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EL ÁNGEL DE LA PANDERETA A FINES DEL SIGLO XVII

"Muchacha gitana con una pandereta", del artista vienés Alois Hans Schram (1895). Fuente imagen: Live Internet.

En sintonía con autores como Amunátegui y Vicuña Mackenna, se asume que el teatro como expresión netamente artística debió llegar a Chile hacia fines del siglo XVII, con presentaciones realizadas en Concepción y Santiago. 1692 y 1693 parecen ser los años vitales en la incorporación efectiva del teatro y del espectáculo popular en la sociedad criolla, ya más separados de las agendas religiosas o de sus programaciones oficiales.

Sin embargo, aquel paso en el desarrollo artístico estuvo acompañado de otras actividades escénicas complementarias y también del surgimiento de los primeros personajes que tuvieron protagonismo en ellas.

El escritor e investigador histórico Aurelio Díaz Meza, hombre de teatro por lo demás, abordó en sus “Leyendas y episodios chilenos” una anécdota muy interesante sobre la calle Las Ramadas en ese mismo período. Lo propio hará, después, su colega de otra generación Jorge Inostrosa en “Fantasmas y retratos de la tradición”, rescatando esa pequeña historia que forma parte también de los antecedentes coloniales del espectáculo plebeyo de la capital. Ambos lo realizaron de manera más ficcional, pero basándose en hechos originales.

La historia correspondiente, tomada en parte desde la crónica y en parte también del legendario colonial, se refiere a las presentaciones que hizo una sensual panderetera y tonadillera llamada Angelita Moreno, que conquistó a criollos y nobles por igual con sus audaces fantasías agitanadas, números que causaron asombro y debate en 1693, escandalizando especialmente al clero y a las más leales ovejas de sus rebaños.

Hay otros detalles sobre la vida de la muchacha en la obra “Crónicas del Guayaquil antiguo”, del ensayista e historiador ecuatoriano Modesto Chávez Franco, quien indica que Angelita provenía de una rica familia guayaquileña, habiendo sido robada cuando muy niña por la misma troupe de cómicos con los que recorrió la costa del Pacífico llegando a Chile. Fue con aquella compañía andariega que aprendió a dominar la danza y la pandereta, además.

En aquel entonces, se identificaban como tonadilleras a las cantantes del antiguo estilo de canción hispana alegre y festiva (tonadilla) que sería relacionada con las zarzuelas, operetas y sainetes. La artista, en este caso, se había hecho acompañar por una característica pandereta que sabía usar con gran maestría coreográfica y coquetería en los escenarios donde realizó presentaciones.

Partiendo con la narración de Díaz Meza, por antigüedad y por darse menos libertades aparentes a la imaginación que Inostrosa, encontramos al autor escribiendo en su tiempo:No dicen las crónicas si Angelita cantaba, o si se acompañaba de canto ajeno, lo cual nos daría la oportunidad para hacer constar que la chiquilla de 1693, habría sido la precursora de la turba de tonadilleras que invadieron los escenarios de todo el mundo hace unos diez años. Sin embargo de su juventud impúber, la bailarina logró llamar la atención de un personaje que entre muchas cualidades tenía la de llevar muy bien, una cuarentena de agostos, a pesar de los cuales -dijeron las malas lengua-, había logrado interesar a la niña hasta el extremo de que, pasados los plazos de rigor, amaneció en Santiago un nuevo habitante del sexo femenino que fue bautizado con el poético nombre de María. Antes de que esto acaeciera, el “causante” había desaparecido de Santiago.

Sea lo que fuere, lector amable, yo te invito a que no nos metamos a averiguar vidas ajenas, y que aceptemos los hechos consumados, diciendo, como habría dicho Angelita, si hubiera sido verdad lo de la chica: “a lo hecho, pecho”.

Muy en su estilo, en cambio, el autor de “Adiós al séptimo de Línea” señala que el montaje artístico en el que vino Angelita se titulaba “El moro y la cruz”, traído por la compañía a la que pertenecía y que se hallaba de paso por Santiago, tras presentaciones exitosas en Quito y Lima. Sin embargo, la función corría el riesgo de ser resistida por la Iglesia, aun cuando contaba con la manifiesta simpatía de los regidores, como también señala Inostrosa:

¿Quién se acuerda hoy de la calle de las Ramadas? ¿Quién sabe que la actual Esmeralda, esa callecita corta cercana al Mercado Central, fue la famosa calle de las Ramadas? El nombre de esa calleja y de una plazuela que allí existía derivó de unas ramadas de paja, con vara para topear, instaladas al costado norte de la plazuela. Pues bien, en esa plazuela de las Ramadas hubo una casa modestísima, de largos corredores, en la que vivió una mujer solitaria. La historia de ella, en lo que se refiere a su permanencia en Santiago, podemos tomarla desde una sesión del Cabildo reunido una semana antes del día del apóstol Santiago en el año 1693.

