Ilustración digital mostrando cómo era la entrada al desaparecido local de "El Marino".
Esta situación es conocida: los periodistas y hombres de letras, en general, siempre han tendido a congregarse en determinados cafés, restaurantes, bares y barrios bohemios completos que queden cerca de sus respetivas casas editoriales, convirtiéndolas en una suerte de prolongación de las oficinas, casinos o salas de descanso de las mismas. Tal tradicion puede ser confirmada, por ejemplo, en un artículo de Luis Alberto Baeza para la revista “En Viaje”, titulado “Calle Bandera, sede del periodismo capitalino”, en enero de 1965: allí, el autor repasa parte del aporte que hizo el gremio en el surgimiento del extinto “barrio chino” de Mapocho, en la calle Bandera.
Como parte de aquel mismo fenómeno, un pintoresco boliche llamado El Marino se convirtió en uno de aquellos centros periodísticos informales hacia fines de los años sesenta, cuando llegó hasta la base de operaciones de lo que hoy es el Grupo Copesa S.A., en el barrio de avenida Ñuble, el equipo del diario “La Tercera de la Hora”, tras ser vendido por su anterior dueño, don Germán Picó Cañas. El curioso establecimiento que recibió a toda aquella generación de trabajadores de medios de comunicación quedaba a pocos metros de las instalaciones y había sido fundado unos años antes, hacia 1962, iniciando con ello una vida que lo consagraría en la historia como otro de los más interesantes y populares restaurantes de la capital chilena.
Aunque su nombre evocaba a mar, olas azules, jardines de mariscos crudos y especialidades del pescado frito, la carta menú principal de El Marino era de comidas típicas chilenas, más platillos caseros, completos, parrilladas y las clásicas colaciones de la hora de almuerzo. Cazuelas, porotos, tallarines, mechadas, sánguches con suculentas gordas y una buena oferta de vinos y traguitos varios bastaban para alegrar la vida de sus leales parroquianos. Mucha cerveza, además; muchos schops y manquehuitos, hay que decir con propiedad, pues también era fuente de soda.
Ubicado justo en avenida Vicuña Mackenna esquina norponiente con Ñuble, la gran característica de El Marino siempre fue aquella de mantenerse como un atractivo para la colectividad de los periodistas nacionales de todas las edades, no solo los de la casa más cercana, sino para todos en el oficio. Y es que su fama había trascendido al barrio y se había convertido, así, en una especie de centro de relaciones sociales y de camaradería para el medio.
El recinto ocupado por el restaurante tenía más o menos la forma como de letra L en la parte dispuesta al público dentro de su viejo caserón. La fachada fue alguna vez un suntuoso inmueble, por cierto, probablemente no mucho después del Centenario Nacional y parecido a los que se ven también en los barrios hacia el poniente de aquellas manzanas, con balaustras en sus altos y molduras rectas en sus muros. Se podía acceder justo por el vértice de la esquina a una sala y por el número 49 de Ñuble que daban, a su vez, hacia los comedores que se extendían hasta el fondo.
Dentro de El Marino había otras salas y espacios entre las
que se pasaba por arcos con ángulos quebrados bastante eclécticos, combinando
estilos neocoloniales y quizá algo de art decó. También contaba con habitaciones más pequeñas e
"íntimas", para comer adentro. Como dominaba la característica de “picada” o
cantina tipo quinta de recreo, destacaba la barra con botellas y tragos varios atrás,
desde donde salían también los platos al público previo despacho desde la
cocina.
Con el primer piso a disposición entera del público, había mesas más elegantes conviviendo con otras pequeñas y livianas, de las típicas que los grupos de visitantes juntan de a dos o tres para caber todos. Hacia la parte posterior, en tanto, se encontraban también espacios para juegos criollos, a los que se llegaba caminando por un piso era de madera vieja, como esos tablados de los colegios antiguos. Esta era una reminiscencia de los salones de entretención del clásico Santiago, en donde era frecuente la presencia de juegos de salón y pistas de palitroque o rayuela en alguna parte atrás de los comedores.
