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UN CURIOSO DÍA PARA O’HIGGINS DESDE SU PALCO EN EL TEATRO ARTEAGA

“¡Cuidado, muchacho, como te quiten el fusil!”... Ilustración del artista Luis F. Rojas con el incidente del Teatro Arteaga hacia 1820, en "Episodios nacionales".

En una entrada anterior, vimos la parte más importante de la historia del Teatro Arteaga, primera sala de estas características y funciones después de la Independencia de Chile, la que inicia su actividad en 1818. Su última y mejor etapa de vida fue la Plaza de la Compañía, en donde está ahora el edificio de los Tribunales de Justicia, en calle Compañía llegando a Bandera.

Un insólito acontecimiento fue rescatado desde el ángulo ciego de la historiografía sobre aquel mismo período, en relación a las memorias de las visitas del general Bernardo O’Higgins Riquelme al mismo. Aparece descrito en los “Recuerdos del pasado” de don Vicente Pérez Rosales y, más tarde, en la entretenida exposición de los “Episodios nacionales” reunidos por Armando Silva Campos con las didácticas ilustraciones de Luis F. Rojas, cuyas láminas equivalían a algo así como los dioramas históricos del maestro Zerreitug (Rodolfo Gutiérrez Schwerter) de nuestra época.

El acontecimiento de marras habría involucrado al mismísimo general y prócer de la Independencia, ocupando ya el cargo de director supremo en aquel momento, en un hecho de alborotos en el público que no eran infrecuentes en esos años entre los concurrentes de tales espectáculos, incluso los más familiares y diurnos, pero que tuvo características bastante particulares en este caso.

Partamos observando que, de alguna manera, aquel teatro era un símbolo del apogeo de O’Higgins, habiendo sido fundado por su edecán Domingo Arteaga tras una sugerencia suya, según se ha dicho. Emplazado primero en la Plaza de las Ramadas, en la actual calle Esmeralda, luego en calle Catedral en dependencias de los jesuitas y, finalmente, en la Plaza de la Compañía de Jesús de la calle del mismo nombre,  era tal en vínculo que mantenía con los momentos de gloria del héroe que el día de su reinauguración en este último sitio fue programado con un gran evento para el 20 de agosto de 1820, el mismo de su cumpleaños y onomástico.

Por otro lado, la primera Canción Nacional con letra de Bernardo Vera y Pintado más la música del maestro Manuel Robles, debutó en aquella jornada. Ese era, también, el día del zarpe de la escuadra desde Valparaíso hacia el Virreinato de Perú, llevando la expedición que había sido conseguida por su gobierno con tremendos sacrificios e hipotecas que, a la larga, se volcarían en su contra. Allí en el puerto, mirando cómo se alejaban los navíos, O’Higgins había dado su célebre soflama: “¡De esas cuatro tablas penden los destinos de América!”.

Como jefe de gobierno, O’Higgins tendría un palco de gala reservado en el teatro, junto al de otras autoridades. Asistía regularmente a las funciones que ofrecía la cada vez más concurrida nueva sala de Arteaga, y desde su lugar conseguía una vista general del escenario y la platea, vigilada por al menos tres guardias del cuerpo militar, todos ellos armados con sus respectivos fusiles y bayonetas. Con esa cautela bastaba para la seguridad en esos años, incluso en un teatro en donde estuviese presente un primer mandatario.

Pero ocurrió que, en una ocasión de sus primeros tiempos ya instalado en calle Compañía, probablemente hacia 1820 o 1821, se iba a presentar una obra de teatro en el ambiente familiar que quiso mantener la sala (con algunos tropiezos, claro está), ya que la población santiaguina aún era pequeña y los concurrentes solían ser casi siempre los mismos, así que todos se conocían entre sí, de un modo u otro. El clima de aquellas jornadas es descrito por Pérez Rosales:

Como quiera que fuese, en el teatro ni actores ni espectadores se daban cuenta del papel que a cada uno correspondía. En el simulacro de las batallas, los de afuera animaban a los del proscenio; en el baile, los de afuera tamboreaban el compás, y si alguno hacia de escondido, y otro parecía que le buscaba inútilmente, nunca faltaba quien le ayudase desde la platea diciendo bajo la mesa está.