El Ayuntamiento había concedido su autorización a un grupo de cómicos de la legua para que diera ciertas representaciones dramáticas durante las fiestas del patrono de la ciudad. Pero en el último momento, el obispo de la capital, ilustrísimo señor Carrasco, opuso su veto categórico.

A pesar del amenazante garrote clerical y hallándose deseosos de ver la función -sincronizados con el gusto del pueblo, además-, los cabildantes se las ingeniaron para aprobarla de todos modos, pidiendo mantener los recatos apropiados a la efeméride religiosa que ya comenzaba a ser festejada. Pero, de acuerdo al mismo rescate que hace Inostrosa de esta historia, entre los artistas estaba presente la joven y controversial panderetera ecuatoriana, la mismísima Angelita, que no iba a pasar inadvertida. También asegura que formaba parte de la compañía desde muy niña y que ahora embobaba al público con sus presentaciones artísticas y su belleza de piel morena.

Para sorpresa de todos, la troupe metió al final de su presentación de “El moro y la cruz” a la sensual Angelita, salvando con ella la aburrida función de teatro serio que había cansado ya a varios de los concurrentes, algunos dejando sus lugares antes de concluida, algo que lamentarían después.

Con los regidores todavía en la primera línea de asientos de la plaza, entonces, apareció en escena la tonadillera justo cuando se aprestaban todos a partir del lugar, pues daban por terminado el espectáculo. Los tobillos a la vista y movimientos de la chica fueron suficiente motivación para retenerlos allí y devolver al asiento a varios espectadores. Premiaron la función con un sonoro y baboso aplauso de la fracción masculina presente.

La calle y plaza de Las Ramadas en la maqueta de la ciudad de Santiago a inicios del período republicano, en el Museo Histórico Nacional. La plaza corresponde a la explanada entre los edificios coloniales que está enfrente de la bajada del Puente de Palo, que sustituyó al antiguo Puente de Ladrillo.

Representación de un auto sacramental en el siglo XVII. Ilustración de J. Comba publicada en "Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra" de Luis Astrana Marín (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes).

A pesar de la buena acogida, el debut de la chiquilla en Santiago provocó de inmediato el escándalo de las devotas damas, las presentes y las ausentes. De ese modo, lo ocurrido en Las Ramadas no tardó en llegar a oídos del obispado, azuzando a monseñor Bernardo Carrasco y Saavedra para que impidiera más presentaciones de este tipo.

Las razones principales de la polémica fueron la pasión, la jovialidad y las pantorrillas casi al aire de Angelita, desplegadas al son de la alegre música; pero también lo fue la admiración general de los varones excepto los clérigos y sus acólitos, al menos en apariencias. Tanto fue así, que los cabildantes incluso recomendaron aprobar presentaciones futuras de la misma compañía. La idea era que el elenco de cómicos volviera a actuar en las celebraciones del programa de fiestas para Santiago Apóstol, recibiendo la autorización del ayuntamiento.

Pero aún quedaban más motivaciones a la alharaca implacable en el camino de esta historia. Según el mismo relato de Inostrosa, el capitán de lanzas Pedro de Aliaga, bastante mayor que Angelita y miembro de la mesa del cabildo, quedó prendido de ella, totalmente hechizado por su desplante y belleza. La chica, en tanto, se había alojado en la modesta casa que había en el mismo sector primitivo que ocuparía la Plaza de las Ramadas y realizaría después otras presentaciones en Santiago, siempre como el plato más sabroso de su compañía. Según parece, la mayor fracción de los señores y jóvenes que iban a las funciones, lo hacían sólo para ver a la atractiva y ágil artista, haciendo lo suyo con la pandereta. Aliaga era parte de ese público que regularmente aparecía en todas las funciones, hasta que la abordó en alguna ocasión, confesándole ser su admirador. Ella respondió a sus encantos y cortejos, comenzando así una relación entre ambos.

Sin embargo, la función de la compañía que debió realizarse en el día del santo patrono de la ciudad, fue arruinada por el obispo Carrasco: la había prohibido terminantemente, so pena de excomunión si se desoía su exigencia, dejando atados de manos a los cabildantes y con la incertidumbre sobre el futuro de la troupe de actores en Santiago. La fiesta patronal se realizó en la Plaza Mayor, como era costumbre, con el paseo de los emblemas reales de Santiago Apóstol partiendo por la calle del Rey, actual Estado. Un escenario con graderías o tribunas se instalaba en esos años en la plaza, llegando masivamente público y autoridades… Pero no se vio sobre los tablados a la panderetera, para frustración de muchos.

