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EL QUITA PENAS: VIVOS Y MUERTOS DE UN HISTÓRICO BAR

El Quita Penas, en su dirección antigua de calle Profesor Zañartu, a la sazón El Panteón 1125-1131. Publicada en “Alberto Rojas Jiménez se paseaba por el alba”, de Oreste Plath.

Como suele suceder con las picadas más clásicas de Santiago, no se sabe con exactitud cómo ni cuándo nació el popular bar-restaurante El Quita Penas  (o Quitapenas) de los barrios de La Chimba, allí tan cerca del Cerro Blanco y las necrópolis. Su nombre provendría -por conclusión lógica- del desahogo que se daban en él los comensales después de haber despedido a sus seres queridos, pues se ubicó estratégicamente en la vecindad del Cementerio General, en la entonces denominada calle o avenida del Panteón, después llamada La Unión y Profesor Zañartu.

El antiguo bar y restaurante se encontraba en los números 1125-1127-1131 de la mencionada vía, en un viejo grupo de locales comerciales con subterráneos de la primera gran cuadra, cercanos al Hospital San José y la monumental entrada del cementerio. Enfrente de esta ubicación primitiva, en la misma línea enladrillada de la fachada de la actual Profesor Zañartu, todos los días transitaban deudos, carrozas y caravanas rumbo al mismo campo funerario, en un constante trajín humano de vivos y muertos.

El barrio de dicho sector de Santiago antes había sido famoso por sus chinganas, cantinas y fondas, además de históricas casas de recreación provenientes de tiempos coloniales, como la Posada de la Cañadilla con su hermosa columna de esquina que estaba la misma calle con Independencia, muy cerca también del antiguo Quita Penas. Empero, la demolición de muchas de estas casonas en las manzanas del barrio y la renovación del mismo tras la construcción de los cementerios, del Hospital San José y de la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile, habían modificando su carácter popular y pobre del siglo XIX, casi arrabalero, empujando hacia él a una intelectualidad algo oscura que coincidirá especialmente con el siguiente cambio de centuria, más o menos.

Se ha dicho que establecimiento había sido fundado por un señor de origen italiano, o que habría tomado su nombre con dicho personaje al mando, cuanto menos. Sus actuales dueños aseguran que era un señor de apellido Degellini. Sin embargo, algunas viejas fuentes indicaban también que la chichería y restaurante perteneció a la viuda de un sargento de artillería, razón por la que se conocía como el Negocio de la Viuda. Hay un juicio con embargo de bienes en 1929, caratulado como "Olivares contra Ibáñez", que acabó con las subastas de comedor, dormitorio, caja de fondo, mesas y sillas el 26 de octubre, en la dirección de Panteón 1127. Durante febrero del año siguiente, el encargado Toribio Ibáñez figuraba como moroso del impuesto a la renta en las listas de la Tesorería Comunal de Santiago. El local reaparecerá en la prensa a la venta o solicitando socio en avisos clasificados de 1937, cuando tenía patente de cabaret y restaurante nocturno.

Las fechas que se proponen para su fundación, entonces, transitan por finales del siglo XIX e inicios de la siguiente de preferencia, pues lo claro es que existía hacia el cambio de centuria y ya habría estado en su ubicación de la calle del Panteón para el año 1909, mismo que los actuales propietarios han tomado como la referencia para contar sus aniversarios.

Tampoco está totalmente claro aquel último punto, sin embargo: al iniciar marzo de 1942 y después de varias acusaciones aparecidas en la prensa contra restaurantes del sector de calles Santos Dummont, Panteón y San Luis en los barrios de Independencia, su administrador, el comerciante italiano Agustín Biggini Curotto, hizo publicar insertos con sus descargos en diarios como "La Nación" (uno de los que se había hecho eco de la noticia), en donde remonta al Quita Penas hasta mucho tiempo antes. Decía allí, textualmente: "Las más crudas e injustas de ellas recaen sobre El Quita Penas, que lleva ochenta y seis años de existencia jamás quebrantada y que -en su género- es el de mayor antigüedad de la capital chilena".

