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LA FIESTA DE CUASIMODO O LOS TEMPLARIOS CHILENOS

Litografía de Lehnert con "El  Viático", llevado por una procesión del Domingo de Cuasimodo por las calles de Santiago. Publicado en el "Atlas de la historia física y política de Chile" de Claudio Gay, en París, 1854.

La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, más conocida como la Orden del Temple o de los Caballeros Templarios, fue fundada por lo que era, inicialmente, un puñado de soldados franceses hacia el año 1118, con el propósito de resguardar a los peregrinos cristianos que visitaban Tierra Santa y que, constantemente, eran objeto de asaltos y exigencias de pagos abusivos de tributos por caudillos en la ruta de Jerusalén, además de los ataques violentos por parte de comunidades hostiles al cristianismo.

La figura de voluntarios protegiendo a feligreses en las peregrinaciones se ha repetido mucho en la historia religiosa. Ciertas cofradías asociadas a fiestas patronales aún en práctica, por ejemplo, mantienen y recrean denominaciones para sus integrantes que casi parecen apelar a los tiempos en que se requería de esta clase de amparo: guardianes, centinelas, protectores, custodios, vigilantes, etc.

En ciertos aspectos, la fiesta chilena del Cuasimodo está en sintonía con aquella tradición de guardianes de los peregrinos. Constituye, además, una celebración de raíz folclórica y religiosa que incluye presentaciones musicales, manifestaciones recreativas, comida, bebida, bailes tradicionales y otras actividades que van más allá de las coloridas caravanas transitando por senderos y calles, siendo esto último solo lo más vistoso de la misma celebración. Por estas y otras razones, cuando el papa Juan Pablo II visitó Chile en abril de 1987, en tiempos que aún eran favorables y receptivos a la fe dentro de la sociedad chilena, no dudó en definir la Fiesta de Cuasimodo como “verdadero tesoro del pueblo de Dios”.

Autores como Oreste Plath, Tomás Lago, Mario Garfias, Armando de Ramón y Juan Guillermo Prado, entre muchos otros, han investigado cuidadosamente la fiesta que, a pesar de todo, parece aún muy viva y popular, incluso expandiéndose por el territorio en la última centuria. Llamada antes también como Correr a Cristo o Corrida de Cristo y con antecedentes en el período colonial, se realiza en el domingo siguiente al de Semana Santa: el Domingo de Cuasimodo, Dominica in Albis o Domingo de Renovación.

Sus participantes, los cuasimodistas, inician actividades ya en la víspera y llegan a cada parroquia con los caballos y coches al aclarar la mañana, esperando al sacerdote. Mientras esperan, todos desayunan, comen algún bocadillo y combaten el frío con brebajes de malicia. Tras escuchar la Misa del Día, la caravana parte con un redoblar de campanas y el toque de campanillas acompañando al cura, por una ruta que cubrirá las casas de enfermos y convalecientes que requieren del viático y los sacramentos que no pudieron tomar en el pasado Domingo de Resurrección.

Aquellas visitas se solicitaron por los familiares del enfermo o anciano durante la Cuaresma. A las respectivas direcciones se las suele señalar con ramilletes florales o un pequeño altarcillo religioso, pulcramente dispuesto en las entradas de las casas.

El sacerdote baja puntillosamente en cada uno de los hogares con su asistente o su sacristán, llevando la hostia sagrada y la custodia para dar de manera íntima la comunión al solicitante. En el pasado más que ahora, la comitiva solía ser asistida con chacolí, mistela y chicha en cada espera de aquellas, servida en cacho o en una calabaza hueca, y sonaban también guitarras o vihuelas para amenizar esos minutos de espera. Tales dádivas las reciben “para la tierra del camino”, según anotó Plath.

Muchas impresiones causaba el fervor y la intensidad de la celebración en el siglo XIX. Así se refería a las caravanas el futuro mandatario argentino asilado por entonces en Chile, Domingo Faustino Sarmiento, en el periódico “El Progreso” del 9 de abril de 1844, en su artículo “Correr al Santísimo”:

Llegado el momento de la partida, el párroco mismo cabalga un lucido palafrén, porque el párroco antes de investir este carácter era chileno, jinete que no puede resistir a la tentación epidémica de echar de vez en cuando una rayada, que pruebe que no es un marica.

