El carrusel del cerro Santa Lucía en la inauguración del paseo, año 1874.
Uno de los carruseles mecánicos más antiguos de Santiago fue el que hizo colocar el intendente Benjamín Vicuña Mackenna en las obras de 1872-1874, para coronar la construcción del Paseo del Santa Lucía. Estuvo ubicado en en la azotea del Castillo Hidalgo, cuyo techo fue convertido en otra terraza de asfalto y madera disponible al público. El hermoso tiovivo de estética y estilo Arts and Crafts, con toldo cónico y figuras de caballo que eran montadas por niños y jóvenes, estaba dispuesto especialmente para eventos y juegos realizados en el mismo lugar artísticamente decorado con innumerables jarrones ornamentales. De acuerdo a Alfonso Calderón en su "Memorial del viejo Santiago", aquellos "carros fijos y caballos móviles encantaron a los paseantes de los días de la inauguración del paseo".
Era aquel un lugar en donde se tenía una buena vista de Santiago norte y del cercano cerro San Cristóbal, con varias bancas de descanso y juegos infantiles o de destreza complementando la atracción del carrusel. En las fotografías distinguimos mesas victorianas, de bagatelle (ancestros de los pinballs), lo que parecen ser tableros del llamado juego de la rana, postes para insertar argollas y otros de puntería arrojando pelotas a un hueco en un panel formado por la boca de una figura grutesca pintada en él. Sin duda, debió tratarse del rincón más interesante para los chiquillos que iban al paseo del cerro tras su inauguración en 1874, y el carrusel muy visible desde varias partes del entorno del mismo dada su posición de altura y lo bajo que aún era la escasa masa verde del peñón.
Asociados fundamentalmente a los parques de diversiones, jardines de jugos y ferias de circos, el carrusel, calesitero, carrusello o carrousele es una creación bastante antigua: existen desde el siglo VI cuanto menos, pues hay representaciones provenientes del mundo bizantino que confirmarían la existencia de un antiguo tiovivo o molino con gente montada en canastos o barquillas y una columna como eje. Su uso principal fue casi exclusivamente militar, sin embargo: para entrenamientos o juegos de caballería turca, árabe y después de los caballeros cruzados en Europa. Un desafío solía ser que el usuario, montado en una figura o canasto y dando giros, tuviese la destreza de ensartar una argolla o anillo colgado en el contorno con su lanza o pudiera acertarle a un blanco, en una variación del llamado juego de la sortija que también llegó a conocerse en la América colonial.
Recién hacia fines del siglo siguiente tal clase de artefactos rotatorios comenzaron a ser propuestos como objetos para la diversión ciudadana, especialmente en Francia, con diseños más sofisticados, lujosos y festivos. También aparecieron los de diferentes tamaños y pretensiones, desde los más sencillos y pequeños hasta los más suntuosos y artísticos. Era frecuente que la aristocracia y la realeza destinaran a sus jardines alguna de estas instalaciones mecánicas que se presentaban como atracción para adultos y niños por igual, movidos a tracción animal y humana, pues faltaba mucho aún para los accionados por vapor y, más tarde, por electricidad.
Los mecánicos, carpinteros y artesanos que participaban de la fabricación de carruseles se fueron especializando con el correr de los siglos, así como a crecer en número respondiendo a la demanda. Con el surgimiento de los parques de entretenciones, ferias de carnavales y la realización de exposiciones internacionales en donde solían ser instalados, iría aumentando más aún el interés por ellos. Por cierto, aquellos eventos tampoco eran nuevos: uno de los antecedentes más antiguos de parques de diversiones por temporada de los que se tiene registro era la Feria de San Bartolomé, cuya primera versión tuvo lugar en 1133, plena Edad Media. Sin embargo, tendría que pasar un tiempo para que los carruseles se hicieran infaltables aquellas entretenciones.
El siglo XIX parece ser la centuria de oro para los carruseles, entonces, encontrando campo fértil para ser armados y expuestos temporalmente al público en Francia, Alemania, Inglaterra, Italia y España. Saber armarlos, mantenerlos, repararlos o sólo poseerlos para alquilarlos se convirtió también en otro próspero negocio, por consiguiente. De acuerdo a Francisco Góngora en un artículo del medio español "El Correo" de Bilbao ("El primer tiovivo de España se instaló en Vitoria", 13 de mayo de 2013), el primero que existió en España fue llevado desde París por un empresario, dato tomado de la investigación del historiador Gorka Martínez, quien dio con un acta del Ayuntamiento de Vitoria en donde se autoriza a la firma francesa Sebastian y Cía. el armar y poner en marcha uno de estos juegos en el sector llamado Espolón, el 24 de abril de 1812.
Ya entonces, los carruseles tenían la característica de acompañarse de música mientras eran accionados y con monturas que subían y bajaban en su respectivo poste, al menos en el caso de los más sofisticados. Importante parce haber sido el aporte del fabricante de vagones ferroviarios alemán Michael Dentzel, fundador de la Dentzel Carousel Co. hacia 1839, en cuyos talleres se dedicó a producir carruseles modernos con bellas representaciones de caballos y fieras, además de pasear grandes creaciones con todo el estilo moderno por Europa e incluso al otro lado del Atlántico.