Biggini fue, también, dueño de una panadería de calle Balmaceda con Baquedano. Y de ser real su dato recién citado, significaría que el origen del Quita Penas puede retroceder hasta cuando recién había pasado la mitad del siglo XIX, acaso en los mismos tiempos de las folclóricas fiestas y celebraciones del Día de las Ánimas que son descritas por Justo Abel Rosales en su libro sobre el Cementerio General. Esto significa que debió ocupar otro lugar del vecindario en sus primeros años, ya que los locales de calle Profesor Zañartu eran de principios del siglo siguiente, más o menos.

Lo seguro es que El Quita Penas ha tenido varios dueños durante tan larga existencia y su éxito estuvo garantido por el hecho de que los cortejos fúnebres se hacían antes a pie, de modo lo que los deudos pasaban invariablemente a este local para “llorar” a sus difuntos. A lo largo de su historia, además, no ha sido lugar de reunión solo de deudos y acongojados por la muerte de un cercano, sino también de funcionarios, deportistas, universitarios, dirigentes, artistas y una gran cantidad de escritores.

También iban con frecuencia al establecimiento los trabajadores del hospital psiquiátrico, incluso algunos pacientes con permiso de salida. Lo mismo hacían funcionarios de los recintos de salud cercanos, aunque esto motivó parte de las señaladas acusaciones que debieron ser desmentidas por Biggini, enfatizando otra vez la antigüedad del local:

Las observaciones de mi referencia son totalmente erradas. No es efecto que los miembros de los sindicatos hospitalarios concurran a embriagarse en dicho negocio y que atraídos por la música y el vino descuidan sus servicios.

El personal de los sindicatos es sobrio, ajeno a las bebidas embriagantes, y solamente se dedica a la atención de su trabajo. Desde hace ochenta y seis años la clientela de EL QUITA PENAS es transitoria, movediza y se renueva día a día. Se compone de gente de los distintos barrios de Santiago que pasa al restaurante brevemente, después de cada funeral.

Ligado siempre al alma popular y sus insondables misterios folclóricos, el boliche aparece mencionado por Joaquín Edwards Bello en “La chica del Crillón” y se asoma en los cuentos de marginalidad de Luis Cornejo en el libro “Barrio Bravo”, hasta donde habían llegado los deudos del triste funeral desde el conventillo Las Delicias. Carlos Morand hará lo propio en “Llegarán de noche”, con personajes que intentaban ponerse de acuerdo ya en pleno responso para ir allá a “remojar la garganta”; y Enrique Lafourcade, en “La mano bendita”, se refiere a sus jarros de vino tinto con duraznos.

En “Historias de sobrevivientes”, en tanto, Bernardo Kordon dice que se trataba de “una famosa borrachería” del sector de los cementerios y que, en su tiempo, “era enorme, de encanallado aspecto con sus toscas mesas y sus largos bancos de tablones”, con una larga barra desde la cual salían los vasos y botellas con las que hombres y mujeres, por igual, “se acodaban en la turbia amistad de la embriaguez”.

El Quita Penas no servía solo como cantina en esos primeros años, sino también como un parador con algo de posada y pensión. Todo aquel grupo de antiguos locales funcionaba como una especie de conventillo o lo que se tenía la costumbre de llamar "despachos" en esos años, parecido a lo que sucedió también con los espacios del hemiciclo en la cercana Plaza de la Paz, enfrente del Cementerio General. Al respecto, Oreste Plath asegura que el primer poeta maldito chileno y atormentado hijo de Curepto, Pedro Antonio González, tenía casi toda su vida metida dentro del boliche, haciendo gran parte de su existencia en él como dormitorio, biblioteca y cuarto de tareas, además de pasar muchos de sus días en la barra, desde que había llegado a Santiago.

Si aquella relación del escritor con el establecimiento es correcta, resulta ser otra sugerencia importante de que El Quita Penas sería anterior a la fecha que se ha estimado de su fundación en nuestros días, señalada tan poco antes del Centenario.

El trágico poeta Pedro Antonio González. Según autores como Oreste Plath, habría sido un asiduo visitante del Quita Penas.

Otra alma perdida adicta al Quita Penas: el músico Carlos Aldunate Cordovez, del Conservatorio Nacional de Música. Fuente imagen: Biblioteca Nacional Digital.

David Arellano, líder de los "alzados" del Club Magallanes, reunidos en El Quita Penas en 1925 para fundar el Club Colo-Colo. Arellano falleció trágicamente sólo dos años después, víctima de una lesión durante un partido amistoso en Valladolid (Fuente imagen: Wikipedia).