La cabalgata parte al estampido de algunas docenas de cohetes voladores, que amedrantan a los caballos, les hacen hacer mil corvetas, con indecible gozo de los jinetes, que ebrios de placer aguijonean, irritan y exasperan sus caballos, a fin de desplegar toda su maestría en el arte no enseñado de la equitación chilena. El combate comienza; las topadas, las pechadas se suceden unas a otras; el estruendo de los estribos de palos que se entrechocan, se mezcla con el estrépito de las pisadas de doscientos o quinientos caballos. Una nube de polvo envuelve al portador del viático, que es el centro de esta infernal batahola, y que no está libre de sufrir el vaivén de los empujones de los que se disputan tan encarnizadamente el placer de acercársele.

En la misma romería, los jinetes se ordenan en un andar de escuadrones dispuestos, por lo general, en tres filas e interrumpidos por carretones, carretas, berlinas y otros coches acoplados al tren. Ya desde mediados del siglo XX en adelante, también se sumaron bicicletas, motocicletas, automóviles y camiones. Otros fieles se incorporan en el camino, además, alargando la caravana. Varias mujeres participan del viaje bellamente vestidas a la usanza cuasimodista o como huasas de poncho y sombrero. Hoy, se pueden sumar a los grupos en movimiento funcionarios de Carabineros de Chile, vigilando y despejando la ruta, e integrantes de la Cruz Roja, por razones precautorias.

La tradicional presencia huasa entre los cuasimodistas ya era comentada por Luis Castro Donoso en su informe “A León XIII Pontífice Máximo”, en el siglo XIX:

Nuestros huasos, a más de preparar sus cabalgaduras, se preparan ellos mismos, luciendo sus hermosos pañuelos de seda de los más variados colores, atados con cierta inimitable gracia sólo propia de ellos, a la cabeza, de manera que sujetos a ella por un fuerte nudo, lo restante flota al viento cuando emprenden su vertiginosa carrera. Lucen también sus mejores trajes que han comprado con los pequeños ahorros de su diario y pesadísimo trabajo: en otras cosas el espíritu de economía brilla por su ausencia en nuestro pueblo; pero tratándose de la fiesta del Domingo de Cuasimodo, sucede precisamente lo contrario. Como llevan la cabeza cubierta con sus pañuelos, sus respectivos sombreros, generalmente de pita, mediante una huincha cuelgan a la espalda y así pueden manejar muchísimo mejor sus briosos y magníficos caballos.

Los principales símbolos cuasimodistas en tales caravanas son la cruz de Cristo, hacia la cabeza de cada una; el palio dignificando al Santísimo y al sacerdote; los estandartes de los grupos participantes; la bandera chilena y, más modernamente, también la papal; y la campana anunciando al cortejo en los caminos. El símbolo de la llamada Cruz de Chile se incorporó recién en los años setenta del siglo XX, adquiriendo especial importancia tras la visita de Juan Pablo II al país.

Se destacan también las carretas, muchas de ellas pintadas de colorida manera a la costumbre de los antiguos corsos y la presentación de estos artilugios en el folclore nacional más popular, especialmente los de ferias libres, mercados y circos, siendo otro fuerte distintivo de la jornada dominical. Algunos carros y birlochos que aparecen hasta hoy son verdaderas reliquias, reservándose los más elegantes para llevar a los vecinos destacados, a los mecenas de cada encuentro o a los representantes de la Iglesia.

Antes eran más comunes los campanilleros, haciendo sonar campanitas, cascabeles o sonajas en el camino como anunciando la venida del grupo. Uno de ellos debía ir al frente, alertando a los vecinos de la proximidad de la romería, como lo describe Plath:

Iba adelante un huaso tocando una gran campana de mano para anunciar el paso del Sacramento de la Eucaristía que portaba el cura párroco revestido con sus sacramentos. En aquellas casas donde había enfermos, se colocaba junto a la puerta, en el camino, un pequeño altar. Con esa indicación, el sacerdote sabía que allí le esperaba uno de los feligreses para que le administrara la comunión. El campanillero se detenía, siempre tocándola, y así lo hacía el tropel de jinetes que llegaban al galope, en una nube de polvo de la cual, al poco rato, emergía la silueta del coche y el párroco con la Hostia Consagrada.

