Ilustración de una cantina en la “Lira Popular”. Tomada de “La Lira Popular. Poesía popular impresa del siglo XIX” (Colección de Alamiro de Ávila), Editorial Universitaria / Dibam, 1999.
Ya hemos hablado del Café de la Baranda en un artículo de este mismo sitio, particularmente en un dedicado a la popularidad que tuvo esta clase de establecimientos en el Chile de los primeros años republicanos. Existió en la calle Monjitas, vía cuyo nombre se debía a la presencia del convento de las monjas clarisas al inicio de la misma antes de desparecer durante las expropiaciones ejecutadas para financiar la expedición a Perú en las Guerras de Independencia. Si bien el Baranda ha sido mencionado por cronistas como Oreste Plath, René Peri Fagerstrom, Samuel Claro Valdés, Eugenio Pereira Salas, Pablo Garrido y Hernán Eyzaguirre Lyon, casi todo lo que hoy podemos saber de este negocio proviene de lo que dejaron escrito José Zapiola y Benjamín Vicuña Mackenna, aunque podemos retomar el tema del café agregando alguna información más relativa a lo que fue este histórico lugar en pleno centro de Santiago.
La historia del café se remonta a una experiencia anterior de quien fue su dueño según Zapiola, don Rafael Hevia, tras fundar en calle Compañía un negocio similar que recibió el nombre de Café Serio del Comercio en la Patria Nueva. Se trataba de una especie de posada popular ubicaba a medio camino entre la Plaza de Armas y el Teatro Arteaga que estaba en la entonces llamada Plaza de la Compañía de Jesús, en donde están ahora los Tribunales de Justicia. Sin embargo, por el fuerte olor a fermentos de orina que salía hasta la calle desde los cuencos que se usaban como urinarios en el patio principal de este local, el mismo café era conocido también como la Fonda de los Meados.
De acuerdo a Manuel Peña Muñoz en "Los cafés literarios en Chile", el público que convocaba el señor Hevia era, principalmente, de "los caballeros de ese tiempo, especialmente comerciantes, echando las raíces de una costumbre de camaradería social en torno a un café que se mantiene hasta el día de hoy". Sin embargo, el negocio no duró mucho tiempo y su dueño marchó hasta un costado oriente de la Plaza de Armas para abrir un nuevo boliche en 1825: el Café de la Nación, situado en una de las cuatro casas con techo de mojinete que existían en donde se levantaría después el Portal Ruiz de Tagle, seguido del Portal Mac Clure y, en la actualidad, el Portal Bulnes. Este café fue conocido por el marino inglés Richard Longeville Vowel, quien estuvo en Chile entre 1821-1829, y Peña Muñoz observa que uno de sus concurrentes habituales fue el escritor y dramaturgo Daniel Barros Grez, quien lo evoca en sus crónicas.
El espíritu empresario de Hevia lo llevó a abrir otro establecimiento en 1831, el más adelantado de su tiempo en la capital chilena: el Café Casino, en el lugar hacia donde se ubica el Palacio Arzobispal y vecino al Hotel El Comercio. Fue otro elegante centro de reunión social que podría corresponder al mismo informado Recaredo S. Tornero en su "Chile ilustrado", todavía en 1872, o cuanto menos su heredero nominal: el Café Casino del Portal, en el primer piso del mismo edificio del arzobispado de Santiago.
Vino entonces el nuevo emprendimiento de Hevia ese mismo año; su cuarto café que, de acuerdo a Zapiola en sus "Recuerdos de Treinta años", resultó innovador en varios sentidos: el Café de la Baranda, ubicado en el 74 de calle Monjitas a cerca de una cuadra de la Plaza de Armas, en una propiedad que después perteneció a don Pedro Marcoleta en la esquina suroriente del Monjitas con San Antonio, su dueño todavía cuando el autor escribía estas memorias. Era vecino al Hotel Inglés del número 72, justo en el vértice, lugar que Vicuña Mackenna conoció en su infancia y del que se acordaba haber visto "saborearse a un señorón de aquellos tiempos con el recuerdo de la madama Guaca, que así llamaba aquel sujeto a la amable posadera por la pronunciación inglesa de su nombre". El hotel era apodado Bola de Oro y Fonda Inglesa, mientras que el apellido real de la patrona era Walker, quien hizo populares entre los santiaguinos sus ventas de bistecs y té en tazas de porcelanas de la India, puro o con leche.
