Imagen de época del restaurante y cantina Quetal, publicada por Doris Silva en el grupo FB "Club Viña Tarapacá".
Los vestigios del pasado rural y campesino de la comuna de La Florida permanecieron largo tiempo a la vista en el tramo oriental de la calle Rojas Magallanes, por el paradero 18 de avenida La Florida denominada antes Camino de Macul y José Pedro Alessandri, por haber sido considerada la parte sur de esa avenida. Allí estuvo, por ejemplo, la llamada Casa de los Adobes que ocupó la alguna vez la conocida Quinta de Recreo Rojas Magallanes, situada en la esquina con La Florida pero demolida recientemente, hacia mediados de 2023 y tras muchos años de resistencia de la dueña a vender la propiedad. Más al oriente estaban también los eucaliptos gigantes en la vera del camino polvoriento, inmensos árboles que podían verse desde casi toda la comuna cuando esta era más baja y arrabalera, y de los que sólo quedan unos tocones con brotes nuevos en lo que se ha llamado la Plaza Rojas Magallanes de la esquina con calle Oriente, nacida de urbanizaciones posteriores.
Lo más pintoresco y costumbrista estaba un poco más arriba, sin embargo, por el sector que se cruza con el canal San Carlos. Fue en el pasado territorio bravo, de choros de campo, medieros y alguna vez hasta huasos armados de borrachera, rebenque o cuchillo parronero según recordaban antiguos vecinos, aunque hoy no lo parecería pues adoptó un rasgo de vecindario popular y folclórico antes de aparecer sus villas nuevas de clase media y media-alta. Un punto interesante allí es, hasta hoy, la población La Loma: surgió de campamentos y tomas de trabajadores iniciadas en 1970, cuando este sector seguía siendo agrícola. Otro lugar inconfundible es el de los antiguos bodegones vineros en el cruce con El Hualle Sur; y, cerca de allí, por el lado del canal, las bodegas que tuvieron el mismo uso en la aún existente Hacienda Tobalaba, en calle Mariano Sánchez Fontecilla con Las Tinajas, a metros de la vieja Media Luna de La Florida que cesó funciones hace no mucho tiempo. Ya hacia el lado de los cerros, además, están los bosques de El Panul y lo que era el antiguo fundo Lo Cañas de los Carlos Walker Martínez, mismo en donde tuvo lugar la sangrienta masacre del 18 de agosto de 1891.
En aquel amplio cuadrante de reliquias del pasado urbano y campesino, en el sector de Rojas Magallanes cuadra del 3600 llegando a Tobalaba justo enfrente de la antigua casona del Colegio Quinto Centenario y las instalaciones más modernas del vecino Colegio Alicante, destacaría como atracción un festivo sitio con perfectas características de posada y fonda clásica compartiendo esa vida propia de los deslindes entre la ciudad y los campos. Con el tiempo, el singular establecimiento fue llamado El Quetal o Qué Tal, aunque todo el mundo lo conoció con los más apropiados motes de la Fonda del Licho, Donde el Licho o simplemente El Licho, tratándose de uno de los negocios más tradicionales y coloridamente típicos de la historia floridana.
El restaurante con aires de cantina pueblerina reinó siempre al final de aquel tramo oriente de la vía señalada, cuando aún no estaba pavimentada, y casi en la orilla del San Carlos, pasada la actual calle Santa Victoria. Sus murallones eran de adobe, con un atrio tipo cobertizo o alero al frente por el que crecieron parrones u otras plantas trepadoras. Decían por allí que tuvo alguna vez tejuelas, supuestamente, pero con los años acabaron reemplazadas por calaminas de latón. En otra época había afuera un tronco o viga para el amarre de los caballos y lo que quizá haya sido un bebedero para estos animales, junto al camino que solía verse polvoriento en verano y lodoso en invierno.
El negocio comenzó de una manera muy rústica, aunque propia lo que podría esperarse en medio de esos paisajes semiagrestes y a veces inseguros, en tiempos ya olvidados. Partió así con piso de tierra y unas feas ampolletas amarillas que después dignificó un poco con pantallas esféricas cubriéndolas a modo de lámparas. A espaldas del inmueble -de un solo piso- se extendían potreros y superficies cultivadas, mientras que hacia su costado aparecieron con el tiempo unas sencillas canchas deportivas que irían siendo mejoradas por vecinos y autoridades pues llegaron a ser escenario de campeonatos entre los peloteros. Más allá del canal, hacia las faldas precordilleranas y sus chacras ahora convertidas en colmenares de residencias, se accedía por senderos entre cercos y alambres de púas.
