Soldados chilenos retratados bebiendo algún refresco en Lima, en fotografía de estudio de la Casa Courret, hacia 1881. Fuente imagen: colecciones de Pedro Encina en Santiago Nostálgico.
Pasatiempos de paz en tiempos de guerra... En efecto, existieron varias formas de hacer brotar la creatividad y romper las rutinas de los soldados del 79 en sus momentos de relajo, más allá de los espectáculos circenses o teatrales llevados para tales efectos a los campamentos.
Las propuestas vertidas en los campamentos de la guerra también acabaron siendo parte o influyeron en aspectos culturales que, ya después de la guerra, se encontrarán incorporados en la vida recreativa de Santiago, Valparaíso, Iquique, Antofagasta y otras ciudades. Estaban las relacionadas con sátira gráfica, juegos de aire libre, humor editorial, artesanía de trincheras, música popular, juegos agresivos como la pulgada de sangre y los combates de puños, expresiones folclóricas, números de “circo pobre” y hasta algunas creaciones manuales, algunas quizá intentando ganarse la simpatía de las peruanas durante la ocupación. Cumplimos acá con abordar, al menos, las más importantes de ellas.
Todo aquello se daba en un contexto muy comprensible: la lucha permanente con el aburrimiento, el estrés y las tensiones de la situación general en que se hallaban las almas, combate casi tan exigente como era el enfrentamiento armado mismo. Sirvan de ejemplo las anotaciones en el diario del carpintero 1° del blindado Cochrane, el británico Edwin John Penton, el 25 de diciembre de 1879:
Día de Navidad, muy aburrido, igual que cualquier otro día, nada diferente. No se menciona la Navidad. Llegamos a Pisagua a las 7 AM. Faena de carbón todo el día. La "Abtao" está aquí con 3 transportes. A las 10 AM llegó la "Covadonga" desde Arica. Estoy deseando volver a mi viejo buque, no hay comodidad, normas o consideración aquí. Envié una carta a tierra, para mi querida esposa, para que sea llevada mañana a Valparaíso en el vapor.
Por lo general, la "fiesta" de la pascua navideña era mínima en los navíos, mientras que se reducía en los campamentos a un saludo protocolar y una misa matinal a cargo del respectivo capellán, con recepción de correspondencia y día de franco si las condiciones lo permitían. Poco para hombres extrañando a sus familias y amigos, además de no poder contar con las tabernas, casas de juego y casas de remolienda que solían ser cerradas en el período de la fiesta dentro de los territorio ocupados, al menos durante el primer año de guerra.
Por todo aquello, las posibilidades de distracción en Navidad, Año Nuevo, celebraciones patrias y hasta cualquier tiempo libre disponible en la vida de los soldados, quedaban como desafíos casi enteramente dependientes de sus capacidades creativas. Información reunida en los archivos del Museo de la Guerra del Pacífico Domingo de Toro Herrera, en Santiago, permiten bosquejar algo de los ánimos al respecto. Manuel Ignacio Silva del Regimiento Santiago, por ejemplo, escribía a su madre en la víspera de la Navidad de 1879:
El 80 empezará con un pabellón lleno de glorias para Chile y la felicidad de la Patria es también la felicidad de los hijos. Salud y fiesta para mi familia y gloria para mi Patria.
¡¡Viva el 80!!
Menos optimismo tendría un año después el cirujano Alfonso Klickmann, sin embargo, quien se lamentaba el 1 de enero de 1881 en sus anotaciones:
Año Nuevo. Quién dijera que lo íbamos a pasar en Lurín de manera tan triste. No hay absolutamente nada de nuevo.
La tropa come muy mal, puesto que hay muy pocas mulas para conducir víveres, además se concluyeron los recursos del valle.