"En este café, que sería llamado por los parisienses Chantant, había canto, con acompañamiento de arpa y guitarra, ejecutado por varios artistas de primer orden", agregaba Zapiola a la descripción. Sin embargo, destacaba especialmente las presentaciones que allí hicieron Las Petorquinas, trío de las hermanas Pinilla llegado desde Petorca. Completa este retrato Aurelio Díaz Meza en sus "Leyendas y episodios chilenos":
El Café de la Baranda fue el centro de reunión obligado de la gente alegre de aquella época, y no se crea que a su salón de baile acudían solamente los hombres; también iban señoras y niñas de buen tono y a ciertas horas hasta se permitían bailar un vals o una alemanda; por la noche, es claro, no iban "oficialmente", pero iban "tapadas" a observar y a criticar y muchas veces a sorprender a novios y maridos. No duró mucho el auge de este café que había venido a revolucionar las costumbres santiaguinas, porque "las petorquinas" creyeron que mejor porvenir tenían aceptando las proposiciones que insistentemente les hacía ño Sebastián Gómez, que tenía una quinta de recreo en la primera cuadra de la calle Duarte, hoy Lord Cochrane.
Como señalan a coro los memorialistas, entonces, entre 1830 y 1840 Las Petorquinas causaron sensación con sus tonadas y cuecas en el ambiente de las fondas, chinganas, posadas y quintas de Santiago, llegando a incursionar en las funciones del Teatro Arteaga y en el ambiente recreativo de don Diego Portales con sus amigos estanqueros, según se cuenta. Era evidente que llegarían también al Café de la Baranda con sus vihuelas y arpas, dada la importancia del negocio en la escena y vida social capitalina. Hemos tratado ya el caso de las Pinilla y su enorme influencia en la cultura popular y el folclore de su tiempo, en un artículo enteramente dedicado a ellas. Su relación con el Café de la Baranda es traída de regreso, además, por Manuel Gandarillas en un poema reproducido por el diario "La Nación" del domingo 19 de febrero de 1950 ("Cantan las petorquinas. Santiago nocturno en 1831"):
El Café de la Baranda
en la calle de Las Monjitas
florece bajo las zambas
en un dieciocho de guindas.
Cantan las Petorquinas
mistelas de apio y amor...
Viento de la Cañadilla
golpeando en el corazón.
(...)
En la calle de Las Monjitas
esta noche sale el sol:
mulatas las Petorquinas,
mulatas para el amor.
Grabados de cartas antiguas, correspondientes a naipes españoles de la época de los Austria. Los juegos de cartas y otros de mesa fueron, además del billar y las loterías, una licencia frecuente en los primeros cafés de la República. Fuente imagen: "Mirador: Leyendas y episodios chilenos" de Aurelio Díaz Meza, edición de Editorial Talcahuano.
Detalle de una acuarela de 1835, de autor anónimo, con el aspecto del lado oriental de la Plaza de Armas antes de la aparición de los portales, entre Merced y Monjitas. Se observan también los comerciantes del mercadillo de la plaza. Fuente imagen: Archivo Visual.
Detalle de acuarela de la Plaza de Armas de Santiago, por el explorador José Selleny hecha en 1859, hacia el oriente. Se puede observar en plenitud el aspecto del Portal Tagle y parte de los edificios antiguos que quedaban en pie. Fuente imagen: "El paisaje chileno. Itinerario de una mirada", del Museo Histórico Nacional.
Costado oriente de la Plaza de Armas de Santiago, hacia el sector de las actuales 21 de Mayo y Monjitas, a mediados del siglo XIX, con parte del Portal Tagle y algunos de los edificios que daban hacia el norte de la cuadra.
Cantoras en una fonda o chingana. Detalle de una ilustración publicada en "La Lira Chilena", año 1900.
Vicuña Mackenna, por su parte, recuerda de la siguiente manera las célebres presentaciones de Las Petorquinas en el establecimiento y el aspecto general del mismo lugar, en una crónica dedicada a la historia de la calle Monjitas aparecida en "Chile. Relaciones históricas" y republicada en la obra "Los girondinos chilenos", editada en 1912 por Guillermo Miranda:
Pero el sitio público de mayor fama, concurrencia y alegría que ostentó la calle de las Monjitas fue, desde los primeros años de la patria nueva hasta que la enterraron por la patria del presupuesto, el reputado "café de la Baranda", mitad chingana y mitad posada, que existió en la casa que lleva el número 74, hasta la batalla de Yungay. Tenía el establecimiento dos puertas, un por la calle principal que se abría sólo para los pedestres de ambos sexos, y la otra en la calle San Antonio, por la cual entraba la gente de a caballo que venía de las chacras y ataba sus cabalgaduras en una tosca baranda del patio posterior, y de aquí el nombre.
