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TEMPORADA DE SOPAIPILLAS: LOS ORÍGENES DE UNA VIEJA COMUNIÓN CULTURAL Y POPULAR

Actividades amasanderas de la colonia, con la producción de tortillas por maestras indígenas, según la imaginó el ilustrador nacional Rafael Alberto López en una publicación del Estado, en 1929.

"Y la empanadita fritita, picantoncita y la sopaipilla, que en tocino ardiente gimieron, se bendice entre trago y trago, al pie de los pellines del Bío-Bío", dejaría escrito el poeta Pablo de Rokha en su fundamental "Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile"... "Y la sopaipilla lloviendo, con poncho, completamente mojado, entre naranjas y violetas, acompañados del cura párroco y los borrachos", agregará unas pocas páginas después, confirmando certezas y despejando dudas sobre sus más íntimos placeres y devociones por ella.

Desde hace mucho tiempo ya los puestos de frituras y ventas de sopaipillas suelen brotar en las calles más tradicionales de Santiago como extrañas flores de temporada lluviosa, llenando así de olores rancios -a veces hedientos y otras veces apetitosos- las esquinas en donde chisporrotea el aceite caliente. También se las vendía antes en canastos de paños blancos junto  empanadas, tortillas de rescoldo y pequenes, especialmente para los trasnochados de viejos barrios bohemios y vecindarios de la clase obrera. Es el clásico del invierno chileno, de hecho: bien sopaipilleado, con un trasto de potente ají-pebre, e incluso mayonesa, mostaza y ketchup en algunos de los carritos y kioscos ofreciendo el producto. Sólo su pariente cercano, la empanada frita (especialmente la de queso), puede pretenderle disputa entre las preferencias, especialmente en el período anual dominado por los bocadillos fritos, rápidos y económicos.

Las sopaipillas pasadas, en cambio, son alternativas más caseras o bien de restaurantes, generalmente como postre o confite. Hoy en día rara vez están presentes en los puestos populares en las calles chilenas, por cuestiones prácticas más que de gustos es de suponer, pero cuando eran más comunes en el comercio solían ser humedecidas con miel de chancaca o panela aromatizada con especias. En mesas más finas se hacía esto mismo pero con miel de pera y otros productos parecidos.

Si bien no son uniformes y se acomodan a diferentes saberes, las recetas de la sopaipilla chilena parten siempre con la creación de una masa de harina, manteca y sal, con las que se da forma a los discos de tamaño y grosor variable según cada tradición familiar, culinaria o geográfica. Esto se logra amasando bolas que después son aplastadas o bien cortando en círculos con un troquel la masa ya estirada. Pueden llevar también zapallo cocido y reducido a puré -ingrediente que muchos consideran una exigencia-, leche, polvos de hornear e incluso levadura para el caso de las que se producen más gruesas y esponjosas. Estas ruedas de masa pueden ser perforadas una vez al centro o varias veces con un tenedor (se supone que es para que no se "inflen" mientras son fritas) y, a continuación, pasan directo a la piscina de aceite hirviendo o manteca derretida.

La sopaipilla pueden consumir, entonces, como bocadillo salado acompañado incluso de salsas condimentadas y aditivos picantes, o bien como postre, sea con azúcar flor espolvoreada encima (esta era otra receta antigua) o las descritas pasadas por la salsa dulce de chancaca con canela, clavos de olor y cáscaras de cítricos. De hecho, parece ser que estas versiones dulces llegaron a ser mucho más populares en el pasado que en el Chile actual, si nos fiamos de algunos recetarios antiguos.

Dos corrientes principales se jalan los cabellos en las discusiones e intercambios sobre el origen de las sopaipillas en Chile. Una de ellas prefiere apartarse de la raíz principal y parte destacando su relación tradicional pero como producto adaptado hasta una identidad criolla propia, incluso acusando  influencias localitas e indígenas en el crisol. La otra, en cambio, es la que con mayor ajuste y amplitud en las líneas históricas enfatiza su llegada desde la Península Ibérica pero, a su vez, considerando una raíz morisca-arabesca en ella, algo que también reporta un valor cultural agregado al producto. Ambas son precisas desde cierto punto de vista para el caso chileno, pero ambas también se presentarían como una tesis incompleta si se pretende darles un alcance absoluto.