Por su parte, Antonio Urquieta deja el siguiente testimonio en los "Recuerdos de la vida de campaña en la Guerra del Pacífico", publicado en 1909:
El ejército estaba acampado en casi todas las oficinas de la pampa del interior de Pisagua; malo o bien, el cuento es que la tropa, para disimular el tedio o aburrimiento que sentía después de los ejercicios, por el tiempo ya de tantos días transcurridos desde los combates y tener que estar esperando todavía quién sabe cuánto tiempo para ir nuevamente en busca del enemigo, saliendo de los calurosos y secos calichales de la pampa de Tarapacá, buscaba el medio de entretenerse. Casi todas las noches había función, ya de maroma con elegantes trajes de punto costeados por los oficiales; ya representaciones teatrales con vestuarios aparentes; o de graciosos títeres con gran cantidad de variados y bonitos monos. Amenizaba, por cierto, estas funciones una buena banda de músicos. A dichas funciones solía asistir hasta nuestro general en jefe con sus ayudantes.
Sin embargo, el autor agrega que los títeres terminaron siendo prohibidos porque sus manipuladores se sinceraban demasiado haciendo críticas e irreverencias, al punto de molestar a las jefaturas.
Paralelamente, tenemos claros testimonios mencionando las largas sesiones de cueca o chilena practicada por soldados al final de las batallas de la Campaña de Lima, por ejemplo. Incluso, la habrían celebrado entre las ruinas de Chorrillos tras el crudo y sangriento combate que tuvo lugar allí, como lo testificara el coronel peruano Víctor Miguel Valle Riestra en su muy revanchista exposición titulada “¿Cómo fue aquello?”, publicada años después. “Las coplas de la monótona chilena, se escuchaban al mismo tiempo que las oraciones de los moribundos”, anotó allí arrugando la nariz.
Sin embargo, el cronista y veterano Justo Abel Rosales agregaba algunos detalles de la fiesta de excesos que se armó en aquellas casas chorrillanas que quedaron en pie, con escenas bastante penosas de huifa y meretricio facilitadas por la ingesta de alcohol:
Varios soldados encontraron niñas peruanas, según creo, se encerraban con ellas para remoler en una casa, al son de un piano tocado por esas callosas manos. En la puerta de la calle pusieron un centinela armado de rifle y bien municionado. El que pretendía entrar, bala con él. En Chorrillos nuestros soldados se pusieron las botas.
Francisco Machuca, por su lado, recuerda en sus "Cuatro campañas de la Guerra del Pacífico" el mal comportamiento de muchos cucalones o civiles metidos por diferentes razones en la guerra, quienes llegaron a reclamar por mejores provisiones alimenticias a pesar de que el rancho que recibían no era malo. Un hecho particular con ellos involucró también al alcohol, según escribió:
Un día supieron que habían llegado unos barriles de vino añejo de Elqui, enviados por el Comité de La Serena para los enfermos y heridos del Coquimbo. Llovieron los giros, no por litros, sino por decálitros. Los cucalones se tomaron todo el añejo; los agraciados ni lo olieron. Conviene decirlo y predicarlo a cuatro vientos. Si Chile se ve envuelto alguna vez en otro conflicto armado, (que tarde o temprano habrá de venir), nada de cucalones, nada de corresponsales de diarios.
Bismarck decía con razón: El fusilamiento de un centenar de periodistas, ahorra un centenar de miles de vidas al ejército.
Regimiento Lautaro en Iquique, en lo que ahora es la Plaza Prat, probablemente en 1879.
Ilustración de Pedro Subercaseaux retratado la escena de una Pascua de Navidad en un campamento de la guerra, publicada por la revista “Zig-Zag” a fines de 1905. La vida en el frente no era solo de enfrentamientos, sino también de largos espacios de ocio que se intentaban llenar con funciones inspiradas en el volatín y los títeres.
Los veteranos del 79 continuaron reuniéndose y realizando actividades recreativas después de la guerra, como muestra esta conocida imagen de un grupo de ellos jugando billar en la sede de su sociedad, hacia el año 1946. Fuente imagen: Chile de Ayer.