Era por esos años del pipiolismo puro (1825-1829) una casa antiquísima, cuyo último propietario había sido un canónigo Gaete, de epigramática memoria; y ciertamente que no era pequeño epigrama el de que esa mansión de un chantre de la Catedral hubiera pasado a ser tablado de la zamacueca. Fue allí, en efecto, donde las inolvidables petorquinas Carmen, Mariana y Tadea Pinilla, levantaron al quinto cielo la fama de aquel baile durante un decenio de años de placer que más de una vez hizo tronar los púlpitos contra sus delirantes devaneos. Era entonces cuando don José Manuel Irarrázaval, capellán de las Monjitas, mostraba a los pecadores el "tata de los costinos", sacando de debajo la sotana un enorme crucifijo, y cuando, en vez de recitar a media voz un texto del evangelio secundum Lucas o secundum Mateus, tamboreaba en la baranda de la cátedra aquel famoso cuarteto:
"En lo alto del puerto
Cantó Marica,
Cada uno se rasca
Donde le pica".
Sólo nos será lícito agregar, en obsequio de la crónica casera y sus misterios, que los picados por las petorquinas eran tan numerosos, que la ciudad entera, más o menos, habría parecido una sarna o tarantela.
Además de Las Petorquinas y otro artistas folclóricos, el Café de la Baranda se valía de un atractivo recurso para atraer más parroquianos: la lotería, tal como antes había hecho otro establecimiento llamado Café de Dinator (por su dueño, don Pedro Dinator), que existió en el Portal de Sierra Bella por el costado sur de la Plaza de Armas, en donde estarán después los dos Portales Fernández Concha. Así se refiere Zapiola a las loterías del Café de la Baranda:
Este juego era el favorito de los empresarios, por una razón muy sencilla. De cada peso de la suma a que ascendía cada lotería, la casa sacaba un real. Ya calcularan nuestros lectores que con este sistema, a las pocas jugadas, el dinero casi en su totalidad pasaba como por encanto al bolsillo del dueño de casa. Esto justificaba un refrán muy repetido entonces: “De enero a enero, la plata es del lotero”.
Para autores contemporáneos como Peña Muñoz, además, el Café de la Baranda respondía también a la moda de estos establecimientos que ya había comenzado en el Santiago de entonces, análoga a los cafés de Madrid concebidos "para oír la mazurca, la habanera o el cuplé". Habría llegado a ser el más famoso del momento, por cierto, de acuerdo lo que indica en su reseña del mismo:
Inaugurado en 1831, este Café de tipo español situado en la calle Monjitas, muy cerca de la Plaza de Armas, reunió a los artistas en torno a la música que se interpretaba al compás del arpa y de la guitarra con la atiplada voz de las cantoras. Aquí también se jugaba la lotería mientras en el estrado Las Petorquinas cantaban tonadas campesinas.
Lo mismo señala René León Echáiz en el tomo de su "Historia de Santiago" dedicado a la República, al referirse a los cafés que ofrecían juegos de azar. Coincidiendo con otros autores como Peri Fagerstrom, sin embargo, reporta una identidad diferente sobre quién habría sido el dueño del negocio y una razón que no coincide con la aportada por Vicuña Mackenna sobre el origen del nombre:
De entre ellos podemos mencionar el llamado "Café de la Baranda", que abrió en 1831 en calle Monjitas, a una cuadra de la Plaza de Armas. Perteneció a José María Hermosilla y debía su nombre a las seis mesas de billar que existían en él.
Cabe indicar que expresiones de azar como rifas, bingos, sorteos y ruedas de la suerte no eran poco usuales en el comercio establecido, incluso con apuestas ilegales en el caso de algunos juegos de salón. El caso particular de las loterías, juegos con premios creados en el territorio napolitano hacia 1682, se remontaba cuanto menos a un decreto de Carlos III emitido el 30 de septiembre de 1763, como explica Manuel Lucena Giraldo en la "National Geographic" el 19 de diciembre de 2022 ("La lotería en España la inventó un rey Borbón hace más de 250 años"). Esta herramienta legislativa intentaba frenar en sus reinos (sin conseguirlo, realmente) todos "los juegos de banca o faraón, baceta, carteta, banca fallida, sacanete, parar, treinta y cuarenta, cacho, flor, quince, treinta y una envidada, ni otros cualesquiera de naipes que sean de suerte y azar", pero autorizando sólo el de la lotería o lotto que había conocido siendo rey de Nápoles (1734-1759).
