El hermoso arco triunfal de los Obreros de Santiago, al paso de Baquedano y los veteranos en la Alameda de las Delicias, en 1881, levantado como tributo al Ejército y la Marina. Fuente imagen: Fotografía Patrimonial de Chile.
El general Manuel Baquedano González tenía 58 años cuando debió retirarse del mando del Ejército de Chile durante la Guerra del Pacífico, en febrero de 1881. Regresaría desde Perú en momentos en que no muchos sospechaban se estaba recién en la mitad de la conflagración, no al final como pensaban políticos y cucalones más ingenuamente optimistas, deseosos de cortar pronto los laureles ajenos.
A pesar de haberse subordinado en toda su vida militar al mando civil, el curso que había tomado la dirección de las fuerzas chilenas en la guerra, lejos de toda estrategia o de la comprensión siquiera del momento en que estaba la contienda, acabó por apartar a Baquedano de la misma.
Detallando un poco más, los conflictos con el mando civil y, en especial, con el ministro de guerra en campaña, coronel de Guardias Nacionales don José Francisco Vergara, obligaron al general de división a dejar atrás una estela de victorias militares que aún inflan de orgullo castrense (con todas las críticas que puedan hacerse desde hoy, por cierto), pero por delante un camino incierto que, bajo la ilusión de paz pasajera, iba a extender la guerra por casi tres largos años en la sierra peruana, con las vicisitudes diplomáticas correspondientes. Baquedano regresó así con los héroes que acababan de ocupar Lima, por singular paradoja. Volvió también el comandante de la escuadra, Galvarino Riveros, quien no aceptó someterse a un inexperto agente de intereses políticos como era Vergara.
Para la recepción que habían preparado las comisiones, el gobierno del presidente Aníbal Pinto desplegó una tremenda fiesta en Valparaíso y Santiago. La bienvenida se vio colmada por los pasacalles, actos oficiales, saludos formales, manifestaciones informales de celebración y presentaciones de todo tipo. Los recorridos serían bajo arcos triunfales, ruta que en el caso de la capital iba por casi toda la Alameda de las Delicias desde el sector de Lo Chuchunco hasta calle Estado, para doblar hacia la Plaza de Armas, contornearla por su costado oriente y norte, y terminar en la Catedral Metropolitana con un gran encuentro cívico y religioso.
Por aquellas razones, para los primeros dos días de festejo a realizarse en el puerto se publicó en febrero el folleto-guía titulado “Programa de las Fiestas con que el Supremo Gobierno la Municipalidad y Pueblo de Valparaíso recibirán a los ilustres y gloriosos general en jefe, jefes, oficiales y soldados del Ejército y la Armada que regresan del norte”, salido de la Imprenta del Mercurio en Valparaíso. Describiendo un poco el fervor social provocado por la llegada de los veteranos, en la presentación hecha por la Intendencia del puerto, leemos las razones para decretar aquellas fiestas de bienvenida:
Debiendo arribar en pocos días más a este puerto una división de nuestro glorioso ejército; siendo justo hacerse una manifestación de gratitud por su heroico comportamiento, que tantos días de gloria ha dado a la Patria, a costa de inmensos sacrificios de la generosa sangre de sus soldados, vertida en las legendarias batallas libradas contra el enemigo; considerando que es conveniente que la sociedad de Valparaíso tome parte en esta manifestación, dándole un verdadero carácter popular; y creyendo así traducir el deseo de todos los vecinos, de cooperar a la mejor realización de este pensamiento, que es de todo chileno...
De ese modo, no bien tocó puerto en Valparaíso el convoy de Baquedano y sus hombres fue recibido por las autoridades con 23 arcos triunfales al paso y una de las más apoteósicas celebraciones y homenajes que han tenido lugar en el país. Enrique Bunster hizo, quizá, la más entretenida descripción sobre aquel magno regreso, transcrita en su “Casa de antigüedades”:
En la noche del día 10 de marzo el convoy entró en la bahía encapotando el cielo con sus humaredas. Al despuntar el día la ciudad despertó bajo el estruendo de la salva general de los fuertes, cuyos cañonazos sacudieron las ventanas del plan y los cerros durante quince minutos. Luego se echaron a vuelo las campanas de las iglesias y los cuarteles de bombas, resonaron los aires marciales de las bandas y elevóse el ronco vocerío de remolcadores y naves mercantes. Entonces, el inmenso teatro de Valparaíso levantó su telón de neblina otoñal para mostrar el espectáculo a la concurrencia instalada en las plateas de los malecones y calles costaneras, en los palcos del paseo Veintiuno de Mayo y Cerro Alegre y en las abigarradas galerías populares de los barrancos y laderas cerriles. En cada asta coqueteaba una bandera, de cada balcón pendía un escudo o una rama de laurel, en cada ventana se apiñaba una familia llorosa de euforia patriótica.
