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BARRIO MATADERO Y EL IMPERIO POPULAR DE LA CUECA

Una interpretación de la casa de Chincolito, en donde "debajo del sauce se tomaba y se cantaba hasta dos meses seguidos", según decía González Marabolí a Claro Valdés, en "Chilena o cueca tradicional".

No creemos que se pueda dar inicio a este artículo sin recurrir -como válido y necesario preámbulo- a lo expuesto en un par de fuentes esenciales. Una de ellas es el trabajo titulado "Por la güeya del Matadero. Memorias de la cueca centrina" de Luis Castro, Karen Donoso y Araucaria Rojas en 2011, como parte de las publicaciones del grupo folclórico chileno Los Chinganeros. Sobre el valor del barrio Matadero en la tradición cuequera nacional, pues, dice esta obra refiriéndose a ciertas reflexiones que ya había formulado al respecto el maestro Fernando González Marabolí:

¿Qué aspecto de la cueca centrina se aloja en el Matadero? Como anuncia González, las crónicas que el roto volcó con total honestidad en esta cueca, hizo que fuera relegada a un espacio social de clandestinidad primigenia y culminante. Ser hija de los moros marginales, hablar de tabernas y cárceles, la fueron perfilando como canto territorial restringida a sus espacios de enunciación. El Matadero de Santiago -como otros espacios periféricos- favoreció el desarrollo del estilo de canto y la sociabilidad que ella implicaba, ya no materializándose como la zambra mora ni como canto morisco "puro", sino constituyéndose como su forma revitalizada. Su re narración se produjo en un ambiente laboral cincelado por las mismas exigencias que la faena imponía: sonidos del astil, rumor de las cuadrillas, estertores de los novillos. Al remitirnos y con ello, refrendar la definición de la cueca como "centrina", si bien damos cuenta de una forma musical, también lo hacemos de una forma poética, de canto y aún más, de vida.

En segundo lugar, el sentido de realidad nos fuerza a introducir también con el contenido de esta colorida cueca del gran repertorio urbano santiaguino: "Y en el barrio Matadero", grabada por el mismo grupo Los Chinganeros. Póngase atención en todos los personajes que son mencionados en su letra, principalmente:

(Mi vida) Y en el barrio Matadero
(Mi vida) de fiesta los rotos diablos (raja de diablo)
(Mi vida) de fiesta los rotos diablos (raja de diablo)
(Mi vida) por ver cantar al Paliza
(Mi vida) frente al Cojúo'e San Pablo (raja de diablo)
(Mi vida) Y en el barrio Matadero (raja de diablo).

(¡Ay!) Y ese Cato Miranda
del Matadero
trajo del puerto al Lalo
y al Siete Pelos (raja de diablo)
Y ese Cato Miranda
del Matadero (raja de diablo).

(¡Ay!) Y al Siete Pelos (sí)
rugir de leones
fue grito apatrona'o
y en los salones (raja de diablo).

"Y esta sí que es sandunga",
gritaba un punga.

Entrando en materia, entonces, hemos hablado ya en este sitio sobre el pasado folclórico que tuvieron antiguas calles de Santiago como Duarte, actual actual Lord Cochrane, o San Diego con sus pintorescos teatros, cinemas y salones de "filóricas". Es de imaginar el clima popular que adquirió, entones, el barrio que anudaba estas y otras vías llenas recreación y bravuras más al sur de la ciudad: el antiguo Matadero, con sus tradicionales restaurantes, cocinerías y refugios históricos para la diversión y el folclore. Puede imaginar el lector, de esta manera, el ambiente que llegó a formarse en todo aquel cuadrante del viejo Santiago en sus mejores tiempos, en lo que hoy es el barrio comercial de Franklin y Biobío.

Echando cuentas, esta historia parte hacia 1847 después de la adquisición de unos terrenos ubicados al suroriente de la capital. La Municipalidad de Santiago instaló en ellos un matadero que reemplazaría al que había existido hasta entonces en el sector de la Alameda de las Delicias con la actual avenida Ricardo Cumming, por donde estará después la Iglesia de la Gratitud Nacional. El llamado a concurso se había cerrado destinando el proyecto de construcción y explotación a don Diego Antonio Tagle por un período de 21 años; concluido el largo plazo, en 1868 el Matadero pasó directamente a manos de la Municipalidad, siendo ampliada la infraestructura del complejo a partir de entonces.