La lotería llegaría también al Nuevo Mundo, siendo adoptada en tiempos coloniales tardíos. Si bien era en su forma y variedades primitivas, consistía ya entonces en la venta de billetes o cartones por parte de posteros o loteros, con sellos y certificaciones que impidieran los fraudes, aunque con reglas más complejas que se mantuvieron vigentes hasta avanzado el siglo XIX. El sorteo se hacía con tómbola o bolas con números en un arca o barril, mientras que las apuestas o "extractos" podían ser simples, determinados, ambos o ternos, esta última la mejor pagada. El auge de la lotería y de estos promotores había sido tal que el papa Benedicto XIII, quien las prohibió en 1728 so pena de excomunión, organizó y ejecutó una propia sólo tres años después. Carlos III, en tanto, la implementó en España gracias a un postero llamado José Peya, autor además de un manual para jugadores, con el objetivo de hacer recaudaciones para beneficio público. En 1812 aparecerían las formas más modernas y sencillas de loterías, época en la que también se expandía por toda Europa el bingo, otra rentable creación italiana.
Los juegos de azar llegaron a los cafés criollos, entonces, recibiendo el nombre de cafés-casinos o, simplemente, casinos. Además del Baranda, León Echaíz menciona como ejemplos al ya referido de Dinator y el del español Francisco Barrios, en calle Ahumada llegando a Plaza de Armas. "En todos estos establecimientos se jugaban juegos de cartas, de dados y loterías hasta altas horas de la noche", sentencia el escritor.
La versión del juego que se realizaba en el Café de la Baranda era un poco de ambos juegos mencionados: lotería y bingo. De acuerdo a la información que proporciona Zapiola, además, parece haber sido desde este café y sus tómbolas que nació la costumbre nacional de sustituir con granos de legumbres como maíz, garbanzos o porotos a los marcadores de los cartones de números en las loterías y bingos populares, algo que todavía sucede. Esta económica precaución abrió posibilidades a un nuevo problema, pero también a otra solución malévolamente creativa por parte de los concesionarios del café y sus concursos:
No hemos olvidado, ni tampoco algunos de nuestros contemporáneos, cierto descubrimiento ingenioso del empresario aquel. Para apuntar los números que se iban pregonando, se ponían sobre las mesas varios pequeños montones de granos de maíz, con los que se cubrían los números que a cada uno le tocaban. Por distraerse, o no sabemos por qué otro motivo, los jugadores se echaban los granos a la boca y después de mascados se los comían o los botaban. El lotero, que cada vez que terminaba el juego notaba considerable disminución de aquel cereal, recurrió a un expediente que, si no acredita su aseo, prueba sus instintos económicos. El maíz, que debía servir en la noche, ya que no se jugaba de día, era puesto a remojar en cierto líquido que, por respeto a las narices del que nos lea, no nombraremos, lo secaba en seguida y formaba sus montones como de costumbre. Los aficionados cayeron en cuenta, no sabemos si por el sabor o por el olfato, de la operación, y dejaron de comer maíz.
A pesar de lo relevante e influyente que ha sido para la memoria nacional, parece que la fuga de Las Petorquinas marcó la conclusión de la mejor época del establecimiento con tantos rasgos pioneros en su tiempo. El final de la breve pero enérgica e influyente vida del Café de la Baranda fue descrito por Vicuña Mackenna, en la señalada fuente sobre la historia de calle Monjitas:
El café de la Baranda que existía pared de por medio con el formal y circunspecto hotel de la Madama Guaca, pero en la más bien acomodada vecindad, desapareció junto con él por el año de 1839, edificando en un solar la considerable casa que hoy posee el senador Marcoleta, el señor Santiago Salas, senador de su época y primogénito del ilustre don Manuel. El sitio de la baranda le costó sólo veintidós mil quinientos pesos, la mitad de ellos a censo.
Esa suntuosa propiedad de dos pisos aún estaba en manos de la familia para el Primer Centenario Nacional, a nombre de doña Julia Vidal viuda de Marcoleta. El vecino Hotel Inglés, en tanto, se cambió a la calle Huérfanos después de haber pasado 30 años en Monjitas. Su ubicación corresponde a la misma esquina de Monjitas con San Antonio en donde se levantaría después el ex edificio del Hotel Tupahue, alguna vez también sede de los Juzgados de la Familia. ♣
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