Publicidad para El Quita Penas en el periódico "La Cañadilla", año 1938. Publicado en el sitio Independencia Cultural.

Inserto publicado por el administrador Biggini en "La Nación", marzo de 1944. En su defensa del establecimiento, asegura que El Quita Penas ya tenía 86 años de vida a la sazón.

Fachada del Quita Penas en la calle del Panteón, a fines de febrero de 1942. Publicada en el diario "La Nación".

Reunión de la dirigencia del Club Colo-Colo en su aniversario de 1960, en el antiguo Quita Penas. Fotografía publicada por la revista "En Viaje". Están presentes algunos de los sobrevivientes de la mesa directiva original del club.

Fotografía tomada por Julia Toro al poeta Jaime Quezada en El Quita Penas estando ya en avenida Recoleta, tras el funeral de Armando Rubio en diciembre de 1980. Imagen publicada por Manuel Peña Muñoz en "Los Cafés Literarios en Chile".

A mayor abundamiento, el vate maulino abandonó sus estudios en leyes y había transformado su existencia en un peregrinar interminable por clubes, bares, ranchos, buhardillas, cuartos redondos y conventillos, sobreviviendo de lo poco que recibía por trabajar en un par de periódicos y, cuando podía, dando clases particulares. Solitario, melancólico y depresivo, González fue irreverente al punto de seguir el ejemplo de Francisco de Quevedo y escribir su propia y desvergonzada “Oda al peo”, que decía en su inicio:

Yo te saludo, oh emanación del poto!
Augusto prisionero
que llegas a golpear el agujero
con vivísimas ansias de lo ignoto.

Pero, ¡ay, más espantosa
que los negros volcanes de la tierra
es la tapada fosa
que tus gigantes ímpetus encierra!

Ahí se guardan, es cierto,
infinitos olores.
Aunque no son las perfumadas flores
con que se ostenta aderezado el huerto.

Su fascinante pero peligroso instinto de perdición por las noches ya había sido confesado en su único libro publicado en vida: “Ritmo”, de 1895. Decía allí, en el más conocido de sus poemas, simplemente titulado “Monje”:

Noche. No turba la quietud profunda
con que el claustro magnífico reposa
más que el rumor del aura moribunda
que en los cipreses lóbregos solloza.

Las escasas alegrías y las muchas penas de González se diluían por igual en esos días en que dormía ebriedades, acaso en El Quita Penas. Y quizá haya sido en alguna barra sucia en donde compuso sus versos enamorados para Ema Contador, estudiante adolescente a la que desposó vestida con su uniforme colegial, en 1897:

¡Ema! Perdona que yo a solas llore
Cuando tu imagen en silencio evoco.
Perdona que yo te ame, que te adore,
con el delirio de un poeta loco.

Podrá sonar romántica la relación del versista de mirada estrábica y bigote crecido con la vida nocherniega, pero tuvo otro lado perverso: aquel alcoholismo y miseria consumían a González quien, estando arruinado y sin dinero para sobrevivir, ya transitaba por sus últimos años de vida. Sus cuentas en las cantinas eran generosamente pagadas por su amigo, el también escritor Antonio Orrego Barros, así como otras deudas que contraía constantemente en tan menesterosa situación. Otros de sus amigos, como Francisco Contreras y Marcial Cabrera Reyes, revelaron que siempre lo encontraban vagando mal vestido, decadente y apoyándose tembloroso en su bastón, con un libro o un lote de papeles bajo el brazo, seguramente sus obras.

El poeta aparecía también en los bares de Mapocho durante sus muchas incursiones bohemias y andaría borracho siempre, sin duda, aunque sus camaradas de artes prefirieron suavizar este detalle. No resistió mucho más y falleció poco tiempo después, el 3 de octubre de 1903, en la Sala San Carlos del Hospital San Vicente de Paul. Tenía solo 40 mal vividos y deteriorados años, y los médicos le había hecho ya la advertencia de que el alcohol le quitaría la vida… Pero prefirió desoírla y no postergar la despedida a su memoria en las cantinas de su última guarida.