Empero, aquellas instalaciones y sus campamentos estaban ubicados en el extremo sur de un tremendo territorio agreste y escasamente urbanizado, el que se extendía desde la Alameda de las Delicias hasta el sector del Zanjón de la Aguada. Dominaban la vida allí las fondas, chinganas de mala muerte y las rancherías, muchas de ellas con una enorme insalubridad y sirviendo para refugio de rufianes, o al menos ese era el anatema que pesaba por entonces sobre tal lugar. Armando de Ramón describía y localizaba así este olvidado páramo santiaguino, en su conocido libro sobre la historia de la capital:

Una era el inmenso campamento llamado por Vicuña Mackenna el "Potrero de la Muerte", que ya existía en 1840, pero que, treinta y tres años más tarde, abarcaba gran parte de la antigua chacra de "El Conventillo", extendiéndose desde el norte en la actual avenida Matta, hasta el zanjón de la Aguada por el sur, en una extensión de unas doce manzanas y un ancho de otras seis entre las actuales calles Santa Rosa y San Ignacio, con una superficie de 70 manzanas (110 hectáreas).

Coincide que, en 1872, fue designado intendente de Santiago don Benjamín Vicuña Mackenna: ni bien el intelectual tomó el asiento del cargo comenzó a trazar una radical transformación de la ciudad que abarcaba desde asuntos estrictamente ornamentales hasta otros tan vitales como las urgencias sanitarias de la población. Entre ellos estuvo el proyecto del llamado camino de Cintura, la construcción del paseo del cerro Santa Lucía y el empedrado de las calles principales, todos ellos caros y ambiciosos pues, al decir de don Francisco A. Encina en su "Historia de Chile", por entonces las clases gobernantes padecían de una especie de fiebre en la que "veían brotar de las minas, de la tierra, de los valores bursátiles y de todas partes chorros fantásticos de riquezas", principalmente por la plata de Caracoles y Chañarcillo. Creyéndolas fortunas casi inagotables, entonces, el intendente no escatimaría en gastos ni total ajuste de cuentas, algo que después pesaría en su administración e incluso a su propio peculio.

Entre aquellos planes de la Intendencia estuvo también el intervenir el enorme terreno arrabalero más allá de la Alameda de las Delicias. Vicuña Mackenna no iba a cejar en sus propósitos: venía manifestando desde hacía años su alergia a los establecimientos repartidos en aquellos territorios y al propio modus vivendi entre inmundicias que definía como "chiqueros humanos". Repetería sus radicales críticas e impresiones sobre el ambiente recreativo del bajo pueblo en un informe de 1873, titulado "Un año en la Intendencia de Santiago. Lo que es la capital y lo que debería ser":

Santiago es por su topografía, según ya dijimos, una especie de ciudad doble que tiene, como Pekín, un distrito pacífico y laborioso, y otro brutal, desmoralizado y feroz: "la ciudad china" y la "ciudad tártara". No hay en esto ni imagen ni exageración. Hay una melancólica verdad. Barrios existen que en ciertos días, especialmente los domingos y los lunes son verdaderos aduares de beduinos, en que se ven millares de hombres, mujeres y aun niños reducidos al último grado de embrutecimiento y de ferocidad, desnudos, ensangrentados, convertidos en verdaderas bestias, y esto en la calle pública, y a la puerta de chinganas asquerosas, verdaderos lupanares consentidos a la luz del día, por el triste interés de una patente. Tal espectáculo aflige al corazón más despreocupado, y avergüenza al chileno más indiferente. Pero se tropieza aquí con la dificultad del remedio radical, y a la verdad que este es dificilísimo porque habiendo creado el vicio proporciones colosales no es posible reprimirlo de un solo golpe. ¿Podemos desesperar por esto? ¿Es posible continúe todavía la autorización de las chinganas en la misma forma bestial que tenían entre los indígenas, de cuyo grosero paganismo son una herencia como dice su propio nombre? ¿No habrá medio de concentrar el desenfreno diseminado en barrios enteros en ciertos espacios a propósito en que se pueda vigilar el vicio en sus manifestaciones, y disminuirlo paulatinamente creando para el pueblo entretenimientos de un orden más moral y civilizador? He aquí un asunto del mayor interés para nuestros estudios y para el de todos los hombres de buena voluntad que se preocupen por el progreso moral de nuestras masas.

Empero, a la sazón una intensa actividad de rústicos hoteles, casas de remolienda, cantinas y comercio popular ya había crecido en sus manifestaciones primitivas alrededor del Matadero Municipal, como era perfectamente previsible. Mal augurio para los planes de Vicuña Mackenna y sus sucesores en la conducción de las políticas municipales, por supuesto.