Al levantarse ese día el telón con inscripciones patrióticas bordadas, como en todas las noches, se cantó el correspondiente himno de Chile con todos los presentes de pie. Se saludó al público, a las autoridades y comenzó la obra. Había un comprensible fervor nacional en cada ocasión, como sugiere el citado autor al recordar la regla fija de entonar la Canción Nacional y “que sólo se representaran en él, con preferencia a otros dramas, aquellos que, como Roma libre, tuviesen mas relación con la situación política en que el país se encontraba”.

Estaban todos los presentes en esta quietud cuando entró al teatro y llegó hasta la platea un ciudadano británico de camino a su asiento, probablemente poco conocido y con escaso tiempo en el país. Pasó entre el pasillo formado por las butacas y comenzó a buscar la disponible para sus posaderas.

Detalle del plano de Santiago de John Miers, 1826. La ubicación del Teatro Arteaga en la Plaza de la Compañía se señala con la letra H. La G es el vecino Palacio del Real Tribunal (ambos en donde ahora están los Tribunales de Justicia). La F es la Real Aduana (hoy Museo de Arte Precolombino), la E la sede de Estado Mayor y la Plaza de Armas es la A. Las letras D, B y C son los edificios del gobierno; O es la Intendencia. El número 1 es la Catedral y el 2 la Iglesia de la Compañía de Jesús, destruida por el incendio de 1863 (donde está ahora el Congreso Nacional de Santiago).

Retrato de Bernardo O'Higgins, por José Gil de Castro, en 1820. Museo Histórico Nacional.

El general O'Higgins en el momento de su abdicación, por Manuel Antonio Caro, obra de 1875. Museo Histórico Nacional. Este hecho histórico sucedió en el Palacio del Tribunal, vecino al Teatro Arteaga.

Calle Compañía con Bandera, hacia 1910: la Real Casa de Aduanas a la izquierda (hoy sede del Museo de Arte Precolombino) y el Palacio del Real Tribunal del Consulado a la derecha (en donde está ahora el ala oriente de los Tribunales de Justicia). Se observa parte de su plaza que había sido la Plazoleta de la Compañía de Jesús. El Teatro Arteaga estuvo justo al lado poniente del Palacio del Tribunal. Fuente imagen: Biblioteca del Congreso Nacional.

Inesperadamente, entonces, atropellando las restricciones a la posibilidad de fumar dentro del recinto, el tipo sacó un grueso puro y lo encendió ante la vista y sorpresa de todos, incluyendo el asombro del mismísimo general O’Higgins quien miraba desde su palco la escena, acompañado por su comitiva.

Como era esperable, uno de los jóvenes soldados que vigilaban la sala reaccionó a la situación y actuó de inmediato. Se acercó discreta y respetuosamente hasta el imprudente inglés para avisarle de su falta, pero este, en una actitud altanera y prepotente, desoyó sus advertencias y se negó a apagar el puro, ignorándolo por completo. El soldado insistió en la prohibición pero el extranjero, en lugar de ceder, comenzó a ponerse agresivo ante el nerviosismo de todos los presentes que advertían lo que estaba sucediendo y del propio director supremo, quien aún miraba atento. Y así, de un momento a otro, el tipo saltó sobre el uniformado sin sacarse el cigarro de los labios e intentando arrebatarle al muchacho su fusil, armándose “tan brava pelotera de cimbrones y de barquinazos, que Otelo y Loredano, desde el proscenio, y los espectadores desde afuera, se olvidaron de la enamorada Edelmira, para solo contraerse al nuevo lance”, en palabras del mismo autor de “Recuerdos del pasado”.

Todo el público se mantuvo conteniendo la respiración y mirando el cuadro animado con lo que sucedía, mientras la función seguía detenida de súbito, pues los artistas también notaron con rapidez que las miradas estaban puestas en el altercado. El propio soldado veía afligido hacia donde estaba O’Higgins mientras forcejeaba, como esperando alguna ayuda o señal de compasión.

Al parecer, el británico tenía muchas más fuerzas que el muchacho y definitivamente estaba ganando en la probabilidad de arrebatarle el arma, a pesar de que el soldado se aferraba como podía a la misma intentando resistir al violento sujeto ya fuera de sí. Todo el teatro comenzó a poner sus esperanzas en que el joven pudiese recuperar su fusil y reducir de una buena vez al imprudente extraño que, evidentemente, nada sabía de respeto a las autoridades, ni de sumisión a las normas, ni del viejo adagio “a donde fueres, haz lo que vieres”.