Hacia el mediodía o un poco después, si la situación lo permite, los cuasimodistas hacen una pausa en alguna cantina o posada acordada previamente, para comer, descansar y recuperar energías. Volvían a escucharse las canciones y rebrotaban los aspectos más festivos de la actividad, en esos momentos. En las ciudades más grandes, esto se reemplaza a veces con un alto en alguna plaza, toldo o carpa, o bien un restaurante del camino.

La jornada suele extenderse hasta la tarde, incluso hasta la noche en algunos lugares y épocas. El cierre era con la misa del templo, hoy realizada con más flexibilidad también en otros escenarios populares o abiertos, como medialunas, canchas y clubes de barrio, con una eucaristía en la que algunos huasos y participantes entregan ofrendas surgidas de la tierra del campo, en los dones del ofertorio. Se realizan juegos y premiaciones a los mejores carros, a los participantes ilustres, etc.

Carroza española usada en el Domingo de Cuasimodo, de fines del siglo XVIII, para la caravana que salía desde la Iglesia del Sagrario de Santiago. Museo del Carmen de Maipú.

Caravana de Cuasimodo en greda policromada. Set artesanal expuesto en el Museo del Carmen, del Santuario Nacional del Templo Votivo de Maipú.

Doña Javiera Carrera, en grabado reproducido por Benjamín Vicuña Mackenna en "El ostracismo de los Carrera". La heroína y prócer chilena podría haber tenido un papel importante en la difusión del cuasimodo en Santiago.

Antigua imagen de la Parroquia de San Isidro Labrador, en la calle de San Isidro y enfrente de la plaza del mismo nombre. Desde esta parroquia salía una de las procesiones más antiguas del Cuasimodo en Santiago.

Imagen de la Plaza de Armas, aproximadamente de 1865-1870, con sus jardines y fuente de mármol. Atrás a la derecha está la Parroquia del Sagrario, desde donde salía una de las principales procesiones cuasimodistas.

Ilustraciones de Carlos Zorzi con escenas del antiguo Cuasimodo, en la revista "Zig-Zag" de abril de 1906.

Cuasimodo de 1906 en el Llano Subercaseaux de Santiago, en nota de la revista "Zig-Zag" de aquella temporada.

Con el tiempo, comenzó a hacerse el cierre en algún destino más recreativo, recibiendo todos la bendición en una fiesta de música chilena, empanadas, pan amasado, parrillas y harto vino o chicha, derrotando así el cansancio y haciendo sospechar que el día siguiente puede llegar a ser un San Lunes, referido a la continuación de la fiesta iniciada un domingo y abandonando todos los deberes laborales o compromisos.

Tal como sucede hoy desde con el equino hasta la camioneta petrolera, todo era engalanado con la colorida decoración cuasimodista, como si fuesen carros alegóricos. De ahí proviene la expresión popular “más arreglado que caballo de Cuasimodo”, para referirse también a algo cuyo resultado ha sido confabulado, un timo o montaje. Abundaban las flores, tules, escarapelas, ramas de palma, lienzos, guirnaldas, iconografía religiosa y satines de colores metálicos o brillantes.

Llama la atención desde sus orígenes, sin embargo, el aspecto algo morisco de los atuendos en la cabeza de los cuasimodistas, quizá con raíz andaluza, mientras que el cochero de la carroza suele vestir como lo hacían clásicamente los de España. Y observa Eugenio Pereira Salas, en sus “Notas sobre el calendario litúrgico colonial”:

La Fiesta de Cuasimodo o la Corrida de Cristo es también característica de la región central del país y son los huasos vestidos con sus mejores galas los que acompañan corriendo a la carroza que lleva el viático para los moribundos. La forma recuerda algo la festividad de la corrida de la pólvora entre los beduinos y tiene parentesco con la corrida de los novios en Chile.

A pesar de visualizarse cierta sobriedad para los festejos, a tono con las tendencias más propias y naturales de la particular idiosincrasia chilena, en estas explosiones se libera un poco el encanto por los colores y ornamentos más carnavalescos, a la par de la elegancia que busca ser solemne: pañuelos y paños en cabezas y hombros de los fieles a caballo, sus esclavinas, capas y albornoces, escoltados por los huasos en perfecta y pulcra tenida campesina, generalmente oscura. La nuquera o la capelina van en lugar del sombrero, en rango con la esclavina, inspirada en la sacerdotal y antes hecha de fina seda, en reemplazo del poncho y chamanto en ciertos casos. Estos atuendos se relacionan mucho con la forma de vestir a los niños en ceremonias y bautizos, lo que alude tal vez al concepto del Renacer, símbolo supremo de la Resurrección en la Semana Santa. Sus diseños bordados suelen mostrar iconos cristianos como cruces, cálices, hostias y palomas del Espíritu Santo, frecuentes en fiestas religiosas.