Otro visitante trágico del boliche fue el abogado y músico Carlos Aldunate Cordovez, quien además de director del Conservatorio Nacional entre 1900 y 1919,  era profesor de contrabajo y contrapunto de la misma institución cuando se entregó a las pasiones mortuorias del Quinta Penas. Algo sobre sus correrías en el Cementerio General y el bar dejó anotado un cronista, usando solo con las iniciales A. A. en "La Nación" del lunes 27 de marzo de 1944:

Al término de sus labores docentes, a las seis de la tarde de cada día el maestro se encaminaba al Cementerio General para entregarse de lleno a sus misteriosos hábitos de artista. Cuando la lluvia trazaba signos de tormenta, el músico se guarecía en el paso-cubierto del Cementerio, y, sin temer a la soledad ni al frío, acurrucado en un banco de piedra, estampaba extraña grafía en los pentagramas de una gruesa partitura que siempre llevaba consigo. En las tardes de verano tenía la costumbre de recorrer lentamente las avenidas más solitarias de la ciudad de los muertos deteniéndose, de vez en cuando, para hacer sus anotaciones frente a las cenefas multicolores del crepúsculo o ante la serenidad de un árbol cuya fronda escondiera los últimos silbidos de un zorzal.

En cierta ocasión encontramos en el Cementerio al doctor Carlos Soto Rengifo. "¡Ah! Uds. por aquí, nos dijo nuestro amigo. Yo hace muchos años que frecuento estos lugares; me agradaba soberanamente leer en medio de esta soledad. Tengo por acá, eso sí, un competidor: ese músico panteísta que ahora se ha quedado dormido en un banco de 'La Avenida de las Acacias'. Vayan a verlo; un pilluelo cualquiera puede sustraerle su vieja partitura".

Lo buscamos a lo largo de toda la avenida, pero fue inútil, el compositor no estaba por ninguna parte. Un jardinero de aspecto tranquilo nos dio, sin embargo, las señas necesarias para dar con su paradero. "Sí, señores, de aquí se va todas las tardes a ese boliche que tiene por nombre 'El Quita Penas'".

Y como el deseo de encontrarlo se había hecho en nosotros una verdadera obsesión, después de nuevas averiguaciones, logramos dar con "El Quita Penas", situado, por suerte, a solo dos cuadras y media del Cementerio.

En efecto, allí sentado frente a un gran jarro de loza vidriada, el maestro parecía dar forma a sus lucubraciones musicales.

Apenas advirtió nuestra presencia, se incorporó, y, al mismo tiempo que alzaba en alto su partitura, nos dijo con tono dramático: "¡Ya es tiempo que esto termine, voy en la última página...!" Y luego se abandonó en su asiento como poseído de profunda somnolencia.

¡Cómo cambian los amigos -dijimos- retirándonos de inmediato para no sufrir nuevas decepciones.

Poco después de aquel frustrado encuentro en el Quita Penas, Aldunate apareció muerto en un pequeño hotel de barrio Mapocho, en el que solía dormir sus noches de total soledad. El cadáver fue profanado en el mismo lecho de muerte, antes de ser entregado: habían robado dos piezas de oro de su dentadura... Triste pero no imprevisible final para otra alma perdida.

Como se ve, desde aquellos olvidados inicios El Quita Penas atrajo a vivos, muertos y varias figuras agónicas, paradas prácticamente en el umbral de la existencia y a un paso de la tumba. Llegó a ser el principal de los varios restaurantes y bares alrededor del camposanto entre Recoleta e Independencia, de hecho.

Biggini ya estaba a cargo del establecimiento cuando tuvo lugar en él un hecho de vital importancia para la historia deportiva nacional: la decisión de fundar el club Colo-Colo. Fue un hito importantísimo en la vida del boliche y las memorias que de él se conservan, como puede deducirse.

Había sucedido que, en abril de 1925, la crisis interina del Club Deportivo Magallanes llegó al punto de ebullición por diferencias profundas entre la dirigencia y los jugadores, aliados con algunos socios. La ruptura, debida a políticas financieras que no resultaban acordes a una proyección profesional del rubro, era inminente en esos momentos y ya no había posibilidad de diálogo con las bases. Así, un grupo de disidentes caminaba por Independencia hacia avenida del Panteón planificando un complot en contra de la dirigencia del club de fútbol, pero se les hizo tarde para ir a comer y decidieron pasar a El Quita Penas, que quedaba en el camino, para seguir discutiendo sobre su destino.