Finalmente, sintiendo la hostilidad y los portazos en la cara, la compañía de comediantes resolvió irse del país. Angelita, en cambio, desertó del grupo y se quedó en la capital chilena por la que seguía sintiendo encantos y los efluvios de un amor, viviendo en la misma residencia ruinosa y humilde de Las Ramadas. Allí era visitada por Aliaga durante las noches, provocando la habladuría y el chisme de los demás vecinos, como no podía ser de otra manera.

Sin embargo, cuando Angelita quedó embarazada en esta aventura, el idilio se quebró de súbito y su amado la abandonó, marchando a las campañas de Arauco. Quedó totalmente sola con su hijo por nacer, según se ha escrito.

Retrocediendo hasta la versión de Díaz Meza, sin embargo, encontramos algunas diferencias en la historia, comparada con la versión de Inostrosa:

Lo cierto, lo verídico, lo que no tiene discusión, fue que Angelita Moreno dejó de bailar en público, se separó de sus compañeros de farándula y se encerró en su casita modestísima del callejón de las Ramadas, sin dejarse ver de otra persona que de una vieja con ribetes y estampa de bruja, que salía todas las mañanas a la recova para comprar, entre regateos, las provisiones que ambas necesitaban para alimentarse. A los dos años de encierro alguien divisó, por primera vez, por sobre las “quinchas” que deslindaban en el “sitio” de la casita de la bruja, una arrogante muchacha que jugueteaba alegremente con una bella criatura de ensortijados bucles de oro, la cual se afanaba por dar sus primeros pasos levantando una a una sus patitas rubicundas y regordetas.

El misterioso encierro de Angelita Moreno llegó a ser clásico; durante, cuatro, seis, ocho, diez, doce años, poquísimos fueron los que pudieron afirmar que habían visto cara a cara a la muchacha y ninguno fue osado insinuar siquiera haber cruzado con ella una palabra; la única puerta de la casa estaba siempre cerrada y por ella no salía ni entraba sino la vieja, cada día más gruñona, cada día más fea, y cada día más vieja. Era un perro de presa, sobre todo cuando alguien le dirigía la palabra, aunque fuera para darle los buenos días.

Con Angelita completamente retirada y siendo invisible a la sociedad santiaguina, llegó en día en que partió del país en donde quedaron extraviados su corazón roto y su juventud, ya sin hacer noticia de interés a alguien:

Trascurrieron los años y un buen día los vivientes cercanos a la casita del callejón de las Ramadas se dieron cuenta de que las misteriosas “habitantas” habían emprendido el vuelo; la primera señal fue no haber visto los cotidianos trajines de la vieja, y luego, que las luces nocturnas, aunque débiles y escasas, ya no lucían como de costumbre, a través de los intersticios. Uno de esos zambos, pícaros y audaces que siempre están listos para cualquier atrevimiento, saltó una tarde la “quincha”, se metió por el sitio, llegó hasta las casas, empujó una de las puertas, que cedió sin mayor esfuerzo, entró a todos los cuartos, y encontrándolos todos vacíos, salió, pues no tenía nada que hacer, ni qué robar. Al saltar la “quincha”, obscuro ya, un feroz golpe con un palo de luma -que fue encontrado al día siguiente al lado del sitio del suceso-, dio con el zambo en tierra, y allí hubiera pasado gran parte de la noche si sus cómplices -ciertos “silleteros”, que tenían su rancho en pleno basural del río-, no hubieran salido a buscarlo cuando se dieron cuenta de que se demoraba demasiado en regresar.

Desde entonces nadie volvió a registrar la “casa sola”, ni tampoco se vio jamás a un nuevo habitante en la modesta y alegre casita del Callejón de las Ramadas.

Empero, parece que a Inostrosa no le gustó tanto el final de esta historia de acuerdo a la presentación que escogió Díaz Meza. Agrega en su relato un último desenlace, entonces, después de que Angelita fuera madre de la criatura y se marchara de Santiago.

La leyenda que se acoge como epílogo, dice que ella retornó después desde Quito, usando un alias e invitando a su ex pareja hasta una aristocrática y elegante fiesta que organizó con su hija allí presente. Cuando Aliaga llegó al lugar con la invitación en la mano, Angelita lo encaró: la ex panderetera y tonadillera había recibido una fastuosa herencia en los años transcurridos, comprando una suntuosa nueva residencia en la capital chilena en la que comenzaría a residir otra vez, aunque tan diferente a su rústico y pobre solar en Las Ramadas.

Aliaga, según el escritor, logró conseguir su perdón en ese encuentro y la desposó un tiempo después. Con el tiempo, la familia se marchó a vivir en la Provincia de Charcas, actual Bolivia, famosa entonces por sus ricas minas de plata. De esta forma, Angelita dejaba olvidada ya su época de tonadillas, panderetas y pies semidesnudos, cuando fuera una de las primeras pero efímeras estrellas femeninas del espectáculo santiaguino.

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