nuestros lectores, por lo que solo copiamos el principio:

En un ahumado aposento,
anegado en porquería,
he visto en un solo día
lo que no vería en ciento.

Agrega que en el boliche se podía jugar al monte sin ser molestados por las restricciones de las autoridades, siendo identificado el lugar como una tertulia no solo porque se desarrollaban las mismas allí en las tardes, sino también por la fama de casa de juegos, “como ahora, sin más gasto que el de un trompo, se llaman filarmónicas los salones de baile”. Y, por supuesto, había también apuestas: cuando el hombre perdía lo suyo se iba con la cola entre las piernas, pero, durante el día siguiente, aparecía la mujer del infortunado en el local reclamando al dueño “lo que había perdido el marido, y lo que no había perdido también”.

Aquel café era solo uno de los atractivos del Portal de Sierra Bella, sin embargo, edificio dotado por entonces de 21 tiendas y 19 cajones o baratillos adosados a los pilares de sus arcadas, en la galería principal. Zapiola continúa así su muy detallada descripción de este céntrico lugar de la ciudad y su contexto:

En dicho café se jugaba, desde mediodía hasta cualquier hora de la noche, malilla, mediator, primera y báciga. En cuanto al monte de baraja (pues no era conocido el de dados), siendo uno de los entretenimientos más productivos para el dueño de casa, no tenía horas limitadas.

Había una detestable mesa de billar, alumbrada por cuatro velas de sebo, que eran las únicas que se conocían, colocadas en dos cruces que pendían del techo sobre la mesa. En los intervalos en que no se jugaba se apagaban las luces, menos una, para no dejar en tinieblas a los concurrentes. Esto duraba mientras no se armaba otro partido. Los tacos con suela y tiza no se usaban aún, lo que daba lugar a ciertos expedientes que eran de uso forzoso. Antes de jugar nos apoderábamos de la lima para emparejar la punta del taco. La tiza la suplíamos de un modo muy ingenioso: la punta limada la apoyábamos en la pared -que nuestros lectores supondrán no era empapelada, pues hasta entonces era desconocido este adorno- y le dábamos vuelta como a un molinillo. Esta maniobra, que también se hacía en los ladrillos del piso, si suplía la tiza, llenaba la pared de agujeros; pero al fin satisfacía una necesidad a gusto de todo el mundo. Los filos del taco, como es natural, se prestaban admirablemente para romper el paño. Debemos añadir que este no era como ahora de una sola pieza, puesto que, siendo el que se usaba del ancho ordinario, había que añadirlo, de suerte que en un costado de la mesa había una costura que tomaba todo el largo, haciendo perder la dirección a la bola cuando era impulsada con poca fuerza. Los efectos del taco con suela solo fueron conocidos el año 32, cuando vimos jugar al señor Barré, profesor de piano.

Las mesas de billar tenían invariablemente un adorno. Este era un rodapié que cubría las patas y el interior, y que prestaba un servicio útil. Tras este rodapié se guardaban las camas del billarero y de los mozos del servicio, de lo que resultaban ciertos inconvenientes que ya sospecharan nuestros lectores... Este café había pertenecido a Jaramillo, su fundador; pero en nuestro tiempo era de Dinator.

Tres o cuatro años después de las pasadas de Zapiola por aquel lugar, el café cesó funciones: don Francisco Solano Dinator usó la buena recaudación para reconstruir y poner nuevamente en marcha la cancha de peleas de gallos que existió en el Paseo del Tajamar, hacia el sector donde estará después la Plaza Bello, involucrándose en este negocio que arrebataba parte del mismo público a los cafés.

 

Detalle de una acuarela de 1835, de autor anónimo, con el aspecto del lado oriental de la Plaza de Armas antes de la aparición de los portales y en donde estuvieron el Café de la Nación y el Teatro Nacional, y hacia el extremo sur Café de la Bolsa. Se observan también los comerciantes del mercadillo de la plaza. Fuente imagen: Archivovisual.cl.