Sobre el origen de la tradición la conocida leyenda folclórica dice que, antaño, el cura y sus acompañantes solían ser atacados por los rufianes, enemigos de la Iglesia o salteadores que merodeaban en los senderos solitarios y remotos, cuando iban a asistir a los devotos enfermos o ancianos. Por esta razón, surgieron agrupaciones en ciudades y pueblos que iban resguardándolo y protegiéndolo por dichos caminos, disuadiendo o enfrentando a los ladrones tentados con la valiosa indumentaria y los artículos religiosos de plata y de oro que cargaban los párrocos.

Mientras llevaban al Santísimo y las hostias por su ruta, dicha escolta iba celebrando la Resurrección de Cristo y vociferando loas. De ahí se haría algo característico el grito “¡Viva Cristo Rey!”, por ejemplo, aún presente en las caravanas y cabalgatas de cuasimodistas.

Los grupos de protección eran de jinetes a montura y en carretas. Se decía que eran hombres rudos y hasta armados, aunque respetuosos observantes de la fe. Con el tiempo, sin embargo, las caravanas se volvieron más familiares, acompañando al cura todos los años con sus distintivos, atavíos particulares y estandartes, base primitiva de la estética de la fiesta. Además, las cuadrillas se fueron convirtiendo en clubes de cuasimodistas, cofradías de corredores de Cristo y asociaciones de carácter comunal, agrupados en torno a una parroquia.

La medida de dar tal servicio a quienes no podían levantarse de sus camas o salir de sus casas en Semana Santa, se había extendido por la América católica tras el Concilio de Trento (1545-1563), que estableció la necesidad de que los fieles comulgaran al menos una vez al año. Debía facilitarse el que las personas sin posibilidad de asistir a templos o santuarios pudieran cumplir con el requerimiento, como sucede con las Octavas tras las fiestas patronales.

Por aquella razón, sin embargo, no todos los autores están de acuerdo con la versión de las escoltas para de manera espontánea para evitar salteadores como origen del Cuasimodo. Es el caso del historiador y eclesiástico Gabriel Guarda, fundamentando al respecto en “La  Edad Media de Chile”:

En lo que se refiere al Cuasimodo, a lo menos ya en 1763 el título V del sínodo de ese año, ordena “que quando su magestad es conducido por viático a los enfermos, aun en campaña, sea acompañado de luz” durante todo el camino. Esta práctica, en los campos, daría origen a una de las más hermosas y coloridas fiestas populares vigentes con progresivo esplendor hasta nuestros días, la de Cuasimodo, llamado así por las primeras palabras del introito del segundo domingo de Pascua, Quasimodo infantes. Su objetivo es llevar la eucaristía para el cumplimiento del precepto pascual por parte de enfermos o impedidos. La hipótesis de que tal acompañamiento tenía por objeto proteger al sacerdote de asaltos, carece absolutamente de base, pues como lo prescribe el sínodo citado, en las ciudades se dio en igual forma; así lo muestra el Reglamento de la escuela de San Carlos de Ancud, de 1804, que tratamos en el capítulo referente a la cultura, o la popular litografía de Lehnert publicada en el Atlas de Claudio Gay, de la conducción del viático en una calle de Santiago; en ambos casos con acompañamiento en pleno.

Al principio, los curas habrían cumplido con este deber acompañados por escoltas muy pequeñas de dos hombres o poco más, no por numerosas caravanas. Con el tiempo, sin embargo, los miembros de estas compañías se fueron multiplicando hasta ser una multitud marchando en romería. Quizá no siempre fueron tan voluntarias tales vigilancias, empero, pudiendo ser que, en alguna primera época, se haya obligado a ciertos sujetos a acompañar al servicio del domingo después de Semana Santa, pues medidas parecidas fueron tomadas en otros territorios del reino español, valiéndose de esclavos para tal rol.