Mientras un centenar de embarcaciones daba comienzo al desembarque de los regimientos, abordaban al Itata el Intendente Tomás Eastman y los Ministros de Guerra, Hacienda y Relaciones Exteriores para recibir a Baquedano. En tal momento eran leídas a bordo de los buques dos proclamas de Pinto. En una de ellas saludaba la campaña sin precedentes de la Armada, de resultas de la cual “la marina peruana no existe”. En la otra expresaba a los combatientes terrestres: “Al colgar vuestras armas y volver a las ocupaciones de la vida civil, podéis decir con legítimo orgullo: hemos merecido bien de la patria y hemos devuelto respetada y cubierta de gloria la bandera que se nos confió”.
Baquedano apareció allí vistiendo el uniforme de campaña. Tras bajar al muelle, lo recorrió a pie pasando entre dos filas de soldados de la guarnición, rumbo al edificio de la Intendencia, en donde lo esperaba el presidente Pinto. El desfile transitó por avenidas repletas de gente hasta los techos, mirando el andar del general y sus valientes por cada arco, el principal de ellos de la Compañía Sudamericana de Vapores. La muchedumbre se abalanzaba hacia los héroes para arrancar un abrazo, un saludo de manos y quién sabe si también algún botón como recuerdo. El programa se prolongó mucho más allá y continuó con fiestas, juegos pirotécnicos, encendidos discursos patrióticos en parques o plazas y un gran banquete.
El día siguiente, el del Te Deum, finalizó al llegar la medianoche con una salva mayor en el Castillo de San Antonio y el retiro de los soldados francos a sus cuarteles. El día 13, entonces, debía ser el del viaje por tren a Santiago, según lo que describía el propio programa oficial:
El tercer día, a la hora que determine el jefe correspondiente, las tropas se dirigirán a la estación del Barón por las calles del paseo triunfal con objeto de tomar los trenes que la conducirán a Santiago. El batallón Vichuquén cuidará del orden en la estación.
La comisión encargada de la recepción del ejército le despedirá en la estación del ferrocarril, acompañándolo hasta Santiago en representación del pueblo, una comisión compuesta de los señores Mariano Casanova, José María Necochea y Santiago Lyon.
Famoso retrato fotográfico del general Baquedano con su caballo Diamante. Fuente imagen: Memoria Chilena.
Paso del general Baquedano y los demás héroes por las calles de Valparaíso, colmadas hasta los techos de gente festejando. Fuente imagen: Memoria Chilena.
Proyecto del arco triunfal de la colonia española para el general Baquedano en Valparaíso. Fuente imagen: periódico "La Ilustración Española y Americana" de Madrid, mayo de 1881.
El mismo arco triunfal de la colonia española ya levantado, esperando el paso de las comitivas. Fuente imagen: archivos fotográficos digitales del Museo de la Guerra del Pacífico "Domingo de Toro Herrera".
Aunque el énfasis del arribo de los héroes al puerto ha colocado casi toda la atención de crónicas y memoria histórica en Valparaíso, la verdad es que aquella magnánima bienvenida continuó en Santiago, por supuesto, con un homenaje no menos espectacular que en el puerto. Volvemos a Bunster para aquellos detalles:
Trescientos carros de ferrocarril, en varios convoyes especiales, se destinaron al traslado del Ejército a Santiago. De su imprenta en la calle del Chirimoyo (hoy Moneda) el diario conservador El Independiente lanzó ese día, 14 de marzo, una edición ornamentada con la efigie del general montando en su caballo Diamante a tamaño de página, en litografía de Luis F. Rojas, y artículos de Vicuña Mackenna y ocho o diez suscriptores y poetas expresamente contratados. El programa de homenajes, Te-Deum, banquetes, recepciones, bailes, paradas y veladas teatrales llenaba casi una página del periódico. El aviso de la función de gala en el Teatro Municipal ofrecía los palcos a veinte pesos, las plateas a dos y las galerías a cincuenta centavos. Desde el día anterior estaban agotados los palcos construidos en el paseo central de la Alameda, cuya reserva se anunciara en un aviso del baratillo número 15 del Portal Fernández Concha.
En la Historia de Encina estímase en cincuenta mil personas la multitud congregada a lo largo de la Cañada; cálculo corto si se observan las fotografías contemporáneas, que dan la impresión de que la ciudad entera se hubiese volcado en la avenida.