Nadie demostraba plena claridad sobre cuándo se fundó el local, sin embargo, parece que ni siquiera sus dueños. A principios de los años noventa, por ejemplo, algunos parroquianos todavía aseguraban que había tenido unos cien años y que sus abuelos lo frecuentaron cuando recién se habrían despejado los caminos junto al canal. Imposible confirmarlo entonces y ahora. También se oía allá que pudo haber sido primero una bodega de entre las varias que hubo en estos barrios. Otros vecinos y clientes creían que apareció en los años cincuenta, sin embargo, supondríamos que luego de ser loteados los terrenos que antes habían pertenecido al regidor Mario Zañartu y su esposa Marta Undurraga, cuya casona sería la misma de enfrente y después sede Cordillera del mencionado Colegio Quinto Centenario, antiguo inmueble en donde se estima en la comuna, además, que había sido firmado el decreto fundacional de la Municipalidad de La Florida a fines del siglo XIX.
Los primeros clientes habituales del folclórico boliche debieron ser trabajadores de esos campos, entonces, como los de la Viña Tarapacá ex Zavala al otro lado del cruce de calles, o el cercano ex Fundo El Porvenir, adquirido después por los curas educadores de Lasalle. También acudían vecinos residentes las viñas próximas como Santa Victoria y El Rincón, misma en donde nació el escritor Antonio Gil en 1954, quien confiesa haber conocido a El Quetal, por supuesto. Muchos de aquellos comensales serían parte de la generación fundadora de la población La Loma, de hecho, sobre un cerrillo despoblado y a la sazón lleno de maleza y zarzamoras. La misma seducción provocaba a quienes venían desde Santa Victoria, La Higuera, Lo Cañas y otros puntos floridanos de alrededor, aunque a veces surgiendo ciertas rencillas de identidad geográfica entre los más jóvenes, según decían.
Ubicada así estratégicamente en la pasada de los huasos y jinetes que iban o venían desde la medialuna, la posada tenía ya un tremendo atractivo durante la segunda mitad de la centuria. El histórico propietario fue don Licho, todo un personaje de su época, atendiendo en persona y con una señora llamada Delia. Se mantenía abierto casi todo el año, de día y durante noche completa en ciertos períodos, destacándose siempre por una oferta de cocina típica cargada a la parrilla, la empanada y la carne de cerdo más cantidades formidables de alcohol para los comensales: chicha, pipeño y vino que antaño llegaban en barriles, después en damajuanas o chuicos que quedaban como parte de la mucha decoración interior del establecimiento. Con los años aparecieron y los frigoríficos y así salían desde el vetusto mesón las cervezas y otras alternativas para la parranda favoritas en las temporadas más cálidas. En cierto tiempo hubo allí pipas, tinajas y ornamentos típicamente campestres, como recuerdo de sus orígenes y armando una suerte de museo en donde todo parecía antiguo, casi anacrónico.
El bodedón del Fundo El Porvenir publicada en el libro "Chile Agrícola", del Coronel I. Anabalón y Urzúa (1922). Se observa el paisaje campesino y arrabalero que tenía por aquellos años aquel sector La Florida.
Una de las urbanizaciones que irían cambiando el aire campestre de calle Rojas Magallanes Oriente, en aviso del diario "La Nación" a inicios de noviembre de 1949. Esta fue muy cerca del lugar que ocupó El Quetal.
Interior y mesón principal de El Quetal en una imagen fotográfica de época. Publicada en el grupo FB "Club Viña Tarapacá".
Equipo de fútbol del club deportivo Viña Tarapacá en la cancha del Licho, en vieja fotografía publicada por Klos Botello en el sitio FB "Club Viña Tarapacá".
Dos huasos a la caballo bajan por calle Rojas Magallanes rumbo a la Fonda del Licho, en vieja fotografía tomada desde el puente sobre el canal. Imagen tomada del sitio Pablo Tipo.
Clásica imagen de la posada El Quetal, publicada por Julio Garín Carvallo en el grupo FB "La Florida Ida".
Huasos subiendo por Rojas Magallanes antes de la pavimentación de la vía. Atrás, en donde se ve un grupo de gente, estaba El Quetal. Imagen publicada por Julio Garín Carvallo en el grupo FB "La Florida Ida".