Tentados con el ambiente de aquel refugio, entonces, cientos de cronistas, reporteros, corresponsales, gráficos, fotógrafos, editorialistas, redactores y toda la variedad profesional de una casa periodística convirtieron a El Marino en su lugar de encuentro, pasado el mediodía y al final de las jornadas de trabajo... O incluso durante las mismas, con frecuentes escapadas al local en donde un visitante podía reconocer algunas caras a cualquier hora del día, con frecuencia. Algunos periodistas fueron famosos por sus "recreos" durante el día, visitando fugazmente al boliche.
Por sus salas pasaron adalides de la prensa nacional, como el relator deportivo Julito Martínez, el maestro del periodismo Alberto Gato Gamboa y también su colega Diozel Pérez Vergara, el excéntrico primer director del diario "La Cuarta" que -todavía se discute- habría resultado de una iniciativa suya o bien de Gamboa, debutando en los kioscos el 13 de noviembre de 1984 con su tono jocoso y popular heredado en parte de los miembros del equipo que habían trabajado en el desaparecido diario “El Clarín”, estilo irreverente que llevó a históricos titulares como el inolvidable “Le hizo el amor a un rodamiento” (en 1998).
Los trabajadores de "La Cuarta" llegaron a ser, quizá, los más frecuentes y conocidos de entre todos los visitantes de los cuarteles y la familia periodística al famoso restaurante. Incluso existía un mito urbano sugiriendo que en sus comedores se dieron algunas de las reuniones que darían origen al conocido medio impreso. Pérez Vergara reclamaba también porque sus trabajadores, a veces, se iban "derechito" al restaurante... De hecho, alegaba que "les gusta el copete, el leseo" y por eso no resistían ir a parar a El Marino (ver revista "Paula", enero de 2011).
En aquella época, el deportista y crucigramista Juan Ostoic Ostojic se reunía también en El Marino, manteniendo tertulias hasta las siete de la mañanas encerrado con amigos y colegas allí adentro, en las noches del infame toque de queda. Así aparece señalado en el libro "El gigante de Tarapacá" de Bernardo Guerrero Jiménez, de reciente publicación.
Una descripción notable de aquel ambiente dentro del negocio la aporta Julio Alfredo Díaz Bórquez en su tesis para optar al título de periodista “Origen y primeros años de La Cuarta, diario popular. Puro corazón” (Instituto de Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile, diciembre de 2008). Dice allí, sobre aquellas epopeyas olvidadas del periodismo bohemio (valga la redundancia):
La convivencia, al igual que la infraestructura, era estrecha y muy similar a lo que se había vivido en Clarín, según recuerdan los veteranos de la vieja escuela. El subdirector, Daniel Galleguillos, era de ponerse a jugar ajedrez con el junior y con cualquiera que osara desafiarlo. Diozel Pérez siempre tenía sus puertas abiertas para quien quisiera ir a fumar y contarle alguna copucha. Lo único que no le gustaba era que le recordaran los años que cumplía. En una ocasión su secretaria compró una torta para celebrarle el cumple y él casi se la tira por la cabeza.
Frente al diario estaba el bar El Marino -The Sailor Pub, como le decían para subirle el pelo-, donde la “pandilla salvaje” analizaba cada jornada de pega. “Ahí íbamos los más desordenados. A veces llegaba Julio Carrasco, echaba la talla al pasar, se sentaba a comer un sándwich con una chela solo en una mesa y se iba para la casa. Era muy reservado”, cuenta Claudio “Tico” Leiva.