Como incluso las tozudas las autoridades de entonces (a veces porfiadas hasta lo caricaturesco) comprendían que intentar cerrar las chinganas y centros recreativos de los rotos sería algo quimérico, se optó por tratar de presionar a aquellos antros para que salieran por su propia voluntad y conveniencia de la ex chacra El Conventillo. El surgimiento de teatros y centros populares de diversión llevará también a la calle San Diego al norte del camino de Cintura (en el tramo actual de avenida Matta, pero por entonces siendo parte de esos suburbios de Santiago) a cobrar una gran importancia con opciones más "blancas" de diversión ciudadana. La misma San Diego se fue extendiendo en su longitud hasta el barrio Matadero, sin embargo, también pasado por la ex chacra El Conventillo y quedando contagiada del mismo clima antropológico.

Así, a pesar de los optimistas informes del intendente, su lucha por la moralidad y el progreso no conseguiría más que pasajeros triunfos, a los que el propio paso del tiempo se encargaría de soplar lejos. Es verdad que el propio desarrollo social iría domando y civilizando a la misma comarca, pero esta mantuvo siempre parte de su rasgo indómito originario. Fracasados así los planes de santificar el Matadero y su entorno, entonces, habían comenzado a tomar relevancia también nuevas vías del barrio como las calles de Valdivia y del Matadero, correspondientes a las actuales Franklin y Biobío. Esta última quedó integrada después a la circunvalación de los ferrocarriles, además, con la Estación Matadero o San Diego. De hecho, la Subdivisión Rural completa de ese lado de Santiago, la número 6, había pasado a llamarse Matadero.

El trajín del barrio Matadero era tremendo ya en aquellos tiempos cerca del cambio de siglo: comenzaba en horas de la madrugada, o acaso nunca dormía. Desayunos y jarras de vino se vendían por igual en aquellos momentos, a las mismas horas del día y la noche. El ganado vacuno y porcino llegaba en cada inicio de jornada al recinto desde los criaderos, para que los trabajadores lo sacrificaban y colgaran iniciado así el primer paso del despostado. Por entonces y durante largo tiempo más, estos matarifes solían pasear por con delantales ensangrentados y un gran cuchillo al cinto, a estilo del corvo en los soldados las guerras del siglo XIX. Con frecuencia eran personajes rudos, de corazón endurecido por su propio oficio aliado de la muerte; pero muchas veces resultaban bien pagados, si bien en la mayoría de los casos provenían de estratos muy modestos y siempre fueron famosos por su modo de vida disipado entre la bohemia obrera y el folclore urbano.

Antigua postal de la casa editora de Carlos Brandt, en Santiago, mostrando ilustración de una ramada rural de aspecto clásico.

"La tocadora de guitarra", cuadro de Juan Luis Sepúlveda. Imagen publicada por revista "Zig-Zag" en 1905.

El antiguo portal de acceso del Matadero, hacia el 1900, en el "Álbum de Santiago y vistas de Chile" de Jorge Walton, 1915.

Escenas del Matadero de Santiago en 1906, publicadas en la revista "Zig-Zag". Son retratados comerciantes y matarifes del recinto.

Los entonces recién estrenados carros del tranvía especial del Matadero conocido como el "tren rojo", que abastecía de carne fresca lugares como el Mercado Central y sus cocinerías. Imagen publicada por la revista "Sucesos" de octubre de 1914.

El flamante pabellón principal del Matadero, diseñado por el arquitecto arquitecto Hermógenes del Canto, en el "Álbum de Santiago y vistas de Chile" de Jorge Walton, 1915.

Otra vista del gran pabellón que aún existe, enfrente del patio principal (hoy, estacionamientos). Imagen publicada por la revista "Pacífico Magazine" en 1917.

Cuerpos de ganado vacuno colgados en los pabellones, ya puestos en actividad. Fuente imagen: revista "Pacífico Magazine", año 1917.

Pabellón administrativo del ingreso, en donde estaban los portones del Matadero. Aún existe y es conocido como el Edificio Portón del Faro. Imagen publicada por la revista "Pacífico Magazine" en 1917.