El antiguo local del Quita Penas en Profesor Zañartu, ya ocupado por el restaurante popular Los 3 Puentes. Imagen de Google Street View.

Sector del desaparecido local de Los 3 Puentes en calle Profesor Zañartu. Fuente imagen: Google Street View.

Actual local del Quinta Penas en Recoleta 1485, esquina Obispo Valdivieso. Imagen del año 2010, aproximadamente.

Fachada del actual local en Recoleta, también hacia el año 2010.

Sector de la barra del establecimiento en avenida Recoleta, barrio de los cementerios.

Sala principal del Quita Penas, con sus ventanas hacia el lado de calle Recoleta.

Imágenes de historia y recuerdos, en la pared al fondo del salón. Quedó una marcada preferencia identitaria por temas de fútbol dentro del mismo.

Las chorrillanas típicas del Quita Penas, hacia 2010.

Las también famosas empanadas de horno del Quita Penas.

El trago terremoto del Quita Penas ha sido evaluado, tradicionalmente, como uno de los mejores que se ofrecen en Santiago.

Fue en las mesas del subterráneo del antiguo local, entonces, en donde la audacia del vino y la sabrosura de uno que otro platillo llevó a los rupturistas, liderados por David Arellano, a decidir una estrategia de autonomía y crear la junta que iba a fundar un club deportivo nuevo en lugar de unirse a otro, llamándolo Colo-Colo por sugerencia del futbolista Luis Contreras, en homenaje al caudillo indígena de los tiempos de la Conquista.

Luego de algunas reuniones y afinamientos, el flamante club se inauguró con celeridad. Años después, diría el propio ex administrador Biggini que, en medio de la improvisación de entonces, no encontraron tinta de tampón para humedecer los timbres que sellarían actas de las renuncias firmadas en el bar, por lo que alguien sugirió usar vino tinto para cumplir el trámite. El resto de la deliberación y decisiones se tomaron en la casa del propio Arellano y su madre viuda, doña Rosario Moraga. Oficialmente, entonces, el club sería presentado el 19 de abril en el Estadio El Llano, día oficial de su fundación, bajo la presidencia de Alberto Parodi y el mismo cargo honorario para don Luis Barros Borgoño.

El Club Social y Deportivo Colo-Colo había nacido desde las mesas del Quita Penas, entonces, destinado a ser el equipo con más estrellas en la historia deportiva nacional.

Por aquella razón, la imagen del malogrado Arellano, fallecido solo dos años después en España tras recibir un golpe de pelota en el abdomen durante un partido de Colo-Colo con Real Unión Deportiva, colgó siempre en uno de los muros interiores de El Quita Penas. Era, supuestamente, la sala donde tuvo lugar la famosa junta de los disidentes fundadores del equipo. Además, varias reuniones sociales, almuerzos o comidas del club se celebraron en el mismo lugar, a partir de entonces.

El negocio ya tenía entonces su fama de "consolar" a los deudos con sus bebidas y comidas, ofreciéndose como el sitio ideal para tales servicios. "¡Grandes pesares! Todos los pasará visitando el restaurant 'Quita Penas'. Donde encontrará esmerada atención y regia orquesta", decía su publicidad en 1938 en el periódico barrial "La Cañadilla", en un aviso reproducido por el sitio Independencia Cultural .

Por aquella razón, un mote que habría sido dado al bar entre sus concurrentes, poco después, fue el de La Gloria (no confundir con el restaurante así llamado en calle Gandarillas en los cincuenta, en el barrio de La Vega). Esto porque, según decía su dueño por largo tiempo: “aquí se viene a tomar gloriao”, nombre que recibe un trago hecho a base de aguardiente, azúcar y especias aromáticas, servido y tomado durante las noches de San Juan, los velorios de trasnochada y también después del funeral de un finado. El local habría sido un expendio en Santiago de esta curiosa bebida ya casi extinta, entonces.

El periodista Carlos Jorquera recuerda en “El Chicho Allende”, que en el local siempre “se practicaba la liturgia de vaciar botellas de vino para adormecer el dolor que lacera el alma, luego de sepultar a un ser querido en el Cementerio General”. Su proximidad a la Escuela de Medicina atrajo después a muchos estudiantes hasta los comedores, entre ellos el futuro presidente Salvador Allende según parece. Eran tiempos en que el fondo del boliche “daba a los patios populares del Cementerio General”, diría por su lado Fernando Alegría, en “Allende: mi vecino el presidente”.