Sin poder resistir más sin involucrarse en la escena, entonces, la angustia llevó a O’Higgins a inclinarse encima de la barandilla del palco y gritar con ardor, alentando al complicado chico: “¡Cuidado, muchacho, como te quiten el fusil!”. Y así, exhortado por la voz del general, el soldado redobló sus energías sacando fuerzas de flaquezas y, en un tirón final, logró arrebatarle su arma al sujeto y propinarle de vuelta un culatazo que hizo volar el puro de la discordia, dejando al fumador de espaldas en el suelo, alucinando con el canto de los ruiseñores de Londres.

Pérez Rosales concluye su descripción comentando: “¿Y qué sucedió después? Nada. Se dio por terminado el incidente y Edelmira volvió a recobrar sus fueros”. En el trabajo de Silva Campos, en cambio, se idealiza más la conclusión de esta historia: el público del teatro explotó en un estrepitoso aplauso al ver el desenlace de aquella trifulca. O’Higgins volvería a sentarse tranquilo y soberbio, pudiendo jactarse de la calidad de sus hombres y de sus propias arengas, como hizo antes en El Roble con el célebre “¡O vivir con honor o morir con gloria!”.

Y el muchacho, saboreando su victoria, sacó a rastras al torpe sujeto y volvió la paz a la sala. Solo entonces los artistas, igual de satisfechos que el resto de los presentes, pudieron continuar y concluir la obra que, en pleno desarrollo, había tenido intercalada esta pequeña pero sabrosa historia, casi como un recreo o entremés.

Por curiosa ironía, sin embargo, la caída de O’Higgins iba a suceder en ese mismo barrio de la ciudad, apenas un par de años después y a solo metros de allí; a pasos, más bien.

Justo al lado del teatro estaba el antiguo palacio del Real Tribunal del Consulado de Santiago, sede de la Primera Junta Nacional de Gobierno y después del Congreso. Desde aquel lugar los ciudadanos notables de Santiago citaron varias veces a O'Higgins el 28 de enero de 1823, en momentos en que el cuestionado gobierno ya parecía superado por la crisis, la tensión belicosa entre las fuerzas políticas en formación y las consecuencias de la grave situación financiera generada por las expediciones a Perú, entre otros factores. El director supremo se resistía a acudir negándole autoridad al grupo y bajo la sombra de una posible sublevación militar. Sin embargo, ante las insistencias y consciente ya de que no contaba con suficiente apoyo de sus pares para prolongar el mando, acudió al edificio recibiendo de Juan Egaña una explicación con las razones para convocarlo: el pueblo chileno, ante “los peligros de una guerra civil y de la anarquía destructora que la amenaza, os pide respetuosamente que pongáis remedio a estos males dejando el alto cargo que habéis ejercido”.

El resto de la historia es conocida: la discusión sobre la legitimidad del procedimiento y luego la reunión a puerta cerrada con los más notables presentes, en la que O'Higgins aceptó renunciar y entregar el cargo a la Junta de Gobierno compuesta por Agustín Eyzaguirre, José Miguel Infante y Fernando Errázuriz, exponiendo simbólicamente su pecho en el acto y marchando después al exilio en Perú. Allá iba a alcanzarlo la muerte, dos décadas más tarde.

Nunca más volvería a ocupar aquel palco de gala, especialmente dispuesto para el director supremo de la nación… Nunca más retornaría a Chile, de hecho; solo sus restos, mucho tiempo después. Y esto tuvo consecuencias para el mismo teatro, según observaron historiadores clásicos como Francisco A. Encina:

El teatro no podía escapar al ambiente que se produjo después de la caída de O’Higgins. Se le convirtió en un arma contra los enemigos políticos o personales, utilizando las representaciones para burlarse del clero, de los políticos y aun del nuncio. El clero renovó por el órgano de fray Tadeo Silva la vieja disputa sobre la moralidad de las representaciones teatrales, y la prensa enemiga arremetió contra el empresario y sus actores. A pesar de que el público prefería las chinganas y los cafés, Arteaga reedificó su teatro en 1826, con el auxilio de la municipalidad y de algunos vecinos.

Al Teatro Arteaga, de esa forma, le quedaron algunos años más de vida tras ser reconstruido en el mismo sitio: se mantuvo en actividades por cerca de otra década, antes de verse superado por la falta de desarrollo del rubro y desaparecer de la plaza que ocupaba sin dejar huellas, aunque sí muchos, muchísimos recuerdos para la historia, como aquella anécdota que involucró accidentalmente a O’Higgins en el apogeo de la gloria del general y de la misma sala.

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