Unos años más tarde, cada mañana salían desde el mismo lugar los pesados cuerpos faenados de las reces y cerdos colgando en el llamado tren rojo o tranvía de la carne, el que con su llegada a destino anunciaba el inicio de la actividad de las cocinerías en lugares como el Mercado Central, labor que antes se hacía a carretas. En las puertas de este último lugar se reunían la juventud trasnochada y los beodos consuetudinarios esperando la apertura de puertas para componer el cuerpo con un buen platillo caliente. Una gran cantidad de restaurantes, carnicerías y cocinerías de Santiago se proveían también de una parte de aquella valiosa carga.

Nuevos y grandes edificios fueron levantados en el recinto del Matadero durante aquel período, con modernas obras encargadas al arquitecto Hermógenes del Canto. Así las cosas, a inicios de 1914 se inauguró el nuevo Matadero Modelo por el lado de Arturo Prat y la Plaza del Matadero, entre Franklin y Placer, con presencia del presidente de la República más una comitiva de ministros y otras autoridades en la ceremonia, celebrando de esta forma la entrega oficial del nuevo recinto a la Municipalidad de Santiago. Gracias a esta incorporación, en el complejo contaban ahora con un espacioso Pabellón de Vacunos por calle Biobío y una sección de venta de carnes al por mayor.

A pesar de las grandes inversiones, el famoso Matadero  Modelo o Municipal de Santiago ya venía transitando con algunos tropiezos y dificultades. En 1929, justo cuando comenzaba la crisis económica internacional, la administración del mismo sería fusionada con la Jefatura de la Inspección Veterinaria, con el objetivo de acentuar los controles sanitarios en el lugar. Pese a precauciones como estas, sin embargo, una gran concentración de comercio formal e informal se reunía alrededor del mismo durante aquella década y la siguiente, formando un variadísimo mercado de vituallas, productos agrícolas, artículos, antigüedades y mucho de lo que aún puede encontrarse con más actualización técnica en esos laberintos del vecindario. Persistía también la falta de evangelio en el panorama social de todas aquellas calles y cuadras, algo que se advierte en la obra "Don Pancho Garuya", en donde el escritor Manuel Guzmán Maturana hace un retrato poco alentador de lo que podía encontrar el visitante en 1933:

Tuvimos que pasar por frente a los burdeles que había en los alrededores de la Acequia Grande, tan inmundos como el propio canal que corría a tajo abierto. Causaban asco con sus farolillos de papel, sus mamparas grasientas y los rostros burdamente pintarrajeados de las mujeres que asoman a la calle.

Pusimos los caballos al trote para evitarnos aquellas escenas repugnantes y no paramos hasta llegar al Restorán Peñafiel, en la calle de Chiloé frente al Matadero.

En "La mala estrella de Perucho González", por su lado, Alberto Romero también describe los rasgos menos luminosos del barrio Matadero, en 1935:

Barrio tabernario, entre burdeles infectos y conventillos, una o dos veces por semana, el pobrerío recibía la visita de misioneros del Ejército de Salvación. Gente animosa y de buena voluntad, trataban de atraer oyentes mediante un violín que rascaban entre salmodias y plegarias, en las esquinas más populosas.

(…) Don Carrasco, cuando apunta el tema en medio de la conversación, asume una postura grave, solemne. Mira hacia el fondo de la calle las luces parpadeantes que alumbran la puerta de burdeles sórdidos donde se escurren hombres tambaleantes y desmedrados, y cuando se hace el silencio él aguarda para opinar, exclama dubitativo, lleno de comprensión:

-Para criar vagos, ladrones, patichuecos…

Más allá de las visiones más críticas y casi propias de paternalismos decepcionados, el lado más folclórico y pintoresco de toda aquella historia en el Matadero quedó descrita gracias a testimonios como los del maestro cuequero Fernando González Marabolí. Nos referimos a aquellos reunidos por Samuel Claro Valdés en "Chilena o cueca tradicional", libro de cabecera para esta clase de investigaciones, hecho con la colaboración de Carmen Peña Fuenzalida y María Isabel Quevedo Cifuentes. Publicado en 1994, se recordaba allí que hacía unos 20 o 30 años empezaron a morir los cantores populares de la generación de oro que dejó sus voces en la vieja tradición cuequera del Matadero. Eran hombres de estratos modestos, otros más acomodados; trabajadores de ecosistemas bravos y con voz entrenada en el canto de los canarios criollos a fuerza de perseverancia, amor a la música y su infalible sentido de competencia "echando gallitos" o midiéndose con otros cantores.