El desfile a tambor batiente comenzó a la una de la tarde. Refiere El Independiente que desde la calle Vergara hasta la del Estado, millares de gallardetes multicolores formaban una especie de cielo raso debajo del follaje de los árboles, de los que pendían innumerables faroles de vidrio. De trecho en trecho levantábanse columnas que ostentaban escudos con los nombres de las batallas, de los buques y regimientos y de los hombres que habían conquistado la gloria. En la línea de los bancos del paseo estaba la imponente doble fila de palcos, unos pintados con el tricolor patrio, otros cubiertos de banderas, o tapizados con sedas y tules, en donde el mundo elegante exhibía sus levitas y quitasoles, sus tafetanes y sombreros de pelo, capotas, capitas, moños de copete e impacientes abanicos. Detrás, en la calzada norte, hormigueaba la plebe con sus carpas y ramadas enfiestadas con banderines, guirnaldas de papel, chuicos y vihuelas.
Tal vez no se volvería a ver tal despliegue ni aparato similar sino hasta las fiestas del Centenario Nacional, pues la capital estaba engalanada prácticamente en todos sus rincones y con el fervor de una masa humana de ricos y pobres, hombres y mujeres, obreros e intelectuales, como pocas veces se ve en la tan jerárquica y segmentada pizza social chilena. Y continúa pormenorizando el autor:
Junto a la estatua de San Martín, recién lavada y adornada de tricolores y laureles, imponíase el arco gigantesco de la Municipalidad de Santiago, de treinta y cinco metros de alto; y en su cercanía estaba el palco de honor ocupado por don Aníbal Pinto y sus Ministros y señoras, el Intendente y las autoridades edilicias. Saludados por una loca ovación y por cuatro discursos inaudibles (estaba por inventarse el altavoz) llegaron Baquedano y Riveros a sentarse a la derecha e izquierda del Presidente. Habiendo divisado Su Excelencia al general Erasmo Escala, le hizo señas de que entrase al palco; y el veterano fue a instalarse en su proximidad olvidando las circunstancias militares y políticas que le obligaron a dejar el mando del Ejército.
El desfile se dio bajo una lluvia de flores y ovaciones. Especialmente emotivo fue el paso del Regimiento Atacama, cuyo contingente de mineros había quedado reducido a solo 96 sobrevivientes, la mitad de ellos mutilados o impedidos de desfilar. La heroica unidad fue disuelta apenas unos días después, el 1 de abril, dejando toda una leyenda en la historia militar chilena.
Un testigo de la época, Alberto Poblete Garín, también recuerda algo en su crónica “Siluetas de Santiago”, reproducida en la obra de relatos premiados del Certamen Varela de 1887. Su narración retrata muy bien los efluvios emocionales patrióticos que estaban comprometidos a nivel popular en esos momentos, aunque fuese con la celebración del falso fin de guerra:
La guerra había terminado. Llegó un día en que la Alameda de las Delicias presentó una escena de bullicioso entusiasmo, y muy otra, sin embargo, de la que relatamos al empezar este cuadro. No era una nación que recogía el reto que le lanzaron dos hermanas, embriagándose de antemano en la ola de sangre que iba a lavar la honra mancillada de una nación. Era el arco de triunfo que formaba todo un pueblo para recibir a los valientes, a los vencedores de cien combates. Baquedano, el glorioso general, iba a entrar triunfalmente a Santiago a la cabeza de las huestes esforzadas que él condujo a la victoria, siempre por el camino del honor.
Era un día de marzo de 1881. El hermoso paseo, ataviado con banderas y gallardetes, arcos triunfales, trofeos y emblemas, presentaba el más animado golpe de vista. En ambos costados de la avenida central, desde la altura de la columna trajana, hasta la de la estatua de San Martín, las familias de la capital habían construido millares de palcos, primorosa y vistosamente adornados. El anchuroso paseo era estrecho para contener la multitud de personas de todas las condiciones sociales que acudían a presenciar el desfile del ejército. Un cielo purísimo y transparente cual manto terso y delicado, cubría esta escena de contento y regocijo.
El trayecto de la Alameda fue para los vencedores un camino de flores y de porfiadas y entusiastas salutaciones. Nuestros héroes llegaron a los cuarteles que se les habían preparado, agobiados con el peso de las coronas, conmovidos por las elocuentes manifestaciones de ese pueblo agradecido.
La guerra había concluido. La patria había empezado a pagar la inmensa deuda de gratitud que contrajera con sus hijos.
Arco triunfal de la Ilustre Municipalidad de Valparaíso. Fuente imagen: archivos fotográficos digitales del Museo de la Guerra del Pacífico "Domingo de Toro Herrera".
