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EL VOLANTÍN Y OTROS JUEGOS COLONIALES DE NIÑOS... Y NO TAN NIÑOS

"La cometa" de Francisco de Goya, 1778. Se observa el diseño cuadrado del artículo, tal como el modelo adoptado para el volantín chileno. La elevación de cometas o volantines era practica en Chile por niños y adultos, desde su introducción en el país.

Obviamente, los infantes de la Colonia tenían también juegos propios. En la práctica, sin embargo, se confundían muchas veces sus practicantes entre niños y adultos, en especial tratándose de juegos típicos. El caso más característico de este fenómeno quizá ha sido el de la elevación de volantines, con toda una cultura y folclore asociados estrechamente a la actividad.

Aunque requerían de un espacio mucho más holgado que otros casos de juegos coloniales populares, el aire libre fue la tentación para los tradicionales elevadores de volantines de todas las edades, con su auge en las últimas décadas coloniales. Así habría sido su arribo al país, según Oreste Plath:

El volantín, llega a América a fines del siglo XVII, la introducción en Chile de este juego se atribuye a los monjes benedictinos en el siglo XVIII. Desde entonces se hicieron populares. Durante la Colonia, don Ambrosio O’Higgins también practicaba este juego lo que ayudó a su difusión hasta lograr ser una entretención que apasionaba a grandes y chicos.

A partir de las elegantes cometas europeas, el volantín chileno se fue adaptando en muchas variantes, hasta quedar definido en el tamaño y la simplicidad del cuadrado de papel con palillos de madera flexible y ligera, en un interesante reduccionismo funcional del diseño en el artículo recreativo. Este modelo cuadrado aparece ya en un cuadro del pintor Francisco de Goya de 1778, por lo que el formato también debe haber llegado a Chile desde España.

La versión más pequeña y modesta de aquellos volantines era llamada ñecla, hecha con tres dobleces y palitos de escoba o curagüillas, con la que muchos niños se introdujeron en este arte pues era de novatos, para aprender. Por su lado, el denominado pavito era de papel ligero y pertenecía a la categoría antes llamada de volantines chupetes: aquellos de palos flexibles que toman forma como de veleta al recibir el golpe del viento en la altura.

Entre los volantines más “profesionales”, en cambio, estuvo la condenada, pandorga o calcocha, cuadrada pero con varillas cruzadas de manera horizontal; el barrilete era de gran tamaño y en forma de barril; la pera tenía forma de cruz; la estrella, con cinco ángulos y tres maderos o palillos. El jote, pavo y águila variaban en tamaños, pero eran fabricados por los artesanos más diestros del oficio.

El chonchón, en tanto, era un rústico volantín más grande que los tradicionales, cuadrado y de cuatro dobleces, siendo llamado en el sur del país como cucurucha y cambucho. Y una curiosidad surgida más adelante al respecto será la choncha, que correspondía a una sencilla versión del chonchón, más pequeño, sin palillos y después hecha hasta con pliegos de periódicos, doblados de tal manera que permitía jugar con ella haciéndola planear a la carrera y tirándola con los hilos, aunque siendo muy difícil elevarla como lo haría un volantín con tensión de maderos.

La temporada de vientos de agosto y septiembre era la que preferían los niños para elevar. Esto se heredó después al período de Fiestas Patrias y de circos, por feliz coincidencia de fechas. La del mes de octubre, en contraste, era la favorita de adultos y profesionales metidos en el mismo pasatiempo. Y cuando no había buenas brisas, se acostumbraba invocar dos o tres veces: “San Lorenzo, San Lorenzo, si no vienes luego, comienzo”, pues este santo paleocristiano tenía algunas relaciones patronales también con el clima, varios siglos antes que San Isidro tomara el mismo rol.

Destacaron diestros volantineros de entonces como don Pascual Intento, un chiquillo apodado el Colorín, el Tuerto Gómez, José Zambo Martínez y hasta los hermanos Carrera, Manuel Rodríguez y el maestro Manuel Robles, compositor de la primera Canción Nacional. Siendo niño, además, el futuro monseñor Crescente Errázuriz lo jugó elevando en la escuela; sin embargo, años después monseñor José Larraín Gandarillas prohibiría la práctica en el Seminario, en 1854.