Las atracciones del Matadero que frecuentaban aquellas camadas de legítimos folcloristas podían ser toscas y pecaminosas, en muchos casos. Incluso los burdeles eran tantos que, según cierta leyenda, la calle Placer debería su nombre más bien a aquellas presencias y servicios. Empero, las mismas seducciones disponibles allí para el bajo pueblo tenían mucho que ver también con los buenos ingresos de los matarifes y de otros trabajadores del complejo principal. Eso condicionaba a aquella conjunción de cuadras para hacerse receptiva a las variadas ofertas de recreación que fueron conocidas en ella, incluso con Violeta e Hilda Parra cantando en cantinas y restaurantes en sus años jóvenes.

Lo recién descrito también es observado por Castro, Donoso y Rojas en su señalada obra dedicada a Los Chinganeros y al Mercado, trayendo de vuelta algunos nombres de entre los principales boliches:

Los testimonios vuelven a hacer énfasis en la abundancia del salario ganado por los matarifes. Frases como "nos peleábamos para pagar la cuenta", "pedíamos las cervezas en caja" o "comprábamos poncheras llenas de vino", están refiriendo a la holgura económica que permitía no sólo satisfacer las necesidades propias, sino también las de los invitados. Desde este punto de vista, la sociabilidad en los restoranes se entiende sólo desde el disfrute colectivo, trasladando la fraternidad iniciada en el espacio del trabajo a estos recintos. La cordialidad, entonces, se manifiesta en la invitación y se extiende más allá de los matarifes, integrándose personas "foráneas", como sucedió con los músicos y cantores de otros barrios populares. Por ello, en el repertorio de cueca centrina, se alude en innumerables ocasiones al hecho de "ir al Matadero", integrado dentro de los espacios de profusión de la cueca popular:

Tiremos pa'l Matadero
pa' que cantemos chilenas
donde hay un hombre del pueblo
que me tiene pura güena.

Si hacemos un recorrido por el barrio, los primeros restoranes que se destacan son los de la calle Franklin. Entre San Diego y Arturo Prat se encontraba Las Cachás Grandes, denominado originalmente Fuente de Soda Miguel Castro. Según el mito popular, se le cambió el nombre por las proporciones excesivas de los alimentos que ahí se dispensaban, ante lo cual el público solía pedir: véndame una cachá grande de chocolate y una cachá grande de sopaipillas. En esta cuadra también fueron recordados Los Chinos y Las Mundiales.

En la cuadra siguiente, entre Arturo Prat y San Francisco, se ubicaban Las Tres B, negocio caracterizado por su patio interior en el cual se hacían asados. Este local, igual como Las Cachás Grandes, logró abrir sedes en otras comunas. En esta cuadra también estaba el restorán de Don Floro, recordado por el "agua con agua".

En la misma calle Franklin, pero en la esquina de Chiloé, frente a la puerta del Matadero y a la parada de los carros, se encontraba el Chépica, uno de los más antiguos. Alejándose del Matadero, por calle Chiloé, se encontraba el restorán El Manchao, fundado en 1925 y que aún permanece abierto. Recibió ese nombre por la mancha en la cara que tenía su primer dueño y según Mario González, ahí se vendía la mejor chicha (...)

Por el sector oriente, en calle San Francisco, se instalaron otros recintos como La picá de don Roberto, la del Negro Arenas y la de don Oscar. Pero el más recordado por los cantores del Matadero fue el restorán de don Víctor Carreño, quien tenía especial predilección por la cueca (...)

Otros negocios podían tener mejor perfil, sin embargo, no sólo atrayendo a público popular o rotos matanceros. Uno de ellos era el casino del Centro Social Obrero Luis Enrique Concha, ubicado en Eduardo Matte 2190 esquina con Biobío. En este lugar se realizó una recepción y banquete para los ministros representantes de Bolivia, señor Siles, y Paraguay, señor Obarra, con motivo del armisticio de la Guerra del Chaco, encuentro que tuvo ocasión a las cuatro de la tarde del domingo 30 de junio de 1935 y al que asistieron importantes personajes del cuerpo diplomático y de organizaciones sociales.

En otro aspecto relacionado con el mismo medio folclórico, había importantes eventos deportivos en esos momentos dentro del barrio, en gimnasios como el Estadio Rafael Franco que estaba en calle Pedro Lagos 1038, entre Arturo Prat y San Diego. Allí se podían reunir hasta unas 2.500 personas, sobre todo en las veladas con peleas pugilísticas. Algo parecido sucedía con el Teatro Franklin, más tarde convertido en el Teatro Prat en Franklin con San Diego, mismo en donde se realizaban eventos artísticos y otros dedicados a las familias, alumnos de las escuelas nocturnas y vecinos residentes del sector.