Arco triunfal del Cuerpo de Bomberos de Santiago, en las calles de la capital. Hecho con escaleras como armazón. Fuente imagen: archivos fotográficos digitales del Museo de la Guerra del Pacífico "Domingo de Toro Herrera".
Arco triunfal de la Sociedad Nacional de Agricultura en la Plaza de Armas, con la Catedral Metropolitana de fondo. Fuente imagen: archivos fotográficos digitales del Museo de la Guerra del Pacífico "Domingo de Toro Herrera".
Entre los hermosos arcos (tantos, que la comitiva no pudo detenerse en todos) destacaban algunos como el de los obreros de Santiago dedicado al Ejército y Marina, muy románico y rindiendo honores a las batallas de Tarapacá, Tacna, Arica, Chorrillos y Miraflores. En su base, llevaba inscrito los apellidos de héroes de mar y tierra con medallones y escudos. La primera estatua del Monumento al Roto Chileno de Virginio Arias, cuyo bronce hoy está en la Plaza Yungay, fue exhibida en la ocasión sobre un palco ubicado relativamente cerca de este arco, enfrente de la calle San Diego.
El Cuerpo de Bomberos de Santiago, en tanto, colocó al paso su propio arco próximo al ingreso de calle Estado, armado con escaleras de las compañías y cañones, mientras que la Sociedad Nacional de Agricultura erigió el suyo con contornos de raso blanco, último de la ruta, en calle Catedral casi enfrente del templo y de los edificios cívicos del costado norte. Así, entre calles con colgantes de lado a lado, el grupo homenajeado llegaba a la Plaza de Armas para asistir al Te Deum, encontrándola decorada con obeliscos de 12 metros, enormes banderas verticales y blasones.
Ante la Virgen del Carmen, además, el general Baquedano se quitó su espada dentro del templo y la dejó simbólicamente a cargo de ella, la Patrona de las Armas de Chile. Fue el final de su saga con todas las observaciones, críticas y alabanzas que puedan hacerse a su desempeño durante la Guerra del Pacífico, ganándose el aprecio general de los veteranos del 79, para el resto de su vida y, después, para su recuerdo.
Cabe señalar que hubo un posterior plan de construcción de un arco triunfal permanente para los héroes del 79, propuesto por José E. Herrera y descrito en su folleto “Proyecto sobre el levantamiento de un Monumento Arco del Triunfo” de 1888. La idea inspirada en los arcos de la recepción realizada siete años antes, era construirlo cerca de la estatua de San Martín para recibir con él en pie el décimo aniversario de la Guerra del 79. El propio autor de esta campaña describía el diseño de la obra, de la siguiente manera:
El Monumento, como se ve en el dibujo, es de dos pisos y consta de cuatro departamentos, dos en el piso principal y dos en el segundo.
Los dos frentes son iguales en su construcción, tienen 25 metros cada uno, sus costados 6 metros, 15 su elevación, y el arco mide 12 metros de altura por 9 de ancho, sin considerar las graderías.
A pesar de optimismo de Herrera en su presentación, aquel proyecto del Arco del Triunfo nunca se concretó, siendo presumible que haya quedado en el olvido absoluto tras los infaustos sucesos que marcarían la caída del presidente José Manuel Balmaceda y la sangrienta Guerra Civil.
El mito del retorno de Baquedano y los veteranos del 79 ha persistido con características de símbolo histórico trascendente, dentro de muchos círculos. De aquella inédita e irrepetible recepción de los héroes en su regreso, por ejemplo, es que habla el famoso himno del Ejército titulado “Los viejos estandartes”, obra compuesta por el escritor Jorge Inostrosa con música de Willy Bascuñán, a la sazón miembro del grupo vocal Los Cuatro Cuartos, quienes la hicieron uno de los principales temas de su repertorio tras grabarlo en el álbum “Al 7° de Línea” de 1966, placa de RCA Victor. Su letra evoca al magnánimo acontecimiento de 1881, precisamente:
Cruzan bajo arcos
triunfales
tras de sus bravos generales
Y aunque pasan heridos
van marchando marciales
van sonriendo viriles
y retornan invictos.
Pasan los viejos
estandartes
que en las batallas combatieron
Y que empapados en sangre
a los soldados guiaron
y a los muertos cubrieron
como mortajas nobles.
La poética y épica canción, infaltable en actos públicos militares y que ha sido versionada por muchos autores y producciones discográficas, fue adoptada formalmente por el Ejército de Chile como su himno institucional en 1975, perpetuando el recuerdo de aquella fiesta de arcos triunfales de 1881. ♣
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