Estados Unidos fue un gran importador y luego fabricante, más o menos desde mediados del mismo siglo. Hispano América, en cambio, vivía más bien en el encanto de la cultura y el romanticismo francés, por lo que muchas piezas de este tipo, además del denotar un rasgo noble o aristocrático, pasaron a ser parte de las novedades de la belle époque en el Nuevo Mundo. Para el caso chileno, aunque el concepto ya era conocido desde antes entre las clases cultas, uno de los primeros en responder a la seducción y ofrecerla de forma pública fue Vicuña Mackenna con su señalado carrusel del Santa Lucía: "Allí se ha acumulado como en un sitio adecuado todo los juegos infantiles del paseo -escribe el intendente en su álbum sobre el cerro-; descollando el predilecto carrousel en el centro de la plataforma".
Pocos años después, aún en plena edad victoriana, se había adquirido un carrusel en Europa para ser instalado en la Plaza de la República de Valdivia, pero entre 1876 y 1877 se decidió que sería puesto en remate público para ajustar los presupuestos y terminar con una deuda que se había contraído con la Compañía Industrial de Valdivia. Posteriormente, a fines de octubre de 1897 fue autorizado con exclusividad don Víctor Guesnau para usar y pasear por el país, durante nueve años, un modelo de carrusel accionado por vapor. El aparato era de su propia creación y sus características técnicas las presentó en un pliego dirigido al Museo Nacional.
El Gran Carrusel del cerro Santa Lucía en 1874, recién puesto en funciones al centro de la terraza del Castillo Hidalgo. Imagen del "Álbum del Santa Lucía".
Terraza sobre el Castillo Hidalgo, con el Chalet del Superintendente, juegos de destreza, patio de eventos y un gran carrusel (se ve parte de él, a la izquierda). Fuente: “Álbum del Santa Lucía”.
Carruseles de Santiago, unos lujosos y otros modestos, en revista "Sucesos", año 1917.
Aviso con puesta a la venta del gran carrusel de Alameda frente a Cienfuegos, publicado en "La Nación" del 25 de abril de 1917. El carrusel corresponde a uno de los que aparecen en las imágenes de "Sucesos" publicadas poco antes, ese mismo año.
El carrusel estrella de Juegos Diana, en imagen publicada por la propia compañía en su sitio web.
Niños en un carrusel, fotografía de Ignacio Hochhäusler fechada hacia 1950. Tomada de Biblioteca Nacional Digital. Por el diseño de los caballos, creemos que podría tratarse del mismo de Juegos Diana.
Visto lo anterior, el carrusel estaba bastante bien incorporado a la comprensión popular chilena a principios del siglo XX, entonces. Es lo que se confirma, por ejemplo, desde la pluma de Alberto Bórquez Solar en un pequeño relato titulado "La alegría del carrousel" de la revista santiaguina "Luz y Sombra", edición del 26 de mayo de 1900:
Bordeando la Acequia Grande, entre las calles Duarte y San Ignacio, está el carrousel con sus caballitos pintados y sus gallardetes y flámulas multicolores: azules, amarillas, verdes y rojas. En las tarde de los días de fiesta hay ahí mucha alegría, risueñamente flamean las banderolas, los caballos corren más de prisa al son de las locas mazurkas y polkas del organillo que grita con toda la fuerza de sus tubos, mientras los vendedores de mote y de tortillas pregonan sus mercancías entre la multitud abigarrada que gesticula, aplaude y chilla.
Las pobres muchachas prostituidas son las que ocupan los asientos del carrousel. Aquí, aturdidas y locas, muy alegres después de las libaciones abundantes, hacen por marearse más, hasta el vértigo; las pobres escuálidas y flacas como galgas, con las mejillas untadas, estucadas de colorete, donde el sudor marca verdaderos resquebrajamientos, surcos negros; y muestran impúdicamente las piernas provocando a la lascivia del burdel, que va beoda cantando coplas obscenas, que va a comprar mujeres, y regateando como el que compra animales en la feria. Felices parecen ser entonces estas muchachas; ríen locamente dando pequeños saltos en sus asientos, haciendo coqueterías detestables, palmoteando con las manos toscas y agrietadas, tanto como poseídas por una alegría misteriosa que les retoza por todo el cuerpo, entre la discorde armonía del organillo que sopla con todos sus fuelles, llorando no sé qué canción de amargura, desconsuelo y tristeza, la canción de los dolores del pueblo.
Por entonces, las versiones más decorativas y barrocas de los carruseles fueron abriéndole camino también a las más modestas y simples, esas de madera y metal. En una nota titulada "Los carrosueles. Alegría de los niños", firmada por un F. S. y publicada en la revista "Sucesos" durante el verano de 1917, podemos enterarnos de la gran presencia que ya tenían en la entretención infantil de aquellos años:
¡Esos chicos! Cómo gozan viendo funcionar estos primitivos aparatos que giran al son de una musiquilla de piano mecánico.