Plaza de Armas de Santiago, sector poniente en Ahumada con Compañía, en 1850. Atrás a la derecha estaban las dependencias del Hotel del Comercio y el Café Casino, por el mismo lado en que ahora está el internacional Café Marco Polo en el zócalo del Palacio Arzobispal. Pintura sobre papel de las colecciones del Museo Histórico Nacional.

Detalle de  acuarela de la Plaza de Armas de Santiago, por el explorador José Selleny hecha en 1859, hacia el oriente. Se puede observar en plenitud el aspecto del Portal Tagle y parte de los edificios antiguos que quedaban en pie. Fuente imagen: "El paisaje chileno. Itinerario de una mirada", del Museo Histórico Nacional.

Costado oriente de la Plaza de Armas de Santiago, hacia el sector de las actuales 21 de Mayo y Monjitas, a mediados del siglo XIX, con parte del Portal Tagle y algunos de los edificios que daban hacia el norte de la cuadra.

Las tertulias de antaño contra las tertulias nuevas, en caricatura de critica social publicada en revista "Sucesos", año 1912.

Una confitería y salón de té (la de B. Camino) en Ahumada esquina Compañía, en antigua postal fotográfica de inicios del siglo XX. Las confiterías y salones de té vinieron a relevar el antiguo concepto del café litetario o de tertulia en el comercio.

El mismo autor describe otro establecimiento de similar tipo en calle Ahumada, enfrente de la salida que tenía por entonces el llamado Pasaje Bulnes, coincidente hoy con el Pasaje Matte a espaldas del Portal Fernández Concha. Pertenecía dicho negocio a don Francisco Barrios, “español de cuño antiguo y bondad proverbial”, por lo que el café fue llamado y recordado con su nombre:

De pobre aspecto y de menos dimensiones que el anterior, era frecuentado siempre, sin embargo, por la gente de tono. La sala de malilla, que era la más concurrida, se hacía a veces insoportable por la fetidez que despedía la acequia interior que la atravesaba. Tenía cierta analogía con el café de Bodegones de Lima, que, como es sabido, solo tiene por parroquianos a los viejos. Concluyó arruinando a su dueño el año 25 o 26.

En 1822 abrió sus puertas un nuevo café en Santiago, esta vez en calle Catedral a dos cuadras al poniente de la Plaza de Armas. Fue fundado por la sociedad de los señores Tomás Rengifo y Ramón Melgarejo, ocupando una propiedad que, para los tiempos de Zapiola ya redactando su crónica memorial, pertenecía a don Fernando Errázuriz. “Las numerosas y grandes ventanas que caen a la calle de Morandé, que aún se conservan, fueron colocadas entonces”, anota el director musical.

Curiosamente, pero demostrando la variedad de vida cultural que podían reunir dentro de sí, en aquel café de Catedral con Morandé existió también una suerte de escuela de baile. Esta era dirigida el maestro Manuel Robles, colega de Zapiola y mismísimo autor de la música del primer Himno Nacional de Chile:

Como compensación del trabajo del señor Robles, cada concurrente a ese salón contribuía con un real, con el cual se pagaba también una buena orquesta. Este café hizo gran ruido, pero dos años después fue cerrado con pérdidas considerables para sus empresarios.

Peña Muñoz, por su lado, agrega en nuestra época algo más sobre la labor que mantuvo Robles en la pequeña escuela de danza del café:

El maestro Robles no tenía rival. Con paciencia de bailarín, enseñaba los complicados pasos y evoluciones en el encerado piso, mientras en las mesas madres y chaperonas observaban las clases, especialmente cuando las parejas bailaban el vals que no era muy bien visto porque era un baile “agarrado”.

Da la impresión que, a diferencia de sus antecesores, el café de Rengifo y Melgarejo pretendía tener mucha mejor connotación y público, con más perfil de lugar de tertulias propiamente dichas y quizá de alta sociedad, a juzgar por el resplandor intelectual que proyecta la descripción de sus memorias. Sin embargo, puede que esa misma aspiración lo haya hundido como propuesta comercial, al no llamar a sectores más populares y numerosos de la posible clientela. La presencia de una orquesta propia lo adelantaba mucho en la modernidad como oferta recreativa, además.