Durante mucho tiempo El Quetal se sostuvo principalmente por la concurrencia de los señalados pobladores del entorno, peones locales y trabajadores de las viñas, muchos de ellos acostumbrados a la vida dura y de seguro también a las peleas a mano limpia, las que en alguna época campearon en el lugar. También era típica la presencia de mucha gente en los días de rodeos y en las Fiestas Patrias, cuando el rito de varios era llegar a celebrar allí después de ver la Parada Militar. Lo mismo sucedía en los festejos de diciembre, con la Navidad y un tradicional baile de Año Nuevo. También se llenaba antes, durante y después de la Fiesta de Cuasimodo, ya que la medialuna era uno de los puntos de conclusión para las caravanas del viático.
Otras muchas veces aparecían celebrando victorias o suavizando derrotas los integrantes de los equipos de fútbol formados en ese mismo sector, como los del Club Deportivo Unión Rincón y el Club Viña Tarapacá, especialmente hacia los setenta a ochenta. Las canchas que existieron adyacentes al boliche facilitaban su elección para estos encuentros, ciertamente. De hecho, los practicantes del fútbol amateur y sus seguidores en los partidos estuvieron entre los grandes proveedores de clientela para el establecimiento.
Echando cuentas e intentando salvar las ambigüedades sobre la historia del negocio, tendemos a creer que la popularidad adquirida en esos barrios por El Quetal pudo haber estado relacionada también con las primeras grandes urbanizaciones que irían alejando estos terrenos de la vida más rural y bucólica. Ponemos atención, además, en un loteo y venta de sitios-granjas iniciado en 1949, por la sección de parcelaciones de la entonces conocida firma de Carlos Ossandón. Se trataba de la Urbanización Rojas Magallanes-Tobalaba, con superficies de 1.065 a 1.450 metros, aunque el lugar hoy está muy modificado por proyectos inmobiliarios más recientes. El cambio que significó la inyección de nuevos habitantes a partir de entonces debe haberse sentido en el comercio, sin duda.
El ambiente de cantantes, guitarreros, acordeonistas y juglares también encontró buena acogida en El Quetal, no faltando público que, a esas alturas, incluía a visitantes de las villas que se fueron formando más abajo, por el eje de avenida La Florida. Para todo lo que fuera música y baile en el local tocaban con frecuencia artistas folclóricos o de circuitos poco conocidos en la cultura oficial, con uno que otro maestro cuequero que endulzara el aire. La cueca y otros ritmos se irían apoderando así de alguna parte de la propuesta, tanto por artistas llegados para ser parte de la cartelera como por otros que aparecían desde público entusiasmados con la melodía y las cañas de alcohol.
Con muchos rasgos de "picada" popular, entonces, los clientes del Licho podían permitirse banquetes con abundancia o frugalidad según el ajuste a la billetera. La bebida era irrenunciable, cualquiera fuera el caso. En horas del día, en cambio, se podía ir a comprar vino o chicha que allí se vendían a granel para seguir la fiesta en casa, desde los años sesenta cuanto menos. Fue novedad cuando comenzaron a vender allí también helados marca Bresler, además, en un congelador con tapa de cristal y los clásicos carteles a color mostrándolos al público junto al precio de cada uno, dispuestos al exterior junto a la entrada principal.
Hubo unos años en los que cada puerta de acceso al establecimiento llevaba a una sección distinta de El Quetal, curiosamente: taberna, comedores y el área más pecaminosa en donde aparecieron a veces las chiquillas. Los bailables encontraban espacio en la pista posterior, por atrás del local, hasta donde un de veces llegó alguna esposa enfurecida buscando a un marido descarriado para llevárselo de las mechas. Estas sesiones eran de amanecida, por cierto, y se llegó a ver incluso a niños durmiendo en las mesas o sillas mientras los padres estaban en la pista sacudiéndose al son de ritmos folclóricos y tropicales de orquestas en vivo. Cuando no las había, bastaba una rocola que fue instalada después en ese mismo espacio, en otro acierto del Licho. Tocó por un tiempo también un novedoso grupo electrónico cuyo nombre nunca supimos, así como agrupaciones folclóricas de las mismas comunidades residentes en los alrededores. Una de las varias leyendas sobre el local decía que muchas parejas que contraerían después el sagrado vínculo se armaron en esa pista, incluso conocidos vecinos que se quedaron residiendo en aquel lado de la gran ciudad.
Sin embargo, cuando la fiesta se salía de madres para algunos entusiastas, una planta trepadora bajo el alero exterior, no recordamos si un parrón o quizá flor de la pluma, servía a veces para ellos como baranda de ebrios; cuando no era suficiente, fungía como depósito de cuerpos si ya estaban KO, después de tanto lavar la garganta. Otros eran levemente más moderados y preferían ponerse románticos en el sector de los patios, sobre todo cuando estaban más oscuros, así como en un sector más escondido del que decían habían sido canchas de rayuela. Justo al lado de El Quetal, además, estaba otro centro de reunión social de los vecinos alegrando la cuadra, conocido como la Casa del Pancho, justo en la esquina al lado del canal, del que no pudimos conocer mucho más que desde afuera y sin revelarnos sus secretos.