Partamos considerando que debe haber algún vínculo -próximo o lejano- entre las sopaipillas y ciertos dulces fritos también clásicos como los picarones: mientras los primeros parecen tan ligados a la tradición popular chilena, los segundos se vinculan más a la tradición peruana que puede ser confirmada en las crónicas. Ambos tienen elementos comunes, al menos acá en Chile: se trata de masas fritas, con zapallo molido en muchas de sus recetas y producidas para consumir calentitas recién sacadas del aceite o bien dulces para el caso de las pasadas por miel de chancaca, con una inclinación especial de su consumo en días de lluvia y frío. Quizás las recetas se cruzaron, se complementaron y se nutrieron entre sí en el paso de los años y los siglos.

En países como Argentina, Uruguay, México e inclusive localidades en Arizona también se conoce un producto parecido llamado torta frita, si bien no comparte todas las particularidades de las que se comen por la costa sudamericanas del Pacífico Sur. Podría especularse, además, que Perú aportó con su producción de cañas y chancacas, mientras que Chile fue conocido desde tiempos coloniales por la abundancia del trigo y de la harina, además de otros productos agrícolas entre los que debía estar el mismo zapallo, al menos desde el siglo XIX... Que los historiadores de la gastronomía se encarguen de esta parte del asunto.

Sin embargo, el origen de la sopaipilla como tal mantiene algunas versiones y teorías complementarias, si bien pueden llegar a ser contradictorias. Estas añadiduras rugen desde diferentes resortes culturales y muchas veces parecen competir. La base más segura -insistimos- es su relación con las masas fritas hispánicas importadas al Nuevo Mundo, sin embargo: se trata de la denominada sopaipa, misma que Cristóval Pla y Torres definió en su "Diccionario de la Lengua Castellana" (1826) simplemente como "Masa frita y enmielada". Ese mismo año el "Diccionario de la Real Academia Española", basado en la edición hecha en 1822 por don Vicente González Arnao, definió también el término como "Masa bien batida, frita y enmelada: especie de hojuela gruesa".

El nombre de la sopaipa española y de su influencia colonial sobre la América Hispánica proviene, a su vez, del mozárabe al-Andaluz: xopaipa, que se usaba para señalar a un pan remojado en aceite. A su arribo en territorios americanos el concepto se fue adaptado y criollizando hasta volverse sinónimo de un producto típico de los países en donde anidó con éxito, influyendo incluso condiciones ambientales para las costumbres alrededor del consumo. Así pues, en Chile hoy es desayuno rápido de mañanas heladas, bocadillo veloz en las tardes o en las noches con bajones de hambre, del mismo modo que un acompañamiento doméstico en las onces u horas del té en el invierno. Evidentemente, además, el nombre de la sopaipilla es un diminutivo de la sopaipa adoptada y adaptada en Chile, Argentina, Perú, Bolivia y tal vez otros países de la región.

Los pueblos en la orilla sur del Mediterráneo habrían llevado dichas masas fritas no sólo hasta Andalucía, por cierto, sino hasta varios otros rincones de España. También habrían aprendido a hacer tortas fritas parecidas los pueblos germanos, entonces, con la misma clase de masas que en países como Argentina se llaman kreppel o torta frita alemana, producto que guarda mucha semejanza con los calzones rotos de la repostería chilena. Es interesante además que, como picarones y sopaipillas, el kreppel y los calzones rotos se consuman también en los días de lluvia, aunque puede tratarse de un caso más de simetría cultural.

Relacionado también con sopaipa y sopaipilla, la palabra suppa correspondería a una voz teutona que señala a una rebanada de pan o una masa metida en líquido, específicamente en aceite. Se trata de una expresión que se relaciona etimológicamente también con la palabra sopa, referida a los caldos gruesos y platillos líquidos.