Los testimonios sobre aquel Quita Penas viejo también son contradictorios, sin embargo: mientras algunos veteranos lo recordaban como un lugar amplio, cómodo y espacioso, otros lo describían como pequeño, humilde y algo tenebroso, quizá respondiendo cada retrato a diferentes épocas del mismo. El ala poniente del sector que ocupaba entre los mencionados locales comerciales era de los comedores y pista de baile con orquestas en vivo, mientras que el central y oriente eran del salón con bar y restaurante. También fue sede de actividades sociales del Partido Democrático durante los años cuarenta, mismo período en que vino a tener lugar la comentada denuncia sobre supuestas actividades ilícitas implicando al bar, a fines de febrero de 1942.

Detallando un poco aquellas acusaciones, que parecen haber sido parte de una campaña de ley seca intentada en los años que vinieron contra los boliches chimberos, decían que las cantinas del sector cementerio ubicadas cerca de escuelas universitarias y hospitales violaban las leyes de alcoholes, normas comerciales y hasta las de convivencia. Se aseguraba también que el salón de baile del Quita Penas estaba a solo 20,35 metros de la Escuela de Medicina y 24,90 metros del Hospital Roberto del Río, mientras que el sector del bar se hallaba a solo 34 metros, desatendiendo las restricciones vigentes de 100 metros reglamentarios desde la entrada de tabernas y cantinas. El señor Biggini corrió a responder a estas acusaciones, por supuesto.

El refugio alegre del cementerio triste llegó a tener una cueca-tonada propia, además. Corresponde a una pieza escrita por Tito Arancibia, destacado folclorista, locutor de Radio Pacífico y quien trajo a Santiago en sus inicios al dúo Los Hermanos Campos. Decía aquel homenaje:

La vida, la vida
para sus penas,
pasa a quitarlas siempre,
mi vida, en el Quita Penas.

Todo lo tiene, mi vida,
bien arreglado,
como cazuela de ave
con chuchoquita,
empanaditas de horno
y recontra sabrositas.

No olvide, para sus penas,
al Quita Penas.

Otro de sus más recordados propietarios fue el controvertido signore Emilio Burroni F., también de ascendencia italiana y apodado impropiamente el Gringo. Fue memorable, además, porque ya tenía semblante mortuorio en vida, según decían.

Tras comprar el local y tenerlo por largo tiempo como bar y restaurante, surgió una gran cantidad de leyendas alrededor de Burroni, siendo ya los años en que El Quita Penas se encontraba en su actual dirección de avenida Recoleta 1485 esquina Obispo Valdivieso, enfrente de la segunda entrada del cementerio. Este había sido el cambio más grande y arriesgado del boliche, pero funcionó: mantuvo su tradición en la sociedad santiaguina, su identificación como bar de "consuelo" y siguió siendo parte de la cultura nacional a la hora de despedir a los fallecidos.

Plath rescató una historia casi de humor negro sucedida durante en aquel período, bajo conducción de Burroni: cuando las marchas fúnebres se hacían con las últimas carrozas a caballos que quedaban, sucedió que don Emilio autorizó a un cortejo que había llegado demasiado tarde al cementerio, encontrando las puertas ya cerradas, para quedarse toda la noche en El Quita Penas repitiendo allí el velorio, esta vez con bebida y jolgorio. En las salas de la cantina y cocinería, entonces, esperaron en vigilia a que abrieran otra vez la necrópolis en la mañana siguiente, pudiendo dar el descanso eterno al fallecido, finalmente.

A partir de algún período, El Quita Penas también compartía clientela de entre los deudos con otros negocios como el Santa Rosa de Pelequén (hoy El Rey); y después, con La Carmencita 2 y Las Américas, este último al costado del Cementerio Católico (ahora es local de comida extranjera). Entre los clásicos del barrio, contemporáneos a El Quita Penas en algún período, también estuvo La Posada de don Sata, cuyo dueño fue don Saturnino Vera: estaba enfrente del cerro Blanco.