Aunque el negocio parecía una chingana dieciochera todo el año, como se ve, el esmerado Licho convertía su local en una bien ambientada y ornamentada fonda folclórica -con todas las de la ley- en los períodos de Fiestas Patrias, con nuevos artistas populares invitados. De ahí el secular apodo del negocio: la Fonda del Licho, que para algunos pasó a ser su nombre propio y la forma que muchos preferían identificarla. Era uno de sus mejores momentos cada año, además, cuando los extraños parecían ser bienvenidos o, por lo menos, mejor recibidos que en el resto del calendario. Igualmente, la fonda se llenaba de toda la alegre borra social en aquellos encuentros: choros, gañanes, chiquillas e incluso personajes travestidos, pero sentándose junto a familias, empleados, trabajadores aprovechando el feriado, profesionales, parejas coqueteándose y grupos de amigos de esos mismos barrios.
No obstante lo anterior, el alcohol que siempre rondó en estas lindes emocionales hacía su parte, y la así pendencia era un fantasma en constante amenaza de reaparecer. Prueba de esto es que, de todos modos, el rancho indómito de El Quetal terminaría siendo escenario de algunas enormes peleas esos mismos risueños días de septiembre, incluso con algún par de grupitos en permanente "mocha" por alguna época. Una de las riñas más comentadas sucedió a mediados de los años noventa, en donde casi salen apuñalados y apaleados dos conocidos residentes de las villas cercanas a avenida La Florida, más abajo: el Indio Juano y el Guatón Loyola (no confundir con ninguno de los otros personajes célebres que llevan apodos parecidos), amigos inseparables en aquel tiempo y ambos posibles de encontrar siempre en los fines de semana de la calle Honduras.
A mayor abundamiento, la noticia de la colosal escaramuza corrió por La Florida desde el día siguiente y por largo tiempo más. Otra historia casi épica se habría contado de manera muy diferente de no ser por la extraordinaria dupla de buenos peleadores que el Indio y el Guatón podían llegar a ser por entonces, más jóvenes y mejor entrenados en esos rigores, lo que les permitió contener a una masa de agresores en la famosa fonda y también en una noche de Fiestas Patrias, para después escapar e ir saltando cercos hasta unos acopios de ripio de un propietario cercano tras una infernal persecución y pugilatos en la oscuridad, lugar en donde el dueño providencialmente les permitió escondite. A los pocos días de esta experiencia, de hecho, produjimos artesanalmente un falso afiche o flyer haciendo sorna de la famosa desventura, con caricaturas de ambos involucrados como actores de una imaginaria película titulada "Dos puños contra la Fonda del Licho", parafraseando la clásica comedia llena de coscachos "Dos puños contra Río" con Terence Hill y Bud Spencer como la dupla guerrera.
Incapaz de sentirse disuadido por aquellos filosos y rabiosos peligros, Juano volvió a visitar el restaurante varias veces y, hasta donde sabemos, siempre salió airoso. Otra vez algún matón intentaría probar sus capacidades marciales durante aquel período, entre esos adobes fríos y descascarados. Al parecer, todo comenzó con un matón pisando los pies del visitante mientras lo miraban desafiante a la cara y simulando choques accidentales por las pasadas de puertas y pasillos del santuario del Licho. Lamentablemente, en una de esas noches se pasó de la raya tolerable y tanto el provocador como sus acompañantes pagaron tributo con semejantes experimentos contra el luchador casi vernáculo como era Juano, criado y crecido en exigencias medioambientales y muy diestro incluso en técnicas de combate. Con el tiempo que lija todas las asperezas, sin embargo, pudimos testimoniar después que habían terminado todos como amigos y hasta brindaban por aquellos bélicos recuerdos.
Por esos mismos años se terminaría de llevar el evangelio urbano y cívico hasta aquellas encantadoras comarcas de borrachos bravos, galopes y guitarreos. El costo fue grande, sin embargo: la fama de la fonda y de sus alrededores se había marchado ya con los zorros, las culebras chilenas y las golondrinas que también fueron corridas casi a palos de ese lado de la ciudad en nombre del progreso, con la proliferación de barrios nuevos, algunos de ellos elegantes. Actualmente, con el canal San Carlos bordeado por la calle Sánchez Fontecilla, se extienden desde allí los nuevos y uniformes caseríos sobre los terrenos que habían pertenecido a las viejas e históricas viñas. Incluso se arma una extensa feria navideña por el mismo contorno, en lo que antes era sólo un callejón de piedras y tierra arcillosa.