Perú también tiene su propia versión del producto, llamada a veces cachanga por una de sus más populares versiones, parecida también al chambergo y el tawa-tawa bolivianos. Se organizan incluso competencias anuales en Tacna, ocasión en la que se premia la mejor y más sabrosa de las cachangas. Por lo general, estas sopaipillas peruanas son grandes, planas y sin zapallo, llegando a ocupar incluso el tamaño completo de una sartén durante su fritura. A pesar de este gran volumen suelen ser de una masa más bien ligera, sea crocante o esponjosa según las variedades, pero suficientemente distintas a las chilenas como para desafiar un poco los gustos adquiridos nacionales, sobre todo de los santiaguinos. No obstante, las salsas que se aplican en las sopaipillas peruanas son un extra de gran sabor para las mismas.

Así las cosas, la sopaipilla peruana y, por extensión, la "andina" (pues se dice que tendrían influencias aimaras en su adaptación local), no es igual que la chilena o, más específicamente, la centrina: esta es más pequeña y cargada a la masa, con una costra crocante pero flexible. Aún así, es sabido que en el norte y sur del país se producen también otras versiones de la sopaipilla, incluyendo las sin zapallo y de tamaño "plato".

Igual de curiosa es la existencia de cierta masa frita en las recetas mapuches: la yiwiñ kofke o yiwinkofke, muy parecidas a las sopaipillas aunque un poco más gruesas, por lo que podría tratarse de otra adaptación, antecedente o influencia cruzada. Entre familias de identidad huilliche del sector más sureño se hace con regularidad una versión que lleva papa molida, por lo demás, a veces con pequeñas unidades que conservan la forma de disco del producto. Otras suelen ser de gran tamaño como las de Arica e Iquique, aunque también las hay como discos gruesos en Malleco, Temuco, Valdivia y todavía más al sur.

No todas aquellas sopaipillas son redondas: las de corte en forma de rombos, triángulos o cuadrados son comunes en las regiones de Los Ríos, Los Lagos, Aysén y Magallanes, de hecho. Estas versiones tampoco suelen llevar zapallo y a veces se ven más gruesas que las centrinas, con un hoyo al medio en donde se ensartan o cuelgan de a varias en una varilla, cuerda o fierro por los vendedores y las cocineras domésticas. En Puerto Montt y Chiloé hay, además, versiones del famoso chapalele y milcao que se venden aplanados y fritos, aunque difieren mucho del sabor que le atribuiríamos a una típica sopaipilla. Tampoco faltan allí las que llevan papa, ni las de harina de trigo pero con más semejanza a una churrasca frita, otro producto de la panificación artesanal muy popular en el país y semejante a una sencilla tortilla plana de masa.

A pesar de su origen en el Viejo Mundo particularmente de la masa frita hispana que la trajo hasta este lugar del mundo, folclorólogos como Oreste Plath identifican a las sopaipillas entre los productos más típicos y característicos de la chilenidad. El autor constata su presencia, por ejemplo, en las fiestas de San Juan Bautista de Puerto Aysén, en donde se sirven con chicharrone; y en el rito del "reitimiento" o "derretimiento" que sigue al sacrificio de un porcino, servidas con milcaos en Chiloé. Menciona, además, un plato llamado ajiaco de sopaipillas, variante del ajiaco original. Por supuesto, es improbable que una asimilación a tales grados se consigan si no es con una prolongadísima presencia del producto en la misma sociedad criolla y mestiza.

Detalle de una acuarela de 1835, de autor anónimo, con el aspecto del lado oriental de la Plaza de Armas. Se observan también los comerciantes del mercadillo de la plaza. Fuente imagen: sitio Archivo Visual

Chinganas de toldo de las Fiestas Patrias hacia y otras celebraciones anuales, hacia 1860, en publicación de Paul Treutler en Leipzig. Ubicadas en la propia Cañada de la Alameda de las Delicias.