Decían también que El Marino fue lugar de algunas indiscreciones e intercambios informales de contenidos entre muchos reporteros, al calor de los vasos y el rubor de mejillas. Jamás se sabrá cuántas informaciones golpeadoras en la opinión pública pasaron por esas salas o comenzaron desde ellas su salida triunfal a los titulares. Y, ya en las tardes, en el horario de salida desde la casa periodística, partían al mismo establecimiento los integrantes del equipo informático y de comunicaciones de la misma, de modo que sus barras y comedores nunca parecían estar vacíos, en una constante y diaria rotación de clientela. Lo propio hacían los choferes de los camiones repartidores, los trabajadores del taller de imprenta y algunos empleados del área administrativa.
Primera portada del diario "La Cuarta", en noviembre de 1984. Los trabajadores de este medio parecen haber sido los más devotos concurrentes de El Marino, según se recuerda.
Imagen publicada por el mismo diario "La Cuarta" de la noche de despedida de El Marino, el 1° de diciembre de 2006. Atrás, a la izquierda, alcanza a aparecer don Gildo, quien fue su dueño.
Aspecto que ofrecía el espacio que ocupó el caserón del restaurante y fuente de soda, ya totalmente demolido en la esquina de Vicuña Mackenna con Ñuble. Actualmente, aún es un sitio eriazo.
Se sabe también que varios aciertos periodísticos fueron celebrados en el restaurante, además. Así sucedió, por ejemplo, con el encuentro accidental del periodista policial José Manuel García y los reporteros gráficos Iván Loco Rojas y Ariel Perro Morales, con los protagonistas del entonces famoso asalto fuertemente armado de un comando del Movimiento Juvenil Lautaro a dos bancos, en mayo de 1990. El equipo, que iba pasando justo por el lugar en Vicuña Mackenna con avenida Matta en un automóvil conducido por Antonio Sepúlveda, logró las famosas imágenes de los asaltantes y de la llamada Mujer Metralleta, golpe que iba a agotar todos los ejemplares del diario "La Cuarta" al día siguiente. El equipo celebró a puerta cerrada en El Marino aquella noche, hasta las dos de la madrugada.
En una generación posterior, la periodista Alejandra Matus comentó que tuvo ahí, entre las mesas de El Marino, algunas particulares reuniones que describe en un trabajo de defensa y respaldo a la investigación que realizó para su famoso y controvertido trabajo “El Libro Negro de la justicia chilena”, con duras críticas y acusaciones contra el Poder Judicial de Chile, en 1999.
El
Marino fue escenario de muchos otras juntas vinculadas al arte de la crónica y
el periodismo, sin duda: complicidades, confesiones, entrevistas, encuentros entre los
investigadores y sus fuentes, redacciones de borradores... Borracheras, también:
muchas y de muchos, mantenidas en el secreto de esas paredes ya demolidas y en
el discreto mutismo de los integrantes del gremio. Las "juntas" de los viernes eran las más concurridas.
La razón de tanta atracción del periodismo hacia este boliche seguía siendo la proximidad de la sede periodística, que en los años noventa pasó a ser del Consorcio Periodístico de Chile S.A. (Copesa). De hecho, algunos podían encontrar en esos comedores un ambiente de más confianza y seguridad para sus primicias que en sus propias oficinas. Además de "La Tercera" y "La Cuarta", en sus instalaciones estaban los equipos del diario "La Hora" y de las revistas "Paula" y "Qué Pasa". Por otro lado, el local era una reconocida entretención tanto para los amantes de la fiesta diurna y de la bohemia a luz de luna, ambientes que -es bien sabido- son bastante seductores para muchos profesionales de la prensa independientemente de las cercanías geográficas. Precios módicos, variedad en platillos y sus famosos sándwiches completaban la atracción.