Tras la muerte del patrón Burroni se hizo cargo del local su esposa, doña Maina Villalba. Ella capitaneó el restaurante por algún tiempo antes de decidir que era hora de ponerlo en venta dadas algunas dificultades con el mismo, desprendiéndose también de los recuerdos dolorosos que provocaba su soledad. Lamentablemente, acabó poco después con su vida, en una trágica decisión que golpeó a los que habían sido sus leales clientes.

En aquel tiempo, entonces, El Quita Penas fue adquirido a la familia por don José Miguel Mendoza, ya hacia fines de los noventa. Él dio nuevos bríos al local gracias a su esposa María Salomé Rojas, la apodada Primera Dama por los mismos parroquianos. Hasta ahora son sus fortalezas sus comidas caseras, empanadas de horno, chorrillanas, perniles, vinos, chichas, cervezas y tragos terremotos, estos últimos considerados de los mejores de Santiago por muchos críticos informales.

Así, ha continuado la tradición de los brindis por la memoria de los finados en el establecimiento, como sucedió con los casos del poeta Armando Rubio, el dramaturgo Andrés Pérez, el músico Eduardo Gato Alquinta, el escritor Miguel Serrano Fernández y muchos otros ilustres recibiendo el respectivo homenaje póstumo tras entrar su ataúd a la oscuridad de la cripta. Una tradición exigía dejar una copa o vaso servido en alguno de los asientos durante esas despedidas, por el ser querido que acababa de partir. Insignes visitas nacionales y extranjeras han llegado a conocerlo, además, atraídos por su fama, tradiciones y mitos.

El antiguo local de Profesor Zañartu, en tanto, ese que muchos llamaron la Casona del Quita Penas y veneraban en el pasado como la cuna del Colo-Colo, había sido subastado hacia el año 1967, por 80 mil escudos, y tomado por don Enrique Labra en sociedad con un hermano. Dada la cantidad de velorios realizados en la capilla del Cementerio General en esos días (más de diez difuntos al mismo tiempo), Labra decidió implementar el ex bar con cinco capillas ardientes para familias que quedaban sin posibilidad de velar. Una de ellas fue la señalada sala en donde se había fundado la junta que dio origen al equipo de fútbol y colgaba el cuadro de Arellano. El servicio costaba 57 escudos, con derecho a uso de cada capilla por 48 horas.

Posteriormente, el mismo espacio de Profesor Zañartu pasó a ser ocupado por otro conocido boliche del barrio: el restaurante Los 3 Puentes, cuya vista desde el exterior estaba bastante dificultada hacia sus últimos años, a causa del pasillo que se formaba por una gran cantidad de kioscos, toldos y puestos comerciales allí instalados, antecediendo la entrada del nuevo edificio hospitalario. Modificaciones en el sector habían cambiado el aspecto de estos locales, pero se trataba básicamente del mismo que había pertenecido antes al Quita Penas.

Sin embargo, aquellos encantadores espacios centenarios del comercio popular fueron demolidos en su totalidad en el año 2017, tras largo tiempo de advertencias a sus ocupantes, con el objetivo de despejar la manzana y modernizar su aspecto abriéndole espacio al nuevo Edificio Profesor Zañartu que allí existe, con sus modernos zócalos comerciales… Esto, ante la desazón de los locatarios y de los amantes del patrimonio histórico. En la barrida desaparecieron también un pequeño centro médico, tiendas de ropas, una peluquería vieja y otro café-restaurante de colaciones ubicado al extremo oriente de dicho grupo de locales.

Comprendiendo lo que se perdería con la demolición, el Club Social y Deportivo Colo-Colo, presidido por Fernando Monsalve, inició gestiones a tiempo para rescatar y conservar aquel que había sido el marco del acceso al antiguo Quita Penas. Tras un verdadero trabajo de joyería para desprender y montar la pesada pieza de ladrillo y concreto sólidos, los trabajadores lograron trasladarla hasta el Estado Monumental David Arellano de Macul, en octubre de aquel año. Allí se le asignó un lugar propio a la reliquia, símbolo testimonial de la fundación del mismo club dueño de casa.

Finalmente, cabe señalar que además del Quita Penas principal en Santiago, aún activo en la guarnición de Recoleta y con varios reconocimientos patrimoniales a su haber, la impronta de su nombre se han repetido en boliches de varias otras ciudades y localidades del país, casi como culto a aquella necesidad de "consuelo" funerario entre mesas y barras.

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