Aunque fuera una actividad bastante sana e inofensiva, el volantín también provocó apuestas y riñas en las competencias, pues se buscaba cortar el hilo de otros elevadores o echar comisión, como señala el argot, mandando cortado al rival, el que acababa castigado con la chañadura o apropiación de su volantín por parte de algún afortunado de la turba que corría hacia el lugar en que calculaban caería, tal como sucede ahora. Por causa de los desafíos, entonces, hubo peleas involucrando incluso a personas distinguidas de la ciudad. Algo parecido sucedería después con los accidentes provocados por la introducción del hilo encolado con vidrio o curado, que hasta vidas ha costado. Incluso, se prohibió parcialmente la elevación de volantines en el Bando de Buen Gobierno del gobernador Luis Muñoz de Guzmán, el 2 de octubre de 1795, al que se agregaron nuevas medidas restrictivas el 5 de septiembre de 1796, con el siguiente tenor:

Que ninguna persona de mayor o menor edad se atreva a encumbrar volantín grande ni chico dentro de la traza general de esta capital, so pena de seis días de prisión y las demás que el caso y circunstancia exigieren sin que esta prohibición se extienda a las Cañadas y orillas del río donde la espaciosidad permite el libre uso, sin el menor riesgo de esta diversión.

"Jesús jugando al trompo", gráfica de autor desconocido publicada en el "Kreisel de René Holler" de Editorial Hugendubel, año 1410. Hoy en el Kunsthistorisches Museum de Viena. Tomado del sitio Educación Física y Deportes.

"Niños jugando al trompo", de Agustín Undurraga, óleo sobre tela de 1897. Museo O'Higginiano y de Bellas Artes de Talca.

Aunque se trata de un pasatiempo de paz, el volantín siempre tuvo y continuó teniendo algunos alcances controvertidos. La revista "Sucesos" de octubre de 1903 se burlaba de esta forma de un pugilato que estalló en la elipse del Parque Cousiño, precisamente por un volantín.

Resistiendo las persecuciones, sitios famosos para la práctica del volantín en Santiago fueron la Plaza de las Ramadas en la actual calle Esmeralda, la Plaza de la Recoleta vecina al templo chimbero, el cuartel situado en la misma calle Recoleta, el Llano de Portales al poniente, la hacienda jesuita de la Ollería (en la actual calle Portugal), el Llano de La Pampilla (hoy Parque O’Higgins) y el sector de Los Pedregales (en avenida Providencia).

En otro ámbito, aunque los naipes eran juego de adultos, los niños usaban mazos que sacaban de sus casas para algo llamado el tonto, una sencilla variante del poto sucio: repartían todas las cartas menos una y las intercambiaban entre sí formando parejas hasta que quedaba el último de tonto con la carta huacha. Los juegos de baraja parecían ser bastante ocasionales entre los infantes de esos años, sin embargo.

Las niñas, en contraste, preferían juegos como saltar la cuerda, que tomaría varias formas. Plath destaca un conocido canto que hacían sus participantes, alusivo a una preparación española de chocolate espumado:

Bate, bate, chocolate
con harina y con tomate.

Bate, bate, chocolate
la bandera de combate.

Las rondas, en cambio, eran de niños y niñas antes de quedar más asociadas a ellas y con versiones cantadas muy populares como "La ronda de San Miguel". Entre las más antiguas, destacaba “Hebritas de oro”, cuyo canto dice:

Hebritas, hebritas de oro
que lindas hijas tenéis.
Que las tenga o no las tenga
qué le importa a su merced.

Me voy, me voy al palacio,
a avisarle al rey mi padre
y a la reina también,
que a las hijas del rey moro
no me las dan por mujer.

Venga, venga, caballero
no sea descortés,
que de las hijas que tengo,
la mejor os llevaréis.

Entre otros antiquísimos juegos europeos llegados a Chile, estuvo también la gallinita ciega. Sin embargo, originalmente habría sido de adultos, en ambiente del campo, más brusco que como lo adaptaron los niños para sus recreos o cumpleaños al convertirlo en juego infantil. Versiones españolas se jugaban con el vendado al centro y un anillo de personas tomadas de la mano alrededor, hombres y mujeres alternados, evitando ser alcanzados por el ciego y sin poder soltarse de ese círculo. En la versión más conocida en Chile, sin embargo, la persona vendada, a tientas, trataba de atrapar a alguno de los demás presentes para que tomara su lugar, pero con algunas diferencias. Plath describe la escena:

Consiste en sortear a la persona que debe hacer de gallina ciega, vendándole, enseguida la vista, con un pañuelo fuertemente ajustado al rostro. En este juego se forman siempre dos bandos, a cuál más eufórico y violento, entre mujeres y hombres. Si la persona que hace de gallinita ciega es un hombre, inmediatamente las mujeres se arremolinan en derredor castigándolo con fuertes palmadas en las posaderas. Si es mujer, los hombres toman de inmediato la más efectiva y cruel venganza, castigando a la mujer en igual forma.