En tanto, apareció otro establecimiento más bien pequeño en calle Compañía, a media cuadra de la Plaza de Armas y casi la misma distancia del Teatro Arteaga. Fundado por Rafael Hevia, una tabla en su fachada lo presentaba: Café Serio del Comercio, reseñado a veces también como Café del Comercio. Sin embargo, hallándose colmado de vahos desagradables, el público santiaguino “jamás pudo olvidar su nombre primitivo que, como alusión a la fragancia que se sentía desde la calle, lo había llamado ‘fonda de los m…”’, agrega Zapiola. Comenta algo más, también, dando una pista de cuál es la palabra omitida:

Este nombre bien podían llevarlo todos los establecimientos de esa época, pues, como utensilio indispensable, tenían siempre en el primer patio uno o dos cancos, que estaban destinados a prestar ciertos servicios a los parroquianos y transeúntes.

Según agrega Peña Muñoz, a pesar de sus aspectos tan reprochables el Café Serio del Comercio habría sido el que “reunía a los caballeros de ese tiempo, especialmente comerciantes, echando las raíces de una costumbre de camaradería social en torno a un café que se mantiene hasta el día de hoy”.

Al cerrar tan fétido y fermentado bolichito de Compañía, Hevia se trasladó a una posición más céntrica y abrió ahora el Café de la Nación, en una de las cuatro casas con mojinetes o altillos al costado oriente de la Plaza de Armas, en donde estuvieron después -consecutivamente- el Portal Ruiz de Tagle, el Portal Mac Clure y, ahora, el Portal Bulnes. De acuerdo a autores como Peña Muñoz, el Café de la Nación había sido fundado en 1825, añadiendo sobre su historia:

El señor Hevia se había especializado en preparar unas exquisitas mistelas. Los garzones las servían en copas de plata que tenían unas “bigoteras” para impedir que los caballeros se mojaran el bigote.

El Café de la Nación era el lugar de moda para hablar de política, literatura y riñas de gallos. Un escritor asiduo a este emblemático café fue el dramaturgo Daniel Barros Grez que lo evoca en sus crónicas.

La repostería del Café de la Nación era tan refinada que se la comparaba incluso con la de las Monjas Rosas en la preparación de golosinas, alfajores y turrones para los santos, Navidades y Fiestas Patrias.

Parece que el nuevo café de Hevia sí tocó más de cerca el esquivo éxito que no lograron paladear los casos anteriores, dada la cantidad de tiempo que permanecería abierto. En sus memorias, el marino Richard Longeville Vowel también dice algo sobre aquel establecimiento y su ubicación hacia fines de aquella década:

Frente a la catedral se halla el Café de la Nación, que tiene por ambos costados hileras de pequeñas tiendas, que ocupan el resto de la plaza. Las casas que están sobre estas se hallan ruinosas y las hacen desmerecer, pero como sus dueños residen en Lima, el Gobierno de Chile no toma medidas para remediar semejante defecto.

Es otro dato conocido, además, el que un concesionario del café, don Carlos Fernández, fundó allí mismo en la cuadra uno de los primeros teatros de la República después del más constituido de don Domingo Arteaga, hacia 1827: el Teatro Nacional, espacio que llegaría a tener cierta importancia en las artes escénicas de entonces, a pesar de su precariedad. Sin embargo, este también debían competir con el reñidero de gallos y otras propuestas comerciales por la atracción de público, a veces en condiciones muy desventajosas. Incapaz de rivalizar con el Teatro Arteaga, entonces, la vida de aquel corral de teatro fue efímera, a diferencia del café que habría seguido existiendo por varios años más.