Artículos cotidianos y artesanías de trincheras relacionados con la Guerra del Pacífico. Izquierda: botella de vidrio, probablemente de cerveza (donación de Jorge Guerra V.); sacacorchos, descarnador y punzón hechos artesanalmente sobre material de cornamentas; plancha de bolsillo, agujas y dedal. Derecha arriba: miniaturas de corvos, el superior original y con empuñadura de monedas. Derecha abajo: proyectil con cuños decorativos en sus anillas, para obsequio institucional. Colecciones del Museo de la Guerra del Pacífico "Domingo de Toro Herrera", gentileza de su director Marcelo Villalba Solanas.
Los músicos, particularmente, tuvieron importancia relevante en toda la diversión de los escenarios de la guerra: tanto los que iban con su guitarra colgando junto al fusil, como los de bandas bien constituidas, más allá de la presencia de los que tenían por objetivo musicalizar las órdenes a las tropas en combate (tambores y cornetas), tantos de ellos niños y adolescentes, como se sabe. Además, varias de bandas de bronces llegadas al vivac chileno eran conformadas por voluntarios, a pesar de haber otras contratadas para los batallones. Otros eran profesionales de aquellas artes y no solo de los cuerpos militares chilenos, como los que hizo traer desde Europa el empresario Agustín R. Edwards, contratados por aporte privado para el Batallón Cívico N° 2 de Valparaíso.
También se sabe que muchos músicos habían tomado la iniciativa de ofrecerse para estos servicios a pesar de tener conocimientos incompletos o solo a nivel amateur en los instrumentos, supliendo también las urgencias de compañías de espectáculos y de circos que requerían contar con orquestas propias para las funciones en los campamentos, quedando incorporados a los equipos artísticos incluso después de la guerra. De esto provino, según parece, el viejo dicho popular “más desafinado que orquesta de circo”.
A lo expuesto se sumaron las instancias de reunión social y de celebración cómoda que se daban los soldados destacados en las propias ciudades, al menos por los períodos en que la estadía lo permitiera. Rosales recordaba uno de aquellos encuentros en tierra antofagastina, en septiembre de 1880, que estuvo acompañado por las mismas amenidades recreativas que se veían en los campamentos:
En la tarde de hoy 20, se llamó a mí, Bysivinger y Arancibia, por el capitán Castro, para que arregláramos una gran carpa, situada en el segundo patio de la casa del comandante, con el fin de dar una comida de 40 cubiertos a varios amigos.
Entre todos arreglamos un lindo local, engalanado con banderitas y faroles chinescos, los cuales encendidos desde las oraciones, daban a la carpa un aspecto fantástico. A esa hora empezaron a llegar los convidados, oficiales del “Melipilla”, mayor Letelier de Artillería y muchos otros. La banda de música se situó fuera de la carpa y estuvo tocando como hasta las 12 de la noche, hora en que se terminó la tertulia, que no otra cosa fue lo que hubo después de la comida. Concluida esta, se quitó todo servicio y las mesas, dejando la carpa limpia como un salón. En un extremo, detrás de un telón de banderas hubo títeres y baile de mineros para diversión de los convidados, casi todos muy alegres. En un entreacto, el 1º Arancibia cantó en guitarra una bonita canción, y antes de concluirla, llegó el mayor Letelier, le pidió ese instrumento y empezó a cantar una graciosa tonada, que hacía reír a carcajadas. Pero nuestro comandante le hizo callar, porque habían llegado señoras y esa tonada era sólo para hombres.
Concluido todo, nosotros los 1º, fuimos invitados por el capitán Castro a una buena mesa, llena de fiambres y algunos licores. El día estuvo bueno.