Ciertos autores aseguran que el cuasimodismo se remontaría en Chile a los días de la Conquista, como hace Castro Donoso al decir: “Parece, pues, natural que, si bien es cierto que desde hace largos años esta costumbre se practica en Chile, haya sido traída al seno de nuestra patria por los primeros conquistadores”. Por su parte, el historiador eclesiástico Marciano Barrios Valdés asegura que comenzaría después del alzamiento indígena de 1598 y la proliferación de criollos cometiendo fechorías en los caminos más distantes del reino. Este planteamiento, comentado por Prado en su libro sobre la fiesta, supone que los cuasimodistas surgen como tales a partir de los grupos de jinetes que acompañaban al sacerdote ya en el siglo XVII, en otra versión legendaria y también de perfumes casi templarios como los que señalamos al inicio, por el tipo de función dispensada como protectores de las caravanas.

Una confirmación importante de la temprana presencia de la fiesta en Santiago aparece en el testamento de don Mariano Zeballos del 9 de octubre de 1799, citado por Richard Fairlie López en un artículo del “Boletín Histórico” de la Sociedad de Historia y Geografía de Chile (“Las fundaciones piadosas de la Parroquia Santa Ana y del Convento Franciscano Máximo Nuestra Señora del Socorro de Santiago de Chile 1766-1809”, 2016). El documento mencionaba a la entonces recién enviudada doña Javiera Carrera como receptora de los bienes del señor Zeballos, con la carga modal de apoyar las celebraciones que se hacían en la Parroquia de Santa Ana:

Ítem: es mi voluntad legar como desde luego lego a Doña Francisca Javiera Carrera viuda de Don Manuel Lastra la casa de mi habitación y dominio sin menaje ni aderezo alguno, para que después de mis días la lleve y goce como suya propia con los gravámenes siguientes de que ha de hacer reconocimiento en forma a saber dos mil pesos de censo principal a favor de la festividad que se hace en la Parroquia de mi Señora Santa Ana de esta ciudad en cada un año en el Domingo de Cuasimodo, en el que procesionalmente sale el Santísimo Sacramento, para auxilio de los enfermos, función que deberá costearse con el rédito anual de un cinco por ciento respectivo al antedicho principal (...) las misas que se celebran el jueves en honor y gloria del Santísimo Sacramento y en beneficio de mi alma.

Este revelador escrito había sido reproducido años después en el Tomo V del “Boletín Eclesiástico”, publicado hacia 1872, desde donde lo recoge Fairlie López, y reaparece en nuestra época en el “Archivo del General José Miguel Carrera” compilado por Armando Moreno Martín al alero de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía y de la Fundación Cardoen. Deja esbozado, además, el que la muy joven doña Javiera haya sido una posible mecenas de lo que ahora es el cuasimodismo en la capital, dada la carga modal estipulada en el documento.

Más o menos desde la misma época procede una hermosa carroza española, alguna vez usada en el Seminario Pontificio y que hoy se encuentra en el Museo del Carmen de Maipú. De madera policromada de fines del siglo XVIII, en tiempos del reinado de Carlos IV, el carro era usado para la extensión del viático a los enfermos saliendo desde la Iglesia del Sagrario de Santiago.

Los registros de actividad de las agrupaciones cuasimodistas comienzan a aparecer en el período entre los años de la Patria Vieja y la organización de la República. Esto es lo que ha llevado a creer que sus inicios están en este tramo cronológico, pero pasando por alto antecedentes como los revisados. Además, las restricciones iniciadas en la Patria Nueva pudieron hacer difícil el carácter más festivo o carnavalesco de toda esta clase de encuentros populares y folclóricos, volviéndolos más sobrios y menos intensos. Sin embargo, como en las fuentes no se hacía referencia al Cuasimodo como tal, muchos dudaron que existiera a la sazón, pensando que su origen debería ser posterior y no previo, de tiempos coloniales.

Lo cierto es que, si acaso la identidad de la celebración como Cuasimodo no estaba definida entonces tal como llegó al siguiente siglo, la tradición de la que proviene ya existía. Sirva de ejemplo el que, siendo Ramón Freire director supremo, dictó el 21 de mayo de 1823 la siguiente instrucción del Reglamento de la Policía (“Boletín de Leyes y Decretos” de ese mismo año):

Todo habitante o transeúnte en el país, se arrodillará a presencia del Santísimo Sacramento hasta perderlo de vista cuando este sea conducido por las calles en procesión o forma de viático; y a los infractores con advertencia y meditación, se aplicará por primera vez la pena de un arresto de veinticuatro horas, y por la reincidencia la de reclusión, desde un mes hasta seis.