Con experiencia en el rubro, Hevia abrió otro establecimiento alrededor de la plaza en 1831: el Café Casino, en el lugar hacia donde se ubica el Palacio Arzobispal. “Era el más bien montado que se había visto en Santiago”, dice Zapiola, y Plath observa que ocupó el mismo sector en donde antes tuvo residencia don José de San Martín. Este café fue vecino al Hotel El Comercio, además, en donde alojaron varias de las más importantes visitas extranjeras del período a inicios de la República y durante un par de décadas más. Curiosamente, aquel era el mismo tramo de la manzana en donde hoy existe el internacional Café Marco Polo, de cara a la plaza.

El concepto del Café Casino era, precisamente, el de reunión social ofreciendo servicios para refrescos fabricados en plata y atendiendo banquetes y bailes. Duró unos diez años, haciendo siempre ostentación de esta elegancia y cuidado en el servicio, hasta que se vio forzado a cerrar por la falta de público ya en su última época de existencia, según la crónica. Sin embargo, cabe señalar que, en 1872, informa Recaredo S. Tornero en su "Chile ilustrado" que existía a la sazón un llamado Café Casino del Portal en el primer piso del mismo edificio del arzobispado de Santiago.

Por el mismo año en que abría el elegante último boliche de Hevia, lo hizo también el mítico Café de la Baranda en calle Monjitas, a una cuadra de la plaza. Zapiola dice que ocupaba la casa que después perteneció a don Pedro Marcoleta: “En este café, que sería llamado por los parisienses Chantant, había canto, con acompañamiento de arpa y guitarra, ejecutado por varios artistas de primer orden…”.

Entre quienes que se presentaron en el Café de la Baranda estuvieron también Las Petorquinas, el grupo musical y folclórico femenino más importante de su época. Y agrega Zapiola a la semblanza de marras:

En sus salones se jugaba lotería, como antes se había hecho en el café de Dinator. Este juego era el favorito de los empresarios, por una razón muy sencilla. De cada peso de la suma a que ascendía cada lotería, la casa sacaba un real. Ya calcularan nuestros lectores que con este sistema, a las pocas jugadas, el dinero casi en su totalidad pasaba como por encanto al bolsillo del dueño de casa. Esto justificaba un refrán muy repetido entonces: “De enero a enero, la plata es del lotero”.

Grabados de cartas antiguas, correspondientes a naipes españoles de la época de los Austria. Los juegos de cartas y otros de mesa fueron, además del billar y las loterías, una licencia frecuente en los primeros cafés de la República. Fuente imagen: "Mirador: Leyendas y episodios chilenos" de Aurelio Díaz Meza, edición de Editorial Talcahuano.

Plaza de Armas de Santiago en postal fotográfica de Courret Hermanos. Se observa la fachada con arcadas del Portal de Sierra Bella. Al centro, la plaza circular y la Fuente de la Libertad Americana que aún existe en la plaza. El Portal Fernández Concha reemplazó al viejo Portal de Sierra Bella tras un incendio.

 

El regio y flamante Portal Fernández Concha, en imagen publicada por Recaredo S. Tornero en 1872. Se observa la intensa actividad de la Plaza de Armas y parte del antiguo edificio del Portal Mac-Clure, en donde está ahora el Portal Bulnes.

Publicidad para el Café Tupinamba y la Confitería La Europea en la revista "Teatro i Letras", ya en diciembre de 1910. Se ubicaban en Merced casi llegando a San Antonio y mantenía un poco de la presentación clásica de los cafés del siglo anterior.

Publicidad impresa del Casino del Portal, del señor Pinaud, en sus años de esplendor comercial y social del Portal Fernández Concha. Hacía ostentación de su salón y academia de billar.

Flamante salón y escuela de billar de Henry Pinaud en el Fernández Concha, en fotografía publicada por la revista “Sucesos” del Centenario. Los salones de billar siempre estuvieron ligados a los cafés y espacios de tertulia del viejo Santiago. El establecimiento continuó existiendo después de la gran remodelación casi total del edificio en los años treinta.