El interés por las artes era, por su puesto, de los sectores educacionalmente más altos entre los soldados. Y algo relativamente parecido debió suceder con las expresiones de lectura a las que se pudo acceder o improvisar, considerando las tasas de analfabetismo de los estratos populares en aquel entonces. Sobre esto, desde su tribuna don Benjamín Vicuña Mackenna se refiere también a la aparición de rústicos periódicos escritos a mano entre las unidades, creados sobre la marcha para divertir y mantener el buen ánimo con un curioso modelo de sátiras editoriales:
Pero donde obtuvo mayor prestigio la clase de suboficiales que en las guerras modernas, sin exceptuar las de Chile, ha alcanzado mucha más alta significación militar y moral, fue entre los juveniles sargentos del regimiento Atacama, individuos instruidos, honorables, que habían tomado las armas por convicción y que en el reposo de las batallas, en el ocio de los campamentos hacíanse diaristas como los de otros cuerpos, se improvisaban dramaturgos, acróbatas, mágicos, poetas, cual el soldado payador del 2°, que cantó la redota de Tarapacá:
“Los cholos en
Tarapacá
Nos sumieron el bonete”…
Detalla el autor que los cabos y sargentos del Ejército también se volvían “un poco diablos”, pues era frecuente que dijeran “que han cortado sus estudios, cuando en realidad es el estudio el que los ha cortado a ellos”, pero destacando siempre por sus actitudes aguerridas y sacrificios en combate. Así pues, los oficiales y sus más jóvenes “clases” de unidades del histórico Regimiento Atacama, se esforzaban por impedir “que el ocio roedor de las guarniciones agobiase el alma entusiasta y profundamente patriótica de aquellas muchedumbres armadas”. El resultado de este comprensible interés fue la creación de aquellos periódicos y pasquines como uno llamado “El Hueco”, aparecido en Tacna. También llegaron a implementarse clases para educar a la tropa en los escasos tiempos libres, todo en pos de aprovechar los momentos de paz y no solo valiéndose de risas.
A principios de septiembre de 1880, apareció entre aquellos soldados una nueva gaceta manuscrita llamada “El Atacameño”, otro intento por amenizar la vida durante la campaña a Lima. Su comité editorial era presidido por Rodolfo Prieto y su tesorero era Caupolicán Vera, ambos sargentos; los secretarios eran el cabo copiapino Ascanio Prado y el sargento coquimbano José Antonio Tricó, los dos caídos durante la guerra. Contando con colaboración de otros camaradas de armas, duró cuatro números repartidos durante ese mismo mes, circulando con unos veinte ejemplares de mano en mano. Combinaba humor con textos más serios como poesías, aunque los peruanos o cholos eran frecuente objeto de mofa (como en varios otros de esos informales folletos), con versos burlones que producían los sargentos devenidos ahora en redactores. Siendo buenos provincianos traviesos, además, se reían con sorna de otras unidades, como sucedió con los santiaguinos, según se observa en este texto que toma Vicuña Mackenna desde el segundo número de “El Atacameño”, en una nota titulada simplemente “Saludo”:
En días pasados vimos a un soldado del Santiago pasearse, cuadrarse y hacer el saludo que corresponde a los jefes. Nosotros creíamos que estuviera cerca de nuestro general; pero ¡oh error! El santiaguino saludaba a una mata de membrillo.
¡Diablos de santiaguinos!
Cabe añadir que la influencia de la Guerra del Pacífico en el editorialismo nacional tuvo varios aspectos. Uno de ellos fue el auge de los suplementeros vendedores de periódicos y repartidores de volantes informativos, tanto en las ciudades como en los teatros de la guerra. La necesidad de enterarse de noticias había sido un gran impulso para estos tradicionales personajes de las calles. La sátira también participó del discurso patriótico del momento, además, con publicaciones como "El Ferrocarrilito" de Juan Rafael Allende y que, en términos mas formales y mecánicos, hacía lo mismo y con similares recursos creativos que "El Atacameño" en el frente de la guerra.