Yo también me he detenido muchas veces, atraído por los colores chillones de carpas y caballitos de madera, a engrosar las filas de los que observan el funcionamiento del carrousel.
Lleva un pito colgado de una cadenilla al cuello y observa con aire grave y aburrido la marcha sin fin, de caballitos toscos y ridículos.
De vez en cuando se lleva el pito a los labios, suena un corto silbido y la máquina detiene su marcha, lentamente.
-Otra vueltecita, maestro! -suplica una chica de cabellera rubia y rizada.
Pero el maestro es inflexible. No se digna siquiera responder. Los chicos deben bajarse de sus piafantes corceles con un suspiro de cómico desaliento, lanzan una última mirada, mezcla de contrariedad y de agradecida satisfacción y se alejan del tumulto.
Aquí la de gritos y chillidos. Dos chicuelos que parecen hermanos se disputan el honor de montar uno de los caballejos de madera. "Yo llegué primero...", "Este es mío..." vociferan los rivales.
El mismo artículo muestra las imágenes de
cuatro casos de carruseles de Santiago en esos días. Uno de ellos estaba en
plena avenida Manuel Antonio Matta con Santa Rosa, pero con la licencia de
habérsele permitido al empresario perturbar con él parte del tránsito por la misma vía.
Otro carrusel, muy grande, aristocrático y movido por energía eléctrica, estaba
a la sazón en Alameda enfrente de Cienfuegos, cerca del actual barrio
Universitario, siendo el mismo con capacidad para 74 pasajeros que, poco después,
aparece a la venta en avisos publicados hacia fines del mes de abril de ese año.
Un tercero con extrañas representaciones zoológicas que se describe como una "carrera de
chanchos y de llamas", aunque parecen ser en realidad de camellos y osos, o algo
parecido. Para concluir, la imagen de un modesto carrusel cierra el artículo: es
de madera y se encontraba "en Mapocho, esquina de Independencia", por lo que
suponemos debe tratarse de la plaza o sitio abierto hacia donde se construyó
después la Piscina Escolar o muy cerca de allí.
Por aquellos años, sin embargo, los carruseles se estaban "aristocratizando", según el autor de la nota. Muchos de los más populares se armaban ya de lujo y carpas cada vez más elegantes, incluso. Era parte del desarrollo de la tecnología, sin embargo, ya que se habían incorporado los motores más modernos y los diseños reflejaban esa renovación de acuerdo a las tendencias y estándares internacionales. Sucedía así que, en ciertos casos, los clásicos caballos irían siendo reemplazados hasta por zeppelines con cabinas para sentarse, en muchos casos, y después por figuras de aviones. Las ciudades grandes solían quedarse con los mejores y más nuevos carruseles, además, mientras que los más viejos o destartalados iban a parar a las provincias, no obstante que por todas partes sobrevivían algunos muy maltratados y hasta en pésimo estado, pero todavía funcionando.
Los carruseles no eran sólo entretención para ferias recreativas y parques privados: también participaron de actividades de beneficencia, en muchas ocasiones. Fue así como, en los años veinte, el empresario Enrique Urbina disponía de su Carrusel Primaveral en la Plaza O'Higgins de Valparaíso, especialmente para los niños residentes en los asilos de La Providencia, Salvador, Lourdes y Protectora de la Infancia. El miércoles 16 de octubre de 1929, la fiesta social a beneficio de estos niños y el carrusel del señor Urbina fueron visitados por María de Teck, la Reina Consorte del Reino Unido, acompañada por un grupo de miembros de la Federación de Estudiantes y de monseñor Eduardo Gimper Paut, obispo del puerto. Un año casi exacto después, la avenida Argentina de la misma ciudad tenía disponibles varios carruseles más ahora en la Feria de Distracciones, junto a ruedas giratorias, aeroplanos de fantasía, terrazas de baile, bandas de músicos y sesiones gratuitas de biógrafo.
Finalmente, no podemos dejar sin mención entre los clásicos carruseles de Santiago al que la empresa de entretenimientos mecánicos Juegos Diana hizo instalar en su cuartel de calle San Diego, junto a la Plaza Almagro y la Basílica de los Sacramentinos. Se trata de un precioso y colorido aparato musical de 1908, traído desde los Estados Unidos a Chile en la década del cuarenta, cuando la familia propietaria Zúñiga creó lo que al principio era un parque itinerante de diversiones. El gran circo giratorio, de mucha decoración y luces, estuvo también en la Alameda al lado del templo de San Francisco antes de llegar hasta el gran salón del barrio de entretenciones de San Diego.
El carrusel de Diana es tan característico para la firma, incluso más que su principal rueda de Chicago, que incluso aparece en el actual logotipo. Como uno de los más antiguos del país que aún sigue operativo, generaciones de niños han montado a sus rígidos caballos con aspecto de ponis. ♣
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