Según las indicaciones que entrega el autor, parece haber sido en dicho café y sus tómbolas en donde nació la costumbre nacional de sustituir con granos (maíz, porotos, etc.) los marcadores de los cartones de números en las loterías populares, algo que todavía sucede… Y también se inventó algo más allí:

No hemos olvidado, ni tampoco algunos de nuestros contemporáneos, cierto descubrimiento ingenioso del empresario aquel. Para apuntar los números que se iban pregonando, se ponían sobre las mesas varios pequeños montones de granos de maíz, con los que se cubrían los números que a cada uno le tocaban. Por distraerse, o no sabemos por qué otro motivo, los jugadores se echaban los granos a la boca y después de mascados se los comían o los botaban. El lotero, que cada vez que terminaba el juego notaba considerable disminución de aquel cereal, recurrió a un expediente que, si no acredita su aseo, prueba sus instintos económicos. El maíz, que debía servir en la noche, ya que no se jugaba de día, era puesto a remojar en cierto líquido que, por respeto a las narices del que nos lea, no nombraremos, lo secaba en seguida y formaba sus montones como de costumbre. Los aficionados cayeron en cuenta, no sabemos si por el sabor o por el olfato, de la operación, y dejaron de comer maíz.

Para Peña Muñoz, el Café de la Baranda respondía también a la moda de estos establecimientos que ya había comenzado en el Santiago de entonces, análoga a los cafés de Madrid concebidos “para oír la mazurca, la habanera o el cuplé”. Habría sido el más famoso del momento, además:

Inaugurado en 1831, este Café de tipo español situado en la calle Monjitas, muy cerca de la Plaza de Armas, reunió a los artistas en torno a la música que se interpretaba al compás del arpa y de la guitarra con la atiplada voz de las cantoras. Aquí también se jugaba la lotería mientras en el estrado Las Petorquinas cantaban tonadas campesinas.

Junto con haber entrado casi desde sus inicios al mercado de la recreación y el juego, se confirma que los señalados casos de primeros cafés santiaguinos se esforzaron por ingresar también al circuito de establecimientos con funciones artísticas o musicales en vivo. Con sus ensayos de negocios ponen en marcha la búsqueda de aquella comunión entre tales lugares y las instancias de tertulia o convivencia que, después, se apoderarán exitosamente de todos los salones, agotando la práctica de lo que se había acostumbrado a hacer en un encierro más doméstico.

Longeville Vowel, quien también ve algunos cafés en la Alameda de las Delicias hacia esa época, aporta otra descripción general de estos y de cómo procuraban ofrecer comodidades para su público, enganchando a la clientela con presentaciones de aquellos artistas populares:

Los cafés tienen todos corredores, en los que se colocan mesas y asientos para el que quiera entrar a descansar. Hay también música y canto, que costean los propietarios para entretenimiento de los concurrentes, pues está en su interés contratar buenos músicos y cantores para atraer gente a sus casas. Estos cantores se las dan de ordinario de improvisadores, por lo menos siempre se preparan con nuevos versos, de ordinario satíricos y adaptados a los antiguos aires nacionales. En ellos hacen frecuentes alusiones a las novedades que ocurren en la ciudad, a las que siempre prestan los chilenos atento oído, sobre todo si son materia de escándalo. Uno de estos trovadores, que gozaba de gran favor del público, conocido que era con el sobrenombre de La Monona, por una tonada que a diario se le pedía cantase, compuso tal número de versos satíricos sobre este tema, con alusiones a las monjas y frailes, que los priores y abadesas hubieron de preocuparse del asunto y se valieron de sus influencias cerca del alcalde de la ciudad para que encerrase al infeliz cantor en la Casa de Corrección. Pronto, sin embargo, fue sacado de allí por la intercesión de un cacique araucano llamado Venancio, que se hallaba en Santiago con una misión de su patria y había estado muy entretenido con su canto.

Por su lado, en su tratado sobre la historia del teatro chileno, Miguel Luis Amunátegui recuerda algo también del café Parral o Baños de Gómez en calle Duarte, hoy Lord Cochrane. Con mucho de chingana (o más de eso, mejor dicho) este mítico boliche contó, a partir de 1843, con el nuevo Teatro de Variedades, establecimiento fundado allí para las Fiestas Patrias de ese año y del que se esperaba fuera lugar de importantes presentaciones artísticas de aquella época. Sin embargo, el escenario no logró atraer público suficiente y sucumbió bajo el peso de sus propias expectativas, poco después. De este modo, el que se creía iba a ser el teatro más popular de Santiago, con concurrencia de clase media y baja por igual, no pudo levantar vuelo.