No todo el trabajo de diversión era escrito, sin embargo: chistes, bromas y puestas en escena que surgían espontáneamente entre las tropas, como confirma J. Arturo Olid Araya al recordar en sus "Crónicas de guerra", por ejemplo, el cartel con el aviso "Aquí está Silva", típico de las fondas dieciocheras de La Pampilla, que un grupo de soldados instaló en el campamento de Tarapacá durante la pausa de la terrible batalla del 27 de noviembre de 1879. También había instancias de tertulia y diversión oral que comenta a la pasada Urquieta en su ya señalada obra, refiriéndose a los pasatiempos en el vivac de esa misma región:
Entre la tropa iban muchos soldados y clases bastante instruidos, como que cuando principió la guerra una infinidad de jóvenes abandonaron sus adelantados estudios para empuñar un fusil en las filas de algún batallón. Entre estos había un sargento, a quien siempre los soldados rodeaban para oír las historias que les contaba. En verdad que para un ejército que anda en campaña y sobre todo en un país enemigo es muy pesado y fastidioso encontrarse en una pampa sin población alguna y sin vegetación de ninguna especie, sin habitación, durmiendo sin techo alguno; y de esta suerte ven pasar los días y los meses sin nada que los haga olvidar lo monótono de la vida de campamento.
Por otro lado, el señalado trabajo editorial de los hombres involucrados directamente en la lucha tampoco se limitaba solamente a la publicación de pasquines informales o artesanales: el futuro héroe caído en Tarapacá, teniente coronel Eleuterio Ramírez, había participado de la fundación de una gaceta informativa sobre los mismos asuntos de la guerra. Además, ya en 1881 una revista titulada "El Corvo" comenzaba a denunciar en sus caricaturas el estado vulnerable en que se encontraban algunos veteranos recientemente regresados al país, especialmente los inválidos y mutilados quienes, recibiendo pensiones muy bajas, se veían obligados a la mendicidad.
Corvos de la Guerra del Pacífico con marcas de historiado. El superior era el arma del soldado Artemón Arellano y estuvo en el Asalto y Toma del Morro de Arica, historiado con cuentas circulares. El de abajo perteneció a los atacameños y está historiado con flores (rosas y hojas). Ambos están intervenidos artesanalmente. Piezas de la colección del investigador Marcelo Villalba Solanas en el Museo de la Guerra del Pacífico "Domingo de Toro Herrera".
Cuchillos artesanales: un arma blanca rústica "hechiza" y dos corvos, en el Museo Militar de Iquique. El mango de la pieza que se encuentra al centro delata que está confeccionado con una estaca de durmientes de ferrocarriles.
Cuchillos corvos y fundas de cuero de los tiempos de la Guerra del Pacífico, en las vitrinas del Museo Militar del Morro de Arica. Los talabarteros hicieron muchas piezas como esta e incluso monturas, durante la guerra.
El 6 de septiembre de 1880, Román Fritis había escrito en el mismo folletín artesanal de “El Atacameño” la siguiente observación sobre la vida en su campamento, aportando más información interesante sobre los pasatiempos que alegraban a la soldadesca en aquellos duros días y territorios:
Allí diviso un grupo de soldados que juegan al trompo, juego demasiado higiénico para hacernos recordar de que un suple nos vendría como pedrada en ojo de boticario.
¿De dónde ha salido esa infinidad de trompos verdes, amarillos y colorados?
El corvo, que como se ve, sirve para mucho más que infundir terror a los peruanos, es quien ha hecho el principal papel.
Después, un trozo de chañar, que nos trae al recuerdo nuestra bendita tierra y trozos de otro árbol cualesquiera, y trompo hecho.
¡Y vamos! ¡A las calitas, a la Troya, a la porfía!
Aquella forma de artesanía lúdica era otra de las principales distracciones, al menos entre los soldados que más diestros con sus manos. En colecciones particulares de reliquias de la guerra se conservan, por ejemplo, algunos trozos de cornamentas convertidos en herramientas como taladros manuales con tirabuzón y punzones, instrumentos claramente de artesanos, logrados con la hábil incrustación de piezas metálicas en los momentos de relajo. Algunas municiones y proyectiles de armas gruesas fueron convertidos también en recuerdos artísticos. Según parece, algunas de estas últimas habían sido obsequiadas en Santiago a voluntarios del Cuerpo de Bomberos, como agradecimiento tras controlar el peligroso incendio de las Maestranzas del Cuartel de Artillería, en 1880.