Muchos otros clásicos son reseñados por Plath en "Juegos y diversiones de los chilenos" y en "Aproximación histórica-folklórica de los juegos en Chile", cabe destacar. Por su simplicidad, por ejemplo, considera que estuvo desde temprano el columpio en todos los países de América, sin duda, bastando cualquier rama fuerte de árbol para atar las cuerdas y la tabla de entretención.

También es presumible que, por el mismo motivo recién expueto, el desafío de las cuerdas en los dedos o juego del cordel sea otra vieja presencia en el país. Podemos especular, del mismo modo, que la antigüedad y dispersión del antiguo juego del aro con el que corrían los niños en las calles ayudándose de una varilla para impulsarlo y que no cayera, pudo haber sido practicado en el país.

Niños jugando a la rayuela, que en Chile es llamada luche, en ilustraciones antiguas. Fuente imagen: sitio García y Adell.

Niños jugando a la gallinita ciega en la portada de una caja española, con el tablero y fichas de un antiguo pasatiempo de salón con el mismo nombre. Fuente imagen: sitio Mercado Libre.

Niño jugando a los soldados, en "El lector americano. Nuevo curso gradual de lecturas" del profesor J. Abelardo Núñez, Santiago, publicado por Librerías del Mercurio de Orestes L. Tornero, 1881. Fuente imagen: Memoria Chilena.

Entre los juegos de destreza más inocentes, la pallalla, payaya o payana fue un clásico de práctica popular hasta hace algunos años, consistente en colocar unas piedras o canicas en la mano (antes era con tabas), tirarlas al aire para recoger otras en el piso, y alcanzar a recibir las que vienen cayendo con diferentes modos y técnicas. Su cercano pariente, el de las bolitas, también se pierde en la oscuridad del pasado, pero a Chile llegó en forma tardía a fines de la Colonia o inicios de la República, según todo indica. Un trabajo presentado por Maximiano Flores ante la Sociedad de Folklore Chileno, a fines del siglo XIX, trató exhaustivamente sobre la pallalla y las bolitas, además de las relaciones entre ambos juegos.

Por otro lado, lo que el resto de los hispanoparlantes denominan rayuela, en Chile se llamó definitivamente luche. Evitando confusiones, el luche (o rayuela, para América hispánica y la Península) es el juego infantil de saltar un trazado de casillas en el suelo marcándolas con un objeto arrojadizo a modo de tejo y siguiendo la secuencia, quizá vagamente relacionado con el deporte que recibe el mismo nombre de rayuela en Chile.

Típico de patios escolares, el luche exige al jugador brincar en un pie por una las casillas únicas y con los dos en las pares. Volvemos a Plath por más detalles sobre el luche:

Juego de niñas, antes que de muchachos. Este consiste en ir sacando de ciertas divisiones horizontales y transversales dibujadas en el suelo, con una piedra redonda y plana, a la que se le da con un pie, llevando el otro en el aire y cuidando de no pisar las rayas y de que no se detenga en ellas la piedra o el pedazo de baldosa común, que llaman “Luche” o “Tejo”, denominaciones que le pueden haber venido por haberse jugado con una pelotita de luche, algácea (Ulva lactuca) o con un trozo de teja, tejo, otros lo denominan “Peletre” o “Pella”.

Aunque el luche guarda cierto parecido con otros juegos como el numerológico y más complejo patolli o patli, de práctica precolombina mesoamericana y alguna vez condenado por la Iglesia, en realidad se remontaría a la Europa del Renacimiento. Muchos identifican el juego del luche o rayuela también en “La Divina Comedia” de Dante Alighieri y ven alusiones astrológicas o esotéricas en el diseño de su tablero de saltos. Observamos, además, que quizá exista alguna correspondencia entre el nombre del luche y la semejanza de los tejos de la rayuela chilena con la forma de rueda en que, tradicionalmente, se vende el alga de marras en el comercio de ferias y recovas, secada y comprimida en estas unidades. En alguna época muy posterior, esta misma pieza era reemplazada por los infantes con un tarro de betún para zapatos relleno de tierra o piedras para darle más peso, ya que coincide con la forma del tejo.

Los antiguos juegos del emboque y el trompo, por su lado, requerían de manos hábiles para la confección artesanal de los artículos que dan el nombre respectivo. Con el trompo se jugaba también al quiño, golpeándolos con la púa en cada tiro buscando inutilizar al rival. Una variante de este instrumento era la peonza, especie de trompo pequeño o perinola carente de púa y que gira al accionarse con fuerza entre dos dedos, muy parecido al dreidel de las tradiciones judías y quizá emparentados entre sí.

Otros juegos que necesitaban de artilugios para su ejecución, como la cerbatana y la honda, en cambio provenían de la adaptación de antiguas armas de caza, ahora destinadas a servir para las infaltables travesuras. ♣

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