La postal de Rojas Magallanes oriente se volvió, por lo tanto, irreconocible con respecto a lo que se veía en esos años de apogeo para El Quetal, mientras que los nuevos habitantes llegados hasta allá eran muy diferentes a su público más antiguo y tradicional. Incluso habían aparecido líneas de microbuses llegando hasta el final del nuevo camino, en circunstancias de que mucho antes la única conectividad de la locomoción colectiva había sido un recorrido que, desde avenida La Florida, desviaba hacia allá y luego volvía sobre su huella como un arrepentido, permitiendo el transporte de los residentes de esos barrios. Por eso la movilización de antaño se hacía principalmente en taxis colectivos, cuya parada estaba a pasos de El Quetal, por feliz coincidencia.
La quinta con restaurante y bar quedó abandonada en medio de tanta transformación, luciendo como una especie de reminiscencia o bastión olvidado, como tantos en aquel paisaje. Había sido una eventualidad casi milagrosa que durara tanto en pie y tratando de mantenerse en operaciones, pero ni los milagros son eternos... Lamentablemente el querido Licho fallecería, dejando el local legado en las manos de su hija Bernardita. Fue una simpática y pequeña señora, en general muy respetada por residentes y afuerinos quienes aún se aventuraban a celebrar allá, destacándose especialmente por su esfuerzo para intentar conservar la vitalidad del negocio todavía en las primera década del actual siglo.
Como parte de los nuevos aires vitales, había aparecido por entonces en la fachada un cartel con el nombre de Restorant El Quetal, siendo la primera vez que varios pudieron enterarse de tal denominación oficial, pues prevaleció siempre el nombre del Licho en él. La dueña lo procuró como lugar aún más acogedor y grato que en otros años, además, aunque su decoración y aspecto no variaron sustancialmente. Hacia atrás, en los patios se habían levantado toldos que extendían espacio de la actividad y los expendios del local, además de servir como comedores de verano. A pesar de todo, entonces, en esta última etapa de existencia el restaurante y cantina seguía atrayendo a su popular público y quizá también a alguna que otra de las clásicas peleas de su bar, aunque ya casi extintas a esas alturas.
Parecía que el nuevo capítulo de la posada se escribía con un radiante impulso de vida y garantía de supervivencia: sus parroquianos hablaban incluso de postularlo como lugar de conservación histórica, y no era descabellado para quien sospechara de la nunca precisada antigüedad del recinto o conociera las escenas pintorescas que habían tenido lugar en su interior durante décadas. También se convirtió en un sitio de energías modernizadas, realizándose presentaciones artistas más novedosos que alcanzaron a hacer shows escénicos o de música en vivo en él hasta casi sus últimos días en operaciones. Desde muchos puntos de vista, entonces, parecía abrirse un feliz nuevo soplo de ánimo en la chingana.
Aquello no era más que una hermosa ilusión, sin embargo. Hacia noviembre de 2009 todo quedó sentenciado tras entrar en un inesperado período con horarios inestables e inspirando inseguridad para todas sus posibilidades. Al poco tiempo, el local cerró definitivamente sus puertas sin despedidas, sin anuncios y sin explicaciones posteriores. Dicen que fue por la enfermedad o el fallecimiento de la dueña, pero nunca hubo más noticias confirmando las razones precisas que, seguramente, comparten por ahí algunos vecinos y amigos de la casa. Lo cierto es que sus apolilladas cercas de madera se desarmaron solas, su enredadera se secó hasta la opacidad y las bisagras chillonas de sus puertas de madera no volvieron a sonar. La posada quedó abandonada juntando tierra y esperando la llegada de las picotas que sellarían su destino: parte de lo poco que se sabía entonces señalaba que estaba proyectada ahora la construcción de modernos locales comerciales en su lugar, consecuencia esperable de los cambios traídos por los grandes conjuntos residenciales allí dispuestos.
La temida pero apreciada fonda que alguna vez fue sólo para la valientes y después para auténticos amantes de la noche popular, se entregó a su final irreversible sin posibilidad siquiera de dar pelea: fue demolida en 2010, dejando en el abstracto del recuerdo su valor como último vestigio del más remoto pasado rural de la calle Rojas Magallanes en la comuna de La Florida. De esta manera, en lo que alguna vez fue el terreno ocupado por el negocio del Licho hoy existe el supermercado Strip Center Unimarc, con modernas instalaciones, un complejo comercial adjunto y cómodos estacionamientos. ♣
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