De esa manera, el carácter de la extensión de los viáticos en el piadoso domingo habría ido convirtiéndose en un auténtico festejo de fe popular, muy criollo y acorde al temperamento nacional, primando en él la permanente sed de fiesta pero con un sentido comunitario o benefactor manifiesto.

El nombre de Cuasimodo o Quasimodo es otro tema interesante: proviene de “Quasi modo geniti infantes”, inicio en el introito (Antiphona ad Introitum) y la Misa del Día del segundo Domingo de Pascua, coincidente con el de la fiesta. El verso se decía también a los niños bautizados aquel día y forma parte de los propios de la misa, tomado de las palabras de San Pedro: “Quasi modo geniti infantes, rationabile sine dolo lac concupiscite, ut in eo crescatis in salutem” (“A modo de niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de que por ella crezcáis para la salvación”).

Procesión de Cuasimodo de 1909 desde la Parroquia del Sagrario, ocasión en que se prohibieron explosivos y fuegos artificiales. Se observa el antiguo carro al centro de la romería. Imagen publicada por la revista "Corre Vuela".

Cuasimodistas de la Parroquia de San Miguel, en imagen publicada por la revista "Corre Vuela", año 1909.

Celebraciones cuasimodistas del barrio Matadero de Santiago en 1911, en la revista "Zig-Zag".

Huasos de Santiago celebrando la Fiesta de Cuasimodo escoltando la carroza del párroco. Fuente imagen: "Folklore Religioso Chileno" de Oreste Plath, 1966; fotografía de José Muga.

Antigua celebración de Cuasimodo, al parecer en los senderos de los campos en Maipú, cuando la comuna aún tenía paisajes rurales. Fuente imagen: sitio Maipú Patrimonial.

Adultos y niños celebrando la Fiesta de Cuasimodo en procesión de la Parroquia San Luis Beltrán de Pudahuel (ex Barrancas), año 1954. Fuente imagen: Memoriasdelsigloxx.cl; aporte de la Biblioteca Pública N° 11 "Jaime Quilán".

Sin embargo, el concepto del latín Quasi Modo también podría traducirse como “cuasi forma” o “cuasi manera”, sugiriendo que se lo estaría asumiendo para la fiesta en su acepción como una alternativa o modo anexo de tomar formas y protocolos de Semana Santa, ya fuera del período... Casi como si fuese el recién pasado Domingo de Resurrección, en otras palabras.

Además, por su connotación religiosa, Cuasimodo se convirtió en nombre propio, siendo el personaje más famoso que lo ostenta el jorobado de Notre Dame en la novela de Víctor Hugo, quien parece haberlo presentado así comprendiendo el sentido del concepto como algo “deforme” y que, a su vez, puede haber tenido inspiración en un personaje real pero menos interesante que el literario, dicho sea de paso.

Por otro lado, la denominación Cuasimodo se aplica a varias fiestas y ceremonias coincidentes con el período, como el Domingo de Cuasimodo en México y la Fiesta del Cuasimodo de Arequipa. En Cádiz está la colorida romería del Lunes de Quasimodo, con procesiones en carros y caballos al día siguiente de la fecha dominical en la localidad de Olvera, desde el siglo XVIII según se asegura.

El Cuasimodo de Chile, en tanto, se erigió como fiesta muy localista y dotada de sus propias características distintivas en cuanto a estética, folclor y costumbrismo, además de adoptar ciertos paralelismos con los célebres bailes chinos del folclore religioso nacional. Quasimodo chileno, la llamó el historiador español José María Doussinague.

Una de las primeras descripciones detalladas de la fiesta aparece en “El Mercurio” de Valparaíso del 1° de abril de 1842, en una serie de artículos titulados “Paseo a Quillota” del ya citado Sarmiento, esta vez tras el pseudónimo A. Tourist:

En un pago inmediato llamado Renca, se reúne el paisanaje a caballo en la placeta inmediata a la iglesia el día de Cuasimodo en que se acostumbra llevar en gran ceremonia el viático a los enfermos. El cura sale a caballo, y la inmensa turba de caballeros que lo acompañan, dan tales carreras, tal polvareda levantan, tantas pechadas dan con los caballos y tal algazara hacen, que más visos tiene de un combate o de unas cañas, que de un acompañamiento de cristianos que reverencian y adoran las sagradas formas.

