Don Ernesto Pizarro en su local El Rey de las Papas Fritas, atendiendo la caja. Imagen gentileza de su hijo, Luis Pizarro Miranda.
La esquina de calle Morandé con Santo Domingo, en pleno Santiago Centro, acogió por largo tiempo a un apasionado y querido centro de entretención, música, comida y encuentros de las románticas sagas bohemias capitalinas, tanto diurna como nocturna: El Rey de las Papas Fritas. El alero cobijador representado por este curioso nombre jamás ha sido olvidado por sus comensales sobrevivientes, quienes hicieron parte de sus existencias en el clásico lugar de la capital.
La dirección exacta del alguna vez casi devocional sitio era calle Morandé 610. Esto es llegando a Santo Domingo, muy cerca de donde había estado también el Bar Restaurant Mami del 646 y, años antes, el famoso salón de ostras Picart, del número 620. Era un sector céntrico que muchos consideraban en los años sesenta o setenta como parte del extinto barrio bohemio que existió alguna vez en Mapocho, principalmente por la vecina calle Bandera, o bien como una prolongación del mismo
El establecimiento también fue llamado en algunas guías, relatos literarios y otros documentos como Al Rey de las Papas Fritas. Sin embargo, figura como marca publicada en el diario "La Nación" del 2 de enero de 1959 y en un posterior registro de propiedad industrial del Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción, extendido en junio de 1970, con la denominación precisa de El Rey de las Papas Fritas. Así es como más lo recordaban prácticamente todos sus ex clientes, además.
Su Majestad estaba también estaba a sólo metros del Palacio Vial Guzmán del arquitecto Emilio Doyère, que ocupa desde fines del siglo XIX la esquina opuesta en el cruce de calles. Este artístico inmueble está dispuesto para la prefectura de Carabineros de Chile en el mismo terreno-solar donde, según una placa conmemorativa indica afuera, había tenido su lugar de nacimiento y residencia el ministro Diego Portales, tantos años antes. Sitio histórico en un barrio histórico, sea dicho entonces, aunque no se supo conservar del todo allí el patrimonio arquitectónico: el palacio policial es el último vestigio importante de las edificaciones que hubo en el pasado en la misma encrucijada, tan drásticamente modificada por los cambios intestinos de la cuasi conurbación central.
Cabe observar, de manera aclaratoria, que hay alguna señal de que un restaurante del mismo nombre pudo estar antes en calle Monjitas. Es lo que se desprende de un comentario vertido en el libro “Veintidós caracteres: homenaje a figuras del periodismo chileno desde la perspectiva de quienes se inician en el oficio” de Jacqueline Hott Dagorret y Consuelo Larraín Arroyo, si acaso lo interpretamos correctamente. Las opiniones entre quienes lo conocieron, sin embargo, aseguran que estuvo desde sus inicios en Morandé, al menos El Rey de nuestro interés. Nada tendría que ver con el que pudo o no existir antes en Monjitas, entonces.
El singular boliche de nuestra atención debía su nombre papafritero a la actividad principal de la cocinería que dio bienandanza a sus dueños y que se mantuvo en el pintoresco lugar incluso cuando ya estaba relacionado con cartas algo más sofisticada para sus comedores, con espectáculos en vivo extendidos hasta horas de vigilia. Fueron estas características, justamente, las que lo volvieron con rapidez en un centro popular que, en esos años, se sugería visitar a los viajeros extranjeros más temerarios y tentados con la idea de conocer el Santiago profano pero auténtico, pues el barrio tenía sus propios riesgos.
Propietado por don Ernesto Pizarro y atendiendo acompañado de su distinguida esposa Lucía Miranda Cifuentes, ella a la cabeza del personal, el local estaba en un clásico edificio con pretensiones de elegancia, compartido con residencias y comercio como muchos otros de aquel cruce. El escritor y librero Luis Rivano hizo una descripción fugaz pero muy ilustrativa sobre el contenido social de este sitio en su obra “El signo de Espartaco”, además del perfil de sus principales concurrentes, entre los que incluye a funcionarios de Carabineros de Chile en el hilo del relato correspondiente:
En la noche, la gente busca sus lugares. Santiago reparte su público: empleados de bancos y primogénitos de familias árabes, a las boites lujosas del centro de la ciudad; jovencitos obreros de fábricas textiles, a las quintas de recreo de Gran Avenida o Independencia; empleadas a esas fuentes de soda y cafés donde por una moneda la discorola vomita música tropical y en donde bailan con los aprendices de gigoló que los burdeles, como un mal endémico, arrojan sobre la ciudad todas las noches. Los obreros, los empleados públicos de grados subalternos que desean comer en grupos o con sus familias, van al Rey de las Papas Fritas. También se reúnen allí algunos artistas y actores que creen haber descubierto la pólvora al visitar ese sitio tan pintoresco.
Muchachas con trajes azules pasan llevando enormes bandejas con papas fritas. Una mujer trata de alejar con su mano las volutas de humo que la molestan; otra da de mamar a su retoño, sin importarle mucho hacerlo en público.
La Reina, doña Lucía Miranda, esposa y compañera de trabajo de don Ernesto. Fuente imagen: gentileza de su hijo, Luis Pizarro Miranda.
Tipo de arquitectura que, más o menos, se repetía en aquellos grupos de inmuebles comerciales ya desaparecidos, por el sector de las cuadras en donde estuvo El Rey. Esta reconstrucción era de la esquina vecina.
El talentoso y singular Conjunto Forestal, más conocidos como la Orquesta de Ciegos, hacia los buenos días del establecimiento de El Rey de las Papas Fritas. Fuente imagen: gentileza de don Luis Pizarro Miranda.