 

Dibujo de una choza o rancho perteneciente al artista y corresponsal gráfico Melton Prior, y fue publicado por "The Illustrated London News" del 7 de marzo de 1891.

Sopaipillas "secas" y se puede presumir que con zapallo, de las más tradicionales en Chile. Fuente imagen: sitio Jesús Sánchez Weblog.

Sopaipillas pasadas por miel de chancaca, servidas así en modo postre o confite. Fuente imagen: sitio Jesús Sánchez Weblog.

Sopaipillas del Valle de Elqui, sector Quebrada Paihuano: sin zapallo, pero más grandes que las convencionales.

Sopaipillas sureñas con agujero al centro, particularmente de la Provincia del Malleco, ofrecidas en la popular quinta El Quincho de Manolo en Angol.

Sopaipillas sin zapallo y de forma romboidal en Estación Casma, cerca de Frutillar, preparadas por una familia de origen mapuche.

Confirmación de la vejez de la sopaipilla en suelo americano se puede hallar en la crónica del español Bernal Díaz del Castillo, quien escribía hacia 1557 en su "Historia verdadera de la conquista de la Nueva España" que ya estaban en el Nuevo Mundo y con ese nombre en dichos años de la Conquista, pues "se conocieron tempranamente las hojuelas, las rosquillas de alfajor, las sopaipillas, las cajuelas y hojaldres". El cronista y ex regidor de Santiago de Guatemala agregaba que tales productos eran de origen andaluz (cocina de Aldonza), como las hojuelitas dulces y las rosquillas de alfajor.

Como se ve, entonces, por su sencillez las sopaipillas pueden haber formado parte de la historia culinaria chilena desde su propio origen, haciéndose parte del inventario colonial donde alojan también el picarón, los buñuelos, la hojuelita en almíbar, el calzón roto y otros elementos culturales sospechosos de pertenecer a la misma órbita de influencia arábigo-andaluza. Posiblemente, además, se trate de otra figura virtualmente desdeñada por los estudiosos del folclore continental, a veces un poco reacios de destacar explícitamente los rasgos manifiestos de origen morisco en ámbitos tan amplios como la música (la base armónica de la cueca, por ejemplo), las tradiciones ecuestres rurales (las carreras "a la chilena", similares a las de pueblos bereberes) y, por supuesto, en la propia alimentación (como el caso de la denominación del ceviche, palabra de posible origen árabe).

Habiendo dicho ya que en Sudamérica y otras regiones del continente existen varios tipos de masas redondas y aplanadas fritas en aceite o manteca muy parecidas entre sí, entonces, las sopaipillas chilenas formarían parte de esa misma familia en donde están las mencionadas cachangas de Perú, las tortas fritas de la Argentina e incluso versiones de las llamadas chipas hechas con fécula de mandioca en zonas de la Patagonia y al norte del mismo país. En lo fundamental, estos productos parecen tener relación y semejanzas con la misma clase de frituras que consumían los españoles y con otros productos parecidos que serían base de la sopaipa o sopaipilla actual. En Chile se trataría de una variación local con adaptaciones regionales, siendo la favorita en la Zona Central aquella con zapallo cocido y molido como ingrediente y requisito para darle su característico color amarillo-anaranjado, aunque en el comercio popular e informal esta característica se ha ido perdiendo, no así en su preparación doméstica.

Retrocediendo otra vez hasta tiempos coloniales, vemos párrafos interesantes y pertinentes en la obra "Cautiverio feliz y razón individual de las guerras dilatadas del Reino de Chile", en donde el cronista chillanejo Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán recuerda sus vivencias de 1620-1630 en el territorio indígena sureño. En efecto, se puede encontrar allí una indicación temprana sobre la presencia y conocimiento de las sopaipillas entre los mismos pueblos nativos que lo tenían prisionero, durante una fiesta dirigida por el cacique Aremcheu, quien se había criado entre españoles:

El rancho era muy capaz y anchuroso, con tres fogones, bien proveídos de ollas, asadores y sartenes, en que freír buñuelos y rosquillas y sopaipillas de huevo y pescado fresco, que todos estos regalos me hizo aquel cacique en este espléndido convite (...)