Prado, además de transcribir y comentar el citado texto de Sarmiento, identifica una descripción hecha en el año siguiente en la “Revista Católica”, el 1 de mayo de 1843:

Reunidos los fieles en la Iglesia Metropolitana y demás parroquias de la ciudad, sale muy de mañana el estandarte de la cruz (...). Sigue después la multitud de niños y de pueblo con luces en las manos, y últimamente bajo un ondoso palio y rodeado de sacerdotes y guerreros aparece la radiante Eucaristía.

Los vecinos adornan a competencia las fachadas y balcones por donde debe pasar la augusta ceremonia, otros tienden sobre el suelo vistosas alfombras, esparcen flores sobre la carrera o presentan vasos de perfumes que embalsaman el aire (...) Así se va alejando del templo el acompañamiento en medio de los himnos y de la alegría universal. Visita los enfermos que se hallan al paso.

El Sacramento se lleva a todos los enfermos de la ciudad en hermosos coches ofrecidos por la piedad de algunos propietarios de la feligresía: varios caballeros gobiernan los caballos, otros van a la zaga y el numeroso acompañamiento hace recordar el que seguía a Jesús al entrar a Jerusalén.

Sarmiento habló otra vez la fiesta en el ya mencionado artículo de “El Progreso”, en 1844, pero en un tono más fustigador y acoplándose a información proporcionada por un “ilustrado sacerdote”:

Hablamos de las correrías de Cuasimodo, que el vulgo llama fiel y expresivamente correr al Santísimo: porque, en efecto, en aquellas saturnales se corre al Santísimo con una irreverencia tan brutal, que apenas pudiéramos contener nuestra indignación, si el hábito de verlo anualmente no quitase a este espectáculo, que tanto aja la majestad del culto, toda la fealdad de que está revestido como lo manifiesta el sacerdote a quien debemos la indicación. Oigámosle explicar el objeto de la fiesta de Cuasimodo: “En uno de los principales días que celebra la Iglesia, en que el Rey Eterno sale de los tabernáculos, cubiertos con los obscuros velos de la Semana Santa, para visitar a los que aún gimen en el lecho del llanto y del dolor. El domingo de Cuasimodo, los enfermos libres de sus culpas por el sacramento de la penitencia, se preparan en este día para recibir el pan celestial, como los recién bautizados que se despojan en este mismo día de la vestidura blanca, después de haberla traído durante la octava de Pascua, en señal de hallarse limpios y purificados; debe ser día de reposo y moderación singular para los cristianos, y especialmente para los que, movidos de un espíritu religioso, como debe creerse con prudencia, forman la comitiva que acompaña al sacerdote que conduce el Santísimo Sacramento a la casa del doliente.

Agrega detalles de cómo se practicaba en curatos alrededor de la capital, como el mencionado caso de Renca: observó que los cuasimodistas comenzaban a reunirse en la víspera “en los bodegones, canchas y chinganas de los alrededores de la capilla”, agregando que “la orgía de la noche, el juego, la borrachera, son los preparativos con que se disponen debidamente para el acto solemne de acompañar el día siguiente al Santísimo Sacramento”.

Entre otros accidentes provocados por aquellas imprudencias, el sacerdote informó a Sarmiento de un sujeto que murió atropellado por caballos en una procesión, pasándole toda la caravana antes de que se descubriera que el infeliz había caído y seguía tirado abajo; y de “un vecino laborioso y lleno de familia” que acabó falleciendo sobrepasado por las exigencias físicas de la trasnoche y la embriaguez durante “la remolienda de tres días que sucedió al Cuasimodo”.