El dueño de El Marino, el "capitán" don Gildo Ávila Riquelme, era un señor de bigote cano que llegó a ser muy célebre en el barrio. Reconocía a todos sus visitantes más frecuentes llegados hasta la vieja casona de la esquina, entre los que se encontraban algunos famosillos, además, como fue el caso de ciertos deportistas que se recordaban entre los concurrentes. Contaban también que, muchas veces, el patrón andaba igual de alegre y entonado que varios de sus clientes, compartiendo de cuando en cuando algún brindis con ellos, aunque también este chisme forma parte de los detalles inverificables y guardados en el baúl de los secretos. Por alguna razón, además, al restaurante le llamaban El Famoso Marino entre los vecinos, recalcando ese adjetivo casi con algo de aprecio para la identidad del barrio.
En varias ocasiones, también llegaba hasta El Marino cierto público adicto al fútbol, especialmente con los partidos de la selección. Quizá fue por esto que uno de los mozos fue apodado el Carlos Caszely, dada la semejanza de su pelo con el ex seleccionado. Tales encuentros se transmitían por un gran televisor que había dentro del local, como corresponde. El humorista Juan Carlos Palta Meléndez, por su parte, apareció una vez en el boliche disfrazado de almirante, durante un partido de clasificatorias entre las selecciones de Chile y Bolivia: todos comprendieron que lo hacía aludiendo al almirante José Toribio Merino. Y, siempre festinando con la porfiada demanda marítima boliviana, el cómico declaró en aquella ocasión de rotundo triunfo chileno que "les entró agua al bote" a los seleccionados altiplánicos y por eso perdieron, en el diario “La Cuarta” en marzo de 2004. La referida nota periodística tenía, además, una sugerente firma que comprueba la estrecha relación del local de recreación con ese cuerpo de periodistas vecinos: "Rolando Ricciulli, enviado especial a la esquina".
Sin embargo, parece que El Marino comenzó a experimentar dificultades justo en ese período, de los que no se sabe mucho ni siquiera entre quienes fueron sus parroquianos más frecuentes: se hablaba de conflictos de propiedad, cambios en regímenes de arriendo, dificultades financieras, problemas por el estado de mantención del inmueble, etc. No ha sido la primera vez que ocurre lo mismo en la historia de los restaurantes de Santiago, como sabemos, en donde muchos históricos establecimientos se esfuman de plazos absurdamente breves, casi dejando sentados y esperando el postre a sus queridos clientes.
Como sea que haya ocurrido, el año 2006, vino la fatal noticia de que se acababa el restaurante y se ponía en venta el terreno. Así, tras 44 años de funcionamiento y escribiendo historias casi legendarias en la semblanza de la prensa chilena del siglo XX y parte del siguiente, la hora final de El Marino había llegado: había que bajar su cortina metálica para siempre.
La noche del adiós fue en la víspera del 1° de diciembre de ese año. Asistieron clientes históricos, periodistas de Copesa, amigos del local y, por supuesto, su dueño don Gildo, quien ya superaba los 70 años de vida y no podía ocultar la cara de duelo en medio de aquella despedida que intentaba ser alegre, aunque sin conseguirlo. El fotógrafo Hernán Cortés captó una emotiva imagen que fue publicada en la siguiente edición del diario "La Cuarta", donde se ve a los asistentes reunidos en la sala, por ocasión final. Terminada la reunión y los discursos, las puertas y cortinas metálicas de El Marino se cerraron por última y definitiva vez.
El caserón de El Marino permaneció algunos años más a la venta y sirviendo de albergue para fantasmas, mientras nuevos edificios crecían veloces, como inmensos bambúes, en otras partes alrededor del barrio. Hacia el mismo período en que tenía lugar la fiebre de celebraciones por el Bicentenario, comenzó a ser demolida hasta su base, no quedando ya el menor vestigio del edificio, salvo la planta del terreno despejada y, en estos momentos, aún esperando ser el soporte de algún nuevo proyecto inmobiliario.
Todavía sigue allí como un sitio eriazo, con pastos y musgos creciendo sobre la superficie, cual tierra de la cripta que sepultó la época de El Marino. ♣
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