Al cabo de un buen rato que hubimos entretenido la noche con dar vueltas en el baile y brindarnos a menudo, y entreverando platos de mariscos, rosquillas fritas, sopaipillas con mucha miel de abeja y otros regalos (porque toda la noche que bailan están comiendo, porque con eso no se les sube tan presto lo que beben a la cabeza; y así, han menester mucho para que las bebidas los postren en el suelo), me dijeron los viejos que nos fuésemos a descansar a otro fogón que estaba separado del bullicio y del concurso entretenido...

Por su parte, el historiador y político de origen copiapino Carlos María Sayago, comentaría que en el siglo XVIII se promulgó un bando del corregidor Nicolás Luque Moreno que prohibía las sopaipillas en la villa de Copiapó para garantizar la disponibilidad de harina entre los panaderos. Así lo informa en su "Historia de Copiapó" (obra de 1874):

También hubo más tarde, cuando el corregidor Luque Moreno entendía en la fundación de la villa, el bando de las sopaipillas, cuya confección quedó prohibida para obligar a los panaderos a suministrar el pan común a la población.

A mayor abundamiento, tras la fundación de la ciudad de San Francisco de la Selva de Copiapó por don José Manso de Velasco el 8 de diciembre de 1744, vinieron duras sequías de 1746 a 1748 afectando mucho al enclave poblacional y provocando que los panaderos de la ciudad debieran ofrecer a sus habitantes sopaipillas en lugar de pan, dada la poca cantidad de trigo disponible en los molinos. Esto no sólo terminó agotando la escasa harina que circulaba en el comercio, sino que también la proporción de zapallos comenzó a ser demandada en mayores cantidades. Fue entonces cuando Luque Moreno intervino haciendo que la harina fuese destinada sólo al pan de la población y que las sopaipillas quedaran limitadas a "las ocasiones en que se deben comerlas", volviéndose un modesto pero esporádico lujo.

No terminaron con eso los problemas en Atacama, sin embargo. Cuando una nueva sequía afectó al valle más de 40 años después, el gobernador Ambrosio O'Higgins visitó la zona y trató de evitar los sobreprecios de trigo construyendo grandes graneros para su almacenamiento en la ciudad, los que permitieron controlar la situación de sequías otra vez entre 1791 y 1793. Las sopaipillas fueron relegadas así sólo períodos de lluvias suficientes para asegurar cosechas. 

Lo anterior podría vincularse, además, con su tradicional relevancia que tienen la fabricación y consumo de la sopaipilla en el invierno y su asociación casi de dependencia con las lluvias, entonces. También se puede estimar que influye en dicha tendencia la calidez ambiental que producen las frituras en aceite sobre fogones, salamandras y cocinillas durante los mismos días invernales. No memos relevante es, sin embargo, el empleo de ingredientes de reserva en ellas y otros productos parecidos de la estación menos fértil del año: granos o harina, azúcar, manteca, zapallos de guarda, etc.

Otro aspecto notable de lo sucedido con las sopaipillas en Copiapó es que, a pesar de aquellas limitantes y condicionantes coloniales para su disponibilidad, por alguna razón este gusto nunca se ha extinto en tales territorios mineros. Nos atreveríamos, inclusive, que las sopaipillas todavía son uno de sus productos favoritos de este gremio, adentro y afuera de las faenas.

Eugenio Pereira Salas agrega al tema en sus "Apuntes para la historia de la cocina chilena" que las sopaipillas eran, ya en la mitad tardía de aquel siglo y junto con las empanadas, las masas fritas más populares "en los días de fiestas, en las ramadas o en las fondas, donde el pueblo comía sus guisos favoritos". Este autor comulga también con el hecho de que el nombre proviene de la voz y concepto sopaipa, dicho sea de paso, comentando que existe un documento de 1726 en donde se hablaba "de un pan en forma de sopaipilla" correspondiente a los primeros diccionarios publicados por la Real Academia Española.