Tiempo después de la creación de la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen de Lampa, otro importante lugar de la tradición, el párroco Francisco Saturnino Belmar escribió al Arzobispo de Santiago, Monseñor Rafael Valentín Valdivieso, una carta del 20 de abril de 1857. Citada por Eliana Jara en su “Breve crónica sobre la pequeña y gran historia de Lampa”, la misiva trata sobre el desempeño de la Archicofradía del Santo Sacramento coincidente con la celebración de la fiesta de Cuasimodo, el día anterior:

…el mismo día del Cuasimodo, la devoción y el entusiasmo público fueron más que intensos (...). Asistió el escuadrón de lanceros por disposición de su comandante don Juan Antonio Sereceda y más 200 feligreses de a caballo, acompañando al Santísimo, al mismo tiempo que se oía el estruendo de muchos voladores. De las casas rústicas moradas de ramas, sembraban el camino de flores.

…En uno de los puntos más centrales había un gran arco levantado por don Waldo Zúñiga y con otro no menos lucido esperaba al Santísimo en su hacienda, don Wenceslao Covarrubias. Por las razones que ahora he tenido y a la vista de los resultados voy a repetir la misma solemnidad en Tiltil y en la Cañada de Colina, punto limítrofe del curato.

Al parecer, ya había por entonces una disposición sinodal que prohibía las correrías menos pías en las antiguas celebraciones de Cuasimodo, pero poco podía hacerse para controlar a los entusiasmos populares comprometidos. Para combatir los excesos, entonces, el mismo arzobispo Valdivieso estableció normas para la fiesta, el 2 de febrero de 1865. Algo interesante de este documento, sin embargo, es que reconocía un origen antiguo a la tradición, al asegurar: “Se ha acostumbrado desde tiempos remotos en nuestras parroquias a solemnizar de un modo especial la condición que se hace la Dominica in Albis o Domingo de Cuasimodo, a los que por su enfermedad no han podido cumplir con la comunión pascual”.

Tiempo más tarde, en 1887, Castro Donoso se refería a la forma en que tenía lugar la celebración y con algo de reproche también, en su ya citado folleto:

Sin embargo, a pesar de las medidas anteriores no se ha conseguido mucho en cuanto al orden que necesariamente debe reinar en fiestas religiosas como es la del Domingo...

Triste es decirlo, pero es una realidad: en la fiesta del Domingo de Cuasimodo no faltan quienes convierten en algazara esa misma fiesta que se pretende solemnizar.

(...) El acompañamiento del Santísimo se hace a pie; acompañamiento formado por caballeros y jóvenes de vigorosas convicciones que no se avergüenzan de manifestarlas siempre y en toda circunstancia, a pesar de las sangrientas burlas de la maldad y del vicio.

Los desfiles y encuentros de estos equivalentes chilenos a los templarios protectores de peregrinos se hicieron muy conocidos en Colina, Maipú, La Pampilla (futuro Parque O’Higgins), Buin, El Monte, Malloco, Curacaví, Peñaflor, barrio Matadero y Llano Subercaseaux y muchos otros lugares por donde sonaron herraduras, acordes, campanitas y risas alegres de las procesiones domingueras del siglo XIX e inicios del XX. Como sucedía con el caso de Renca, además, muchos santiaguinos comenzaron a viajar a estos destinos durante el período.

También se cuenta en Melipilla que, hacia el año 1864, uno de los primeros grupos organizados y formales de cuasimodistas del país, surgido entre unos amigos en la Parroquia de Talagante, servía ya entonces para protección y compañía del sacerdote durante la fecha. Desplegaban una enorme y colorida caravana para la visita de ancianos y convalecientes después de Semana Santa, convirtiendo la comunión a domicilio en uno de los eventos más importantes de aquella localidad, acompañado con cabalgatas, bebidas y juegos típicos.

Por largo tiempo más, la Parroquia de Santa Ana y la del Sagrario fueron las principales para la celebración cuasimodista de Santiago, aunque especialmente para la aristocracia criolla. Otra célebre por sus procesiones y romerías fue la Parroquia de San Isidro Labrador, con procesiones de perfil más popular. Recién entonces comenzó a decaer su práctica dentro del radio urbano, sin embargo, aunque permaneciendo con fuerza en los alrededores de la capital, situación que se ha mantenido hasta nuestros días.

La Fiesta de Cuasimodo pasó a ser, de esa manera y gracias a su profundo e irrevocable arraigo en la tradición, una prenda testimonial de perfecta alianza entre el compromiso de la fe y las energías de la diversión popular, surgidas desde los mismos caldos originarios del folclore criollo de la sociedad chilena. ♣

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