En una relato novelado de "Las heridas del corazón", reproducido después en la gaceta "La Estrella de Chile" del 24 de julio de 1870, Valentín Murillo también aporta más información al tema y recuerda la existencia del Café de la Estrella. Era otro local cafetero del tradicional contorno de la Plaza de Armas. Por tratarse de un estupendo testimonio, también tomaremos sus palabras textuales sin someterlas a nuestra redacción:

Situado a inmediaciones de la plaza de Santiago existía en 1863 un café cuyo frontispicio sucio y descuidado contrastaba notablemente con el lujo de sus aposentos interiores. Un farol de vidrios opacos por el polvo alumbraba con su vacilante luz un largo y estrecho pasadizo de paredes ennegrecidas por el tiempo.

En el primer piso de esta misteriosa casa había algunos billares ocupados por inofensivos parroquianos, que se arriesgaban al juego el importe de su modesta cena o el almuerzo de algunos cubiertos para el siguiente día, cuando los curiosos, siguiendo con interés las combinaciones del juego, tomaban partido en las probabilidades de éxito de una reñida mesa.

Alguna vez se solía dar conciertos que jamás excedían de las 12 de la noche, hora en que, por lo general, se apagaban las luces y se cerraban las puertas. Esto, nos apresuramos a decirlo, era un verdadero acontecimiento en los anales del café de la Estrella.

La persona que hubiera visitado por primera vez este establecimiento, es probable que no viera otra cosa que lo que hemos descrito, si se exceptúa la angosta entrada de una escalera abierta en lo más oscuro del pasadizo. Es cierto que, si alguien se hubiera aventurado en este revuelto laberinto, habría encontrado en el descanso de la escalera a un portero alargándole silenciosamente la mano, y que, a no corresponder a esta muda insinuación, le habría mostrado la puerta de manera significativa.

Agrega en la descripción que, al llegar a aquel segundo piso del establecimiento, se accedía a una sala de pavimento desnudo apenas iluminada por una lámpara de aceite. El ambiente era algo lúgubre y misterioso dentro del olvidado café.

También adyacente a la Plaza de Armas estuvo el Café de la Bolsa creado por don Carlos Weise (mencionado a veces como Wiese), en Merced al extremo del Portal Mac-Clure y del interior Portal Alcalde (después unidos), en donde está ahora el Portal Bulnes. Existió por muchos años, pues Eugenio Pereira Salas dice en sus "Apuntes para la historia de la cocina chilena" que, para la década de 1880, solía ser visitado por descendientes de germanos, razón por la que su cocina ofrecía sabrosos platillos crudos, tártaros, bistec alemán y escalopas a la Bismarck.

El Café de la Bolsa tuvo un muy posterior "bis", curiosamente: uno de sus mozos, conocido como Juanito, fundó un famoso centro de reuniones de calle Estado llamado La Nueva Bolsa, el que existía aún en los tiempos de la presidencia de José Manuel Balmaceda. Aparecerá propietado también por un señor Jorge H. Steventon en aquel período. Hemos publicado algo ya al respecto acá, en un artículo referido a la historia de los centros de tertulias y reuniones más conocidos de aquel período histórico.

Los cafés ya proliferan durante el período por teatros, hoteles, sedes de clubs sociales y centros de reunión en general, incluyendo el Teatro Municipal que contaba con su propio espacio de este tipo. También aumenta el consumo popular del producto de los cafetales, importado en buena cantidad al país. El famoso restaurante de M. Gage, el Santiago, también nace en el período y lo hace como otro café.