También se fundían balas y se hacían pequeños tejos para jugar rayuela o pasatiempos parecidos. Muchas otras piezas parecidas, mismas con las que los veteranos iban a regresar a sus ciudades y pueblos tras la tregua de Ancón, acabaron olvidadas o destruidas al haber sido consideradas viejas e incomprensibles chucherías; o bien tomadas por lastres acompañando herencias, quizá guardadas aún entre residuos familiares.
En otro aspecto parecido pero relativo al servicio múltiple que tenía entonces el cuchillo corvo como herramienta “de rotos” (llevada al frente por mineros y otros trabajadores), es claro que su presencia facilitó la construcción de diferentes piezas talladas con el filo en madera o en cuero. Oreste Plath recuerda esto desde su estudio sobre el corvo: “El roto maneja el cuchillo con destreza, y siente predilección por laborar con él. Maravillas hace con él cortando tientos para los frenos, lazos. Hermosas son las monturas chilenas hechas a cuchillo”.
Era esperable, entonces, que talladores y talabarteros reclutados hayan producido interesantes piezas de colección en días de guerra, cada vez que tuvieron a mano el material necesario y valiéndose únicamente de cuchillos, especialmente de su preciado corvo. Desde fundas para armas hasta monturas debieron surgir de esta pequeña industria. La misma fabricación del corvo se hizo un pasatiempo eficaz, con sus cachas de hueso, madera tallada o de innumerables argollas de diversos materiales, monedas y colores que dan el diseño. A su vez, los corvos eran marcados e “historiados” con indicaciones y árboles esquemáticos que registraban en su hoja las muertes conseguidas por el mismo en combate, en un trabajo de grabado que también formó parte de las tradicionales artesanías de trincheras entre los veteranos chilenos.
Más aún, el corvo llegó a ser un verdadero amuleto en los campos de batalla: los rotos solían fabricar una miniatura del mismo con argollas y monedas perforadas que apilaban en la espiga o bien con cascos de municiones ya usadas de fusil, encajando la hojita en el plomo de una bala y guardándola como un objeto de buena suerte o solo para el atesoramiento, dentro de una vaina de otra munición. Era una auténtica artesanía con versiones similares a los corvos grandes, con no más de siete centímetros de hoja. La tradición recuerda también que estas bellas y artísticas miniaturas fueron usadas como protección personal por prostitutas de Antofagasta, Pampa Unión, Punta de Rieles y Placilla de Chuquicamata, entre otros famosos terrenos mineros nortinos, llevándolos escondidos entre las ligas de sus medias. Quizá los hayan recibido como pago de servicios, en muchos casos. Aún existe la tradición de vender en armerías y tiendas de recuerdos pequeñas versiones o miniaturas del actual corvo militar usadas como llaveros, colgantes o suvenires coleccionables, tradición proveniente de aquellas piezas.
Finalmente, las celebraciones efemérides dentro del mismo campo de acción de los soldados en campaña o en las ciudades ocupadas también facilitó los momentos de esparcimiento y festejo de la soldadesca, dentro de los parámetros que permitía el mando. Una de las coincidencias más felices para ellos parece haber sido el izamiento de la bandera chilena en el Palacio de Pizarro, en la recién ocupada Lima el 20 de enero de 1881, justo en el aniversario del triunfo de la Batalla de Yungay.
Muchos creían entonces que la captura de la capital peruana pondría fin a la Guerra del Pacífico, pero quedaban dos largos años más en la durísima Campaña de la Sierra antes de la rendición total. Período en que siguieron practicándose muchos de los pasatiempos y distracciones que ya eran tradicionales en los campamentos, por supuesto. ♣
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