Entre esos surtidos refugios de próceres de todo el espectro social, entonces, llegaba en la época de sus oropeles populares el mítico Paliza, habitante de la misma calle Duarte cuya tradición se remontaba a los orígenes de la República, cuando allí cantaban Las Petorquinas (el grupo folclórico de las hermanas Pinilla) y bailaba cueca también el ministro Diego Portales, según la leyenda. Llamado en realidad Carlos Bravo, ¡y vaya que era bravo!, el merecidamente apodado Paliza llegaría a adquirir rasgos legendarios en la tradición oral y musical, siendo para muchos el más grande expositor del canto cuequero clásico del que se tenga recuerdo, siempre muy relacionado con el ambiente del Matadero y aquellas cuadras de los alrededores.

Cantina y almacén, probablemente un despacho, con jarras y chuicos tipo damajuana de chicha, en imagen fechada hacia 1940. Publicada por Biblioteca Nacional Digital.

Carátula del disco de Margot Loyola reuniendo piezas musicales propias de las clásicas casas de canto, en 1966. La ilustración retrata un típico establecimiento de aquel tipo.

La Casa de la Cueca de Pepe Fuentes (QEPD) y Ester Zamora en barrio Matta, en imagen publicada por "El Mercurio" en 2009.

El antiguo acceso al actual Mercado Matadero y sus galpones, por el lado de calle Arturo Prat.

Edificio en donde estaba el antiguo Portón del Faro, en Arturo Prat con Biobío.

Pabellones adjuntos al gran patio, en la actualidad usados por puertos comerciales.

El pabellón principal de 1914 en nuestros días, frente al gran patio convertido en estacionamientos.

Vista del mismo pabellón desde enfrente, en la plazoleta circular del gran patio con estacionamientos.

Los lugares en donde se reunía el Paliza con la alegre plebe del barrio Matadero fueron tantos o más que en sus tiempos horrorizando los escrúpulos de las autoridades del viejo Chile. Había, por ejemplo, dos casitas de remolienda que "fueron verdaderas escuelas de canto", según lo que advertía González Marabolí. Una de ellas era de Juan de la Fuente y la otra de la Vieja Fidela, famosa regenta de su tiempo, además de haber sido la madre de la Rucia Aída y suegra de otro conocido personaje de aquellos años llamado Miguel El Chano. Ambas casitas están mencionadas en una cueca popular, de hecho:

Que viva mi hermosa patria
las de las fondas del parque
con el tamboreo y güifa
que tiene la calle Duarte.

Para casas de tambo
tengo presente
la de doña Fidela
Juan de la Fuente.

Juan de la Fuente, sí
por donde quiera
y el canto de la patria
no es pa' cualquiera.

Tira, tira cochero
p' al Matadero.

Las sanciones al comercio, hoteles y burdeles por violación de las restricciones del alcohol nos revelan más detalles sobre algunos de aquellos antiguos bastiones de la diversión. En la noche del 8 de abril de 1919, por ejemplo, las autoridades cayeron sobre varios burdeles del sector de barrio Matadero y Matta: entre ellos el de la entonces popular tía Fidelisa Fritz Briones, cuyo refugio de calle Victoria 1147, entre San Diego y la actual Zenteno, fue sorprendido repartiendo vino a unos 15 comensales en el salón, probablemente también en la famosa e icónica ponchera de los lenocinios clásicos. Queremos creer que doña Fidelisa sería la mismísima Vieja Fidela mencionada por la canción y los memorialistas de la cueca. Se sabe, además, que la cabrona se cobraría una dulce revancha, unos meses después: en la prensa de noviembre aparece la noticia de que denunció al comisario Luis Concha, quien había aparecido totalmente ebrio en los prostíbulos de la misma calle Victoria, llegando a caerse y rodar por al suelo.

Otro sitio interesante para la comunidad del Matadero era la residencia de los Martínez, por alguna razón llamados los Cache. Estos eran "dueños de ladrillos y carretones de golpe", leemos en "Cueca o chilena tradicional". Hasta allí llegaban varios de los cantores más conocidos del período como el Chico Lalo, quien "tenía fama de ser uno de los animadores más salerosos", formándose asambleas musicales con veinte concurrentes tomando y cantando hasta por 15 días seguidos.