A pesar de todo, pues, el modelo de cafés recreativos continuaba funcionando perfectamente, creciendo con otras propuestas posteriores y a medida que avanzaba el siglo. Para 1872, Tornero asegura que existen en Santiago diez hoteles y 29 cafés disponibles "donde también se alojan pasajeros que son servidos con la misma abundancia y comodidad que en los primeros". Sin embargo, de las palabras de Tornero se desprende que ya no son la atracción de reuniones sociales del pasado, en los tiempos de Zapiola:

En Santiago los hoteles y cafés son más frecuentados por los extranjeros que por los santiaguinos, pues estos tienen en sus hogares bastante comodidad para recibir y obsequiar a sus amigos. Las reuniones públicas en los cafés no se conocen entre nosotros.

Los servicios de cafés llegarían a volverse parte de la oferta misma de los salones de té, confiterías y pastelerías, además. Casi no hubo espacio de encuentro o intercambio social en donde no existiera un rincón entre los comedores que, cuanto menos, pudiera servir a tales efectos. Algunos ingeniosos se las arreglaban también para beber su café con un poco de coñac o licores aromáticos tipo amaretto, fuera de lo que es su presencia como ingrediente del tradicional cola de mono y otros ponches parecidos de años posteriores.

Lo propio sucedía con sus hermanos menores o casi siameses, los salones de billar. Existieron algunos clásicos y más modestos, como el mencionado por Benjamín Vicuña Mackenna en calle Agustinas por donde vivió alguna vez La Quintrala, justo enfrente de los muros de la Iglesia de San Agustín, que también era sede de algunas cofradías religiosas. Y hubo otros posteriores más ostentosos, como el mítico Casino de don Henry Pinaud en el Portal Fernández Concha, que tenía una academia propia de billar. Para la siguiente centuria, varios centros culinarios y recreativos contarán con sus salas de billar y pool, además de otros juegos como palitroques o tiros al blanco.

Recogiendo las mismas impresiones de Tornero, añadirá Plath que para los años previos a la Guerra del Pacífico ya había varios otros cafés con las mencionadas mismas comodidades y holguras de los buenos hoteles de Santiago:

Los cafés tenían una superioridad sobre los hoteles, y era la de que el huésped podía introducir en ellos una mercadería que algunos hoteles repudiaban: licor. Naturalmente, esto trajo el descrédito de algunas de esas casas, y de ahí que se originara una odiosa distinción de hoteles y cafés aristocráticos.

Pero la próspera situación de los cafés santiaguinos y el modelo comercial al que habían llegado pasada ya la generación fundacional, comenzó a cambiar con la apertura de los salones de té en los hoteles y en las grandes tiendas comerciales que fueron instalándose en la ciudad, casi como un complemento de la diversión o extensión de la misma. Estos irían volviéndose los favoritos de los encuentros sociales, las tardes familiares y de los visitantes extranjeros. Supieron apoderarse también de la tradición de la once, la versión criolla de la hora del té inglés, en una sana costumbre que antes había sido el momento favorito de viejas reuniones en varios cafés.

Aunque nunca se acabó el negocio, entonces, los cafés caídos en la oscuridad se enredaron con otros conceptos y servicios. Famosos eran después los cafés chinos, pecaminosos y vinculados a actividades libertinas del público masculino, aunque nada que ver tenían con los menos escandalosos cafés con piernas de nuestra época. Los cafés más tradicionales, en cambio, se modernizan e importan propuestas comerciales, muchas veces en el concepto de lugar de reunión o encuentro como sucede con algunos gremios y jubilados que los frecuentan. También aparecen como sitio "de paso" para parejas, paseos y charlas cortas.

De esa manera, los viejos establecimientos cafeteros, aquellos en el modelo más clásico que acá se ha descrito, se habían acabado con el advenimiento de los mejores salones y pastelerías dejando la simpleza del café de antaño entre los tantos recuerdos de una ciudad que ya no existe. Evidentemente, no mucho conservan de aquellos sus descendientes, los actuales modelos de cafés populares en la ciudad de Santiago, preservando y respondiendo ya a una propuesta más acorde a sus orígenes en el siglo XX.

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