Poco o nada queda de la antigua esquina en donde estaba El Rey, con sus antiguos inmuebles reemplazados por conjuntos residenciales modernos.
No fue el único hombre de letras que quiso recordar al establecimiento en sus libros: lo propio hace Gustavo Ávila en su novela “La Profecía Dante”, y después Rolando Rojo en sus “Cuentos de Barrios”. Lo conocieron también Juan Tejeda, Braulio Arenas y Alfonso Calderón, quien comentó del mismo en sus memorias y crónicas, demostrando la altura de la intelectualidad que llegó a convocar durante su esplendor comercial.
Aquella era la mejor época de El Rey de las Papas Fritas: en los sesenta, sin duda, durante toda su primera década en funciones. Hay bastante información interesante sobre El Rey de las Papas Fritas que es recordada por don Luis Ernesto Pizarro, hijo del matrimonio dueño del establecimiento. Todo indica que muchas otras celebridades del mundo artístico e intelectual no resistían la tentación de seguir los aromas de la fama que anticipaba al negocio en aquellas cuadras.
A la sazón, ya eran conocidos también sus vinos criollos y las chichas de Villa Alegre, llegando a las mesas del público en grandes jarras y vasos. Y, además de las bandejas y fuentes de papas fritas que daban el nombre del establecimiento, eran muy pedidos sus platos de carne frita o asada y jugosa, con abundantes acompañamientos y guarniciones disponibles. Al parecer, también ya tenía en oferta por entonces las populares chorrillanas y bifes a lo pobre de la carta.
Como era esa descrita atracción de varios artistas del período, Violeta Parra y su colega uruguayo Alberto Zapicán fueron de visita al restaurante en algunas noches de ese Santiago perdido. Esto lo vemos confirmado en la valiosa información que recolectan y divulgan Guillermo Pellegrino y Jorge Basilago, en “Las cuerdas vivas de América”. Empero, los autores no esconden sus escrúpulos y categorizan al sitio como “un boliche de mala muerte”. Era el tiempo en que, como hemos dicho, muchos lo consideraban parte del circuito del llamado "barrio chino" de Mapocho en su último y oscuro período de existencia, vecindario recreativo que siempre cargó con los estigmas de la inseguridad y la delincuencia. A pesar de todo, los testimonios aseguraban que el refugio papafritero solía ser lugar de paz y tranquilidad.
Una de las virtudes que más se recuerdan de El Rey de las Papas Fritas, sin embargo, es que en un escenario enfrente de los clientes tocaba un magnífico conjunto de tangos, tonadas y ocasionales boleros. Este grupo era toda una curiosidad en la historia de la bohemia santiaguina: estaba compuesto por cuatro o cinco músicos no videntes. También fue mencionado por Rivano, quedando por allí algunas entrevistas que se hicieron en medios de prensa a sus integrantes.
Llamado formalmente como Conjunto Forestal, fue más conocido por los aventureros de la diversión local como la Orquesta de Ciegos, y había sido formado en 1951. Sus cuatro integrantes históricos fueron el cantante y violinista Luis Gómez, el querido Ciego Albertito y su colega Hernán Rojas, formando parte también el guitarrista Enrique Leyton, famoso después por tocar y cantar en la entrada del Pasaje Matte al final del paseo Ahumada.
La Orquesta de Ciegos siguió siendo por largo tiempo el plato artístico estable del bar y restaurante, aunque subieron a aquella tarima otros músicos y grupos de esos años. Un reportero de la revista "Ercilla" describía cómo era aquel ambiente amenizado por el grupo, en 1967:
Un hombre se levanta y hace un pedido a los músicos. Asienten y atacan con el himno del Colo Colo. Una mujer vende
boletos de Lotería. Un hombre ofrece turrón y paquetes de agujas.
El público se entusiasma con el himno. Bromas de una mesa a otra.
El numeroso público ante el que tocaban aquellos artistas solía compuesto por folcloristas, empleados, oficinistas, los mencionados carabineros y también algunos pillos, que preferían correr el riesgo de encontrarse de bruces con la ley antes de perder la oportunidad de conocer esas delicias de la cocina y el propio ambiente del El Rey de las Papas Fritas. Con ellos, además, el negocio logró superar el funesto tramo de tiempo afectado por las crisis políticas y económicas, los golpes inflacionarios y luego de restricciones a la vida nocturna y la reunión.
Fue una triste y frustrante sorpresa para muchos de los que no estaban advertidos de la decisión de cesar actividades en 1978, entonces, cuando llegaron aquella tarde hasta El Rey de las Papas Fritas ignorantes de todo, buscando al encantador negocio de Morandé, sólo para encontrarlo cerrado... Un final cruel, definitivo e irreversible, después de 30 años garantizando diversiones y alegrías.
Nada queda hoy para poner flores y velas de recuerdo: desaparecida Su Majestad, el espacio fue subdividido y ocupado por otros locales comerciales de diferente rubro. El edificio en donde estuvo hasta el final se fue deteriorando, agrietando y las barras metálicas donde colgaban antes los carteles se oxidaron hasta quedar convertidos en sal rojiza. Fue demolido en etapas y convertido en un sitio de acopio de material y después en estacionamientos. Lo poco que quedaba fue vendido a una inmobiliaria, destino de varios terrenos de la cuadra.
Hacia los días del Bicentenario Nacional, entonces, tocó la hora final al perímetro ya saqueado del antiguo lugar en donde estuvo El Rey de las Papas Fritas, levantándose otra mole residencial. Por supuesto, lo reemplazó sin talentosos ciegos que toquen milongas o tangos, ni las grandes bandejas con montañas de papas fritas echando a aire los apetitosos aromas de la fritanga. ♣
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