Recordaba Gonzalez Marabolí que existía también una medialuna enfrente del Matadero, por calle San Francisco antes llamada Llanquihue, en la que a veces también había lidia bovina o tauromaquia. Muchos de los cuadrinos tenían sus propios caballos de corraleros y participaban allí de las fiestas vestidos de huasos, como en cada 18 de septiembre y el Cuasimodo. En este lugar aparecen otros personajes interesantes de los círculos folclóricos del barrio como un torero apodado el Colchón y un banderillero apodado el Visco, quien fue parte de una cuadrilla española. Otro era llamado Molio pero, si bien toreaba, solía andar en la medialuna principalmente como "mono sabio", mote dado al rol de quien debía dejar liso el suelo del ruedo después de que los animales lo desemparejaran. Hubo casos parecidos de medialunas en ciudades como Valparaíso y Cauquenes, además, en donde se realizaban corridas de vacas.

Un lugar igualmente interesante para aquella intensa vida social en la comunidad del Matadero parece ser, además, la residencia de un cantor llamado el Chincolito, en la calle Víctor Manuel pasado Santa Rosa hacia el poniente. Las reuniones de los cuequeros en esta casa llegaban a extenderse hasta lo inverosímil, sin pausas, por lo que, en la práctica, una verdadera casa de canto funcionaba en el patio de Chincolito, cuyo nombre de registro parece haberse perdido. Los cuequeros del barrio dedicaban allí tardes, noches y mañanas a canto, vihuela y tañer, en una interminable seguidilla de diversión con turnos y repertorios populares, bebiendo del vino o la chicha que abundaban en aquellos reinos y es de suponer que comiendo carne a la parrilla, entre medio.

El lugar preciso de aquellas juntas era al fondo del terreno de Chincolito, en donde había un sauce: abajo de este árbol se sentaban a corear y brindar, a veces hasta por dos meses seguidos según informa el propio González Marabolí. Las almas entraban y salían de la casa del cantor para gargarear vino y letras propias de aquellos círculos de trabajadores; unas tristes, otras alegres, otras pícaras:

Vamo' niña al Matadero
que la carne está barata
cuatro cortes dan por veinte
y una malaya de llapa.

Lo primero que ofrece
todo cuadrino
mollejas y chunchules
y un trago 'e vino.

Y un trago 'e vino, sí
también ofrecen
y un pañuelito lacre
para ponerse.

La mujer pierde el tino
por un cuadrino.

Sin embargo, el generoso Chincolito prestaba la casa sabiéndose bueno en el canto, al punto de querer desafiar al imbatible Paliza, el maestro. Hombre "medio intelectual" según la descripción que se hace de él, Chincolito era buen orador, presidente del club de fútbol local (no sabemos si del Club Deportivo Sindicato de Matarifes, que fue en algún momento quizá el más popular allí) y especularíamos que con algo de político, así que se preparó para retar al mejor y más laureado en su propio medio, como se lee en el libro de Claro Valdés:

El "Chincolito" creía que no le ganaba a cantar el "Paliza", ese cantorazo de la calle Duarte. Fueron a la calle Cochrane con la Avenida Matta, donde en un chalet que tenía entrada para coches había varias pipas de chicha y la vendían en mates. Fueron en un grupo grande y casi todos del Matadero. Se sentó uno frente al otro y con una silla de madera terciada para llevar el tañido, no había que repetir versos ni melodías. Pero el "Paliza" fue el cantor más grande que conocieron.

Además de los nombrados, gracias al propio González Marabolí no cuesta imaginar quiénes pudieron ser algunos otros cantores visitando el sauce de Chincolito, el living de los Cache, los salones de remolienda de De la Fuente o de la Fidela y la tarima artística en el patio del restaurante Peñafiel, negocio que estaba disponible allí en el barrio desde 1875 según sus dueños. Habla el autor de un extraordinario cantante llamado Pitrienta, por ejemplo, quien oficiaba en calle Franklin como suplementero "y era un verdadero canario"; también del alguna vez famoso Cato Miranda, miembro de una familia de industriales pero quien "dejó toda su fortuna en la cueca", además de proveer siempre de comida a los folcloristas en medidas tales como media vaquilla, dos chanchos, seis corderos, etc., según confesaba después su chofer. Personas acomodadas como él no eran meros mecenas de la actividad, por cierto, sino auténticos folcloristas y cultores que, desde su mayor holgura económica, también ayudaban a mantener vigentes estas artes populares.