En tanto, la producción de productos de amasandería primitiva como las tortillas de rescoldo o pan subcinericio comenzó a ser compartida en la Capitanía General de Chile por las mujeres indígenas más dóciles del valle del Mapocho y por las indias yanaconas traídas desde el Perú, siendo estas últimas quienes enseñaron la actividad a las primeras. Las tortillas calientes al mercado de abastos o tiánguez que se había hecho establecer en la Plaza de Armas, y que no pasaba de ser una feria de baratillos. Tuvieron que pasar algunos años para mejorar molinos, hornos y puntos de venta, pero muchas de las características coloniales de la producción de la amasandería se conservarán después del proceso iniciado en 1810 y que desembocó en la Independencia de Chile.

Las masas fritas se asimilarán con los mismo años en que comenzaba a introducirse también la costumbre de tomar té en Chile, junto con la hora de la once tan popular y extendida en la vieja sociedad chilena. Era bocadillo de pobres y de ricos, según parece, porque las mismas sopaipillas aparecen mencionadas en una carta escrita por doña Adriana Montt y Prado en 1826, años del ordenamiento institucional post Independencia, refiriéndose a un banquete que improvisaran sus sirvientas por causa de una visita inesperada del almirante Manuel Blanco Encalada. La descripción incluía así  "morocho con leche, mote con y sin azúcar, sopaipillas, picarones, empanadas con vino de Casa Blanca y chica y aguardiente de Aconcagua".

Más tarde, la "Revista de Lima" publicada en 1861 en la capital peruana reproducía (en su tomo tercero de artículos reunidos) un texto titulado "Viaje mental" de Luis José Carrasco. En él se revive parte del aspecto de las calles de Santiago en horas de la madrugada durante esos años, demostrando presentes las sopaipillas entre el comercio popular:

Por aquí están las fuentes de dorados picarones, las de sopaipillas fritas pasadas por almidón, bateas de empanadas de horno calentitas, canastas de bollos y dulces fresquitos, botes de horchata arrimada a nieve, cestos coronados de fragantes y hermosos ramilletes.

Todo lo anterior significaría que las sopaipillas acompañaron al chileno por toda la Colonia y la República, de manera indiscutible. Recordemos, además, que desde Andalucía procedió buena parte de los hispanos que se establecieron en América del Sur, incluyendo a Chile, de modo que hay rasgos fundacionales en su arribo y permanencia en el territorio.

Aunque parezca difícil precisar ya el origen preciso de su consumo casi ritualizado en las lluvias de invierno, además de la señalada disponibilidad del trigo anunciada por los chubascos en tiempos remotos, gracias a  Benjamín Vicuña Mackenna y su "Ensayo histórico sobre el clima de Chile (desde los tiempos prehistóricos hasta el gran temporal de julio de 1877)", obra de 1877, podemos dar por sentado que dicha costumbre ya era antigua en aquella época:

Y esa alegría de la primera lluvia que en nuestra tierra parece extenderse hasta las bestias que pacen en el campo, no es moderna en Chile, porque nació junto con la primera sopaipilla del hogar alborozado, en el pecho del primero que sembró un puñado de trigo en la falda de la lima, del que envió a pasta a la dehesa la primera vaca parida con su cría...

El valor de las sopaipillas en la dieta chilena y en el folclore mismo se prolongó perfectamente por el resto del siglo XIX hasta comenzar el siglo XX, ahora acompañada del desarrollo tecnológico en la amasandería y también por el crecimiento comercial. En el próximo artículo veremos cómo estaban incorporadas a la sociedad chilena más moderna y veremos también cómo han continuado teniendo una fuerte presencia en la identidad y el imaginario nacionales que parece estar lejos de extinguirse. ♣

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