Otros nombres destacables fueron de los ya mencionados Lalo y Siete Pelos, traídos desde Valparaíso por el mismo Miranda; o los Pironca, habitantes de calle Biobío y cuya casa también se volvió centro de reuniones; Luchito el Porteño, quien fue adicto a las casas de remolienda al punto de dejar todo su dinero en ellas; el Cabecita Loca, un exdelincuente devenido en comerciante carretelero; el también recaudero (vendedor de hortalizas) Alfonso Casanova; el Chiquillo Paco, choro santiaguino de muy buen voz; el Vaporino y el elegante señor Juan El Yegua, ambos del puerto; etc. "Cantorazo fue el 'Corderito' de los vacunos, Oscar Arriagada, el 'Canaca' y Perico Alfaro, pero en el Matadero de Franklin había cientos de cantores", sentencia el testimonio recogido en "Chilena o cueca tradicional", además. Todos ellos llegaron a ser conocidos y recordados por el padre de González Marabolí, de hecho.

El barrio Matadero continuó siendo un nido de cuequeros de primer nivel durante largo tiempo del siglo XX. Entre otros estuvieron allí también visitantes como Mario Catalán Portilla, Bartolo Ponce, Julio Cataneo, Carlos Pollito, Rafucho Andrade y Nano Núñez, y locales como las hermanas Quintana (casadas con los matarifes Miguelito Car'e Cacho, el Chupete y el Pichón) y la cabrona Flor María con sus huifas en Eleuterio Ramírez y en Copiapó con San Francisco, aunque las mujeres del ambiente siempre fueron minoría.

Un caso más, particularmente importante e influyente para este recuento, fue el de Carlos Godoy: mientras bebía y cantaba en encuentros como los descritos, lanzaba al ruedo "versos que Ud. no los ha oído, que son desconocidos, que tienen más fuerza", enfatiza González Marabolí. Por tal razón, cuando partió del mundo de los vivos, sus acongojados compañeros cuequeros le dedicaron una canción de homenaje:

Gloria eterna pa' Carlito
por ser cantor de primera
y reinar en los salones
donde no canta cualquiera.

Ya se perdió en la cancha
del Matadero
y el grito soberano
de un chinganero.

De un chinganero, sí
ya no hay mejor
cantor fuera de serie
Carlos Godoy.

Ya no se escucha el grito
y adiós Carlito.

Cuando los romanceros de carne y hueso de la cueca ya morían, poniendo fin paulatinamente a la generación más luminosa de los cantores del barrio Matadero, el Gran Santiago había continuado creciendo hacia el sur del valle, fagocitando el Llano del Maipo y todavía más allá. En 1944, además, durante el gobierno de Juan Antonio Ríos, el Matadero y sus carnicerías fueron intervenidos en un intento por controlar los problemas de abastecimientos y precios. El Matadero de Franklin había seguido siendo el principal abastecedor de productos cárnicos a Santiago todavía en los años cincuenta, pero las condiciones ambientales en donde se dio toda su principal historia de folclore y costumbrismo, en el magnífico aislamiento periférico y casi suburbano, ya se habían marchado.

Famosos restaurantes del barrio como el Peñafiel, el Donde Alfredo, Las Tortolitas, el Casino Matadero o Las Tres B fueron parte de la extinción del antiguo cariz del Matadero, por lo demás, aunque quedando algunos encantadores ejemplos disponibles como el Manchao y el bar Chiloé, para conocerlos todavía en nuestra época. En períodos más recientes también funcionó, por siete u ocho años, el Club Matadero: ubicado en avenida Santa Rosa 2260, fue un intento por revivir en plenitud aquella divertida época de cuecas interminables y cuyos vestigios permanecen aún en el barrio pero más bien dispersos, hasta que, al finalizar el año de 2016, debieron dejar el lugar y emigrar a Herrera 650 en el barrio Yungay, aunque conservando el nombre.

El final del Matadero de Franklin había sobrevenido a principios de los años setenta, en tanto, cuando sus funciones como lugar de sacrificio de animales se trasladó completo hasta Lo Valledor. Las viejas instalaciones quedaron convertidas en carnicerías y puestos varios tipo feria o mercadillo, transformándose todo el  vecindario en un gran cuadrante comercial con áreas perfectamente sectorizadas por su muy surtida oferta. A pesar de todo, el legado de aquellos cuequeros y sus cancioneros se ha mantenido como sólida herencia cultural hasta nuestros días, definiendo gran parte de la identidad que -con sus luces y sus sombras- aún conserva este histórico y laberíntico barrio santiaguino del Matadero. ♣

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